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jueves, 11 de octubre de 2007

Ocho años en prisión por drogas. Bong Bautista narra su trágica experiencia en las cárceles filipinas. Y también su recuperación

Bong fue arrestado un incierto día del año 1987. El delito imputado: cultivo y consumo de droga. Tenía 28 años. No podía pagarse un abogado y tuvo que recurrir a un defensor de oficio, de esos que los filipinos llaman irónicamente "abogados de paamin" (algo así como paladines de la verdad), porque se pasan todo el tiempo tratando de convencer a sus clientes de que se declaren culpables, en lugar de defenderlos. Conclusión: una condena a diez años de cárcel.

«¿Por qué justo a mí?, grité por dentro, mientras el juez pronunciaba la sentencia. La primera noche en la celda, en la dura cama, lloré muchísimo. Había deshonrado a mi familia, tanto que al poco tiempo mi padre tuvo un infarto mortal. A partir de aquella noche me convertí en un simple número. El dolor era insoportable. Gritaba y gritaba: ¡Dios!, ¿por qué me has dejado caer tan bajo?».

Esta historia la hemos conocido con ocasión del gran congreso de los "voluntarios" de los Focolares que tuvo lugar en septiembre de 2006 en Budapest y que conmemoraba el cincuenta aniversario de su nacimiento. Hoy Bong es un hombre libre, está casado con Glenda desde hace doce años y llevan una vida sencilla y laboriosa en la capital filipina. Es responsable de producción en una pequeña fábrica de velas, que puso en marcha hace diez años un grupo de ex presidiarios. Gana lo suficiente como para mantener decorosamente a su familia, un sueño que no podría haber imaginado hace unos años, cuando su vida, como él mismo cuenta, «se detuvo de golpe» el día en que las puertas de la cárcel se cerraron a sus espaldas. Bong pasó ocho años en prisión. Cuando salió, a los 36, era otro hombre. Volver a subir la cuesta fue largo y duro, pero vale la pena recordar las etapas más relevantes.

Nos enteramos de que los presos vivían hacinados en muy poco espacio, en pésimas condiciones higiénicas y mal alimentados. Sólo la cárcel de Bilibid, la más grande, en el Montinlupo City de la gran Manila (12 millones de habitantes) cuenta con diez mil presos. Allí se suceden infinidad de historias de humillación y abandono, cuando no de injusticia, que perduran dentro de los muros de la cárcel. Y lo que causa más impresión es la cantidad de muchachos que hay en la cárcel, incluso preadolescentes, cumpliendo condenas acordes a la gravedad del delito, sin tener en cuenta su edad. Comparten suerte con los capos de la delincuencia, en el mismo complejo carcelario que albergaba el corredor de la muerte hasta el 8 de junio de 2006, fecha en que el parlamento filipino votó, a instancias de la presidenta Arroyo, un proyecto de ley para abolir la pena de muerte. En aquella fechas había 1.200 condenados esperando ser ejecutados.

Desde principios de los noventa, los jesuitas de Filipinas, apoyados por la Iglesia local, están llevando a cabo un servicio de pastoral carcelaria de gran importancia, sin duda cuajado de dificultades, pero con perspectivas muy interesantes. Muchos laicos se han comprometido con ellos, entre los cuales encontramos a varios miembros de los Focolares trabajando en iniciativas de recuperación y promoción humana, brindando su apoyo moral y espiritual.

Justo entonces, la vida "suspendida" de Bong Bautista, uno de tantos reclusos de la cárcel de Manila, recupera lentamente su andadura. Más que detenerse, se podría decir que le había vuelto la espalda a la vida. Alimentaba un odio furioso contra todo y contra todos: «Odiaba a mi familia, deshecha a causa de la separación de mis padres; odiaba mi dependencia de la droga; odiaba la pobreza que me había obligado a dejar la escuela». Una noche, no teniendo a quien recurrir, supliqué: ¡Dios, ayúdame al menos esta vez!».

Poco tiempo después, una universidad cercana al penal ofreció a los reclusos la posibilidad de estudiar una carrera. Bong fue de los primeros en superar las pruebas de acceso. «Estaba emocionado ­dice­, estudiar era mi sueño. ¿Acaso Alguien me había escuchado?». Además de dedicarse al estudio, Bong se dedica a actividades sociales y religiosas de la cárcel ayudando al capellán. Entra en contacto con algunos voluntarios de los Focolares que visitan regularmente la prisión: «Tenían algo distinto, eran acogedores y siempre estaban muy serenos, incluso diría que contentos. Ellos me enseñaron el arte de amar, que incluye el perdón por el daño recibido, además del amor y la misericordia de Dios por el mal que has hecho. Y así empecé a ayudar a los compañeros y a ser cortés con los guardias, no por temor, sino por amor. Experimenté una ganas nuevas de vivir y, aunque mi cuerpo estaba prisionero, mi espíritu podía soñar libremente, creer en un mundo nuevo y construirlo con pequeños actos de fraternidad dentro de la cárcel». Poco a poco Bong conquista la confianza de sus compañeros y de los guardias, tanto que es designado vicealcaide de su sector.

Al cabo de cinco años se licencia en Economía y Comercio. Luego obtiene la libertad definitiva. «Todo esto ­prosigue­ sucedió hace trece años, y desde entonces visito regularmente la cárcel con otros voluntarios (ahora soy uno de ellos), y algunos son ex convictos como yo. En la cárcel, muchos quieren conocernos y saber cómo hemos logrado superarnos. Hemos conocido también a algunos que estaban condenados a la pena de muerte».

Pero Bong no se contenta con esto: «Me siento ­dice­ un hombre afortunado. Tengo una hermosa familia, un trabajo, unos amigos, un gran ideal por el que vivir. ¿Y los presos? He experimentado en mi propia piel lo que significa vivir en espera de libertad y al mismo tiempo con miedo al "después", la angustia de verte rechazado por una sociedad que sigue cerrándote la puerta en la cara. Quería otra cosa para ellos. Pero, ¿qué podía hacer?».

«Aquel domingo ­continúa Bong­ las lecturas de la misa referían el episodio en el que Jesús le dice a Zaqueo que va a ir a su casa, la casa de un pecador público. Ahí estaba el mensaje: ¡Jesús nos acoge justamente a nosotros, los pecadores! De ahí nació el nombre que decidimos darle a una nueva institución: "Casa de Zaqueo"». Un amigo les ha donado ya el terreno. Es sólo el principio y de algo muy pequeño, si se quiere, pero dice un proverbio que quien bien empieza tiene medio camino hecho. Bong y sus amigos son conscientes de ello, pero saben también que de las pequeñas semillas nacen grandes árboles.


(Testimonio recogido de la revista "Ciudad Nueva")

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