"Abandoné el agnosticismo de mi juventud y llegué a Cristo. De repente comprendí que yo era amado, que las personas con las que interactuaba en el día a día tenían un valor intrínseco y que, lo supieran o no, Dios las había considerado merecedoras del precio de Su sangre. Esto sacudió mi mundo. Ya no podía justificar que se degradase o convirtiese en objeto a mujeres por las que Cristo había sufrido y muerto"
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