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sábado, 21 de junio de 2025

Amelio Castro, atleta paralímpico: «Lo que más me ha ayudado en la vida es esa confianza absoluta en que Dios tiene un plan para mí, aunque no entienda siempre cuál es»


 Amelio Castro Grueso, esgrimista colombiano y atleta paralímpico / Foto: Juegos Paralímpicos

* «Cuando con 20 años tuve el accidente que me hizo perder la movilidad, en el hospital entendí que Dios siempre está a tu lado. Quizá no como nosotros esperamos. Aprendí que Dios actúa y no te explica. Y una vez empecé a comprenderlo ha sido maravilloso, porque lo siento en cada paso, en cada persona. Su gracia me ha traído a Italia, a los Juegos Paralímpicos, y a usar mi historia como inspiración» 

Vídeo de Vatican News en el que Amelio Castro cuenta su testimonio

Camino Católico.- Desde muy joven, la vida de Amelio Castro Grueso, esgrimista paralímpico, que tiene 33 años, estuvo marcada por duros golpes. A los dieciséis años, la pérdida de su madre sumió su mundo en la incertidumbre y la tristeza. Sin embargo, en el hospital, tras un accidente de tránsito que lo dejó sin movilidad a los veinte años, encontró algo que cambiaría su vida: el amor de Dios. Allí, en ese lecho de dolor, Amelio descubrió que la fe podía ser su mayor fortaleza, esa fe que le sostendría en las pruebas, que le daría esperanza y le abriría las puertas a un camino lleno de grandes oportunidades. En esa experiencia, él aprendió que la presencia de Dios no solo era un consuelo en el sufrimiento, sino la fuerza que transforma los corazones y renace la esperanza.

“Nací en 1992 en el mejor país del mundo, Colombia, y tuve la fortuna de una niñez maravillosa. Luego empezaron las situaciones difíciles, como la pérdida de mi madre cuando yo tenía 16 años. Fue asesinada en una situación tan compleja que no tendría palabras para expresarla. Después, con 20 años, tuve un accidente de tráfico y perdí la movilidad en las piernas. Para mí no fue tan duro el accidente como ver que mi familia gradualmente se olvidaba de mí y me dejaba en el hospital. No se interesaron en ayudarme. Pero esa experiencia me permitió acercarme a la fe. En medio de toda esa soledad tuve la gracia de conocer a Dios” relata al semanario Alfa y Omega.

“Entendí que Dios siempre está a tu lado”

“Siempre he sido católico, pero en el hospital entendí que Dios siempre está a tu lado. Quizá no como nosotros esperamos. Aprendí que Dios actúa y no te explica. Y una vez empecé a comprenderlo ha sido maravilloso, porque lo siento en cada paso, en cada persona. Su gracia me ha traído a Italia, a los Juegos Paralímpicos, y a usar mi historia como inspiración”, afirma con convicción Amelio Castro.

Su inicio como deportista se produjo después de pedir esa gracia al Señor: “Empecé a escribir un libro para motivar a las personas en situaciones difíciles. Pero me di cuenta de que debía hacer algo más que contar que había caído y me había alzado. Pedí a Dios la posibilidad de hacer deporte y poder ganar una medalla. Y en Cali conocí la esgrima. Obtuve tres medallas de oro, siempre fui el número uno. También, en mi primera salida internacional gané un oro en sable y una plata en espada contra el campeón olímpico de Brasil”.

Atleta paralímpico Amelio Castro / Foto: Juegos Paralímpicos

“Camino tratando de hacer los sacrificios que agradan a Dios”

La relación de Amelio con muchos jóvenes con los que hacía trabajo social lo llevó a tener que marchar de Colombia sin nada: “En Colombia hacía mucho trabajo social con jóvenes y eso empezó a generar conflictos con ciertos grupos. Yo trataba de convencerlos de que hicieran las cosas bien, cuando otros trataban de convencerlos de que las hicieron mal. Eso me generó problemas y tuve que salir. Me vine sin nada. Llegué al aeropuerto y la gracia de Dios me permitió encontrar a una chica a la que la empresa donde trabaja le acababa de dar un coche y me recogió. Por eso digo que soy un chico que camina tratando en lo posible de hacer los sacrificios que agradan a Dios, y Él nunca ha dejado de darme los recursos necesarios”.      

Al llegar a Italia pasó de estrella del deporte a vivir en un albergue para personas sin hogar: “Yo venía de ser un triple campeón que económicamente estaba en una posición privilegiada. En el albergue de Cáritas no tenía nada. Fue un contraste. Lo viví como una oportunidad para compartir mi experiencia con personas a las que podía inspirar para seguir luchando o para volver a luchar. Un uruguayo que dormía en la calle me admiraba mucho. Me decía: «Vos sos loco, ¿cómo haces esto?». «Si yo puedo, usted tiene que poder, porque tiene mejores condiciones. El solo hecho de caminar ya le da una posición mejor», le respondía”.

Siguió entrenando, pero tenía que desplazarse en transporte público y el explica que “no tengo otra forma. Tengo un sueño y he visto que Dios me da los instrumentos para realizarlo. Por tanto, no me pararé hasta obtener los resultados o hasta que Él me dé la señal de parar. Parecía imposible entrar en el Equipo Paralímpico de Refugiados, pues estábamos a seis meses de los Juegos de París. La puerta estaba cerrada, pero yo no dejaba de intentarlo. Al final me clasifiqué. Nunca perdí la esperanza y por eso iba a entrenar incluso si llovía. Y cuando me dieron la oportunidad, estaba preparado. La mayoría de atletas del equipo ya no viven la vida de refugiados. Pero yo sí que aún vivía en un centro de acogida. Mi comida era la que se servía, no una dieta especial. Me emocionó dar voz a esos chicos del centro de acogida y motivarlos. Cuando regresé, decían: «Estuvimos siempre siguiéndote». «Si yo puedo, ustedes pueden», les decía”.  

Se quedó a las puertas de ganar una medalla Paralímpica en París y  dijo: «En París perdí, pero he ganado siempre». Amelio lo argumenta así: “Cuando pierdo, gano siempre. No solo en París. Siempre aprendo. Si pierdo y no me doy cuenta de por qué perdí es un problema; pero si lo descubro es una victoria, porque empiezo a trabajar en esas situaciones. Lo difícil no es llegar, sino mantenerse. Y para mantenerse tienes que perder muchas veces, saber cómo gestionar las emociones cuando te van ganando y luego remontar. Ahora me estoy preparando para los Juegos Paralímpicos de Los Ángeles 2028. Aunque ya en septiembre tenemos el Mundial de Corea. Esperamos conseguir buenos resultados. 

En el marco del Jubileo del Deporte, Amelio Castro participó en un congreso organizado por el Augustinianum y el Dicasterio para la Cultura y la Educación. También pudo saludar al Papa León XIV. En consonancia con su experiencia, al clausurar la cita el Santo Padre afirmó que «perder es importante, porque al experimentar esta fragilidad nos abrimos a la esperanza» / Foto: Vatican Media

El perdón a su familia que lo abandonó y la confianza en Dios

El sufrimiento y el trauma, que padeció cuando sufrió el accidente que lo dejó sin movilidad en el hospital y su familia lo dejó abandonado, lo ha afrontado con la fe y asegura haber perdonado aquella situación: “No puedo decir que amo a Dios si no logro amar a quienes tengo cerca. Creo que mi cuerpo es un templo donde habita Dios, pero para que Él habite en mí, tengo que estar separado del odio, del rencor, de esas cosas que emocionalmente me desequilibran. Yo no odio a nadie. Por eso trato de tener una buena relación con la familia”.

Amelio explica a Vatican News que “tener fe es confiar en que Dios nunca te abandona, incluso cuando tú sientes que todo se derrumba”. Él comparte que “lo que más me ha ayudado en la vida es esa confianza absoluta en que Dios tiene un plan para mí, aunque no entienda siempre cuál es”. 

En sus propias palabras, describe cómo esa fe le ha dado la fuerza para no rendirse, lo que más agradece es que, a pesar de que su cuerpo no responde igual que antes, su corazón sí resiste y late con la alegría de saber que Dios tiene el control. “En el 2012, cuando tuve el accidente y estaba en el hospital, no entendía qué pasaba. Pero escuchaba las palabras del Papa Francisco, y eso me daba esperanza. Él decía: ‘No perder la esperanza, porque Dios no abandona a quienes confían en Él’”.

Y continúa: “Eso me dio la esperanza de que podía seguir luchando, de que podía volver a soñar en grande, que podía venir acá y tener la oportunidad de hacer deporte en alto nivel y gracias a Dios y al profesor Danile Pantone ya estamos en ese camino y entrenamos con grandes atletas”.

Un día en sinceridad con Dios

Amelio Castro comparte una recomendación a las personas, particularmente a las de la parte eclesiástica, “es tener siempre, sin ser superficial, primero la sinceridad consigo mismos y después con Dios”. En su experiencia, “creo que una persona de fe es una persona que vive siempre en constante comunicación con Dios, con el Espíritu”.

Cuenta que todos los días, a las primeras horas de la mañana, “me despierto siempre a las 3 o 4 de la mañana”, y en ese momento, hace una introspección profunda de su día: “Cuántas personas ayudé, qué cosas hice bien, qué podría haber hecho mejor”. Después, expresa que inicia un acto de agradecimiento hacia Dios, porque siente que “Dios ha sido bueno conmigo; no tengo nada que pedir, solo agradecer”, y añade que, en ocasiones, “la gente me invita a rezar para que me pare, pero yo solo me río y pienso: ‘No saben cuánto Dios ha sido maravilloso conmigo’”.

Vídeo de la EWTN en el que Amelio Castro cuenta su testimonio

Una invitación a desnudar el corazón

Amelio enfatiza que “los procesos que vivimos en la vida deben llevarnos a desnudarnos ante Dios, a abrir nuestro corazón sin reservas”. Él recuerda que “la Biblia es un libro lleno de historias de hombres que eran procesados, que tenían errores y luchas, pero que volvieron siempre con el corazón desnudo ante Dios”. “Dios siempre perdona y está con quienes se abren sinceramente”, afirma con convicción, y aconseja a los jóvenes que “lo más importante es tratar de desnudar el corazón ante Dios, ser lo más sinceros posible”.

Atleta paralímpico Amelio Castro entrenando

Recomienda también pedirle a Dios discernimiento y fuerza para aceptar lo que en ocasiones no podemos cambiar: “Si tienes una lucha entre la carne y el espíritu, pide a Dios que te dé discernimiento para entender lo que debes aceptar, y fuerza para superar aquello que no debes. Él te ayudará, porque si Dios ha hecho lo imposible en mi vida, que era uno de los que menos posibilidades tenía, también puede hacerlo contigo”.

Ser testigo del amor de Dios en medio del deporte

Amelio Castro, con un espíritu jovial y lleno de entusiasmo, afirma que “mi propósito no es solo ganar medallas, sino mostrar que Dios actúa en todos los rincones de nuestra vida, incluso en el deporte”. Su forma de vivir y su testimonio son un llamado para todos, especialmente para los jóvenes, a reconocer la presencia de Dios en cada paso del camino: “Yo trato de ser un ejemplo de que, en medio de la disciplina, el esfuerzo y el sacrificio, Dios se manifiesta — en la sonrisa, en la solidaridad, en la esperanza. Cuando uno es sincero con Dios, alguien que solo busca agradarle y no esconder su sinceridad, Él empieza a obrar en su corazón”. La verdadera victoria no solo está en ganar una medalla, sino en aceptar que Dios nos ama y que, si confiamos en Él, podemos superar cualquier prueba.

Gloria Riva, se hizo monja adoratriz tras volver de la muerte al sufrir un accidente de tráfico con su novio y ahora ha predicado al Papa León XIV: «Tuve la certeza de que Dios estaba allí y de que Dios era amor»


Sor María Gloria Riva pertenece a las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento y ha predicado al Papa León XIV, momento que recoge la imagen / Foto: Vatican Media 

* «Fui a Lourdes y entré en la cripta y noté inmediatamente una fuerte presencia y vi que la Eucaristía estaba iluminada desde atrás, la distinguí claramente como una pequeña luz en la oscuridad. Hela aquí, pensé, la luz que encontré en la calle. No se necesita morir para verla. La Iglesia la esconde en el secreto del altar cada día, allí dónde se celebra, allí dónde se adora. Ese día decidí que no me separaría nunca de la Eucaristía. Entré en la congregación de las monjas de la Adoración Perpetua de Monza» 

Camino Católico.- Hace más de cuarenta años, Gloria Riva (Monza, Italia, 1959) cruzó una intersección sin imaginar que, al otro lado, un coche a toda velocidad cambiaría el rumbo de su vida. Tenía 21 años, estaba prometida, había retomado tímidamente la fe tras un viaje a Lourdes, e iba de camino a una discoteca con su novio. Después del impacto, vino el silencio, la oscuridad... y, según su propio testimonio, la percepción clara de que se encontraba al final de su vida.

Riva, monja perteneciente a las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, fue la encargada de predicar la meditación a la Curia Romana y al Papa León XIV el lunes, 9 de junio, en el Aula Pablo VI, como antesala a la jornada jubilar de los trabajadores del Vaticano. Su intervención no abordó esta experiencia límite, pero quienes conocen su trayectoria saben que ese episodio, vivido décadas atrás, marcó el origen de su vocación.

Ante León XIV afirmó que la mirada al Santísimo “puede curarnos del mal” y purificar nuestra visión. “No debemos temer, tenemos en Dios un gran aliado. Él nos ama con amor eterno y siempre tendrá piedad de nosotros. Lo que debemos hacer es dejarnos moldear por Él y realizar en el tiempo las iluminaciones que el Espíritu Santo nos ofrece precisamente a través de la Eucaristía y de la Virgen María, signo de esperanza segura…. Lla cruz aún puede salvarnos, una cruz acogida y ofrecida”, reiterando con esperanza que “aún podemos vencer” al mal. “La Virgen María nos custodia en nuestros fracasos y en nuestras potencialidades, como custodia al Niño que lleva en su regazo”. 

Reconstruimos su historia de vida y vocación utilizando lo afirmado por ella en primera persona en una entrevista con Francesco Agnoli. Este es testimonio:

El Papa León XIV asistió el lunes, 9 de junio a la meditación de Sor Maria Gloria Riva de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento / Foto: Vatican Media

Una luz en la oscuridad

Me llamo Gloria Riva, nací en Monza, Italia, en  1959. Tenía veintiún años y tenía novio cuando padecí un accidente que cambió mi vida. Estaba dando pequeños pasos hacia la fe, que había abandonado unos años antes tras una serie de vicisitudes. Después de un viaje a Lourdes, donde el clima de oración caló hondo en mí, salí un sábado con mi novio para ir a bailar a una discoteca.

Llegamos a un semáforo verde y mientras atravesábamos el cruce vi llegar por el otro carril un coche a gran velocidad. Chocamos y después, para mí, sólo hubo silencio y oscuridad. Tuve la clara percepción de haber llegado al final de mi vida y me abandoné totalmente a esta dramática eventualidad. Inmediatamente percibí, dentro de esa oscuridad, una gran paz y serenidad.

Entonces surgió ante mis ojos una pequeña luz blanquísima que venía hacia mí, expandiéndose. La pulsión beatífica de esa luz era como una llamada. Tuve la certeza de que Dios estaba allí y de que Dios era amor. Deseé con todas mis fuerzas alcanzar esa luz, pero vi pasar mi vida ante mí como en una película y tuve una claridad de juicio total sobre la misma. Esa luz era amor, amor gratuito, y esa gratuidad en mi vida no existía.

Dos sentimientos contrarios me embargaron. Por una parte, un gran dolor: la eternidad se me ofrecía en toda su belleza y no la podía alcanzar; Dios no me juzgaba, sencillamente se me mostraba con toda su verdad, era yo la que me juzgaba y comprendía toda la desemejanza. Por la otra parte, sin embargo, sentí una alegría indecible: era pensaba, amada y deseada para este tiempo, para esta historia. No somos un juego al azar, una casualidad a la merced de un destino caprichoso.

Cuando me reanimaron tuve la sensación del rechazo de la vida: tenía siete fracturas, traumatismo craneal, hemorragia interna. Era una especie de rompecabezas que había que recomponer. Inmóvil. Sin embargo, el recuerdo de esa luz fue la prueba de que no morimos y me hubiera gustado gritarles a todos esta verdad.

He reflexionado a menudo sobre lo que me sucedió mientras estaba inconsciente. Me sorprendía recordando detalles que, en relación a la visión de la luz, no conseguía situar en orden temporal.

Después de que me liberaran del amasijo de hierros en el que había quedado convertido el coche, vi, reconocí y saludé a un querido amigo que prestaba servicio en la Cruz Roja y había venido a socorrerme. Me dijo que me había encontrado inmóvil, aparentemente muerta. Vi mi cuerpo desde arriba y me horroricé al ver una pierna totalmente torcida respecto a la posición natural, y a todo el mundo sobre mi cuerpo. Vi a mi novio en el borde de la calle, con las manos apretando sus costados, mientras respiraba con dificultad y sentí dolor por su estado; por el mío, en cambio, no sentía nada. No oí cosas que en cambio molestaron mucho a mi novio, como las sirenas de los coches de los carabineros, de las ambulancias y de los bomberos.He llegado a la conclusión de que mis sentidos estaban estimulados sólo por las relaciones.

Tenía siete fracturas, hemorragia interna y daño cerebral. Permanecí en el hospital (entre ingresos y altas) seis meses. Esos meses cambiaron mi vida. Como escribió Andrè Frossard: “Dios estaba detrás de mí; a veces también delante de mí”. Que la vida es un don que no hay que desperdiciar era para mí algo clarísimo, indiscutible. Ya no fui la misma y descubrí, poco a poco, que el matrimonio no era suficiente, sentía la urgencia de testimoniar a todos lo que me había sucedido. Veía con ojos nuevos cosas y ambientes a los que antes estaba acostumbrada, y veía toda su mezquindad.

Volví a Lourdes para reflexionar sobre la vocación. Volví con mi novio. Un día se anuló un encuentro que teníamos en la gruta de la Virgen (yo era dama, él camillero: teníamos turnos distintos y, por lo tanto, pocos ratos para vernos). Empecé a caminar y me encontré delante de la cripta. Entonces no lo sabía, pero allí había, entonces, Adoración perpetua.

Entré y recorrí un largo pasillo con capillas laterales. Me encontré en una capilla circular blanquísima, en penumbra. Dos religiosas vestidas de blanco estaban en adoración ante un ostensorio que tenía la forma de un ramo de espinas. Noté inmediatamente una fuerte presencia y vi que la Eucaristía estaba iluminada desde atrás, la distinguí claramente como una pequeña luz en la oscuridad. Hela aquí, pensé, la luz que encontré en la calle. No se necesita morir para verla. La Iglesia la esconde en el secreto del altar cada día, allí dónde se celebra, allí dónde se adora.

Gloria Riva se entregó a Dios en la vocación específica de la adoración eucarística

Ese día decidí que no me separaría nunca de la Eucaristía. Entré en la congregación de las monjas de la Adoración Perpetua de Monza, donde permanecí veintitrés años. En el monasterio me fui dando cuenta de que son los propios católicos los que pisotean el tesoro de la Eucaristía. Que había una belleza que era incomprensible para todos y que era necesario aumentar la fuerza de la llamada.

Por encargo de mis superiores acompañaba a unos laicos y pude observar que había desaparecido de nuestra vida diaria la fuerza unificadora del símbolo y, así, empecé a explicar la Escritura y la fe a través del arte. Poco a poco esto se fue revelando un carisma, que me llevó a la determinación de fundar un monasterio que, junto a la Adoración Eucarística (y, por consiguiente, manteniendo la vida de oración y contemplación), prestara una particular atención a la belleza en todas sus formas, sobre todo las vinculadas a la liturgia. Algo que llevé a cabo en 2007, en la diócesis de San Marino Montefeltro.

Una luz que también pintó El Bosco

Explicar una experiencia cercana a la muerte como la mía es arriesgado. Puede ser entendida, pero puedes caer en la banalidad, en lo oculto, en la New Age. He tenido esta experiencia varias veces. Después del accidente vi, por casualidad, el políptico de El Bosco titulado La visión del Más Allá.

'Visión del más allá', de El Bosco

Lo había estudiado en el colegio, sin que me llamase especialmente la atención. Volver a ver el llamado por los críticos empíreo me impresionó mucho. Entendí que sólo quien había tenido una experiencia similar a la mía podía pintar de manera tan concreta lo que había visto.

Detalle de una de las partes que conforman la ‘Visión del más allá', de El Bosco

En el panel de El Bosco una luz blanca circular (parecida a una hostia) irrumpe en la oscuridad, latiendo. Hay almas que desean alcanzarla, pero a algunas se lo impide la propia oscuridad. En la parte más baja del panel, ángeles con alas negras frenan a estas almas, que tienen las manos en alto como si no pudieran moverse. Pero su rostro está constantemente girado hacia la luz y esta tensión las purifica. De hecho, un poco más arriba (más cerca de la luz), ángeles con alas rojas (el fuego purificador) sujetan a almas que siguen mirando la luz, pero cuyas manos están en posición de oración. Su deseo de Dios las purifica y, así, se elevan. Al final, en la parte más alta, precisamente en el inicio del cono de luz blanquísima, hay almas acompañadas de ángeles con alas blancas y con las manos extendidas, abrazando.

Esta obra corresponde exactamente a lo que yo he vivido y me consuela ver cómo un pintor del siglo XV, que no podía saber lo que son las terapias intensivas y el ensañamiento terapéutico, ha pintado algo que se corresponde a lo que cuentan quienes, por así decir, han vuelto atrás para avisar a nuestro mundo materialista que el paraíso existe.

Sor María Gloria Riva

Los hermanos Morrison, tres son sacerdotes y una monja: «Nuestros padres nos animaban a entregarlo todo a Cristo. Una vez que lo hiciéramos, Él nos mostraría cuál sería nuestra vocación»


De izquierda a derecha: Padre James, Diácono Danny, que será ordenado este mes de junio de 2025, Hermana Mary Sophia y Padre Nicholas Morrison / Foto: Cortesía de la familia Morrison

* «Nuestros padres nos animaron a ser radicalmente generosos con los demás, a ser radicalmente generosos con el Señor y, luego, a ser radicalmente generosos también con quienes nos rodean… Intentamos ser radicalmente generosos con el Señor, entregándoselo todo, y trabajando por Él y por la salvación de los demás» 

Camino Católico.-  Eric y Grace Morrison nunca presionaron a sus siete hijos para que eligieran el sacerdocio o la vida religiosa. De hecho, su hijo Danny, diácono de Washington, D. C., describe en broma su historia vocacional como "aburrida".

"No hubo un gran momento de conversión, sino un llamado lento del Señor a lo largo de mi vida", dice a National Catholic Register. Danny se convertirá pronto en el tercer sacerdote de su familia, que también tiene a una hermana religiosa de las Dominicas de Santa Cecilia en Nashville, Tennessee (EE.UU).

"Vivimos una bella camaradería entre los miembros de nuestra familia", dice el diácono de 26 años. "Este hermoso impulso de buscar la excelencia juntos, de acercarnos a la cruz y a las alturas de la santidad, es un regalo familiar", añade.

Danny será ordenado sacerdote el 21 de junio, uniéndose en el ministerio a sus hermanos James y Nicholas Morrison. Mientras que su hermana, Mary Sophia, profesará sus primeros votos con las dominicas de Nashville en el mes de agosto.

"Una de nuestras frases favoritas en la familia es 'todo o nada'", reconoce Nicholas, ordenado sacerdote en 2021. "Intentamos ser radicalmente generosos con el Señor, entregándoselo todo, y trabajando por Él y por la salvación de los demás", afirma.

De izquierda a derecha: El diácono Danny se unirá a los padres James y Nicholas Morrison en el sacerdocio / Foto: Cortesía de la familia Morrison

Eric Morrison, el padre de familia, suele recibir con frecuencia preguntas de otros padres sobre cómo animar a los hijos a seguir el sacerdocio o la vocación religiosa. "No hay fórmulas mágicas. En mi caso, creo que fue intentar mantener siempre una puerta abierta", comenta orgulloso.

Eric y Grace hicieron un "trabajo maravilloso al promover las vocaciones de sus hijos sin presionarlos de ninguna manera", dice el padre Mark Ivany, director de vocaciones de la archidiócesis de Washington, quien conoce a la familia desde que sus hijos eran pequeños.

Por su parte, la dominica María Sofía señala cómo la orientación de sus padres siempre estuvo centrada en la voluntad de Dios para sus vidas. "Nos animaban a entregarlo todo a Cristo. Una vez que lo hiciéramos, Él nos mostraría cuál sería nuestra vocación", explica.

"Nosotros entendimos que su felicidad consistía en que ellos mismos buscaran la voluntad de Dios para sus vidas. Íbamos a misa todos los días, pero ellos tenían la libertad de ir o no", comenta Grace. "Nunca los obligamos, simplemente ellos lo querían hacer con naturalidad", reconoce la madre.

"La forma en que se practicaba la fe era realmente bonita, nunca fue una obligación", dice James, el primero de los hijos en ser ordenado. "Obviamente, la practicábamos sin interrupciones ni superficialidad, pero la veíamos como nuestra vida. No era un añadido ni un compromiso dominical. Era toda nuestra vida", explica el sacerdote.

En vez de obligar sin hacerlo atractivo, "la principal cosa que hicieron los Morrison fue simplemente proponer el sacerdocio o la vida religiosa como una vocación legítima y alegre en la vida", comenta el padre Ivany.

Una característica de la rutina de los Morrison era recibir a los sacerdotes en su casa para cenar, una experiencia que sus hijos destacan como parte crucial de su historia de vocación.

Fue una decisión intencionada, la de invitar a sacerdotes a cenar. "Veíamos el sacerdocio como un don realmente importante para la Iglesia y para el mundo", comenta James. Los niños veían a sus padres tratar a los sacerdotes "como personas normales". "Descubrimos que era una opción viable para una vocación feliz y vivificante", añade.

Otro aspecto importante de su educación fue la comunidad. "Mis padres se tomaron muy en serio elegir una cultura católica para crecer", dice el padre James. Era "una red de familias católicas muy divertida", en la que "el catolicismo era contagioso".

Al animar a sus hijos a aceptar la voluntad de Dios, Eric y Grace despertaron también la vocación al matrimonio. Su hija Anna está casada y tiene hijos, y su otro hijo estudia en la Universidad Franciscana de Steubenville. La hija menor, de 12 años, fue adoptada en Ucrania y tiene necesidades especiales.

El padre Nicolás destaca la generosidad radical que sus padres han tenido siempre hacia sus hijos. "Ellos nos animaron a ser radicalmente generosos con los demás, a ser radicalmente generosos con el Señor y, luego, a ser radicalmente generosos también con quienes nos rodean", concluye.

José Eduardo, guerrillero ateo converso en el Camino Neocatecumenal: «Iba a misa con pistola, granadas y la Biblia; vi el amor de mis hermanos de comunidad, pero ese día escuché que Dios me quería como era»


Con solo 14 años, José Eduardo pasó a integrar las filas del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en la guerrilla de El Salvador, pero Dios le salvó la vida y le llevó a encontrar su lugar en el Camino Neocatecumenal

* «El milagro moral es que ahí había una comunidad queriéndote permanentemente, y tú a ellos. No me sentí juzgado y todos sabían dónde estaba. Ahí empezó otra etapa. El Señor me había acogido. Para mí, todo ha sido un regalo y una bendición. Mis hijos, mi matrimonio, mi comunidad, estar en la Iglesia… Sin la Iglesia no estaría vivo y sin ella no puedo vivir.  Si soy feliz, no es por haber pasado del tercer al primer mundo o por estar ahora relativamente bien, sino porque me he encontrado con Jesucristo»

Vídeo de  Gospa Arts en el que José Eduardo cuenta su testimonio

Camino Católico.- José Eduardo, salvadoreño de 60 años, está casado desde hace 31, tiene dos hijos y desde que tiene 14 pertenece al Camino Neocatecumenal. Pero su involucración en el movimiento no fue nada convencional. Como ha relatado recientemente en el podcast No tengo ni idea, del canal Gospa Arts, los únicos recuerdos que tiene de su infancia y primera adolescencia son los más crudos de una Guerra Fría que, en cierta forma, protagonizó como guerrillero revolucionario. La Iglesia y la comunidad, dice, "me salvaron la vida".

La guerra, que dejó como cómputo unos 75.000 muertos entre 1979 y 1991 estaba cerca de estallar cuando José Eduardo, con solo 13 años, asistió a los primeros conatos del conflicto. Como hijo de un acérrimo militante comunista, acostumbraba a acompañar a su padre a las reuniones del partido. No tardó en quedar fascinado por los llamados "campamentos de concienciación", donde miles de jóvenes empezaban a recibir el adiestramiento doctrinal, físico y militar para la revolución.

En la revolución: "Creía que estaba haciendo justicia"

Testigo de la pobreza generalizada y tras haber visto morir a niños y vecinos por la escasez, admite que nadie tenía que convencerle de nada. Inscrito en los "campamentos", fue formado para integrar la guerrilla contra el gobierno y pronto comenzó a participar en escaramuzas y sabotajes, o como lo llamaban, "los preparativos para la guerra popular". "Estaba convencido de estar haciendo justicia", remarca. 

Tendría 14 años cuando recibió su primera herida de guerra, cuando vio morir a su novia de un tiro en sus brazos y cuando, al fin, participó en la guerra contra el gobierno, muy diferente a las escaramuzas que conocía.

"Recuerdo el miedo, toda la noche cayendo las ramas por donde pasaban las balas como luces, pasar toda una noche bajo la raíz de un árbol y las balas y los tiros por todos lados", relata. En los campamentos había recibido instrucción para controlar el pánico, pero mirar la muerte a la cara era diferente.

Finalmente, la ayuda militar proveniente de Estados Unidos llevó al ejército gubernamental a imponerse sobre los primeros sofocos. El campamento del joven salvadoreño quedó destruido, los guerrilleros quedaron dispersos y sin darse cuenta, cruzó la frontera a Honduras huyendo de la muerte.


Milicias del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, a las que pertenecía José Eduardo con solo 14 años 

"Totalmente ateo", salvado por un sacerdote

"Llegamos a una parroquia y el cura nos acogió. Nos metió en unos camiones y gracias a él volvimos a San Salvador. Lo primero que hice fue ponerme en contacto con el Partido y me mandaron con una familia, cerca de la parroquia salesiana María Auxiliadora, sin poder salir de la casa", relata.

Pasaban los días y José Eduardo y sus dos compañeros tan solo salían a hacer algo de gimnasia de madrugada, cuando nadie podía preguntarse quienes eran. Su tiempo de ejercicio terminaba con el comienzo de las clases en el colegio más cercano, pero también con la primera misa de la parroquia, que captó su atención.

Criado sin más formación religiosa que la impartida por su abuela a cambio de alguna paga, admite que "no tenía ningún deseo de trascendencia" y que era "totalmente ateo". Pero el tedio de las largas horas encerrados en el "piso franco" del partido acabó pesando más y preguntó a Antonio, el hombre del Partido que custodiaba la casa, si podían aceptar la invitación del párroco e ir a misa como lectores.

En misa con la "uzi", granadas y pistolas

"Haced lo que queráis, pero id armados", les dijo. La orden del Partido era "morir matando", y debían estar preparados para cualquier cosa. Así que el guerrillero empezó a ir a misa cada domingo, acompañado siempre de una mochila con una magnum, un par de granadas, cargadores y el icónico subfusil uzi.

A las misas pronto se sumó su asistencia a catequesis, justo en el momento en que se fundaba precisamente en su parroquia la primera comunidad del Camino Neocatecumenal. "Id donde queráis siempre que vayáis armados y no salgáis de la zona", le respondieron de nuevo. Lo mismo ocurrió con la primera convivencia a la que le invitaron, de tres días de duración.

El guerrillero fue testigo directo de un suceso que marcó la historia del país. Quedaba solo un día para concluir la catequesis y dar paso a la "entrega de la Palabra", una ceremonia en la que el obispo de la diócesis entrega una Biblia a los catecúmenos. Era un 24 de marzo de 1980, y estaba previsto que presidiese la ceremonia el obispo Óscar Arnulfo Romero, cuando llegó el sacristán entre lágrimas. "Lo han matado", anunció.

Aquel día es por muchos considerado como el inicio formal de la guerra civil en El Salvador.

Conociendo el Camino: "El amor fue lo que me atrajo"

Rememorando su primera convivencia en el Camino, recuerda que, como en misa, también llevó todo su arsenal. Tenía 15 años y seguía "sin creer en nada" pero, sin darse cuenta, empezaba a ser considerado un miembro de pleno derecho en la comunidad cristiana.

"Algo empezó a entrar en mi corazón, sin darme cuenta. Fue el amor entre los hermanos. No tenía amigos, mi familia era muy desestructurada y no tenía una figura materna, solo a los compañeros de la guerrilla. Por eso, al no conocer el calor de la familia o de la madre, ahí sentí un cariño especial", relata.

Recuerda una imagen, cuando en plena misa se le cayó la pistola, como ejemplo del "milagro moral" que protagonizó. "Mis hermanos lo veían y no me decían nada. Me querían tal y como era. El amor fue lo que me atrajo. El milagro moral es que ahí había una comunidad queriéndote permanentemente, y tú a ellos. No me sentí juzgado y todos sabían donde estaba. Ahí empezó otra etapa. El Señor me había acogido", comenta.

Tras un complejo proceso de "desintoxicación" ideológica, el guerrillero volvió a ser llamado al combate. Recuerda un profundo conflicto interior, "no porque me hubiese convertido, sino por el sentimiento, por haber tenido una relación con ellos, un cariño especial".

Pero volvió a la guerra, y en esta ocasión fue más cruda que nunca. Ahora los guerrilleros tenían nuevos y mejores armamentos, la M16 o tanques entre otros, pero el gobierno también contaba con ayuda.

"Una bestia" rescatada: entre balazos, cadáveres y tripas

Recuerda aquella nueva guerra como el momento que más miedo pasó. Ahora el conflicto era "una guerra convencional", viendo caer a guerrilleros a su lado o a los enemigos a los que disparaba, empezando a ser consciente de "hasta qué punto se pierde el concepto de persona" en la guerra.

"Ya no tienes ni miedo, y mucho menos escrúpulos. Te daba igual. Perdía hasta los sentimientos al recoger a mis compañeros, a veces las tripas o trozos colgando de las bombas. Si sales de ahí sin nada que te ablande, eres una bestia", explica.

Pero a él le esperaban. Gracias a Dios, dice, "el Señor me rescató y ablandó el corazón". Tras cuatro meses en la guerrilla, derrotados pero vivo de nuevo, José Eduardo volvió a su comunidad. Sintiéndose parte de ella, recuerda que continuaba sin creer tras su regreso. Hasta que un día, en una catequesis, y aún sin poder explicarlo por completo, experimentó un torrente de fe que compara al fluir del agua en una presa totalmente abierta.

"Sin la Iglesia no estaría vivo"

"Entendí sin entender. Se me abrió un panorama en el que no podía unir el puzle, pero lo entendí. Experimenté la conversión a través de una palabra. Había visto los signos, el amor entre hermanos, la forma en que me acogió la Iglesia, pero ese día fue mi conversión. Escuché que Dios me quería como era", explica.

El momento decisivo fue la primera confesión en su vida, sin saber acusarse de mucho más que de haber acudido a la guerra de forma voluntaria o haberse dejado llevar por el "odio y ansia de matar". Aún recuerda entre lágrimas la respuesta del sacerdote: "Tú no tienes ningún pecado, porque eras un niño. Has sido víctima de la historia y tú eres de los inocentes. No ha sido tu culpa".

Aquella confesión sería el cambio definitivo en una vida que continuó primero en el exilio en Panamá y después al casarse, hace ya 31 años, y tener sus dos hijos.

"Para mí, todo ha sido un regalo y una bendición. Mis hijos, mi matrimonio, mi comunidad, estar en la Iglesia… Sin la Iglesia no estaría vivo y sin ella no puedo vivir.  Si soy feliz, no es por haber pasado del tercer al primer mundo o por estar ahora relativamente bien, sino porque me he encontrado con Jesucristo", concluye.