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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

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domingo, 18 de noviembre de 2007

La hermana muerte / Autores: Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma

El caballero oye un ruido y se acerca. Tras el enrejado aparece fugaz el rostro de la Muerte.

El caballero toma la palabra: -Vivo en un mundo de fantasmas.

La Muerte le responde: -Y sin embargo no quieres morir.

-Sí quiero.

-¿Quieres garantías?

-Llámalo como mejor te plazca. ¿Es tan cruelmente inconcebible entender a Dios con los sentidos? ¿Por qué debe ocultarse en una bruma de milagros que no se ven? ¿Cómo podemos tener fe en los que creen, cuando no podemos tener fe en nosotros mismos? ¿Qué les ocurriría a aquellos de nosotros que desean creer, pero no pueden? ¿Y qué destino tendrán los que ni quieren creer ni son capaces de creer?

Reina un silencio completo. Ni la Muerte ni el caballero hablan. Entonces el caballero prosigue: -¿Por qué no puedo matar a Dios dentro de mí? ¿Por qué sigue viviendo en esta forma dolorosa y humillante, aun cuando deseo arrancarlo de mi corazón? ¿Por qué a pesar de todo, Él es una realidad desconcertante que no puedo sacudirme de encima? Quiero sabiduría, no fe ni suposiciones, sino sabiduría; que Dios extienda su mano hacia mí, que se revele y me hable.

Entonces, la muerte, con mueca irónica: -Si embargo, permanece en silencio...

-Lo llamo en la oscuridad, pero no parece haber nadie ahí.

-Tal vez no haya nadie...

-Entonces la vida es un espantoso horror. Nadie puede vivir y enfrentarse a la muerte sabiendo que todo es la nada...

¡La nada! ¡La vida! ¡Todo! ¡Dios! Y en ese forcejeo se nos presenta la muerte cortante como una espada, profunda como un pozo. El máximo enigma de la vida humana es la muerte, la aparente disolución eterna. Al mismo tiempo, se resiste en nuestro interior esa semilla de inmortalidad que todos llevamos. No es posible aceptar el fatal desenlace, la ruina total, el adiós definitivo.

Sería una tragedia vivir la existencia humana sabiendo que todo acaba con el tajo de la muerte. No es posible embarcar a la humanidad en un viaje sin retorno, en un avión sin piloto. El hombre no puede ser simplemente el sueño de una sombra descarnada.

Poetas como Shakespeare han cantado la tragedia de la muerte: “¡Morir..., dormir, no más! ¡Morir..., dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar! ¡Sí, he ahí el obstáculo!”. Otros, como Cervantes han puesto en boca de Sancho Panza la certeza de este momento: “Que como vuestra merced mejor sabe, todos estamos sujetos a la muerte; y que hoy somos y mañana no; y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle. Porque la muerte es sorda, y cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, a siempre va de prisa y no le harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras, según es pública voz y fama”.

Y el hombre de hoy sigue enarbolando la bandera de la felicidad eterna. Se resiste al sabor amargo de las lágrimas o al vuelo tenebroso de los cuervos. “Nada”, “nadie”, “nunca” no pueden ser sinónimos de “muerte”. El momento final va acompasado siempre por sentimientos humanos muy intensos. La experiencias de la muerte abren en nuestras vidas llagas de dolor: un conocido, un amigo, un ser querido, nosotros... A veces la vida parece un niño: débil, temeroso, vulnerable.

Meses antes de morir, François Mitterand, ex-presidente de Francia, comentaba en una entrevista: “¿Quién no necesita ayuda y seguridad? La sociedad de los hombres no puede nada. De repente, uno se siente solo, perdido en la inmensidad. Está uno ahí, con su cuerpo frágil que se va a romper muy pronto; y hay algo en uno que le hace aspirar a la pervivencia y a la eternidad”.

Aun los menos creyentes vislumbran rayos de esperanza en el más allá. La vida terrena no puede terminar y romperse como una porcelana, porque la muerte no consuela, no elimina el miedo. Es como ese sol otoñal, pálido y enfermizo, que ilumina pero no produce calor; da luz, pero no quita el frío. Aperece terrible, amenazadora. ¿Por qué? Porque se abre el abismo entre la inmortalidad y lo desconocido.

La muerte tiene otra cara, como las monedas. Si de una lado es tragedia, ruptura, desazón; del otro es seguridad, certeza, gozo.

La vida no acaba con la muerte. Toda persona humana está llamada a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena: la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal y terrena. Nuestra vida, nuestra existencia en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso de la vida humana.

La vida de ahora, en este lugar y tiempo concreto, en este año, en esta ciudad, en este preciso momento no lo «último», sino «penúltimo». Cada momento de mi vida es sagrado, pues implica responsabilidad.

Somos seres mortales y tenemos el deber y el derecho de sentir nuestra mortalidad. Somos mortales, pero a pesar de ello, nuestra muerte no significa destrucción y aniquilación, porque hay Alguien que ya ha vencido a la muerte, que ya ha triunfado.

Los grandes emperadores romanos festejaban sus victorias construyendo arcos de triunfo. Un majestuoso desfile seguía la larga fila de carros, repletos del botín y de cuantiosos trofeos. Roma celebraba con alborozo la fiesta. Insignias arrebatadas al enemigo, prisioneros de guerra encadenados, toros y animales para los sacrificios,...

El emperador debía atravesar el arco de triunfo, montando en su carroza de caballos blancos. Debía vestir una túnica bordada con palmas de oro y un manto de púrpura lo envolvía. En la cabeza, una corona de laurel, símbolo del triunfo y en su mano derecha, un cetro de marfil. Detrás le seguían sus hijos. Un esclavo le ofrecía reverentemente una corona de oro y le susurraba: recuerda que eres un simple mortal.

Quienes creen en Cristo, atraviesan con Él el arco de triunfo. La resurrección de Cristo manifiesta la vida más allá del límite de la muerte, la vida y el amor que es más fuerte que la muerte. «No habrá ya muerte», exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén celestial (Ap 21, 4). Y san Pablo nos asegura que: "La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?"» (1 Co 15, 54-55).

Por eso, desde esta visión, que es la más certera, qué fácil resulta repetir con San Francisco de Asís:

“Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana Muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueren en pecado mortal!
Bienaventurados aquellos que acertasen a cumplir
tu santísima voluntad,
pues la muerte segunda no les hará mal”.


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Fuente: Catholic.net

viernes, 4 de enero de 2008

Cartas a los reyes magos / Autores: P. Marcelino de Andrés y Juan Pablo Ledesma

Carta al Rey Melchor

Reconocida Majestad:

Un saludo. Permítenos tutearte. Eso del vos y del usted ya no se lleva hoy día...

Esta carta, Majestad, como bien te habrás percatado no está escrita con garabatos infantiles. No. Está hecha a computadora. Y está impresa a todo color en una impresora de la última generación. ¿Qué te parece? Te gusta, ¿verdad? Claro, nosotros somos gente moderna. Estamos al día. Además queremos ahorrarte el trabajo de estar descifrando caligrafías de patas de mosca. Un poco de seriedad, ¿no?

Como ves, a pesar de ser gente “seria y moderna”, nos hemos animado a escribirte. Y es que, también nosotros queremos este año recibir nuestro “regalo de Reyes”.

Porque también la gente “seria y moderna”, que pretende controlar el mundo con una computadora desde su alfombrada oficina, tiene tantas o más necesidades que los niños, tantos o más caprichos que los niños. Sí, es verdad. No lo podemos negar. Así somos.

Oye, Melchor, hemos estado repasando tu historia. Siempre nos ha admirado tu fe, Majestad. Dejaste tu tierra, tu reino, tu familia. Te aventuraste al desierto siguiendo una estrella durante meses. Llegaste a una cueva miserable y te postraste en adoración ante un recién nacido que yacía entre pajas. Reconociste en Él a un gran Rey, a un Mesías, a un Salvador...

También nos sigue admirando tu generosidad, Melchor. Pusiste a los pies de esa pobre familia el cofre de tu oro. Era evidente que ellos lo necesitaban. Y lo dejaste todo como si a ti ya no te importase en lo más mínimo. Aunque te quedaba aún el camino de regreso...

Sabemos que fuiste a Belén sobre todo por ese Niño. Pero también comprendiste, al encontrar esa entrañable familia, que el oro que llevabas lo iban a agradecer más José y María. Los pobrecillos no es que anduviesen en muy buenas condiciones económicas.

Melchor, nosotros ya tampoco somos niños. Y hemos de admitir que tampoco necesitamos tu oro. Tenemos bastante más que la Sagrada Familia de Belén. Aunque, siendo sinceros, en un principio sí te lo íbamos a pedir, pues a la gente “seria y moderna”, como nosotros, el oro es el regalo que más nos gusta.

Sin embargo, no; no nos des tu oro. Dáselo a los más necesitados, que los hay muchos.

Majestad, pero sí necesitamos de las otras cosas que tú tienes. Necesitamos un poco de tu gigantesca fe. Necesitamos un poco de tu enorme generosidad.

Como regalo de Reyes eso es lo que te pedimos, Melchor: más fe y más generosidad. Fe para arrodillarnos también nosotros, la “gente seria y moderna”, ante el Niño Dios. Generosidad para dejar a los pies de tantas familias pobres parte de nuestro oro y aliviar así un poco sus penurias. Como tu lo hiciste y lo sigues haciendo cada Navidad.

Unos agentes de bolsa.



Carta al Rey Gaspar.

¡Hola, Gaspar!

Al saber que tú eres el del incienso, no hemos pensado dos veces empezar la carta así. Mira, te lo decimos porque el incienso en la actualidad acompaña sólo a los grandes estadistas, a los artistas famosos, a los futbolistas estrellas, a los dueños de las multinacionales... Así que, al enterarnos que eras tú el del incienso, hemos pensado que también deberías ser alguien grande. Y, ya sabes, hoy día el saludar con un ‘hola’ tan familiar a alguien así de importante, como que da nivel y categoría... como que a uno se le pega algo del humillo del incienso que lleva el otro... Además todo el que lo viera pensaría sin duda: ¿quién será éste que saluda así a alguien tan famoso y tan importante?

Ciertamente tienes de verdad motivos muy válidos para llevar incienso. Eres un gran Rey. Eres un sabio genial. Eres un hombre poderoso. Eres alguien muy importante. Lo que nos parece extraño es que no se te haya subido el incienso a la cabeza llevando tanto como llevas. Hoy a otros, con mucho menos, ya les ha puesto bastante tontos.

Pero tú, Gaspar, no eres de esos. Hasta en esto eres medio especial. No dejaste que te despidieran con reverencias y honores los grandes de tu reino. No has permitido que te persiguiese ningún corro de periodistas. No has tolerado el asalto de ninguna cámara de televisión. No has consentido que mandasen en onda, vía satélite, tu salida de Oriente y tu llegada a Belén (ni siquiera en diferido). No has querido, por ningún motivo, que se te inmortalizara en la primera página de la prensa internacional.

Eres un tipo raro, Gaspar. Muy raro. Tanto, que nos parece que llevas todo ese incienso en balde. Hasta se nos ha ocurrido pedirte, como “regalo de Reyes”, -visto que no lo usas- que nos dejes un poco de ese incienso. A nosotros, ya lo habrás leído en nuestros corazones, nos gusta mucho el incienso: nos encanta que nos digan que somos letrados, que somos poderosos, que somos de nivel; que nos digan que somos bonitas, que somos elegantes, que somos famosas...

Pero ahora, acordándonos de ti, nos damos cuenta de que, en el fondo, no somos más que unos pobres estúpidos.

Rey Gaspar, sabemos por tu historia que todo ese incienso lo tenías por completo destinado al Dios niño de Belén. No gastaste ni un granito en ti mismo. Sabías que Él era el único que merecía de verdad todo el incienso del mundo, y tú no le ibas a quitar ni una mínima porción.

Nos has dado una gran lección, Rey Gaspar. Y tienes toda la razón. Ya no hace falta que nos des nada de incienso. En realidad, tampoco lo merecemos.

Pero déjanos ir contigo y ofrecérselo todo al Niño de Belén imitando tu humildad y sencillez.

Algunos y algunas que queríamos ser importantes.

Carta al Rey Baltasar

Amigo Rey Baltasar:

Este año también me he decidido a escribirte. Pero esta vez es distinto. Verás. Tengo un amigo que las está pasando muy mal. Iba a decir que las está pasando negras; pero me acordé de que tú eres el Rey negro... Perdona... Aunque no creo que por eso te sientas ofendido. Eres demasiado bueno.

Pues, resulta que este amigo me escribió hace poco para contarme qué es de su vida. Creo que sus palabras son más elocuentes que las mías. Te las transcribo a continuación. En seguida intuirás lo que quiero pedirte.

Estoy en el hospital. En cancerología. En la habitación número 201 frente a la número 202 donde había un muchacho de poco más de 20 años. Yo ya he cumplido 45. Tengo un cáncer quién sabe dónde y llevo aquí un par de semanas.

Soy un desgraciado y vivo amargado en medio de dolores que no se puede decir lo grandes que son. No puedo dejar de quejarme y retorcerme en la cama maldiciendo el día que me llegó esta enfermedad. Los únicos momentos de tregua son los ratos que dura el efecto de los calmantes. Es realmente desesperante.

Pero en la habitación de enfrente yo notaba algo muy raro. Cuando en algunos momentos al día coincidían las dos puertas abiertas, la de él y la mía, yo no entendía lo que veía. Aquel chaval nunca se quejada, ni lo más mínimo. Lo veía, sí, a veces retorcerse por los dolores, pero nunca le oí una queja ni una maldición. En su cara yo veía siempre un algo de serenidad, de paz, de gran temple. Al enterarme que tenía un cáncer bastante más doloroso y avanzado que el mío y que los calmantes que le ponían eran como los míos, lo entendía menos aún.

Todo esto al inicio me daba rabia. ¿Cómo era posible que un chaval enclenque como ese fuera capaz de soportar y sobrellevar así esa enfermedad? Rabia porque yo, un veterano cuarentón, curtido por el duro trabajo de largos años, me derretía ante dolores incluso más leves que los suyos.

Un buen día no aguanté más y le dije a una enfermera que por favor me resolviera mi interrogante. La respuesta inmediata de la enfermera me dejó aún más perplejo todavía: "Porque tiene una fe en Dios como una catedral", me dijo rotundamente.

Después yo mismo pude comprobar que era verdad lo que me dijo la enfermera. Lo comprobé cuando supe que diariamente recibía la comunión. Lo comprobé cuando lo veía con el rosario en las manos o leyendo la Biblia. Lo comprobé también la noche que lo vieron morir con la sonrisa en los labios gracias a esa fe y ese amor a Dios que no cabían en el hospital entero.

No tengo más que decir. Sólo que yo nunca habría imaginado que la fe tuviese la fuerza de hacer feliz incluso al hombre que más sufre en la tierra. Pero ahora ya lo sé. Y ya no me da rabia de aquel muchacho. Ahora me da verdadera envidia.

Rey Baltasar, tú eres el de la mirra. Tu tienes ese bálsamo de la fe y de la confianza en Dios que tanto necesita este buen señor, amigo mío. Date una vuelta estas Navidades por la 201 de ese hospital de cancerología. Date una vuelta también por todas las habitaciones del mundo donde hay alguien que sufra sin fe, sin amor, sin confianza. Vete repartiendo de ese bálsamo que suaviza el dolor y lo hace más llevadero.

No creo que se enfade el Niño Jesús si al presentarle el frasco de mirra a la mitad, le explicas en qué la has usado. Al contrario, verás que en su inocente carita se dibuja una sonrisa muy parecida a la que arrancaste de aquel buen hombre de la 201.

Gracias, mi amigo Rey Baltasar.

El autor de estas cartas


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Fuente: Catholic.net