Se impone lo material. Con todas sus fuerzas. No se adormece. En todas las estaciones. Siempre está en temporada. Los cuerpos a la carta. Para eso están los salones de belleza, gimnasios, clínicas de cirugía estética, y demás santuarios de placeres. Nos lanzan sus cebos, con el mismo cuidado y mimo, que lo hacía mi abuelo cuando iba a pescar truchas al río Sil. El bombardeo publicitario nos engancha. Es un negocio redondo. Lo refrendan las estadísticas que nos sitúan a la cabeza de este mercado en la Unión Europea. Estar a la última moda y lucir un buen tipo se ha convertido, para muchos, en el salvoconducto para alcanzar el clímax del gusto y vivir del cuento. Un placer que, por otra parte, a veces, nos deja más sinsabores que sabores placenteros. El de ser dominados, por ejemplo. Para hacernos ver otra cosa está la tele y las revistas del cotilleo. Que sientan cátedra, por desgracia. Nos proponen estereotipos corporales que nos encienden la ilusión.
El cuerpo ya no se considera como realidad típicamente personal, como señal de identidad. Se reduce a pura materialidad y apariencia. No importan los retoques con tal de saborear las mieles del goce. Ya mismo surge una nueva hipoteca. La del cuerpo. Y los bancos y entidades crediticias serán dueños de nosotros, aún más si cabe. Claro. Los arreglitos valen un riñón y parte del otro. Haber si por lo menos desgrava en Hacienda. Somos cuerpos vendidos. Y todo por una boca bien dibujada y carnosa para seducir y rejuvenecer el look. O por unos pechos llenos de silicona. Encima no son de oro, ¡jolines! Hasta es posible cambiar la mirada. Es la imagen de una felicidad encerrada en el círculo vicioso del deseo más instintivo, que, para más INRI, promueve la esbeltez como sinónimo de salud y estética, mientras que la obesidad se relaciona con lo insano y antiestético. Para colmo de males, nos ofrecen el peso perfecto, las medidas perfectas... Consecuencia de todo ello, la anorexia. Los jóvenes, ya se sabe, necesitan tener modelos a imitar. Lo físico es la guinda. Luego resulta que, con tantas chapuzas corporales, chapoteo de tatuajes y demás pluscuamperfectos colgantes, ni nos reconocemos en el cuarto de baño. Otro gallo nos cantaría, sí los figurines no cotizasen en exclusiva. Hemos perdido el más común de los sentidos, el de mirarse a sí mismo con buenos ojos, aceptar lo que uno es, y lo que tiene, y decirse todos los días, lo que el enamorado dice a la flor. Es la mejor medicina para la salud y el bienestar.
Lo malo de todo este tinglado, es que hemos convertido los cuerpos serranos en serranías de carne. En pura materia, donde todo se compra y se vende. Olvidamos que somos más que un cuerpo bonito. La persona humana no puede renunciar a ser ella misma. Los modelos que nos presentan los poderosos medios de comunicación, no son, la verdad, muy aconsejables. Vivimos unos momentos donde todo vale, como cultura y cultivo. Incluido el culto al cuerpo. La publicidad es tan pujante y repetitiva que, no pocas personas, piensan que se es más feliz en función del grado de belleza física alcanzado. Siempre juvenil y sin arrugas. No se acepta que pasen los años y el cuidado corporal llega a convertirse en algo obsesivo y en un valor absoluto. Hemos caído en la trampa de considerar la vida del ser humano como una mercancía de consumo. Cuestión grave para vivir a corazón abierto. Todas estas contradicciones y situaciones paradójicas de bellezas exteriores, son síntomas de falta de armonía entre la lógica del bienestar y la lógica de los valores éticos fundados en la dignidad de la persona.
La nueva plasticidad del cuerpo, se ha puesto de moda. Poco importa lo espiritual. Lo físico, lo que entra por los ojos a primera vista, cada día es menos auténtico. ¿Quién lo diría? Las distintas clínicas son capaces de metamorfosearnos, y escapar, así, de nuestro cuerpo biológico. ¡Qué cara! ¿Y si yo me gusto, por qué cambiar? Prefiero ser un don Quijote y cambiar la sociedad. Para que se fije más en lo interno. En lo del corazón verdadero. En lo de la poesía en los labios. Y en lo de respirar el aroma de una mirada inocente que se injerta en el alma, con todo el amor del universo. ¡Esto sí que me libera y me asciende a las alturas!
La felicidad no la da un cuerpo dotado de hermosura, sino otros valores como pueden ser la entrega incondicional a los demás. La donación de uno mismo. Eso es lo que hay que fortalecer y reforzar. Lo que no se hace. Cada día, a poco que miremos a nuestro alrededor, notaremos la sed de alegrías, a pesar de tantos festines. La diversión verdadera es aquella que nos engrandece. Nos pone majos. Como si llevásemos un ángel a nuestro lado. Esos rostros de belleza sí que imprimen encanto. Esa dulzura, estilo y buen gusto, no es posible conseguirla en ninguna clínica o salón de belleza.
Muchos de nuestros contemporáneos han perdido el verdadero sentido de la vida y lo buscan en sucedáneos, en operaciones externas, en cambios de imagen y hasta de sexo, en un desenfrenado consumismo, en comilonas donde corre la droga, el alcohol o el erotismo a dos bandas: la homosexual (tan de moda hoy) y heterosexual. “Hay que probarlo todo”, leo en un anuncio por palabras. Buscan la placidez, pero el resultado es siempre una profunda tristeza, un vacío del corazón y muchas veces la desesperación. No se gustan por fuera porque han olvidado asearse por dentro. Ciertamente no es fácil. El capitalismo salvaje nos puede tanto, que nos atonta. Hasta hacernos perder la razón de ser, nuestra identidad y carácter, nuestros modales intrínsecos que nos vigorizan y vivifican, sobre todo en lo de ser una señorita de buen ver o un señor de buen vivir. Que no pasa, desde luego, por tener solamente un cuerpo diez. En cualquier caso, si deseamos llegar a la consecución de la alegría y ser un poco más felices, estoy convencido de que hemos de avanzar en una rigurosa ascética personal que nos haga más de los afectos (fondos) y menos de los aspectos (formas). Lo más gozoso es quererse uno antes por lo que se es, una persona en busca de la verdad y de sus creencias. Lo demás son aditamentos que nos atrapan y nos esclavizan.
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Fuente: Catholic.net
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martes, 8 de enero de 2008
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