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miércoles, 28 de agosto de 2024

Henar Zamora, profesora de Filología Clásica en la Universidad de Valladolid, desconfiaba de la Iglesia, estaba atrapada en la Nueva Era: leer a San Agustín le abrió los ojos

 


* «Comencé a asistir a un curso de control mental sin mucho interés, pero del que pronto penetraron en mi mente y en mi corazón, con toda su potencia engañosa, aquellas palabras sobre el potencial que tenemos dentro y sus posibilidades para curarnos, para no enfermar y para conseguir, sin límites, lo que deseamos para nosotros y nuestros seres queridos. Puedo decir que ese fue el momento en que, sin ser consciente de ello, quedaba atrapada por la red sutil de la llamada “Nueva Era”: no cabe duda de que yo era Eva tomando los frutos del Árbol Prohibido y ofreciéndolos a su esposo. En efecto, acabábamos de descubrir que podíamos ser como Dios y que la Iglesia siempre había querido ocultar esta capacidad para que el hombre no la descubriera y poder perpetuar el dominio sobre él. Cuando ahora reflexiono sobre los pasos que íbamos dando, no puedo evitar sentir vértigo por el peligroso camino en el que nos fuimos adentrando»


* «Desde que comenzó nuestra vuelta a la Iglesia en aquel verano de 2013, es como si se hubiera desatado una “sed insaciable” de Dios, por así decirlo; solo deseaba formarme, oír hablar de Cristo, de la Virgen, de la Iglesia, para poder amarlos incondicionalmente con fundamento y purificarme y protegerme, a mí y a mi familia, de tantas desviaciones y falsedades que había admitido y que continúan en el ambiente de nuestra sociedad»

Camino Católico.-    El curso 2017-2018 fue muy especial para Henar Zamora, profesora de Filología Clásica en la Universidad de Valladolid. El ingreso de su hijo Bernardo en el noviciado de los Dominicos en Sevilla, recién terminada la carrera de Físicas, le parece como el primer regalo de lo que ella llama “la vuelta a la Casa del Padre”, después de muchos años de alejamiento, de búsqueda y de vagar “por un camino estrecho y arriesgado, junto a un barranco, pensando que lo hacía por una explanada amplia y segura”. Henar Zamora explica su testimonio a Nati Fernandez en una entrevista en la web del arzobispado de Valladolid. 

– Hablas de alejamiento, y sin embargo nunca llegaste a abandonar la Iglesia ni la fe.

– No, nunca terminé de salir del todo, pero sí me alejé, y mucho, permitiendo que la tibieza y el relativismo se fueran apoderando de mi pensamiento (y mi corazón), que se volvía así cada vez más débil y expuesto a “novedades” espirituales y reinterpretaciones del cristianismo que prometían liberarme del lastre heredado y llevar una vida libre de prejuicios, en plenitud de felicidad, bienestar y éxito. Pero el alejamiento de la Verdad no produce conformidad en el corazón (cuánta razón tenía San Agustín cuando decía en sus Confesiones aquello de “nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”). Yo experimenté con vehemencia esa inquietud, sintiéndola sobre todo como desacuerdo más o menos velado con la vida, con los que me rodeaban, con la sociedad; al principio me llevó a extraviarme aún más, pero más tarde, gracias precisamente a ese libro de San Agustín, comenzó mi regreso.


– ¿Fue quizás la falta de formación la que propició esa deriva?

– No, pienso que más bien fue el miedo al compromiso de vivir la fe cristiana en comunidad y un progresivo alejamiento de la oración y los sacramentos. Porque lo cierto es que tuve el regalo de nacer en una familia cristiana católica, con unos padres creyentes sinceros y practicantes; mi madre, que era una maestra muy vocacional, desde pequeños nos inculcó respeto por la Iglesia y amor a Cristo y a la Virgen. Nos enseñó a rezar, historia sagrada y nos daba catequesis “doméstica” con la que complementábamos la que recibíamos en la parroquia para la preparación de nuestra Primera Comunión y la Confirmación. Después estudié en un colegio religioso, las Jesuitinas de Valladolid, que no solo contribuyeron a fortalecer mi formación en la fe católica, sino que a una de ellas, la madre Ángeles, le debo la vocación a la Filología Clásica y una profunda huella por su ejemplo de entereza y esperanza en medio de la enfermedad.

Y lo mismo ocurrió durante la adolescencia, con la pastoral activa de un grupo de sacerdotes jóvenes claretianos en mi parroquia del Sagrado Corazón de María; e incluso después, en la Universidad, donde conocí a mi esposo en unos grupos que organizó Jaime Brufau Prats, catedrático de Filosofía del Derecho recién venido a Valladolid, que era sacerdote y que veía la necesidad de que se conocieran chicos y chicas universitarios en un ambiente de buena formación. Él mismo nos casó después, y ya llevamos 31 años de matrimonio en los que hemos tenido cuatro hijos, somos abuelos de un primer nieto y estamos a la espera del segundo.

El problema comenzó durante nuestro noviazgo, ya que, a pesar de que nos embarcamos en la búsqueda de una vida más profunda –sentíamos que había mucha superficialidad en lo que la sociedad nos ofertaba-, tampoco teníamos muy claro lo que queríamos, y la seducción de una libertad mal entendida, que era lo que se abanderaba en el ambiente a finales de los setenta, nos fue presentando la pertenencia a la Iglesia como una limitación; y, por supuesto, quienes se mostraban como ejemplo evidente de ello eran aquellos de los que en secreta denuncia se decía: “mira, son del Opus Dei”; y a los que nosotros, efectivamente, mirábamos con compasión, porque no gozaban de la gran “libertad” de la que nosotros disfrutábamos.


La idea de que rezábamos e íbamos a Misa por una inercia adquirida y que eso no era “sincero” fue apoderándose de mí, y no digamos la práctica de la confesión, que era cosa “de otros tiempos”. De este modo, fui “liberándome” de estas obligaciones y sugiriendo lo mismo a mi esposo, argumentando que debíamos hacerlo solo cuando lo “sintiéramos” de verdad.

– ¿Y dónde encontraste el camino de vuelta y las fuerzas para emprenderlo?

Eso aún tardaría en llegar. Todavía faltaban, en ese camino desviado en que nos habíamos metido, dos experiencias demoledoras para mi fe. La primera fue un ciclo de conferencias impartidas por un sacerdote catedrático de filología neotestamentaria  (el tema del Nuevo Testamento me interesaba mucho como filóloga griega; para entonces ya era profesora en el Departamento de Filología Clásica de la Universidad de Valladolid). El ponente, con un discurso constante de reprobación y crítica negativa a la tradición de la Iglesia, a la doctrina, a la jerarquía, basando lo que afirmaba en que todo habían sido interpretaciones erróneas de los textos originales griegos, los cuales mostraba manejar con amplio conocimiento y soltura, me iba convenciendo en cada sesión de que lo que hasta ahora había aprendido en mi familia, en el colegio o en la parroquia había sido todo doctrina errónea, transmitida por personas sin ninguna capacidad crítica, que ahora era desenmascarada gracias al estudio filológico de buenos especialistas como el que me estaba “abriendo los ojos”.

La repercusión fue inmediata. Pasé a tener por principal tema de conversación con mi esposo “el engaño” en el que habíamos estado hasta ahora, y esto inevitablemente conllevaba cierto resentimiento hacia quienes se habían encargado de nuestra formación. La Iglesia católica pasó a ser sospechosa, y nuestro alejamiento de ella quedaba justificado desde las altas instancias de la ciencia filológica.


La segunda fue un curso de control mental, al que comencé a asistir sin mucho interés, pero del que pronto penetraron en mi mente y en mi corazón, con toda su potencia engañosa, aquellas palabras sobre el potencial que tenemos dentro y sus posibilidades para curarnos, para no enfermar y para conseguir, sin límites, lo que deseamos para nosotros y nuestros seres queridos. Puedo decir que ese fue el momento en que, sin ser consciente de ello, quedaba atrapada por la red sutil de la llamada “Nueva Era”: no cabe duda de que yo era Eva tomando los frutos del Árbol Prohibido y ofreciéndolos a su esposo. En efecto, acabábamos de descubrir que podíamos ser como Dios y que la Iglesia siempre había querido ocultar esta capacidad para que el hombre no la descubriera y poder perpetuar el dominio sobre él. Cuando ahora reflexiono sobre los pasos que íbamos dando, no puedo evitar sentir vértigo por el peligroso camino en el que nos fuimos adentrando.

– Antes has comentado que las Confesiones de San Agustín tuvieron una influencia decisiva en el cambio de rumbo. ¿Cómo las descubriste?

– Yo creo que el secreto está en que Cristo y la Virgen nunca nos dejaron solos. Entre nuestros amigos, había dos matrimonios, Manolo y Sonsoles, y Felisa y Mariano, en los que encontrábamos algo especial, atractivo, sin duda relacionado con el hecho de que ambos “eran creyentes” con una coherencia que no nos dejaba indiferentes. A pesar de lo errático de nuestro caminar en ese laberinto de espiritualidades de la “Nueva Era”, cuando nos relacionábamos con estos amigos, nos encontrábamos como si no nos hubiéramos alejado nunca de la Iglesia, con una sintonía solo posible porque Dios cuidaba la semilla de nuestra formación católica.


Y, así, ese vínculo con la Iglesia, que nunca llegó a romperse, comenzó a tirar de mí. Empezó a atraerme la lectura de la vida de algún santo; las
Confesiones de san Agustín frecuentaban mi mesa de trabajo y leía todos los días algunas hojas. Recuerdo con especial fuerza el momento en que el santo describe lo absurdo de haber aceptado el maniqueísmo frente a la verdad evangélica. Por unos momentos cerré el libro y sentí de forma muy inquietante la pregunta de si a mí no me estaría pasando como a él.

La lectura de la biografía de Edith Stein, santa Teresa Benedicta de la Cruz, que no sé por qué compré sin dudarlo al verla casualmente en un escaparate, fue también un aldabonazo para empezar a salir de la confusión espiritual en la que estaba. La filósofa judía agnóstica que se convierte al catolicismo tras leer toda una noche el libro de La Vida de santa Teresa, es un referente que me acompaña desde entonces.

Y otros mensajeros me iba enviando el Señor. Un buen día, en octubre o noviembre de 2012, empecé a oír Radio María (alguien me lo había aconsejado unos meses antes, pero lo había olvidado), al principio a escondidas, a las 8 de la mañana, momento en que el obispo de San Sebastián, Monseñor Ignacio Munilla, explicaba el catecismo de la Iglesia católica. Me quedé gratamente interesada por lo que allí se decía, de manera que poco a poco la fuimos escuchando todos los de casa, ya sin cerrar las ventanas con precaución.


Fue entonces cuando volvieron a aparecer una vez más en nuestras vidas esos dos matrimonios que conocíamos desde hace tantos años, pero cuyo encuentro en esta ocasión resultó especial. Con Manolo y Sonsoles nos reunimos en el verano de 2013 en una cena íntima y preciosa en la que la conversación se mantuvo durante varias horas y todo giró en torno a la necesidad que mi esposo y yo sentíamos de volver a la Iglesia, de vivir la fe como ellos. Y, poco tiempo después, el veintitantos de septiembre, otra “casualidad” preparada por Dios me hizo coincidir con Felisa (llevábamos años sin vernos) a la salida de la Casa del Estudiante. Allí, de pie, en la calle, mantuvimos una larga conversación, que recuerdo con todos sus detalles porque fue el comienzo de mi recorrido para llegar a ser del Opus Dei, y que me impactó por ser un testimonio de vida cristiana coherente y por la valentía de su comportamiento profesional como médico de familia.

Desde que comenzó nuestra vuelta a la Iglesia en aquel verano de 2013, es como si se hubiera desatado una “sed insaciable” de Dios, por así decirlo; solo deseaba formarme, oír hablar de Cristo, de la Virgen, de la Iglesia, para poder amarlos incondicionalmente con fundamento y purificarme y protegerme (a mí y a mi familia) de tantas desviaciones y falsedades que había admitido y que continúan en el ambiente de nuestra sociedad.

En septiembre de 2015, Felisa me sugirió la posibilidad de “ser supernumeraria como ella”, aquello me provocó un vuelco en el corazón, pues debo reconocer que hasta ese momento no me había atrevido a plantear esa decisión a mí misma con claridad. Hablaba con mi esposo, quien veía natural el camino que estaba siguiendo y me animaba a culminarlo. Ya solo había una cosa: “Con qué cara me presentaba yo ahora siendo del Opus Dei”, “qué dirían de mí en la Facultad, incluso en la familia, donde no todos iban a comprender esta decisión…”. Pero estos prejuicios se fueron disolviendo, y el 11 de diciembre di el paso y pedí la Admisión como Supernumeraria del Opus Dei. Si alguna duda o miedo quedaba, desaparecieron del todo. Siento plena seguridad de que estoy en el sitio en que debo estar y una gran paz, alegría y gratitud por ello.

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