Domingo XXI del tiempo ordinario – B:
Josué 24,1-2a.15-17.18b / Salmo 33 / Efesios 5,21-32 / Juan 6, 60-69
P. José María Prats / Camino Católico.– El evangelio de hoy nos presenta lo que los expertos han llamado la crisis de Galilea. Desde el inicio de su ministerio mucha gente se había sentido atraída por Jesús a quien consideraban como un gran profeta de Nazaret, hijo de José. Sus signos sanando a enfermos, resucitando a muertos o multiplicando el pan, se parecían a los realizados por Elías o Eliseo. Pero en el discurso sobre el pan de vida que hemos leído en estos últimos domingos, Jesús va mucho más allá, afirmando su origen divino: Él es el Hijo de Dios, el «pan vivo que ha bajado del cielo para dar la vida al mundo».
Vimos cómo muchos se resistieron a dar este salto en su relación con Jesús: «¿No es éste Jesús –murmuraban– el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» Estaban encantados con un Jesús-profeta que acudiera solícito a satisfacer sus deseos y necesidades, sanando a los enfermos o dando de comer a la multitud. Pero reconocer a Jesús como el Hijo de Dios encarnado suponía tener que abandonar sus propios caminos para someterse a una voluntad soberana, y eso ya no resultaba tan atractivo: las afirmaciones de Jesús sobre sí mismo –dice el evangelio de hoy– constituían un lenguaje «duro» e inaceptable para muchos, que lo acabaron abandonando.
Esta crisis de Galilea, de hecho, ha estado siempre presente a lo largo de la historia del cristianismo. Muchos se han sentido atraídos por la belleza del mensaje de Jesús y por sus signos, pero se han quedado ahí, en el Jesús-profeta que propone unos valores maravillosos y al que se acude en momentos de necesidad o enfermedad.
Sólo algunos han recibido ese «lenguaje duro» de Jesús como palabras que «son Espíritu y vida», y que les mueven a consagrar a Él su vida. Si Jesús es el Hijo de Dios encarnado que el Padre ha enviado para comunicar su vida al mundo, debe ser alabado y adorado, su Palabra debe ser conocida y meditada, y su voluntad discernida en cada momento para que, sometiéndonos a ella, recibamos su vida.
En el fondo, el dar o no dar este salto desde el Jesús-profeta al Jesús-Hijo de Dios, depende de nuestra forma de entender la vida. Si de ella no esperamos otra cosa que gozar de un cierto bienestar en el breve tiempo de nuestra existencia terrena, nos basta con un Dios al que invocar en los momentos de dificultad. Si creemos que hemos sido creados por amor y destinados a participar eternamente de la plenitud de vida de Dios, buscaremos ya en este mundo la comunión con Él por medio de Jesucristo, su enviado. San Pedro lo ha entendido perfectamente cuando responde a Jesús: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna».
La clave, pues, está en la vida eterna. Así se lo advierte Jesús a los que todavía no lo han entendido: «Vosotros me buscáis porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna».
P. José María Prats
Evangelio:
En aquel tiempo, muchos de los que hasta entonces habían seguido a Jesús dijeron:
«Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?».
Pero sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo:
«¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros algunos que no creen».
Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y decía:
«Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre».
Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él.
Jesús dijo entonces a los Doce:
«¿También vosotros queréis marcharos?».
Le respondió Simón Pedro:
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios».
Juan 6, 60-69
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