La inmensa explanada construida para el encuentro del sábado por la noche y la misa del domingo en las afueras de la capital era un océano de banderas hasta que, a la llegada del Papa, se convirtió en una explosión de entusiasmo. La vigilia final de la JMJ es una mezcla de oración y de fiesta, que alterna las plegarias con la danza contemporánea, los testimonios personales -como el de Nirmeen, una joven palestina-, la música y las palabras del Papa como reto a la inteligencia y al corazón. Toda la Vigilia se visualiza y escucha en el video.
Con un lenguaje juvenil, Francisco citaba a María, como «la ‘influencer’ de Dios» a pocos metros de la imagen original de la Virgen de Fátima, que no salía del santuario desde el año 2000, pero ha peregrinado hasta Panamá acompañada del presidente de Portugal, Marcelo Rebelo de Sousa, quien ha ofrecido su país como sede de la próxima JMJ. La explanada más ruidosa del mundo se convirtió en escenario de silencio pensativo a medida que el Papa presentaba a los jóvenes el ejemplo desconcertante de Jesús, que «abrazó al ciego y al paralítico, abrazó al fariseo y al pecador. Abrazó al ladrón en la cruz, e incluso abrazó y perdonó a quienes lo estaban crucificando».
Francisco les recordó que los cristianos no son personas perfectas, pero que Jesucristo «abrazó a Pedro después de sus negaciones y nos abraza siempre, siempre, después de nuestras caídas, ayudándonos a levantarnos y ponernos de pie». Era un mensaje positivo, que liberaba de temores y animaba a superarse pues, como dijo el Papa: «la verdadera caída, la que es capaz de arruinar la vida es permanecer en el suelo y no dejarse ayudar». Levantarse una y otra vez era su mensaje.
Pero no era un mensaje pasivo. Francisco les invitó a ser «los ‘influencers’ de Dios» en un mundo desconcertado y engañado por quienes convierten las banderas fraternas de los jóvenes de la explanada en banderas de enfrentamiento y de muerte.
Acoger el mayor evento juvenil del mundo con abrumadora diferencia ha obligado a los organizadores a preparar una gigantesca explanada, capaz de acoger a medio millón largo de personas, buena parte de las cuales habían decidido pasar la noche del sábado al domingo allí mismo, en tiendas y sacos de dormir.
La fuerza del sol en Panamá, incluso a mitad del invierno, obliga a celebrar la misa de clausura de la JMJ a las ocho de la mañana del domingo.
Eran sus penúltimas palabras antes de la exposición del Santísimo Sacramento en una inmensa custodia con la silueta de María de Nazaret.
Las última fueron su clásica petición, formulada con plena confianza: «Amigos, les pido también que en ese cara a cara con Jesús le pidan por mí para que yo tampoco tenga miedo de abrazar la vida, y diga con María: ‘Hágase en mí según tu palabra’».
La inmensa explanada, construida entre dos océanos y dos hemisferios, acogía la oración de medio millón de personas. Era, en ese momento, el mayor templo del planeta. Era, bajo las estrellas, el mejor antídoto frente al pesimismo.