* «En el santuario parisino de la Medalla Milagrosa, un completo desconocido que estaba arrodillado junto a mí, me sonrió, tomó mi brazo con su mano y suavemente me puso de rodillas también. En el instante en el que mis rodillas tocaron el reclinatorio de repente me di cuenta de toda la verdad, que esto no era sólo un ‘espectáculo’ y que el hombre clavado en la cruz ante mí no sólo había extendido sus brazos para ‘aquellos católicos’ sino también para mí… La mejor decisión que he tomado en mi vida ha sido convertirme en católica. La segunda fue ingresar en el convento. Todos los días, cuando me pongo el santo hábito de Santo Domingo Dios me sigue asombrando por el amor tan tierno que tiene por cada uno de nosotros. ¡Él verdaderamente ha derramado su bondad sobre mí y estoy llena de gozo sabiendo que soy totalmente suya!»