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Bienvenido a Escuchar y a Dar

Este blog, no pretende ser un diario de sus autores. Deseamos que sea algo vivo y comunitario. Queremos mostrar cómo Dios alimenta y hace crecer su Reino en todo el mundo.

Aquí encontrarás textos de todo tipo de sensibilidades y movimientos de la Iglesia Católica. Tampoco estamos cerrados a compartir la creencia en el Dios único Creador de forma ecuménica. Más que debatir y polemizar queremos Escuchar la voluntad de Dios y Dar a los demás, sabiendo que todos formamos un sólo cuerpo.

La evangelización debe estar centrada en impulsar a las personas a tener una experiencia real del Amor de Dios. Por eso pedimos a cualquiera que visite esta página haga propuestas de textos, testimonios, actos, webs, blogs... Mientras todo esté hecho en el respeto del Amor del Evangelio y la comunión que siempre suscita el Espíritu Santo, todo será públicado. Podéís usar los comentarios pero para aparecer como texto central enviad vuestras propuestas al correo electrónico:

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domingo, 8 de junio de 2008

Qué sacrificio y misericordia pide Dios / Autor: Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo

Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo.

* * *
X Domingo del Tiempo Ordinario
Oseas 6,3-6; Romanos 4,18-25; Mateo 9, 9-13

Misericordia quiero y no sacrificios

Hay algo conmovedor en el Evangelio dominical. Mateo no relata algo que Jesús dijo o hizo un día a alguien, sino lo que dijo e hizo personalmente por él. Es una página autobiográfica, la historia del encuentro con Cristo que cambió su vida. "Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: 'Sígueme'. Él se levantó y le siguió".

El episodio, sin embargo, no se cita en los Evangelios por la importancia personal que revestía para Mateo. El interés se debe a cuanto sigue al momento de la llamada. Mateo quiso ofrecer "un gran banquete en su casa" para despedirse de sus antiguos compañeros de trabajo, "publicanos y pecadores". No podía faltar la reacción de los fariseos y la respuesta de Jesús: "No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio". ¿Qué significa esta frase del profeta Oseas que repite Jesús? ¿Acaso que es inútil todo sacrificio y mortificación y que basta con amar para que todo vaya bien? Partiendo de este pasaje se puede llegar a rechazar todo el aspecto ascético del cristianismo, como residuo de una mentalidad aflictiva o maniquea, hoy superada.

Ante todo hay que observar un profundo cambio de perspectiva en el paso de Oseas a Cristo. En Oseas, la expresión se refiere al hombre, a lo que Dios quiere de él. Dios quiere del hombre amor y conocimiento, no sacrificios exteriores y holocaustos de animales. En labios de Jesús, la expresión se refiere en cambio a Dios. El amor del que se habla no es el que Dios exige del hombre, sino el que da al hombre. "Misericordia quiero, que no sacrificio" significa: quiero usar misericordia, no condenar. Su equivalente bíblico es la palabra que se lee en Ezequiel: "No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva". Dios no quiere "sacrificar" a su criatura, sino salvarla.

Con esta puntualización se entiende mejor también la expresión de Oseas. Dios no quiere el sacrificio "a toda costa", como si disfrutara viéndonos sufrir; no quiere tampoco el sacrificio realizado para alegar derechos y méritos ante Él, o por un malentendido sentido del deber. Quiere en cambio el sacrificio que es requerido por su amor y por la observancia de los mandamientos. "No se vive en amor sin dolor", dice la Imitación de Cristo, y la misma experiencia cotidiana lo confirma. No hay amor sin sacrificio. En este sentido, Pablo nos exhorta a hacer de toda nuestra vida "un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios".

Sacrificio y misericordia son ambas cosas buenas, pero pueden hacerse uno y otra perjudiciales si se reparten mal. Son cosas buenas si (como hizo Cristo) se elige el sacrificio para uno y la misericordia para los demás; se vuelven malas si se hace lo contrario y se elige la misericordia para uno y el sacrificio para los demás. Si se es indulgente con uno mismo y riguroso con los demás, dispuestos siempre a excusarnos y a ser despiadados al juzgar a los demás. ¿No tenemos nada que revisar al respecto en nuestra conducta?

No podemos concluir el comentario de la vocación de Mateo sin dedicar un pensamiento afectuoso y agradecido a este evangelista que nos acompaña, con su Evangelio, en el curso de todo este año litúrgico primero. Gracias, Mateo, llamado también Levi. Sin ti, ¡qué pobre sería nuestro conocimiento de Cristo!

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[Traducción del original italiano por Marta Lago]

Evangelio del domingo 8 de junio - Mateo 9, 9-13
Para ver el video haz click sobre la imagen


"Misericordia quiero y no sacrificios" / Video-reflexión: P.Jesús Higueras

domingo, 1 de junio de 2008

La Palabra de Dios, roca eterna / Autor: Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo


Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la liturgia de la Palabra del próximo domingo.

* * *
IX Domingo del Tiempo Ordinario

Deuteronomio 11, 18.26-28; Romanos 3, 21-25a.28; Mateo 7, 21-27

La casa en la roca
Todos sabían, en tiempos de Jesús, que es de necios construir la propia casa sobre arena, en el fondo de los valles, en lugar de hacerlo en lo alto de la roca. Después de cada lluvia abundante se forma, en efecto, casi de inmediato un torrente que barre las casitas que encuentra a su paso. Jesús se basa en esta observación, que probablemente había hecho en persona, para construir a partir de ella la parábola de este domingo sobre las dos casas, que es como una doble parábola.

"Así pues todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa; pero no cayó, porque estaba cimentada sobre roca".

Con simetría perfecta, variando sólo poquísimas palabras, Jesús presenta la misma escena en negativo: "Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena; cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina".

Construir la propia casa sobre arena quiere decir volver a poner las propias esperanzas y certezas en cosas inestables y aleatorias que no se sustraen al tiempo y a los vuelcos de fortuna. Tales son el dinero, el éxito, la propia salud. La experiencia lo pone ante nuestros ojos cada día: es muy poco lo que basta -un pequeño coágulo en la sangre, decía el filósofo Pascal- para que todo se derrumbe.

Construir la casa sobre roca quiere decir, al contrario, fundar la propia vida y las propias esperanzas en aquello que "los ladrones no pueden robar ni la polilla deshacer", sobre lo que no pasa. "Los cielos y la tierra pasarán -decía Jesús--, pero mis palabras no pasarán".

Construir la casa en la roca significa, muy sencillamente, construir en Dios. Él es la roca. Roca es uno de los símbolos preferidos de la Biblia para hablar de Dios: "Nuestro Dios es una roca eterna" (Is 26,4); "Él es la Roca, perfecta es su obra" (Dt 32,4).

La casa construida sobre la roca ya existe; ¡se trata de entrar en ella! Es la Iglesia. No, evidentemente, la que está hecha a base de ladrillos, sino la formada por las "piedras vivas" que son los creyentes, edificados en la "piedra angular" que es Cristo Jesús. La casa en la roca es aquella de la que hablaba Jesús cuando decía a Simón: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra (literalmente ‘roca')" edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18).

Fundar la propia vida sobre la roca significa por lo tanto vivir en la Iglesia; no quedarse fuera apuntando sólo el dedo contra las incoherencias y los defectos de los hombres de Iglesia. Del diluvio universal se salvaron sólo pocas almas, las que habían entrado con Noé en el arca; del diluvio del tiempo que todo engulle se salvan sólo los que entran en el arca nueva que es la Iglesia (cf. 1 P 3, 20). Esto no quiere decir que todos los que están fuera de ella no se salven; existe una pertenencia a la Iglesia de otro tipo, "conocida sólo a Dios", dice el Concilio Vaticano II respecto a quienes, sin conocer a Cristo, obran según los dictados de la propia conciencia.

El tema de la palabra de Dios, que está en el centro de las lecturas de este domingo y sobre el que se celebrará en octubre el próximo Sínodo de los obispos, me sugiere una aplicación práctica. Dios se ha servido de la palabra para comunicarnos la vida y revelarnos la verdad. ¡Los seres humanos usamos a menudo la palabra para dar muerte y esconder la verdad! En la introducción a su famoso Dizionario delle opere e dei personaggi, Valentino Bompiani relata el siguiente episodio. En julio de 1938 tuvo lugar en Berlín el congreso internacional de los editores, en el que él también participó. La guerra se palpaba ya en el aire y el gobierno nazi se mostraba maestro en la manipulación de las palabras con fines de propaganda. El penúltimo día, Goebbels, que era ministro de Propaganda del Tercer Reich, invitó a los congresistas al aula del Parlamento. Se pidió a los delegados de los distintos países una palabra de saludo. Cuando llegó el turno a un editor sueco, éste subió al estrado y con voz grave pronunció estas palabras: "Señor Dios, debo pronunciar un discurso en alemán. Carezco de vocabulario y de gramática, y soy un pobre hombre perdido en el género de los nombres. No sé si la amistad es femenino o si el odio es masculino, o si el honor, la lealtad y la paz son neutros. Así que, Señor Dios, recobra las palabras y déjanos nuestra humanidad. Tal vez lograremos comprendernos y salvarnos". Estalló un aplauso, mientras Goebbels, que había captado la alusión, salía airado de la sala.

Un emperador chino, interrogado sobre qué era lo más urgente para mejorar el mundo, respondió sin dudar: ¡reformar las palabras! Quería decir: devolver a las palabras su verdadero significado. Tenía razón. Hay palabras que, poco a poco, han sido vaciadas completamente de su significado original y colmadas de un significado diametralmente opuesto. Su uso no puede más que resultar perjudicial. Es como poner en una botella de arsénico la etiqueta "digestivo efervescente": alguien se envenenará. Los Estados se han dotado de leyes severísimas contra los falsificadores de moneda, pero de ninguna contra la falsificación de las palabras. A ninguna palabra le ha ocurrido lo mismo que a la pobre palabra "amor". Un hombre abusa de una mujer y se justifica diciendo que lo ha hecho por amor. La expresión "hacer el amor" frecuentemente representa el acto más vulgar de egoísmo, en el que cada uno piensa en su satisfacción, ignorando totalmente al otro y reduciéndole a simple objeto.

La reflexión sobre la palabra de Dios nos puede ayudar, como se ve, también a reformar y rescatar de la vanidad la palabra de los hombres.
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[Traducción del original italiano por Marta Lago]
El evangelio del domingo en video
Mateo 7, 21-27
Haz click sobre las imagenes para verlo



La casa estaba cimentada sobre roca / Video-reflexión: P. Jesús Higueras

miércoles, 21 de mayo de 2008

Cardenal Saraiva: Es imprevisible la fecha de beatificación de Juan Pablo II / Autora: Marta Lago

Declaraciones del prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos

ROMA, miércoles, 21 mayo 2008 (ZENIT.org).- Las rigurosas etapas por las que debe pasar la causa de Juan Pablo II impiden prever una fecha precisa para su eventual beatificación, confirma el cardenal prefecto de la Congregación vaticana para las Causas de los Santos.

Desde el martes distintos medios de comunicación se hacen eco de declaraciones del postulador de la causa, monseñor Slawomir Oder.

Éste ha expresado su «personal esperanza» de que el proceso de beatificación de Juan Pablo II esté concluido en 2009.

Así lo recoge, por ejemplo, la agencia «Sir» de la Conferencia Episcopal italiana, apuntando la respuesta del postulador sobre la fecha de beatificación del Papa Karol Wojtyla:
«En primavera de 2009, al haber entregado ya la "positio"».

La «positio» es el informe que recoge sistemáticamente todos los documentos sobre el Siervo de Dios. En este caso se trata de no menos de dos mil páginas.

El prefecto de la Congregación vaticana correspondiente, el cardenal José Saraiva Martins, ha precisado, respecto a una fecha concreta, la imposibilidad
«de hacer previsiones de ningún tipo, porque todo depende de la forma en que proceda el desarrollo de la causa en sus distintas fases».

El purpurado atendió así -en la noche del martes- la petición, por parte de algunos medios, de confirmación del citado extremo, al margen de la presentación en Roma del libro «Benedictus» (del vaticanista de la RAI, Giuseppe de Carli) en la que acababa de participar.

«Una vez entregada la "positio" a la Congregación que tengo el honor de presidir, hay diversas etapas: el estudio de los historiadores, el estudio de los teólogos, el estudio después de los médicos sobre la existencia de un presunto milagro, el examen de los cardenales --recordó--, y no se pueden hacer previsiones» en cuanto a una fecha final.

El cuarto aniversario del fallecimiento del Papa Karol Wojtyla -2 de abril de 2009- es el día que protagoniza los rumores mediáticos sobre la beatificación. «Sólo digo que no se pueden hacer previsiones -subraya el purpurado portugués--; puede ser en esa época, puede ser antes, puede ser después; pero razonablemente no se pueden hacer previsiones porque faltan los datos de fondo».

Tras los estudios necesarios de la Congregación para las Causas de los Santos, si se llega a un juicio positivo, corresponderá a Benedicto XVI aprobar el decreto de reconocimiento de virtudes heroicas que permita proclamar venerable a Juan Pablo II. A continuación el proceso deberá demostrar la existencia de un milagro atribuido a la intercesión pontífice polaco tras su muerte; entonces se abrirán las puertas a su beatificación.

lunes, 19 de mayo de 2008

La belleza de ser jóvenes y de compartirlo, explica el Papa / Autora: Marta Lago

Llama a los jóvenes a no "quemar" la juventud en modas pasajeras
En su visita pastoral a Génova

GÉNOVA, (ZENIT.org).- El secreto y la belleza de una juventud permanente es vivir abierto a la esperanza, cosa que sólo da el encuentro real con Jesucristo, reconoce Benedicto XVI.

La plaza genovesa de Matteotti vivió, en la mañana de este domingo, el ambiente propio de una Jornada de la Juventud en el rato de fe y fiesta que compartieron los jóvenes con el Papa -visiblemente felices--, en visita pastoral en la región italiana de Liguria.

La lluvia torrencial que hacía acto de presencia no desanimó esta cita, sino que entre aplausos los jóvenes recibieron la confidencia de Benedicto XVI: «La lluvia me está persiguiendo un poco estos días, pero tomémosla como signo de bendición, de fecundidad de la tierra y como símbolo del Espíritu Santo que viene y renueva también la tierra reseca de nuestras almas».

Los años de la juventud están «llenos de expectativas y de sueños», pero cuando hayan pasado «en el corazón todos debemos permanecer jóvenes», dijo el Papa en su discurso a la multitud de chicas y chicos.

«Es bello ser jóvenes; todos quieren serlo» --reflexionó--; y es que «la juventud tiene aún todo el futuro por delante», y futuro significa «tiempo de esperanza».

Benedicto XVI en muchos momentos dejó aparte su discurso escrito, entrando en una especie de diálogo espontáneo con los jóvenes. Y compartió su inquietud, dándoles voz: «¿Encontraré un puesto de trabajo? ¿Encontraré casa? ¿Encontraré el amor, que será mi verdadero futuro?».

En lugar de consumir la vida cuando está empezando, «es importante elegir las verdaderas promesas que abren al futuro, aún con renuncias -subrayó el Papa--. Y quien ha elegido a Dios, tiene aún en la vejez un futuro sin fin y sin amenazas ante sí».

Por eso es «importante elegir bien y no destruir el futuro», y «la primera elección fundamental debe ser Dios», que «se ha revelado en su Hijo Jesucristo»; «a la luz de esta elección» «se encuentran los criterios para las otras opciones necesarias», explicó.

«Ser jóvenes implica ser buenos y generosos» --continuó Benedicto XVI--; y «la bondad en persona es Jesús, a quien conocéis o a quien busca vuestro corazón».

Es Jesús «el Amigo que jamás traiciona», «fiel hasta el don de la vida en la Cruz». Así que Benedicto XVI exhortó a los numerosos jóvenes: «¡Rendios a su amor!»; «como lleváis escrito en las camisetas de este encuentro, "derretios" ante Jesús, porque sólo Él puede disolver vuestras ansias y temores y colmar vuestras expectativas».

Punto de partida: un encuentro en persona

«Para encontrar el amor con Cristo, para encontrarle realmente como compañero de mi vida, tenemos ante todo que conocerle, como los dos discípulos que le siguen después de las parábolas del Bautista y le dicen: "Maestro, ¿dónde vives?"», «porque quieren conocerle de cerca -fue desgranando el Papa--, y el Señor, hablando con los discípulos distingue: "¿Quién dice la gente que soy yo?"», refiriéndose a quienes «le conocen de lejos, de segunda mano», y prosigue Jesús: «¿Quién decís vosotros que soy yo?», dirigiéndose a «quienes le conocen de primera mano, habiendo vivido con Él, habiendo entrado realmente en su vida personalísima hasta su diálogo con el Padre».

Y «entrar en una relación personal» y real con Cristo «exige el conocimiento de la Escritura, sobre todo del Evangelio, donde el Señor habla con nosotros», recordó.

En sus palabras espontáneas, Benedicto XVI admitió: «No siempre son fáciles estas palabras, pero entrando en ellas, entrando en diálogo, llamando a la puerta de la Palabra diciendo al Señor: "¡Ábreme!", encontramos realmente palabras de vida eterna para hoy, actuales como lo fueron en su momento y como lo serán en el futuro».

Y precisó que «este coloquio con el Señor en la Escritura debe realizarse no sólo individualmente, sino también en la gran comunión de la Iglesia, donde Cristo está siempre presente, en la comunión de la Liturgia, del encuentro personalísimo de la Eucaristía y del sacramento de la Reconciliación en el que el Señor» dice a cada uno: «Te perdono».




«¡Hay tantas dimensiones para entrar en el conocimiento de Jesús!», constató el Santo Padre, aludiendo igualmente al «importante camino» de la ayuda a los pobres y necesitados, brindando tiempo para los demás, y «naturalmente también a la vida de los santos, que ayudan a encontrar el verdadero rostro de Jesús».

«Sólo así conocemos personalmente a Jesús --sintetizó-- y podemos también comunicar esta amistad nuestra a los demás», y «superar la indiferencia», porque aunque parezca que no se tiene necesidad de un Dios, «en realidad todos saben que algo falta en sus vidas», y al descubrir a Jesús dicen: «Es lo que estaba esperando».

«Cuanto más seamos de verdad amigos de Jesús, más podemos abrir el corazón a los demás para que también ellos sean verdaderamente jóvenes, o sea, tengan ante sí un gran futuro», afirmó.

Claves misioneras

Al término del encuentro, Benedicto XVI hizo entrega del Evangelio -como signo de envío misionero-- a algunos jóvenes en representación de cuantos el próximo curso emprenden en la archidiócesis genovesa la misión de los jóvenes hacia los jóvenes. «Anunciad a Cristo Señor, esperanza del mundo», les dijo.

«Cuanto más se aleja el hombre de Dios, su Fuente, más se extravía y más difícil se hace la convivencia humana»; por eso, antes de despedirse, el Papa quiso aconsejar a los jóvenes: «Estad unidos entre vosotros; ayudaos a vivir y a crecer en la fe y en la vida cristiana para poder ser testigos valientes del Señor».

«Estad unidos, pero no cerrados. Sed humildes, pero no temerosos. Sed sencillos, pero no ingenuos. Sed reflexivos, pero no complicados. Entrad en diálogo con todos, pero sed vosotros mismos», les advirtió.

Y exhortó: «Permaneced en comunión con vuestros Pastores: son ministros del Evangelio, de la Divina Eucaristía, del perdón de Dios», «padres y amigos, compañeros de vuestro camino».

«Les necesitáis, y ellos -todos nosotros- os necesitamos», reconoció el Papa entre fortísimos aplausos de los jóvenes.

«Cada uno de vosotros», «si permanece unido a Cristo y a la Iglesia, puede hacer grandes cosas», un deseo y consigna que dejó Benedicto XVI a la juventud, citándola a la Jornada Mundial de Sydney (Australia) del próximo julio.

Además de poner en manos de la Virgen María la tarea misionera de los jóvenes genoveses, a continuación el Papa, al introducir el Ángelus, que rezó junto a todos ellos en italiano -no en latín, como es habitual--, invocó su materna asistencia con la plegaria de San Bernardo.

«"¡Confía en mí!". Esto nos repite hoy María --recalcó--. Una antigua oración, muy querida a la tradición popular, nos permite dirigirle estas palabras confiadas, que hoy hacemos nuestras: "Acuérdate, oh Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protección, implorado tu auxilio, reclamado tu socorro, ha sido abandonado"».


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El Papa visita el hospital infantil de Génova

El Papa en Génova: la Iglesia llamada a dar comunión al mundo

El Papa en la diócesis italiana Savona

Audiencia al Consejo Superior de las Obras Misionales Pontificias

jueves, 15 de mayo de 2008

Ver los movimientos como «don providencial»: invitación a obispos del mundo / Autora: Marta Lago

Llamada del cardenal Rylko, presidente del Pontificio Consejo para los Laicos a los obispos del mundo

ROCCA DI PAPA, (ZENIT.org).- El presidente del Pontificio Consejo para los Laicos llama a los obispos del mundo a contemplar los movimientos eclesiales y nuevas comunidades no como un «problema», sino como «un don providencial» que Iglesia debe recibir con gratitud y responsabilidad.

Así ha abierto este jueves el cardenal Stanislaw Rylko el Seminario de Estudio -en la localidad romana de Rocca di Papa- en el que, convocados por el dicasterio (v. www.zenit.org/article-27280?l=spanish), un centenar de prelados de más de cincuenta países de los cinco continentes profundizan sobre el significado teológico-eclesial y pastoral del fenómeno de los movimientos eclesiales, así como en su deber de pastores ante los mismos.

Clave de estas jornadas es la invocación comunitaria al Espíritu Santo para «conocer y comprender mejor el proyecto de Dios en estos nuevos carismas, discernir correctamente el carácter genuino y el uso ordenado en el seno de las comunidades cristianas, acogerlos con confianza y gratitud en el tejido de las Iglesias encomendadas a nuestra atención pastoral» y brindar el acompañamiento «en su misión con auténtico sentido de paternidad espiritual», explica el cardenal Rylko.

La exhortación de Benedicto XVI (en 2006, a un grupo de obispos), «Os pido que salgáis al encuentro de los movimientos con mucho amor», es la guía del Seminario, apoyado en el magisterio de los dos últimos pontífices sobre las nuevas realidades eclesiales -que siempre han contemplado con confianza--, «uno de los frutos más significativos del Concilio Vaticano II», apunta el purpurado.

Y es que, «una vez más --añade--, el Espíritu Santo intervino en la historia, donando a la Iglesia carismas portadores de un extraordinario dinamismo misionero y respondiendo tan oportunamente a los dramáticos desafíos de nuestra época», entre los que subrayaba el Papa Karol Wojtyla el dominio «de una cultura secularizada que fomenta y reclama modelos de vida sin Dios».

«Es innegable» -continúa el cardenal Rylko- que «movimientos y nuevas comunidades se han convertido para millones de bautizados, en todo rincón del planeta, en verdaderos "laboratorios de la fe", auténticas escuelas de santidad y de misión»; con todo, «representan un recurso que aún no se conoce o valora plenamente».

«Los movimientos lanzan el desafío de una Iglesia misionera, valientemente proyectada a nuevas fronteras», «y en nuestros días la Iglesia tienen gran necesidad de abrirse a esta novedad generada por el Espíritu Santo»; «de estas "cosas nuevas" deberían ser los pastores los primeros en percatarse», «pero sabemos que no siempre es así», lamenta el cardenal Rylko.

Y exhorta: «Los pastores -y esto hay que subrayarlo con fuerza- no deben contemplar los movimientos y nuevas comunidades como un "problema" más del que se tienen que ocupar, sino más bien como un "don providencial" que la Iglesia debe recibir con gratitud y sentido de responsabilidad, para no desperdiciar el recurso que representan».

Puntos de discernimiento

Tal don comporta deberes para los laicos y para los obispos, subraya el cardenal Stanislaw Rylko en su intervención introductiva; de hecho, el propio Juan Pablo II «insistía mucho en el hecho de que estas nuevas realidades están llamadas a insertarse en las diócesis y en las parroquias "con humildad"», «al servicio de la misión de la Iglesia y evitando todo tipo de exclusivismo y de absolutización de sus propias experiencias» o «actitud de superioridad unas respecto a otras».

Pero el desaparecido pontífice «también pedía a los Pastores -obispos y párrocos- que las acogieran "con cordialidad" y con paterna solicitud».

El deber de discernimiento de estos carismas compete a los pastores de la Iglesia, y a ello ayudan «cinco "criterios de eclesialidad"» que formuló Juan Pablo II y recuerda el cardenal Rylko al centenar de obispos: «Que se dé primacía, en el seno de cualquier agregación de fieles laicos, a la vocación a la santidad; la obediencia al magisterio de la Iglesia; el testimonio de una comunión sólida y convencida con los obispos y con el Sucesor de Pedro; la evangelización; la presencia incisiva en la sociedad como levadura evangélica».

Asimismo, como recuerda el purpurado, el Papa Karol Wojtyla, respecto a la identidad eclesial de los movimientos, subrayaba que «en la Iglesia no existe contraste y contraposición entre la dimensión institucional y la dimensión carismática, de la que los movimientos son una expresión significativa».

Ambas «son co-esenciales a la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesucristo --añadía--, porque concurren a hacer presente el misterio de Cristo y su obra salvífica en el mundo».

Estando al frente de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger también brindó puntos para el discernimiento y la inserción de estas nuevas realidades en el tejido de las Iglesias particulares: «La integración --decía-- jamás puede significar homologación porque la comunión eclesial no es uniformidad absoluta, sino unidad en la diversidad».

«Como pontífice [Joseph Ratzinger] sigue insistiendo en la importancia del criterio de la docilidad a la acción del Espíritu en el seno de la comunión eclesial», señala; también constata el Papa en los movimientos su fuerza en testimoniar la belleza de ser cristianos.

Sobre la relación «Iglesia/movimientos», el actual pontífice ha expresado la prioridad de la regla paulina: «no apaguéis los carismas», y como segunda regla: «la Iglesia es una», y sintetiza ambas directrices en las palabras «gratitud, paciencia y aceptación también de los sufrimientos que son inevitables», cita el cardenal Rylko.

E insiste: «El Papa Benedicto XVI pide a los obispos abiertamente "salir al encuentro de los movimientos con mucho amor". Aquí y allí [estos] deben ser corregidos, introducidos en el conjunto de la parroquia o de la diócesis. Pero debemos respetar el carácter específico de sus carismas y estar alegres de que nazcan formas comunitarias de fe en donde la Palabra de Dios se hace vida"».

Más que simple acogida

Siguiendo el magisterio de Benedicto XVI --explica el cardenal Rylko--, es necesario un acompañamiento paterno de los nuevos carismas por parte del obispo que los acoge en el seno de la propia Iglesia particular.

«No basta con acoger un movimiento; es necesario seguirlo con la debida solicitud pastoral», una tarea -recalca el purpurado- que implica esfuerzo y «conocimiento adecuado de las realidades singulares presentes y activas en la diócesis», «diálogo paciente» y respeto de sus carismas específicos.

En esta tarea de acompañamiento también se cuenta con el Pontificio Consejo para los Laicos, «casa común -describe su presidente- de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades, y expresión directa, respecto a estos, de la paternidad del Sucesor de Pedro».

Estos puntos sobresalientes del magisterio de los dos últimos pontífices -en perfecta continuidad-- permiten comprender «la importancia del fenómeno de los movimientos eclesiales», si bien siguen requiriendo profundización.

«Pero es indudable que el rostro de la Iglesia del tercer milenio dependerá de nuestra capacidad de escuchar lo que el Espíritu Santo dice hoy a la Iglesia, también mediante estos nuevos carismas --admite el cardenal Rylko ante los prelados--. Dependerá de nuestra capacidad de dejarnos sorprender por el Espíritu Santo y de la prudencia pastoral de saber acoger los dones "con amor"».

Benedicto XVI recibirá a los participantes del Seminario el próximo sábado.

lunes, 14 de abril de 2008

Mensaje vaticano a todos los sacerdotes: «Prioridad de la oración» / Autora: Marta Lago

Exhortación desde la Congregación para el Clero

CIUDAD DEL VATICANO, (ZENIT.org).-Ante la certeza de que el ministerio sacerdotal y la misión de la Iglesia dependen de la relación personal con Jesús, los sacerdotes están llamados a dar prioridad a la oración respecto a la acción, subraya la Congregación vaticana para el Clero.

En una carta a todos los presbíteros del mundo, el dicasterio prepara así la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el próximo 30 de mayo.

Firmada por el cardenal prefecto Cláudio Hummes y el secretario de la Congregación, el arzobispo Mauro Piacenza, la misiva exhorta a contemplar «la perfecta y fascinante humanidad de Jesucristo, vivo y operante ahora», seguros de su Misericordia.

De aquí el dicasterio hace un llamamiento «a la prioridad de la oración respecto a la acción», porque de aquélla depende una acción incisiva, esto es, la misión debe alimentarse de la oración, «de la relación personal de cada uno con el Señor Jesús».

Se reafirma la importancia de la oración frente al activismo y el secularismo, según señaló Benedicto XVI en su Encíclica «Deus caritas est». El paso siguiente, para los sacerdotes, es ser «expertos de la Misericordia de Dios», apunta el cardenal Hummes en la carta, íntegramente publicada en italiano en la edición de «L'Osservatore Romano» del sábado.

Y lanza una alerta: el sacerdocio no se puede contemplar como una especie de carga inevitable «que se puede cumplir "mecánicamente", tal vez con un articulado y coherente programa pastoral».

Realmente «el sacerdocio es la vocación, es el camino, el modo a través del cual Cristo nos salva, nos ha llamado y nos llama ahora, para vivir con Él», precisa a los sacerdotes.

Esta «santa vocación» sólo tiene una «medida adecuada»: «la radicalidad» --recuerda la carta--, la «total dedicación», que «Cristo realiza día a día» en el sacerdote a través de su «renovada y orante decisión».

«El mismo don del celibato sacerdotal hay que acogerlo y vivirlo en esta dimensión de radicalidad y de plena configuración con Cristo -advierte el purpurado--. Cualquier otra postura, respecto a la realidad de la relación con Él, corre el riesgo de ser ideológica».

«Incluso la cantidad, a veces extraordinariamente grande, de trabajo que las condiciones contemporáneas del ministerio nos piden sostener, lejos de desalentarnos debe impulsarnos a cuidar, aún con mayor atención, nuestra identidad sacerdotal, que tiene una raíz irreduciblemente divina», anima la carta.

«En este sentido, en una lógica opuesta a la del mundo, precisamente las particulares condiciones del ministerio nos deben llevar a "elevar el tono" de nuestra vida espiritual --insiste--, testimoniando con mayor convicción y eficacia nuestra pertenencia exclusiva al Señor».

Pues «lugar de la totalidad por excelencia es la Eucaristía», añade el cardenal Hummes, recordando que es el sacramento en el que Jesús ofrece su Cuerpo y su Sangre, «la totalidad de la propia existencia».

Por eso exhorta a los sacerdotes del mundo a la fidelidad «en la celebración diaria de la Santísima Eucaristía» y a la adoración de Jesús sacramentado. Tampoco aquí se trata de un mero cumplimiento, «sino de la absoluta necesidad que advertimos» del Sacramento, «como respirar, como la luz de nuestra vida, como única razón adecuada para una existencia presbiteral realizada», constata.
De la relación con Jesús, «siempre alimentada con la oración continua», brota «la necesidad de hacer partícipes de ello a cuantos nos rodean», o sea, brota la misión, «intrínseca a la naturaleza misma de la Iglesia» y «connatural a la identidad sacerdotal», sintetiza el cardenal Hummes.

De aquí también se deduce el sentido de la Jornada que se celebrará próximamente. «La santidad que pedimos diariamente -se lee en la carta a los sacerdotes-, de hecho, no puede concebirse según una acepción individualista, estéril y abstracta, sino que es, necesariamente, la santidad de Cristo, la cual es contagiosa para todos».

Ello se concreta en el pueblo que es confiado al sacerdote y en la responsabilidad de atenderlo. Aquí hay que ceder al amor de Jesús «para que actúe Él a través de nosotros --advierte la carta a los sacerdotes--, porque o dejamos que Cristo salve el mundo, obrando en nosotros, o bien corremos el riesgo de traicionar la propia naturaleza de nuestra vocación».

Clave de ayuda en esta llamada es el «fundamento imprescindible de toda la vida sacerdotal»: la Virgen María -recuerda el dicasterio--, pues reconduce continuamente «bajo la Cruz de su Hijo» «para contemplar, con Ella, el Amor infinito de Dios».

Orar y acompañar espiritualmente a los sacerdotes

Como hizo hace pocos meses, ahora, en vista de la Jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, el dicasterio reitera la importancia de que los presbíteros se encomienden a la oración de toda la Santa Madre Iglesia, «a la maternidad del pueblo» del que son pastores y del que, a su vez, tienen confiada su custodia y santidad.
«Pidamos este apoyo fundamental», exhorta.

Es urgente «un movimiento de oración que tenga en el centro la adoración eucaristía continua -recuerda el cardenal Hummes, remitiéndose a otra misiva anterior--, durante las veinticuatro horas, de manera que desde todo rincón del mundo siempre se eleve a Dios una plegaria de adoración, acción de gracias, alabanza, petición y reparación».

El objetivo es «suscitar un número suficiente de vocaciones santas al estado sacerdotal y, a la vez, acompañar espiritualmente --como Cuerpo Místico- con una especie de maternidad espiritual a cuantos ya han sido llamados al sacerdocio ministerial», para que cada vez sirvan mejor a Jesús y a los hermanos.

miércoles, 19 de marzo de 2008

«LA TÚNICA ERA SIN COSTURAS» / Autor: P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap.


Predicación del Viernes Santo en la Basílica de San Pedro

En la tarde de este Viernes Santo, Benedicto XVI ha presidido, en la Basílica vaticana, la celebración de la Pasión del Señor. Durante la Liturgia de la Palabra se ha dado lectura al relato de la Pasión según san Juan.

A continuación el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap., ha pronunciado la homilía, cuyo texto ofrecemos íntegramente.

La Liturgia de la Pasión ha proseguido con la Oración universal y la adoración de la Santa Cruz; ha concluido con la Santa Comunión.


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«Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: "No la rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca". Para que se cumpliera la Escritura: "Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica"» (Jn 19,23-24).

Siempre ha surgido la cuestión de qué quiso decir el evangelista Juan con la importancia que da a este particular de la Pasión. Una explicación reciente es que la túnica recuerda al paramento del sumo sacerdote y que Juan, por ello, deseó afirmar que Jesús murió no sólo como rey, sino también como sacerdote.

De la túnica del sumo sacerdote no se dice, sin embargo, en la Biblia, que tuviera que ser sin costuras (Cf. Ex 28,4; Lev 16,4). Por eso los exégetas más autorizados prefieren atenerse a la explicación tradicional según la cual la túnica inconsútil simboliza la unidad de la Iglesia [1].

Cualquiera que sea la explicación que se da del texto, una cosa es cierta: la unidad de los discípulos es, para Juan, la razón por la que Cristo muere: «Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,51-52). En la última cena Él mismo había dicho: «No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,20-21).

La alegre noticia que hay que proclamar el Viernes Santo es que la unidad, antes que una meta a alcanzar, es un don que hay que acoger. Que la túnica estuviera tejida «de arriba abajo», escribe san Cipriano, significa que «la unidad que trae Cristo procede de lo Alto, del Padre celestial, y por ello no puede ser escindida por quien la recibe, sino que debe ser integralmente acogida» [2].

Los soldados dividieron en cuatro partes «los vestidos», o «el manto» (ta imatia), esto es, el indumento exterior de Jesús, no la túnica, el chiton, que era el indumento interno, que se lleva en contacto directo con el cuerpo. Un símbolo éste también. Los hombres podemos dividir a la Iglesia en su elemento humano y visible, pero no su unidad profunda que se identifica con el Espíritu Santo. La túnica de Cristo no fue ni jamás podrá ser dividida. Es también inconsútil. Es la fe que profesamos en el Credo: «Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».

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Pero si la unidad debe servir como signo «para que el mundo crea», debe ser una unidad también visible, comunitaria. Es ésta unidad la que se ha perdido y debemos reencontrar. Se trata de mucho más que de relaciones de buena vecindad; es la propia unidad mística interior --«un solo Cuerpo y un solo Espíritu, una sola esperanza, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4,4-6)--, en cuanto que esta unidad objetiva es acogida, vivida y manifestada, de hecho, por los creyentes.

Después de la Pascua, los apóstoles preguntaron a Jesús: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?». Hoy dirigimos frecuentemente a Dios el mismo interrogante: ¿Es éste el tiempo en que vas a restablecer la unidad visible de tu Iglesia? También la respuesta es la misma de entonces: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1,6-8).

Lo recordaba el Santo Padre en la homilía pronunciada el pasado 25 de enero, en la Basílica de San Pablo Extramuros, en conclusión de la Semana [de oración] por la unidad de los cristianos: «La unidad con Dios y con nuestros hermanos y hermanas --decía-- es un don que viene de lo Alto, que brota de la comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y que en ella se incrementa y se perfecciona. No está en nuestro poder decidir cuándo o cómo se realizará plenamente esta unidad. Sólo Dios podrá hacerlo. Como san Pablo, también nosotros ponemos nuestra esperanza y nuestra confianza en la gracia de Dios que está con nosotros».

Igualmente hoy será el Espíritu Santo, si nos dejamos guiar, quien nos conduzca a la unidad. ¿Cómo actuó el Espíritu Santo para realizar la primera fundamental unidad de la Iglesia: aquella entre los judíos y los paganos? Descendió sobre Cornelio y su casa de igual manera en que había descendido en Pentecostés sobre los apóstoles. De modo que a Pedro no le quedó más que sacar la conclusión: «Por lo tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?» (Hch 11,17).

De un siglo a esta parte hemos visto repetirse ante nuestros ojos este mismo prodigio a escala mundial. Dios ha efundido su Espíritu Santo de manera nueva e inusitada en millones de creyentes, pertenecientes a casi todas las denominaciones cristianas y, para que no hubiera dudas sobre sus intenciones, lo ha derramado con idénticas manifestaciones. ¿No es éste un signo de que el Espíritu nos impele a reconocernos recíprocamente como discípulos de Cristo y a tender juntos a la unidad?

Esta unidad espiritual y carismática, por sí sola, es verdad, no basta. Lo vemos ya en los inicios de la Iglesia. La unidad entre judíos y gentiles en cuanto se realizó estaba amenazada por el cisma. En el llamado concilio de Jerusalén hubo una «larga discusión» y al final se llegó a un acuerdo, anunciado a la Iglesia con la fórmula: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...» (Hechos 15,28). El Espíritu Santo obra, por lo tanto, también a través de otra vía que es el afrontamiento paciente, el diálogo y hasta los acuerdos entre las partes, cuando no está en juego lo esencial de la fe. Obra a través de las «estructuras» humanas y los «ministerios» instituidos por Jesús, sobre todo el ministerio apostólico y petrino. Es lo que llamamos hoy ecumenismo doctrinal e institucional.

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La experiencia nos está convenciendo, sin embargo, de que este ecumenismo doctrinal, o de vértice, tampoco es suficiente ni avanza si no se acompaña de un ecumenismo espiritual, de base. Lo repiten cada vez con mayor insistencia precisamente los máximos promotores del ecumenismo institucional. En el centenario de la institución de la Semana de oración por la unidad de los cristianos (1908-2008), a los pies de la Cruz deseamos meditar sobre este ecumenismo espiritual: en qué consiste y cómo podemos avanzar en él.

El ecumenismo espiritual nace del arrepentimiento y del perdón, y se alimenta con la oración. En 1977 participé en un congreso ecuménico carismático en Kansas City, en Missouri. Había cuarenta mil personas, la mitad católicas (entre ellas el cardenal Suenens) y la otra mitad de diversas denominaciones cristianas. Una tarde empezó a hablar al micrófono uno de los animadores de una forma en aquella época extraña para mí: «Vosotros, sacerdotes y pastores, llorad y lamentaos, porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado... Vosotros, laicos, hombres y mujeres, llorad y lamentaos porque el cuerpo de mi Hijo está destrozado».

Comencé a ver a los participantes caer, uno tras otro, de rodillas a mi alrededor, y a muchos de ellos sollozar de arrepentimiento por las divisiones en el cuerpo de Cristo. Y todo esto mientras un cartel sobresalía de un lado a otro en el estadio: «Jesús is Lord, Jesús es el Señor». Me encontraba allí como un observador aún bastante crítico y desapegado, pero recuerdo que pensé: Si un día todos los creyentes se reúnen para formar una sola Iglesia, será así: mientras estemos todos de rodillas, con el corazón contrito y humillado, bajo el gran señorío de Cristo.

Si la unidad de los discípulos debe ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, debe ser ante todo una unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad. La Escritura nos exhorta a «hacer la verdad en la caridad» (veritatem facientes in caritate) (Ef 4,15). Y san Agustín afirma que «no se entra en la verdad más que a través de la caridad»: non intratur in veritatem nisi per caritatem [3].

Lo extraordinario acerca de esta vía hacia la unidad basada en el amor es que ya está abierta de par en par ante nosotros. No podemos «quemar etapas» en cuanto a la doctrina, porque las diferencias existen y hay que resolverlas con paciencia en las sedes apropiadas. Pero podemos en cambio quemar etapas en la caridad, y estar unidos desde ahora. El verdadero y seguro signo de la venida del Espíritu no es -escribe san Agustín-- hablar en lenguas, sino que es el amor por la unidad: «Sabéis que tenéis el Espíritu Santo cuando accedéis a que vuestro corazón se adhiera a la unidad a través de una sincera caridad» [4].

Meditemos en el himno a la caridad, de san Pablo. Cada frase suya adquiere un significado actual y nuevo, si se aplica al amor entre los miembros de las diferentes Iglesias cristianas, en las relaciones ecuménicas:

«La caridad es paciente...

La caridad no es envidiosa...

No busca su interés...

No toma en cuenta el mal (si acaso, ¡el mal realizado a los demás!).

No se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad (no se alegra de las dificultades de las otras Iglesias, sino que se goza en sus éxitos).

Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta»
( l Co 13,4 ss).

Esta semana hemos acompañado a su morada eterna a una mujer -Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares-- que fue una pionera y un modelo de este ecumenismo espiritual del amor. Con su vida nos demostró que la búsqueda de la unidad entre los cristianos no lleva a cerrarse al resto del mundo; es, más bien, el primer paso y la condición para un diálogo más amplio con los creyentes de otras religiones y con todos los hombres a quienes les importa el destino de la humanidad y de la paz.

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«Amarse -se dice-- no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección». También entre cristianos amarse significa mirar juntos en la misma dirección que es Cristo. «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Ocurre como en los radios de una rueda. Observemos qué sucede a los radios cuando, desde el centro, parten hacia el exterior: a medida que se alejan del centro se distancian también unos de otros, hasta terminar en puntos lejanos de la circunferencia. Miremos, en cambio, qué sucede cuando, desde la circunferencia, se dirigen hacia el centro: según se aproximan al centro, se acercan también entre sí, hasta formar un único punto. En la medida en que vayamos juntos hacia Cristo, nos aproximaremos también entre nosotros, hasta ser verdaderamente, como Él pidió, «uno, con Él y con el Padre».

Aquello que podrá reunir a los cristianos divididos será sólo la difusión, entre ellos, de una nueva oleada de amor por Cristo. Es lo que está aconteciendo por obra del Espíritu Santo y que nos llena de estupor y de esperanza. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que uno murió por todos» (2 Co 5,14). El hermano de otra Iglesia -es más, todo ser humano-- es «aquél por quien murió Cristo» (Rm 14,15), igual que murió por mí.

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Un motivo debe impulsarnos sobre todo en este camino. Lo que está en juego al inicio del tercer milenio ya no es lo mismo que al principio del segundo milenio, cuando se produjo la separación entre oriente y occidente, ni es lo mismo que a mitad del mismo milenio, cuando se produjo la separación entre católicos y protestantes. ¿Podemos decir que la forma exacta de proceder del Espíritu Santo del Padre, o la manera en que se realiza la justificación del pecador, sean los problemas que apasionan a los hombres de hoy y con los que permanece o cae la fe cristiana? El mundo ha seguido adelante y nosotros hemos permanecido clavados a problemas y fórmulas de las que el mundo ni siquiera conoce ya el significado.

En las batallas medievales había un momento en que, superada la infantería, los arqueros y la caballería, la riña se concentraba en torno al rey. Ahí se decidía el resultado final del choque. También para nosotros la batalla hoy se libra en torno al rey. Existen edificios o estructuras metálicas hechas de tal modo que si se toca cierto punto neurálgico, o se mueve determinada piedra, todo se derrumba. En el edificio de la fe cristiana esta piedra angular es la divinidad de Cristo. Suprimida ésta, todo se disgrega y, antes que cualquier otra cosa, la fe en la Trinidad.

De ello se percibe que existen actualmente dos ecumenismos posibles: un ecumenismo de la fe y un ecumenismo de la incredulidad; uno que reúne a todos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios, que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que Cristo murió para salvar a todos los hombres; otro que reúne a cuantos, por respeto al símbolo de Nicea, siguen proclamando estas fórmulas, pero vaciándolas de su verdadero contenido. Un ecumenismo en el que, al límite, todos creen en las mismas cosas, porque nadie cree ya en nada, en el sentido que la palabra «creer» tiene en el Nuevo Testamento.

«¿Quién es el que vence al mundo -escribe Juan en su Primera Carta-- sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5,5). Siguiendo este criterio, la distinción fundamental entre los cristianos no lo es entre católicos, ortodoxos y protestantes, sino entre quienes creen que Cristo es el Hijo de Dios y quienes no lo creen.

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«El año segundo del rey Darío, el día uno del sexto mes, fue dirigida la palabra del Señor, por medio del profeta Ageo, a Zorobabel, hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, y a Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote...: ¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras mi Casa está en Ruinas?» (Ag 1,1-4).

Esta palabra del profeta Ageo se dirige hoy a nosotros. ¿Es éste el tiempo de seguir preocupándonos sólo de lo que afecta a nuestra orden religiosa, a nuestro movimiento, o a nuestra Iglesia? ¿No será precisamente ésta la razón por la que también nosotros «sembramos mucho, pero cosechamos poco» (Ag 1,6)? Predicamos y nos esforzamos en todos los modos, pero el mundo se aleja, en lugar de acercarse a Cristo.

El pueblo de Israel escuchó la reprensión del profeta, dejó de embellecer cada uno su propia casa para reconstruir juntos el templo de Dios. Entonces Dios envió de nuevo a su profeta con un mensaje de consuelo y de aliento, que es también para nosotros: «¡Mas ahora, ten ánimo, Zorobabel, oráculo del Señor; ánimo, Josué, hijo de Yehosadaq, sumo sacerdote, ánimo, pueblo todo de la tierra!, oráculo del Señor. ¡A la obra, que estoy yo con vosotros!» (Ag 2,4). ¡Ánimo, a todos vosotros, que tanto os importa la causa de la unidad de los cristianos, y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor!

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[Traducción del original italiano por Marta Lago]

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[1] Cf. R. E. Brown, The Death of the Messiah, vol. 2, Doubleday, Nueva York 1994, pp. 955-958.

[2] S. Cipriano, De unitate Ecclesiae, 7 (CSEL 3, p. 215).

[3] S. Agustín, Contra Faustum, 32,18 (CCL 321, p. 779).

[4] S. Agustín, Discursos 269,3-4 (PL38, 1236 s.).

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La imagenes de la conmemoración de la Pasión en la Basílica de San Pedro, y la sintesis de su contenido en video

viernes, 14 de marzo de 2008

«La letra mata; el Espíritu da vida» / Autor. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap.

IV Meditación de Cuaresma al Papa y a la Curia

«Viva y eficaz es la Palabra de Dios» (Hebreos, 4, 12) es el tema de las meditaciones que siguen esta Cuaresma Benedicto XVI y sus colaboradores de la Curia por el predicador de la Casa Pontifica. La preparación al Sínodo de los obispos (del 5 al 26 de octubre) orienta también estas reflexiones.

Ante el Papa, el padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap. ha pronunciado este viernes la cuarta y última de ellas, cuyo contenido ofrecemos íntegramente.


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Cuaresma 2008 en la Casa Pontificia

Cuarta predicación

«LA LETRA MATA; EL ESPÍRITU DA VIDA»

La lectura espiritual de la Biblia

1. La Escritura divinamente inspirada

En la segunda carta a Timoteo se contiene la célebre afirmación: «Toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Tm 3, 16). La expresión que se traduce: «inspirada por Dios», o «divinamente inspirada», en la lengua original es una palabra única: theopneustos, que contiene los dos vocablos de Dios (Theos) y de Espíritu (Pneuma). Tal palabra tiene dos significados fundamentales: uno muy conocido, el otro en cambio habitualmente descuidado, si bien no menos importante que el primero.

El significado más conocido es el pasivo, evidenciado en todas las tradiciones modernas: la Escritura es «inspirada por Dios». Otro pasaje del Nuevo Testamento explica así este significado: «Hombres [los profetas] movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios» (2 P 1,21). Es, en resumen, la doctrina clásica de la inspiración divina de la Escritura, aquella que proclamamos como artículo de fe en el Credo, cuando decimos que el Espíritu Santo «habló por los profetas».

Podemos representarnos con imágenes humanas este evento en sí misterioso de la inspiración: Dios «toca» con su dedo divino -esto es, con su energía viva que es el Espíritu Santo-- ese punto recóndito donde el espíritu humano se abre al infinito y desde ahí ese toque -en sí sencillísimo e instantáneo como es Dios que lo produce-- se difunde como una vibración sonora en todas las facultades del hombre -voluntad, inteligencia, fantasía, corazón--, traduciéndose en conceptos, imágenes, palabras.

El resultado que en tal modo se obtiene es una realidad teándrica, esto es, plenamente divina y plenamente humana: las dos cosas íntimamente unidas, auque no «confundidas». El Magisterio de la Iglesia -encíclicas Providentissimus Deus de León XIII y Divino afflante Spiritu de Pío XII-- nos dice que los dos datos, divino y humano, se han mantenido intactos. Dios es el autor principal porque asume la responsabilidad de lo que está escrito, determinándose el contenido con la acción de su Espíritu; sin embargo el escritor sagrado es también él autor, en el sentido pleno de la palabra, porque ha colaborado intrínsecamente en esta acción mediante una normal actividad humana, de la que Dios se ha servido como de un instrumento. Dios -decían los Padres-- es como el músico que, tocándola, hace vibrar las cuerdas de la lira; el sonido es todo obra del músico, pero no existiría sin las cuerdas de la lira.

De esta obra maravillosa de Dios se saca a la luz, habitualmente, casi sólo un efecto: la inerrancia bíblica, o sea, el hecho de que la Biblia no contiene error alguno, si entendemos correctamente el «error» como ausencia de una verdad posible humanamente, en un determinado contexto cultural, teniendo en cuenta el género literario utilizado y, por lo tanto, exigible de quien escribe. Pero la inspiración bíblica funda mucho más que la simple inerrancia de la palabra de Dios (que es algo negativo); funda, positivamente, su inagotabilidad, su fuerza y vitalidad divina y aquello que san Agustín llamaba la mira profunditas, la maravillosa profundidad [1].

Así ya estamos preparados a descubrir el otro significado de la inspiración bíblica. Por sí, gramaticalmente, el participio theopneustos es activo, no pasivo. La tradición misma ha sabido captar en ciertos momentos este significado activo. La Escritura, decía san Agustín, es theopneustos no sólo porque es «inspirada por Dios», sino también por que «respira a Dios», ¡emana a Dios! [2].

Hablando de la creación, san Agustín dice que Dios no hizo las cosas y después se fue, sino que aquellas, «venidas de Él, permanecen en Él» [3]. Igual ocurre con las palabras de Dios: venidas de Dios, permanecen en Él y Él en ellas. Después de haber dictado la Escritura, el Espíritu Santo es como si se hubiera encerrado en ella, la habita y la anima sin descanso con su soplo divino. Heidegger dijo que «la palabra es la casa del Ser»; nosotros podemos decir que la Palabra (con mayúsculas) es la casa del Espíritu.

La constitución conciliar Dei Verbum recoge también este movimiento de la tradición cuando dice que las Sagradas Escrituras «inspiradas por Dios (¡inspiración pasiva!) y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles» (¡inspiración activa!) [4].

2. Docetismo y ebionismo bíblico

Pero ahora debemos tocar el problema más delicado: ¿cómo acercarnos a las Escrituras de manera que «liberen» de verdad para nosotros el Espíritu que contienen? He mencionado que la Escritura es una realidad teándrica, esto es, divino-humana. Ahora bien: la ley de toda realidad teándrica (como son, por ejemplo, Cristo y la Iglesia) es que no se puede descubrir en ella lo divino más que pasando a través de lo humano. No se puede descubrir en Cristo la divinidad más que a través de su concreta humanidad.

Quienes en la antigüedad pretendieron actuar de manera distinta cayeron en el docetismo. Despreciando, de Cristo, el cuerpo y las características humanas como simples «apariencias» (dokein), perdieron también su realidad profunda y, en lugar de un Dios vivo hecho hombre, se encontraron en sus manos con una idea distorsionada de Dios. De igual forma, no se puede, en la Escritura, descubrir el Espíritu más que pasando a través de la letra, esto es, a través del revestimiento concreto humano que la palabra de Dios asumió en los diferentes libros y autores inspirados. No se puede descubrir en ellos el significado divino más que partiendo del significado humano, aquél intentado por el autor humano, Isaías, Jeremías, Lucas, Pablo, etc. En ello encuentra su plena justificación el inmenso esfuerzo de estudio e investigación que rodea el libro de la Escritura.

Pero éste no es el único peligro que corre la exégesis bíblica. Ante la persona de Jesús no existía sólo el riesgo del docetismo, o sea, de descuidar lo humano; existía también el peligro de quedarse ahí, de no ver en Él más que lo humano y no descubrir la dimensión divina de Hijo de Dios. En resumen, existía el peligro del ebionismo. Para los ebionitas (que eran judeo-cristianos) Jesús era, sí, un gran profeta, el mayor profeta, si se quiere, pero no más. Los Padres les llamaron «ebionitas» (de ebionim, los pobres) para decir que eran pobres de fe.

Así sucede también para la Escritura. Existe un ebionismo bíblico, esto es, la tendencia a quedarse en la letra, considerando la Biblia un libro excelente, el más excelso de los libros humanos, si se quiere, pero un libro sólo humano. Lamentablemente corremos el riesgo de reducir la Escritura a una sola dimensión. La ruptura del equilibrio, hoy, no es hacia el docetismo, sino hacia el ebionismo.

La Biblia se explica por muchos estudiosos intencionadamente sólo con el método histórico-crítico. No hablo de los estudiosos no creyentes, para los que ello es normal, sino de estudiosos que se profesan creyentes. La secularización de los sagrado en ningún caso se ha revelado tan aguda como en la secularización del Libro Sagrado. Ahora bien: pretender comprender exhaustivamente la Escritura estudiándola con el único instrumento del análisis histórico-filológico ¡es como pretender descubrir el misterio de la presencia real de Cristo en la Eucaristía basándose en un análisis químico de la ostia consagrada! El análisis histórico-crítico, aunque se llevara al máximo de la perfección, no representa, en realidad, más que el primer escalón del conocimiento de la Biblia, el relativo a la letra.

Jesús afirma solemnemente en el Evangelio que Abrahán «vio su día» (Cf. Jn 8,56), que Moisés había «escrito de Él» (Cf. Jn 5,46), que Isaías «vio su gloria y habló de Él» (Cf. Jn 12,41), que los profetas y los salmos y todas las Escrituras hablan de Él (Cf. Lc 24,27.44; Jn 5,39), pero hoy día cierta exégesis científica duda en hablar de Cristo, ya prácticamente no lo entrevé en ningún pasaje del Antiguo Testamento o, al menos, teme decir que lo percibe ahí, por la cuestión de desacreditarse «científicamente».

El inconveniente más grave de cierta exégesis exclusivamente científica es que cambia completamente la relación entre el exegeta y la palabra de Dios. La Biblia se convierte en un objeto de estudio que el profesor debe «dominar» y ante el cual, como se dice a cualquier hombre de ciencia, debe permanecer «neutral». Pero en este caso único no está permitido permanecer «neutral» y no es dable «dominar» la materia; más bien hay que dejarse dominar por ella. Decir de un estudioso de la Escritura que él «domina» la palabra de Dios, pensándolo bien, es decir casi una blasfemia.

La consecuencia de todo ello es el cierre y «replegamiento» de la Escritura sobre sí misma; vuelve a ser el libro «sellado», el libro «velado», porque -dice san Pablo-- ese velo «sólo en Cristo desaparece», cuando existe la «conversión al Señor», o sea, cuando se reconoce, en las páginas de la Escritura, a Cristo (Cf. 2 Co 3,15-16). Sucede, en la Biblia, como en ciertas plantas sensibilísimas que cierran sus hojas en cuanto las tocan cuerpos extraños, o como ciertos moluscos que se pliegan para proteger la perla que contienen. La perla de la Escritura es Cristo.

No se explican de otro modo las muchas crisis de fe de estudiosos de la Biblia. Cuando surge la cuestión de por qué la pobreza y aridez espiritual que reinan en algunos seminarios y lugares de formación, no se tarda en descubrir que una de las causas principales es el modo en que se enseña en ellos la Escritura. La Iglesia ha vivido y vive de lectura espiritual de la Biblia; truncado este canal que alimenta la vida de piedad, el celo, la fe, entonces todo se agosta y languidece. Ya no se comprende la liturgia, que está toda construida en un uso espiral de la Escritura, o bien se vive como un momento desprendido de la verdadera formación personal y desmentido por lo que se ha aprendido antes en clase.

3. El Espíritu da la vida

Un signo de gran esperanza es que la exigencia de una lectura espiritual y de fe de la Escritura empieza ya a advertirse precisamente por algunos eminentes exégetas. Uno de ellos escribió: «Es urgente que cuantos estudian e interpretan la Escritura se interesen de nuevo en la exégesis de los Padres para redescubrir, más allá de sus métodos, el espíritu que les animaba, el alma profunda que inspiraba su exégesis; en la escuela de ellos debemos aprender a interpretar la Escritura, no sólo desde el punto de vista histórico y crítico, sino igualmente en la Iglesia y para la Iglesia» (I. de la Potterie). El P. H. de Lubac, en su monumental historia de la exégesis medieval, evidenció la coherencia, la solidez y la extraordinaria fecundidad de la exégesis espiritual practicada por los Padres antiguos y medievales.

Pero hay que decir que los Padres no hacen, en este campo, más que aplicar (con los instrumentos imperfectos que tenían a disposición) la pura y sencilla enseñanza del Nuevo Testamento; no son, en otras palabras, los iniciadores, sino los continuadores de una tradición que tuvo entre sus fundadores a Juan, Pablo y al propio Jesús. Estos no sólo practicaron todo el tiempo una lectura espiritual de las Escrituras, o sea, una lectura con referencia a Cristo, sino que también dieron la justificación de tal lectura, declarando que todas las Escrituras hablan de Cristo (Cf. Jn 5,39), que en ellas era ya «el Espíritu de Cristo» que estaba a la obra y se expresaba a través de los profetas (Cf. 1 P 1,11), que todo, en el Antiguo Testamento, está dicho «por alegoría», esto es, en referencia a la Iglesia (Cf. Ga 4,24), o «para nuestro aviso» (1 Co 10,11).

Por ello decir lectura «espiritual» de la Biblia no significa decir lectura edificante, mística, subjetiva, o peor aún, fantasiosa, en oposición a la lectura científica que sería, en cambio, objetiva. Aquella, al contrario, es la lectura más objetiva que existe porque se basa en el Espíritu de Dios, no en el espíritu del hombre. La lectura subjetiva de la Escritura (la que se basa en el libre examen) se ha difundido precisamente cuando se ha abandonado la lectura espiritual y allí donde tal lectura se ha dejado de lado más claramente.

La lectura espiritual es por lo tanto algo bien preciso y objetivo; es la lectura realizada bajo la guía, o a la luz, del Espíritu Santo que ha inspirado la Escritura. Se basa en un evento histórico, esto es, en el acto redentor de Cristo que, con su muerte y resurrección, cumple el proyecto de salvación, lleva a cabo todas las imágenes y las profecías, desvela todos los misterios ocultos y ofrece la verdadera clave de lectura de toda la Biblia. El Apocalipsis expresa todo esto con la imagen del Cordero inmolado que toma en la mano el libro y rompe sus siete sellos (Cf. Ap. 5,1ss.)

Quien quisiera, después de Él, continuar leyendo la Escritura prescindiendo de este acto, se asemejaría a uno que sigue leyendo una partitura musical en clave de fa después de que el compositor ha introducido en el pasaje la clave de sol: cada nota expresaría, desde ahí, un sonido falso y desentonado. Así, el Nuevo Testamento llama a la clave nueva «el Espíritu», mientras que define a la clave vieja «la letra», diciendo que la letra mata, pero que el Espíritu da la vida (2 Co 3, 6).

Contraponer entre sí «letra» y «Espíritu» no significa contraponer entre sí Antiguo y Nuevo Testamento, casi como si el primero representara sólo la letra y el segundo sólo el Espíritu. Significa más bien contraponer entre sí dos modos distintos de leer tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento: el modo que prescinde de Cristo y el modo que juzga, en cambio, todo a la luz de Cristo. Por esto la Iglesia puede valorar uno y otro Testamento, dado que ambos le hablan de Cristo.

4. Lo que el Espíritu dice a la Iglesia

La lectura espiritual no se refiere sólo al Antiguo Testamento; en un sentido distinto también tiene que ver con el Nuevo Testamento; también éste debe leerse espiritualmente. Leer espiritualmente el Nuevo Testamento significa leerlo a la luz del Espíritu Santo derramado en Pentecostés en la Iglesia para conducirla a toda la verdad, o sea, a la plena comprensión y actuación del Evangelio.

Jesús explicó Él mismo, anticipadamente, la relación entre su palabra y el Espíritu que enviaría (aunque no debemos pensar que lo haya hecho necesariamente en los términos precisos que utiliza, al respecto, el evangelio de Juan). El Espíritu -se lee en Juan-- «os enseñará y os recordará» todo lo que Jesús ha dicho (Cf. Jn 14,25 s.), o sea, lo dará a entender a fondo, con todas su implicaciones. Él «no hablará de sí mismo», esto es, no dirá cosas nuevas respecto a las que dijo Jesús, sino -como dice Jesús mismo-- recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros (Jn 16,13-15).

En ello es posible ver cómo la lectura espiritual íntegra sobrepasa la lectura científica. La lectura científica conoce una sola dirección, que es la de la historia; explica en efecto lo que viene después, a la luz de lo que viene antes; explica el Nuevo Testamento a la luz del Antiguo que le precede, y explica la Iglesia a la luz del Nuevo Testamento. Buena parte del esfuerzo crítico en torno a la Escritura consiste en ilustrar las doctrinas del Evangelio a la luz de las tradiciones veterotestamentarias, de la exégesis rabínica, etc.; consiste, en resumen, en la investigación de las fuentes (sobre este principio se basa el Kittel y tantos otros apoyos bíblicos).

La lectura espiritual reconoce plenamente la validez de esta dirección de investigación, pero a ella añade otra inversa. Consiste en explicar lo que viene antes a la luz de lo que llega después, la profecía a la luz de la realización, el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo y el Nuevo Testamento a la luz de la Tradición de la Iglesia. En ello la lectura espiritual de la Biblia encuentra una singular confirmación en el principio hermenéutico de Gadamer de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual para comprender un texto hay que tener en cuenta los efectos que ha producido en la historia, introduciéndose en esta historia y dialogando con ella [5].

Sólo después de que Dios ha realizado su plan, se entiende plenamente el sentido de aquello que lo ha preparado y prefigurado. Si todo árbol, como dice Jesús, se reconoce por sus frutos, la palabra de Dios no se pude conocer plenamente antes de haber visto los frutos que ha producido. Estudiar la Escritura a la luz de la Tradición es un poco como conocer el árbol por sus frutos. Por ello Orígenes decía que «el sentido espiritual es lo que el Espíritu da a la Iglesia» [6]. Esto se identifica con la lectura eclesial o incluso con la Tradición misma, si entendemos por Tradición no sólo las declaraciones solemnes del Magisterio (que se refieren, por lo demás, a poquísimos textos bíblicos), sino también la experiencia de doctrina y de santidad en donde la palabra de Dios se ha como encarnado nuevamente y «se ha explicado» en el curso de los siglos por obra del Espíritu Santo.

Lo que se necesita no es por lo tanto una lectura espiritual que ocupe el lugar de la actual exégesis científica, con un retorno mecánico a la exégesis de los Padres; es más bien una nueva lectura espiritual que se corresponda al enorme progreso registrado desde el estudio de la «letra». Una lectura, en síntesis, que tenga el aliento y la fe de los Padres y, al mismo tiempo, la consistencia y la seriedad de la actual ciencia bíblica.

5. El Espíritu que sopla a los cuatro vientos

Ante la extensión de huesos secos, el profeta Ezequiel oyó la pregunta: «¿Podrán estos huesos revivir?» (Ez 37,3). La misma cuestión nos planteamos hoy nosotros: ¿podrá la exégesis, agostada por el prolongado exceso de filologismo, reencontrar el impulso y la vida que tuvo en otros momentos de la historia de la Iglesia? El padre de Lubac, después de haber estudiado la larga historia de la exégesis cristiana, concluye más bien tristemente, diciendo que nos faltan, a los modernos, las condiciones para poder volver a suscitar una lectura espiritual como la de los Padres; nos falta esa fe llena de impulso, ese sentido de plenitud y de unidad que tenían ellos, por lo que pretender hoy imitar su audacia sería exponerse casi a la profanación, al faltarnos el espíritu del que procedían aquellas cosas [7].

Sin embargo no cierra del todo la puerta a la esperanza y dice que «si se quiere reencontrar algo de aquello que fue en los primeros siglos de la Iglesia la interpretación espiritual de las Escrituras, hay que reproducir sobre todo un movimiento espiritual» [8]. A distancia de algunas décadas, con el Concilio Vaticano II de por medio, me parece hallar, en estas últimas palabras, una profecía. Ese «movimiento espiritual» y ese «impulso» comenzaron a reproducirse, pero no porque los hombres los hubieran programado o previsto, sino porque el Espíritu se puso a soplar de nuevo, inesperadamente, a los cuatro vientos sobre los huesos secos. Contemporáneamente a la reaparición de los carismas, se asiste a una reaparición de la lectura espiritual de la Biblia y es, también esto, un fruto, de los más exquisitos, del Espíritu Santo.

Participando en encuentros bíblicos y de oración, me quedo sorprendido al oír, a veces, reflexiones sobre la palabra de Dios del todo análogas a las que hacían en su tiempo Orígenes, Agustín o Gregorio Magno, si bien en un lenguaje más sencillo. Las palabras sobre el templo, sobre la «tienda de David», sobre Jerusalén destruida y reedificada tras el exilio, se aplican, con toda sencillez y pertinencia, a la Iglesia, a María, a la propia comunidad o a la propia vida personal. Lo que se narra de los personajes del Antiguo Testamento induce a pensar, por analogía o por antítesis, en Jesús, y lo que se narra de Jesús se aplica y actualiza en referencia a la Iglesia y al creyente.

Muchas perplejidades respecto a la lectura espiritual de la Biblia nacen de no tener en cuenta la distinción entre explicación y aplicación. En la lectura espiritual, más que pretender explicar el texto, atribuyéndole un sentido ajeno a la intención del autor sagrado, se trata, en general, de aplicar o actualizar el texto. Es lo que vemos en acto ya en el Nuevo Testamento ante las palabras de Jesús. A veces se constata que, de una misma parábola de Cristo, se realizan aplicaciones distintas en los sinópticos, según las necesidades y los problemas de la comunidad para la que cada uno escribe.

Las aplicaciones de los Padres y las de hoy no tienen evidentemente el carácter canónico de estas aplicaciones originarias, pero el proceso que conduce a ellas es el mismo y se basa en el hecho de que las palabras de Dios no son palabras muertas, «para conservar en aceite», diría Péguy; son palabras «vivas» y «activas», capaces de desplegar sentidos y virtualidades escondidas en respuesta a cuestiones y situaciones nuevas. Es una consecuencia de la que he llamado la «inspiración activa» de la Escritura, esto es, del hecho de que ella no es sólo «inspirada por el Espíritu», sino que «emana» también el Espíritu y lo hace continuamente, si se lee con fe. «La Escritura -dijo san Gregorio Magno-- cum legentibus crescit, crece con aquellos que la leen» [9]. Crece, permaneciendo intacta.

Concluyo con una oración que oí una vez a una señora, después de que se había dado lectura al episodio de Elías quien, subiendo al cielo, deja a Eliseo dos tercios de su espíritu. Es un ejemplo de lectura espiritual en el sentido que acabo de explicar: «Gracias, Jesús, porque ascendiendo al cielo no nos dejaste sólo dos tercios de tu Espíritu, ¡sino todo tu Espíritu! Gracias por que no lo dejaste a un solo discípulo, ¡sino a todos los hombres!».

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[Traducción del original italiano por Marta Lago]

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[1] Textos en H. de Lubac, Histoire de l'exégése médiévale, I,1, Paris, Aubier 1959, pp. 119 ss.

[2] S. Ambrosio, De Spiritu Sancto, III, 112.

[3] S. Agustín, Conf . IV, 12, 18.

[4] Dei Verbum, 21.

[5] Cf. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tubingen 1960.

[6] Orígenes, In Lev. hom. V, 5.

[7] H. de Lubac, Exégèse médiévale, II, 2, p. 79.

[8] H. de Lubac, Storia e spirito, Roma 1971, p. 587.

[9] S. Gregorio Magno, Commento morale a Giobbe, 20,1 (CC 143A, p. 1003).