* «La Virgen María recorrió perfectamente este camino pronunciando aquellas benditas palabras: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» y, por eso, participa ya, en alma y cuerpo, de la gloria de su Hijo. Que Ella nos acompañe y nos guíe en este noble y arduo camino en el que, paradójicamente, para ascender tenemos primero que descende»
La Ascensión del Señor - C
Hechos 1,1-11 / Salmo 46 / Efesios 1, 17-23 / San Lucas 24, 46-53
P. José María Prats / Camino Católico.- Algunos pensadores han descrito al hombre como el ser siempre insatisfecho. A diferencia de los animales que quedan saciados al satisfacer sus necesidades básicas, nosotros nunca estamos satisfechos del todo: aspiramos siempre a una felicidad mayor, a un mejor conocimiento del mundo y de nosotros mismos, a una amistad más sincera, a un amor más fiel.
Y esto es debido a que hemos sido creados para compartir la gloria de Dios, y hasta que no alcancemos esta gloria, no estaremos satisfechos.
Pero, como nos muestra la Biblia, en su afán por alcanzar la gloria, el hombre ha de elegir entre dos caminos.
El primer camino viene descrito en el episodio de la Torre de Babel, cuyos constructores, llenos de soberbia, quisieron elevarse hasta el cielo con su propio esfuerzo prescindiendo de Dios. Es el camino de la lucha por conquistar nuestro bienestar material sin contar con Dios y con los demás. Cuando elegimos este camino nos pasa como a los constructores de Babel: acabamos divididos y peleados entre nosotros y no conseguimos ser felices.
El segundo camino, el que conduce a la verdadera gloria, es el que ha recorrido Jesucristo y que San Pablo expone maravillosamente en el himno de la carta a los filipenses:
«Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el "Nombre-sobre-todo-nombre"; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre».
Como vemos, el camino que conduce a la verdadera gloria no es el de la lucha por encumbrarnos sobre los demás sino, paradójicamente, el de «tomar la condición de esclavo», sometiéndonos a la voluntad del Padre y viviendo al servicio de los demás.
Para nosotros, herederos de la desobediencia de Adán, era imposible recorrer este camino. Sólo Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, podía hacerlo. Y hoy, día de la Ascensión, celebramos precisamente que Cristo ha llegado a la meta de este camino singularísimo y que, en Él, el ser humano ha alcanzado finalmente la gloria para la que fue creado.
Pero la gran noticia que nos llena de gozo en esta fiesta y por la que –como nos dice el evangelio de hoy– los discípulos de Jesús «estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios», es que, unidos íntimamente a Cristo por la palabra y los sacramentos que nos dejó, también nosotros podemos acompañarle en su ascensión hasta la gloria.
La Virgen María recorrió perfectamente este camino pronunciando aquellas benditas palabras: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» y, por eso, participa ya, en alma y cuerpo, de la gloria de su Hijo. Que Ella nos acompañe y nos guíe en este noble y arduo camino en el que, paradójicamente, para ascender tenemos primero que descender.
P. José María Prats
Evangelio
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Así está escrito que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros seréis testigos de estas cosas. Mirad, voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto».
Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante Él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.
San Lucas 24, 46-53
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