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jueves, 4 de diciembre de 2025

Lee aquí el libro «La práctica de la presencia de Dios» del hermano Lorenzo, carmelita, que ha marcado la espiritualidad del Papa León XIV y es uno de sus preferidos

El Papa durante la rueda de prensa en el avión que lo trajo de regreso a Roma donde contó que el libro de la  «La práctica de la presencia de Dios» del hermano Lorenzo le ha guiado en su vida espiritual

Camino Católico.-   En el vuelo de regreso a Roma, al término de su primer viaje internacional que le llevó a Turquía y al Líbano, el Papa León XIV compartió una confidencia inesperada. Interrogado por los periodistas sobre libros que han sostenido su vida interior a lo largo de los años, mencionó un pequeño volumen escrito por un carmelita descalzo hace cuatro siglos.

Según explicó, The Practice of the Presence of God (La práctica de la presencia de Dios) se ha convertido desde hace años en su guía espiritual predilecta. “Es un libro realmente sencillo —explicó el Pontífice—, escrito por alguien que ni siquiera firma con su apellido, el hermano Lorenzo. Pero describe un tipo de oración y de espiritualidad en el que uno simplemente entrega su vida al Señor y permite que el Señor lo guíe”.

Para entender el alcance de esta sencilla referencia, es necesario acercarse al monje del siglo XVII que lo escribió. Nicolas Herman, que después sería fray Lorenzo de la Resurrección, nació en 1614 en Hériménil, en el entonces Ducado de Lorena (actual Francia), en el seno de una familia campesina muy humilde. De joven sufrió los estragos de la Guerra de los Treinta Años, en la que fue reclutado soldado. Resultó herido y tuvo que renunciar a la carrera militar

Tras un periodo trabajando como criado, experimentó una fuerte conversión interior que le llevó a ingresar en 1640 en el Carmelo Descalzo de París como hermano lego. Realizó la profesión de sus votos solemnes en 1642.

En el convento condujo una existencia humilde, desempeñando tareas que no requerían preparación teológica, siempre en la cocina pendiente de los fogones, o remendando en el taller las sandalias desgastadas por el uso del resto de monjes. Jamás imaginó que sus escritos acabarían marcando la espiritualidad cristiana.

A través de cartas, conversaciones recogidas y breves máximas, fray Lorenzo transmitió una propuesta radical por su sencillez: vivir cada segundo con la compañía certera de la presencia de Dios. El libro que compila estos textos desarrolla su intuición esencial: educar el alma para volverse hacia Dios en medio de las ocupaciones más ordinarias. Actos tan cotidianos como llevar a los niños al colegio, conducir hasta el trabajo o recoger los platos del lavavajillas pueden convertirse, según este monje, en oportunidades de oración y de amor.

Fray Lorenzo resumía este itinerario espiritual en dos principios al alcance de cualquier persona: practicar de manera continua la presencia de Dios —haciendo de cada instante una ofrenda interior— y realizar todas las acciones por amor, sin esperar recompensas a cambio.

A esto sumaba también la recomendación de mantener un diálogo sencillo y constante con Dios a lo largo del día. Y si  te distraes, decía, basta con volver suavemente a Él, sin sonrojos ni culpa, porque Dios mira la intención más que la perfección. Este es el libro:

«La práctica de la presencia de Dios: La mejor regla para una vida santa» del hermano Lorenzo

Conversaciones y cartas del Hermano Lorenzo (en el mundo Nicolás Herman c.  1610-1691), laico Carmelita del convento de París, Francia. 

INTRODUCCIÓN 

Aunque había llevado la vida normal de cualquier joven francés de clase media de inicios del  siglo XVI, Nicolás Herman, nacido alrededor de 1610 en Herimenil, Lorraine (en ese entonces  ducado de Francia), tuvo a los dieciocho años una intensa experiencia de Dios al contemplar un  sencillo fenómeno de la naturaleza: la desnudez de un árbol en invierno.  Pese a que dicha experiencia de Dios lo motivó originalmente a una vida totalmente dedicada a  la oración; terminó desperdiciando las dos siguientes décadas de su vida en el ejército, donde  participó en la guerra de los Treinta Años.  

Pero el “mastín de Dios” finalmente lo alcanzó: antes de cumplir los cuarenta años, una fuerte  turbación espiritual y un profundo arrepentimiento –producto de un conjunto de eventos,  entre ellos una herida de guerra que lo dejó lisiado- lo llevó primero a vivir en soledad en el  bosque, como los primeros anacoretas y, luego, a modo de transición, a trabajar en el servicio  público.  

Finalmente, solicitó su ingreso en un, entonces, nuevo monasterio carmelita en París en calidad  de hermano laico, con el deseo de hacer penitencia por los pecados cometidos en su vida.  En el monasterio, que llegó a tener cien religiosos, se dedicó a la cocina durante quince años  hasta que fue trasladado al taller de reparación de sandalias, aunque frecuentemente tenía que  regresar a ayudar a la cocina. El trabajo, casi siempre repetitivo, se extendía por numerosas  horas, todos los días incluidos los domingos. 

Sin embargo, en medio de las fatigas, la rutina y el escaso tiempo para la oración, el Hermano  Lorenzo descubrió la enorme paz y el eficaz camino a la santidad que le ofrecía una práctica  muy sencilla, que llegó a vivir plenamente: el ejercicio de la presencia de Dios. Tímido y servicial, Lorenzo huía sistemáticamente de las conversaciones y las recreaciones. Pero  la felicidad de su vida se transparentaba, y suscitaba en muchos de sus hermanos y visitantes  del convento el deseo de conocer su “secreto”. 

Secreto que el Hermano se hubiera llevado a la tumba si no fuera por el P. Joseph de Beaufort,  consejero del Arzobispo de París, quien recopiló sus recuerdos de cuatro conversaciones con el  Hermano y quince de sus cartas, la mayoría de ellas escritas a una misma persona; y las publicó  

en la forma de un pequeño libro titulado La Práctica de la Presencia de Dios. “La mejor regla  para una vida santa” fue el subtítulo de la obra. 

De Beaufort relata que cuando sostuvo sus conversaciones con el Hermano Lorenzo, éste tenía  unos cincuenta años, tenía una cojera marcada –herencia de su participación en la guerra- y  tenía un aspecto “rudo en apariencia, pero gentil en gracia”. 

El Hermano Lorenzo murió en 1691, después de haber practicado por cuarenta años el ejercicio  de la presencia de Dios. 

El libro publicado por de Beaufort no tiene ningún carácter sistemático; pero presenta con gran  elocuencia medios muy prácticos y concretos para vivir la presencia de Dios en medio de las  actividades más aparentemente irrelevantes, tediosas o agobiantes de la vida diaria.

La sabiduría del Hermano Lorenzo, sorprendentemente, parece preparada para el siglo XXI,  porque sus penetrantes y sabias observaciones sobre las angustias producto de la tensión entre  el “hacer” y el “orar”, se resuelven en una verdadera espiritualidad de la acción; donde  superando una falsa oposición, la oración se vuelve vida, para que la vida se vuelva constante  oración. 

El texto en español es traducción de la primera versión elaborada en inglés (ABR). 

Primera Conversación 

Vi al Hermano Lorenzo por primera vez el 3 de Agosto de 1666. Me dijo que Dios le había hecho  un favor singular cuando se convirtió a la edad de dieciocho años. Durante aquel invierno,  viendo un árbol despojado de sus hojas, y considerando que dentro de poco tiempo las hojas  volverían a brotar, y considerando que poco después aparecerían las flores y los frutos, el  Hermano Lorenzo recibió una alta visión de la Providencia y el Poder de Dios que desde  entonces nunca se ha borrado de su alma. Esta visión lo liberó perfectamente del mundo, y  encendió en él un amor a Dios tan grande, que no podía afirmar que hubiera aumentado en los  más de cuarenta años vividos desde entonces.  

Dijo que había trabajado como empleado de M. Fieubert, el tesorero, pero que era tan torpe  que rompía todo.  

Había luego deseado ser recibido en un monasterio pensando que allí podría cambiar su  torpeza y las faltas que hubiese cometido, y así sacrificaría, a Dios, su vida con sus placeres:  pero Dios lo “decepcionó”, porque no había encontrada nada más que satisfacción en dicho estado. 

Deberíamos enraizar nuestra vida en el sentido de la Presencia de Dios, mediante la  conversación continua con Él. Es vergonzoso dejar de conversar con Él para pensar en  frivolidades y tonterías.  

Deberíamos alimentar y nutrir nuestras almas con elevadas nociones de Dios, que nos  producirían gran alegría al dedicarnos devotamente a Él.  

Deberíamos apremiar, es decir, avivar nuestra fe. Es lamentable que tengamos tan poca; y que  en lugar de tomar la fe como regla de su conducta, los hombres se entretengan con devociones triviales, que cambian a diario. El camino de la fe es el espíritu de la Iglesia, y basta para  llevarnos a un alto grado de perfección.  

Deberíamos entregarnos a Dios tanto en las cosas temporales como en las espirituales, y buscar  nuestra satisfacción solamente en el cumplimiento de su voluntad, ya sea que Él nos guíe  mediante el sufrimiento o mediante la consolación, pues todo debería ser igual para un alma  verdaderamente resignada. Era necesaria la fidelidad en momentos de sequedad, insensibilidad  o tedio en nuestra oración, por medio de las cuales Dios prueba nuestro amor a Él; esos son los  momentos para realizar buenos y eficaces actos de abandono, porque uno sólo de ellos hecho  frecuentemente promovería grandemente nuestro crecimiento espiritual  

-Acerca de las miserias y pecados del mundo que escuchaba diariamente, él, muy lejos de  sorprenderse de ellos; por el contrario, estaba sorprendido de que no hubiera más,  considerando la malicia de la que eran capaces los pecadores: por su parte, oraba por ellos; 

pero sabiendo que Dios podía remediar el daño que ellos hacían cuando Él así lo deseara, él no  se hacía demasiado problema con el asunto.  

Para llegar al abandono que Dios requiere, deberíamos vigilar atentamente todas las pasiones  que se mezclan tanto con las cosas espirituales como aquellas que son de una naturaleza más  burda: Dios dará luces respecto de tales pasiones a quienes verdaderamente desean servirlo Si mi deseo era verdaderamente servir a Dios, podría venir a verle (al Hermano Lorenzo) tantas  veces como quisiera, sin temor de ser una molestia. Pero si no era así, entonces no debía  visitarlo más. 

Segunda Conversación 

Él siempre había sido gobernado por el amor, sin deseos egoístas; y habiendo hecho del amor  de Dios el fin de todas sus acciones, había encontrado razones para estar bastante satisfecho  con su método. Estaba contento cuando podía levantar una pajita del suelo por amor a Dios,  buscándole sólo a Él y nada más, ni siquiera esperando sus dones. Durante mucho tiempo había  estado afligido interiormente por creer que se condenaría; y ni todos los hombres del mundo  podrían haberlo persuadido de lo contrario; pero finalmente razonó consigo mismo de esta  manera: no entré en 

la vida religiosa sino por amor a Dios, y me he esforzado por actuar sólo para Él; sea lo que sea de mí, sea perdido o salvado, siempre seguiré obrando puramente por amor a Dios. Por  lo menos tendré este bien, que hasta la muerte habré hecho todo lo que me es posible para  amarlo. Esta tribulación interior había durado cuatro años, durante los cuales había sufrido  mucho.  

Sin embargo, desde aquel momento había pasado su vida en perfecta libertad y una continua  alegría. Puso sus pecados ante Dios, tal como eran, para decirle que no merecía sus favores, sin  embargo Dios seguía derramándolos en él abundantemente.  

A fin de formar el hábito de conversar con Dios continuamente y de referir todo lo que  hacemos a Él, al principio debemos dedicarnos a Él con cierto esfuerzo: pero que después de un  poco de esfuerzo deberíamos encontrar que su amor nos estimula interiormente a hacerlo sin  ninguna dificultad.  

Él esperaba que después de los agradables días que Dios le había dado, le tocaría el turno al  dolor y el sufrimiento; pero no estaba inquieto por ello, sabiendo muy bien que no pudiendo  hacer nada al respecto, Dios no fallaría en darle la fuerza para soportarlos.  Cuando se le presentaba la ocasión de practicar alguna virtud, se dirigía a Dios diciendo, Señor,  no puedo hacer esto a menos que me hagas capaz de hacerlo; y entonces recibía fuerzas más  que suficientes.  

Cuando había fallado en su deber, solamente confesaba su falta diciéndole a Dios. “jamás  podría hacer algo distinto, si me abandonas a mí mismo; Eres tú quien debe impedir mi caída, y  corregir lo que está mal”. Después de esto, no se consentía ninguna inquietud al respecto.  Debemos actuar con Dios con la mayor simplicidad, hablando con Él franca y sencillamente,  implorando su asistencia en nuestros asuntos en la medida en que ocurren. Dios nunca había  fallado en concedérselo, como lo había experimentado frecuentemente.  Recientemente había sido enviado a Borgoña, para comprar la provisión de vino para la  comunidad; tarea que le resultaba muy poco grata porque no tenía ninguna inclinación para los 

negocios, y porque era cojo y no podía moverse en el barco sino rodando sobre los toneles. Sin  embargo, no se consintió ninguna inquietud sobre esto o sobre la compra del vino. Le dijo a  Dios que se trataba de su negocio y que finalmente lo había hecho muy bien. El año anterior  había sido enviado a Auvergne con la misma tarea, y aunque no podía decir cómo sucedió el  asunto, todo había resultado muy bien.  

De la misma manera, con su trabajo en la cocina (al cual por naturaleza tenía una gran  aversión), habiéndose acostumbrado a hacer todo por amor a Dios, en oración en todo  momento, pidiendo su gracias para hacer su trabajo bien, todo le había resultado fácil durante  los 15 años allí transcurridos 

Estaba muy feliz en el puesto que ocupaba ahora, pero estaba tan dispuesto a renunciar a él  como el anterior, ya que estaba satisfecho en cualquier circunstancia, pues hacía pequeñas  cosas por el amor de Dios. 

Los momentos establecidos para la oración no eran diferentes de otros momentos: se retiraba  a orar, de acuerdo a las indicaciones de su superior, pero no deseaba esa clase de retiro. Tampoco los solicitaba, porque ni el trabajo más grande lo distraía de Dios. Debido a que conocía su obligación de amar a Dios en todas cosas; y que se había esforzado por  hacerlo así, no necesitaba que un director le aconsejara; pero sí más bien un confesor que lo  absolviera. Era muy sensible a sus faltas, pero ellas no lo desanimaban; las confesaba a Dios y  no discutía con Él para justificarlas. Cuando así lo hacía, apaciblemente retomaba su práctica  usual de amor y adoración.  

Durante sus inquietudes mentales no consultaba con nadie; sino que sabiendo por la luz de la  fe que Dios estaba presente, entonces se contentaba con dirigir todas sus acciones a Él; es  decir, haciéndolas con el deseo de agradarle, sea cual fuera el resultado. 

Los pensamientos inútiles arruinan todo: allí es donde comienzan los problemas; pero tenemos  que rechazarlos tan pronto como percibimos su impertinencia para el asunto que estamos  tratando o para nuestra salvación, rechazarlos, y retornar a nuestra comunión con Dios.  Al principio había pasado su tiempo de oración rechazando frecuentemente pensamientos  erráticos, volviendo a caer en ellos. Nunca había regulado su devoción según ciertos métodos  como hacen algunos. Sin embargo, al principio practicó la meditación por algún tiempo, pero  poco después lo dejó, por razones que no sabría explicar. 

Todas las mortificaciones y otros ejercicios corporales son inútiles en cuanto no sirvan para  llegar a la unión con Dios por el amor; lo había considerado, y descubierto que el camino más  corto para ir directamente a Él era el continuo ejercicio del amor, y hacer todo en su honor.  Tenemos que hacer una gran diferencia entre los actos del entendimiento y los de la voluntad; los primeros eran comparativamente de poco valor, mientras que todos los otros lo son. Nuestra única misión es amar a Dios y deleitarnos en Él.  

Cualquier forma de mortificación, si carece del amor de Dios, es incapaz de borrar un solo  pecado. Debemos esperar, sin ansiedad alguna, el perdón de nuestros pecados de la Sangre de  Jesucristo, sólo preocupándonos por amarlo con todo nuestro corazón. Dios parece haber  concedido los mayores favores a los más grandes pecadores, como monumentos más evidentes  de su misericordia.  

Los mayores dolores o placeres de este mundo no podían compararse con los dolores y  placeres que había experimentado a nivel espiritual: de esta forma no se preocupaba por nada  ni temía nada, deseando solamente una cosa de Dios, el no ofenderlo. 

No experimento escrúpulos, por ejemplo, cuando fallo en mis tareas. Rápidamente lo  reconozco, diciendo que estoy acostumbrado a obrar así: nunca podré hacer algo distinto si soy  abandonado a mí mismo. Si no fallo, entonces doy gracias a Dios reconociendo que viene de Él. 

Tercera Conversación 

El cimiento de su vida espiritual había sido el alto conocimiento y estima de Dios en la fe; que  una vez bien entendida, ya no tuvo ninguna otra preocupación sino el de rechazar fielmente  todo otro pensamiento, para poder así realizar todas sus acciones por amor a Dios. Cuando no  tenía ningún pensamiento de Dios por un tiempo, no se inquietaba. Más bien después de haber  reconocido su iniquidad ante Dios, volvía a Él con una confianza aún mayor que el  descubrimiento de cuán pecador había sido por haberlo olvidado.  

La confianza que ponemos en Dios lo honra grandemente, y hace descender grandes gracias. Es imposible no solo que Dios engañe, sino también que deje a sufrir a un alma perfectamente  resignada a Él y resuelta a soportar cualquier cosa por Él.  

Experimentaba el pronto socorro de la Gracia Divina en toda ocasión, y por esta misma razón,  cuando tenía una tarea que cumplir, no pensaba en ella de antemano, sino recién cuando  llegaba el momento de hacerlo, y encontraba en Dios, como en un espejo limpio, todo lo que  era adecuado hacer. Últimamente había venido actuando de esta manera, sin anticipar  preocupaciones; sino que venía actuando de la manera arriba descrita.  

Cuando los trabajos externos le distraían un poco de pensar en Dios, un fresco recuerdo  proveniente de Dios le llenaba el alma, y se veía tan inflamado y transportado que le resultaba  difícil contenerse.  

Estaba más unido a Dios en sus trabajos externos, que cuando los dejaba para retirarse a  cumplir con sus devociones. 

Esperaba en el futuro próximo un gran dolor corporal o mental, y lo peor que podría sucederle  era perder aquel sentido de Dios que había disfrutado por tanto tiempo, pero que la bondad de  Dios le aseguraba que no le abandonaría por completo, y que le daría fuerza para soportar  cualquier mal que Dios permitiera que le suceda; por tanto, no tenía ningún temor y no había  tenido la ocasión de consultar con nadie acerca de su estado. Cuando intentó hacerlo, siempre  había salido más perplejo; y que como estaba consciente de su disponibilidad de entregar su  vida por amor a Dios, no tenía ninguna aprehensión al peligro. La perfecta renuncia a Dios era  un camino seguro al cielo, un camino en el cual tenemos siempre suficiente luz para  conducirnos. 

Al inicio de la vida espiritual, debemos ser fieles en cumplir nuestros deberes y negarnos a  nosotros mismos; una vez hecho esto se alcanzan placeres inefables: en las dificultades  necesitamos recurrir solamente a Jesucristo, y suplicar por su gracia, con la cual todo llega a ser  fácil.  

Muchos no avanzan en la maduración cristiana porque se aferran a penitencias y ejercicios particulares mientras descuidan el amor a Dios, que es el fin. Esto se manifiesta claramente en  sus obras, y es la razón por qué se ven tan pocas virtudes sólidas.  

No se necesita ni arte ni ciencia para ir a Dios, sino solamente un corazón resueltamente  determinado a no dedicarse a otra cosa que a Dios o en su honor, y amarle solamente a Él.

Cuarta Conversación 

Todo consiste en una renuncia de corazón a todas las cosas que percibimos que no conducen a  Dios. Podemos acostumbrarnos a conversar continuamente con Él con libertad y simplicidad.  Para dirigirnos a Él en todo momento sólo necesitamos: Reconocer que Dios está íntimamente  presente con nosotros; que podemos pedir su ayuda para conocer su voluntad en cosas  dudosas, y para realizar correctamente aquellas que vemos claramente que Él requiere de  nosotros, ofreciéndoselas antes de realizarlas, y agradeciéndole cuando hemos terminado.  En nuestra conversación con Dios, también debemos aplicarnos a alabarle, adorarle y amarle  por su infinita bondad y perfección.  

Sin desanimarnos por nuestros pecados, deberíamos orar pidiendo su gracia con una confianza  perfectaen los méritos infinitos de nuestro Señor. Dios nunca ha fallado en darnos su gracia  para cada acción; él (Hermano Lorenzo) lo percibía claramente y nunca le había fallado, a  menos que sus pensamientos se hubieran apartado del sentido de la presencia de Dios, o  cuando se había olvidado de pedir su ayuda.  

Dios siempre nos da luz en nuestras dudas, si no tenemos otro propósito en la vida que el de  agradarle.  

Nuestra santificación no depende de cambiar de trabajos, sino en hacer, para la gloria de Dios, aquello que comúnmente hacemos para nosotros mismos. Era lamentable ver cómo mucha  gente confundía los medios con el fin, obsesionándose en hacer ciertas cosas que hacían muy  imperfectamente, debido a sus consideraciones humanas o egoístas.  

El método más excelente que había encontrado para ir a Dios era el de cumplir con las tareas  más comunes sin el deseo de agradar a los hombres; sino (hasta donde somos capaces) de  hacerlas puramente por amor a Dios.  

Es un gran engaño pensar que los momentos de oración debían ser diferentes de otros  momentos. Estamos estrictamente obligados a unirnos a Dios por medio de la acción en el  tiempo de la acción, tanto como por la oración en su debido momento.  

Su propia oración no era nada más que una dimensiónde la presencia de Dios, con su alma  insensible a todo, excepto al Amor Divino: Y cuando terminaban los momentos dedicados a la  oración, no encontraba ninguna diferencia porque seguía estando con Dios, alabándole y  bendiciéndole con todas sus fuerzas, de tal manera que pasaba su vida en un gozo continuo, aunque esperaba que Dios le diera algunos sufrimientos cuando fuese más fuerte.  De una vez por todas deberíamos poner de corazón toda nuestra confianza en Dios y rendirnos  por completo a Él, seguros de que no nos defraudará.  

No debemos cansarnos de hacer pequeñas cosas por amor a Dios, porque Él no toma en cuenta  lo grande de la obra sino el amor con que la hacemos. No deberíamos sorprendernos si,  inicialmente, fallamos frecuentemente en nuestros esfuerzos. Pero, finalmente deberíamos  adquirir un hábito que naturalmente produzca los actos, sin nuestra preocupación, y para  nuestro mayor deleite.  

La esencia de la religión es la fe, la esperanza, y la caridad, por la práctica de las cuales nos  llegamos a unir a la voluntad de Dios: todo lo demás es indiferente y debe usarse como medios para llegar a nuestro fin, y ser así absorbidos en adelante por la fe y el amor. 

Todas las cosas son posibles para el que cree, son menos difíciles para el que espera, son más  fáciles para el que ama. Y aún más fáciles para el que persevera en la práctica de estas tres  virtudes.  

El fin que debemos proponernos es el de convertirnos, en esta vida, en los más perfectos  adoradores de Dios que podamos ser, como esperamos ser durante toda la eternidad.  Cuando ingresamos a la vida espiritual debemos considerar y examinar a fondo lo que somos. Y  entonces deberíamos encontrarnos dignos de todo desprecio, e inmerecedores del nombre de  cristianos, sometidos a toda clase de miserias e innumerables defectos que nos preocupan y  que causan vicisitudes perpetuas en nuestra salud, en nuestros humores, en nuestras  disposiciones internas y externas. En resumen, personas a las que Dios podría humillar  mediante muchos dolores y trabajos, tanto interiores como exteriores. Después de esto, no  deberíamos sorprendernos de que los hombres nos tienten, se opongan a nosotros y nos  contradigan. Debemos, por el contrario, someternos aquello y soportarlo tanto como Dios  quiera, como cosas altamente ventajosas para nosotros.  

Después, mientras a mayor perfección aspire un alma, mayor será su dependencia de la Gracia  Divina.  

Siendo cuestionado por uno de su propia comunidad (a quien estaba obligado a abrirse), sobre  los medios con los que había obtenido ese sentido habitual de Dios, dijo que desde que había  ingresado al monasterio había considerado a Dios como el fin de todos sus pensamientos y  deseos, y la meta a la cual debían tender, y en la cual deberían terminar.  Al principio de su noviciado pasaba las horas señaladas para la oración privada pensando en  Dios, para convencer a su mente e imprimir profundamente en su corazón la existencia divina,  mediante sentimientos devotos y sumisión a la luz de la fe, más que mediante estudiados  razonamientos y elaborada meditación. Mediante este simple y seguro método, se ejercitó en  el conocimiento y el amor de Dios, resolviendo usar sus mayores esfuerzos para vivir en  continuo sentido de su Presencia, y, en lo posible, de no olvidarlo nunca jamás.  Así, cuando había llenado su mente con grandes sentimientos de aquel Ser Infinito, iba a  trabajar a la cocina (porque era el cocinero de la comunidad); allí, después de considerar  seriamente las cosas que requerían su oficio, y cuándo y cómo debía ser hecha cada cosa,  ocupaba todos los intervalos de su tiempo, así como antes y después del trabajo, en oración.  Al comenzar su trabajo le decía a Dios, con confianza filial: “Oh, Dios mío, puesto que tú estás  conmigo, y porque ahora debo, en obediencia a tus mandamientos, aplicar mi mente a estas  cosas externas, te suplico que me concedas la gracia para continuar en tu presencia, y para este  propósito bendíceme con tu asistencia, recibe todos mis trabajos, y posee todos mis afectos.”  Mientras trabajaba continuaba su conversación familiar con su Creador, implorando su gracia, y  ofreciéndole a Él todas sus acciones.  

Cuando había terminado, examinaba cómo había cumplido con su deber. Si lo veía bien, le daba  las gracias a Dios. De lo contrario, pedía perdón y, sin desanimarse, de nuevo ponía su mente  en orden y continuaba con su ejercicio de la presencia de Dios, como si nunca se hubiera  desviado de ella. “De esta manera”, decía, “levantándome tras mis caídas, y mediante  renovados y frecuentes actos de fe y amor, he llegado a un estado en el que me resultaría tan  difícil no pensar en Dios como fue al principio acostumbrarme a hacerlo.  Como el Hermano Lorenzo había encontrado gran beneficio en caminar en la presencia de Dios,  era natural que lo recomendara fervientemente a otros; pero su ejemplo era un incentivo más 

fuerte que cualquier argumento que pudiera proponer. Su mismo dominio de sí era edificante;  reflejando una dulce y calmada devoción, que no podía sino afectar a quien le observara. Y  evidenciaba que en los momentos de mayor urgencia en el trabajo de la cocina, él seguía  manteniendo sus recogimiento y su mente en cosas celestiales. Nunca estaba apurado ni  ocioso, sino que hacía cada cosa a su tiempo, con ininterrumpida compostura y tranquilidad de  espíritu. Decía: “para mí, el tiempo de trabajo no difiere del tiempo de oración, y en medio del  ruido y el alboroto de mi cocina, con muchas personas pidiendo cosas diferentes al mismo tiempo, tengo una gran tranquilidad en Dios, como si estuviese de rodillas ante el Santísimo  Sacramento”. 

CARTAS 

Primera Carta 

Ya que deseas tan fervientemente que te comunique el método mediante el cual he llegado al habitual sentido de la presencia de Dios, que el Señor en su misericordia se ha dignado  concederme, debo decirte que con gran dificultad he cedido a tu insistencia; pero lo haré con  la condición de que no muestres mi carta a nadie. Si supiera que permitirías a otro verla, todo el  deseo que tengo por tu crecimiento no sería capaz convencerme a que lo hiciera. Lo que puedo  compartirte es:  

Habiendo encontrado en muchos libros diferentes métodos para ir a Dios, y diversas prácticas  de vida espiritual, pensé que todo esto me confundiría, en vez de facilitarme lo que estaba  buscando, que no era otra cosa que pertenecer plenamente a Dios. 

Esto me decidió dar todo por quien es Todo: después de haberme entregado totalmente a Dios,  y de hacer toda enmienda posible por mis pecados; renuncié, por amor a Él a todo lo que no  era Él, y comencé a vivir como si no hubiera nada en el mundo que no fueran Él y yo. A veces  me consideraba delante de Él como un pobre criminal a los pies de su juez; en otras ocasiones  le contemplaba en mi corazón como mi Padre y mi Dios. Le adoraba lo más frecuentemente  posible, manteniendo mi mente en su santa Presencia, y recogiéndola tan pronto la encontraba  apartándose de Él. Este ejercicio me produjo no poco dolor, sin embargo continuaba  haciéndolo a pesar de todas las dificultades que surgían, sin preocuparme o inquietarme  cuando mi mente divagaba involuntariamente. Hice de ésta mi tarea, tanto a lo largo del día, como en los momentos establecidos de oración; en todo momento, a cada hora y a cada  minuto, aún en lo más pesado de mi trabajo, expulsaba de mi mente cualquier cosa que  pudiera interrumpir mi pensamiento de Dios.  

Ésta ha sido mi práctica desde que entré en religión, y aunque lo he hecho muy  imperfectamente, he encontrado grandes ventajas en ello. Todo esto, lo sé muy bien, debe  atribuirse solamente a la misericordia y bondad de Dios, porque no podemos hacer nada sin Él,  y aún, menos que nada. Pero cuando somos fieles en mantenernos en su Santa Presencia, y lo  tenemos siempre ante nosotros, esto no sólo nos previene de ofenderlo, haciendo nada que le  desagrade, al menos deliberadamente, sino que también genera en nosotros una santa  libertad, y si puedo así decirlo, una familiaridad tal con Dios que cuando le pedimos algo, Él nos  concede las gracias que necesitamos. En fin, al repetir frecuentemente estas acciones, se hacen  habituales, y la presencia de Dios se vuelve natural en nosotros. Dale gracias, por favor, 

conmigo, por su gran bondad para conmigo, que nunca dejo de admirar, por los muchos  favores que Él ha hecho a un pecador tan miserable como yo. Que todas las cosas le alaben.  Amén. 

Segunda Carta 

Al no encontrar mi forma de vida en los libros, aunque no tengo ningún problema con ello, -sin  embargo-, para mayor seguridad me agradaría conocer tus pensamientos al respecto.  En una conversación que tuve hace algunos días con una persona piadosa, me dijo que la vida  espiritual era una vida de gracia, que comienza con un temor servil, que es incrementada por la  esperanza de la vida eterna y que es consumada por el amor puro. Que cada uno de estos  estados tenía diferentes etapas, a través de las cuales uno llega finalmente a la santa  consumación.  

Yo no he seguido esos métodos. Por lo contrario, no sé por qué instinto, los encontré  desalentadores. Ésta fue la razón por qué, cuando entré en religión, tomé la resolución de  entregarme a Dios, como la mejor manera de hacer reparación por mis pecados; y, por amor a  Él, renunciar a todo.  

Durante los primeros años, usualmente me dedicaba durante el tiempo asignado para la  devoción, con pensamientos de muerte, del juicio, del infierno, del cielo, y de mis pecados.  Luego seguí durante algunos años aplicando cuidadosamente mi mente el resto del día e  incluso en medio de mis actividades, a la presencia de Dios, a quien consideraba siempre  conmigo, y frecuentemente como si estuviera en mí.  

Después de mucho tiempo, comencé casi sin darme cuenta a hacer lo mismo durante mi  tiempo de oración, lo que me causaba gran deleite y consolación. Esta práctica produjo en mí  un aprecio tan grande por Dios, que la fe sola era suficiente para satisfacerme.  Así fue mi inicio; aunque debo decirte que durante los primeros diez años sufrí mucho: el temor  de no estar dedicado a Dios como anhelaba estarlo, mis pecados pasados siempre presentes en  mi mente, y los grandes e inmerecidos favores que Dios me hacía, eran la naturaleza y el origen  de mis sufrimientos. 

Durante este tiempo caí frecuentemente, pero me levanté igualmente. Me parecía que todas  las criaturas, la razón, y Dios mismo estaban en mi contra, y que solamente la fe estaba a mi  favor. A veces me preocupaba el pensamiento de que creer que había recibido tales favores era  efecto de mi presunción, que pretendía ya estar donde otros llegan con dificultad. Otras veces  que era un engaño intencionado, y que no había salvación para mí.  

Cuando no pensaba en otra cosa sino en terminar mis días en estas tribulaciones (que de  ninguna manera disminuyeron la confianza que tenía en Dios y servía solo para aumentar mi  fe), me encontré de pronto totalmente cambiado; y mi alma, que hasta ese momento estaba  atribulada, sintió una profunda paz interior, como si hubiera llegado a su centro y lugar de  reposo.  

Desde entonces, camino ante Dios con sencillez, en fe, con humildad y amor, y me dedico  diligentemente a no hacer ni pensar nada que pueda desagradarle. Espero que cuando haya  hecho lo que puedo, Él hará conmigo lo que le complazca.  

En cuanto a lo que me pasa en el presente, no puedo casi expresarlo. No experimento ningún  dolor o dificultad respecto de mi estado, porque no tengo otra voluntad que la de Dios, la cual me esfuerzo por cumplir en todo, y a la cual estoy tan rendido que no levantaría una paja del 

suelo en contra de sus órdenes, o por cualquier otro motivo que no sea puramente por amor a  Él.  

He abandonado toda forma de devoción y de oración excepto aquellas a las que me obliga mi  estado. Y me afano sólo en perseverar en su santa presencia, que mantengo prestando una  sencilla atención a Dios y y un agradable aprecio por Dios; que podría llamar una real presencia  de Dios o, por decirlo mejor, una conversación habitual, silenciosa y secreta del alma con Dios,  que frecuentemente me produce gozos y raptos interiores y a veces incluso exteriores, de  manera tal que me veo obligado a poner medios para moderarlos y evitar que se evidencien a  los demás.  

En resumen, estoy seguro, por encima de toda duda, que mi alma ha estado con Dios durante  estos treinta años. Para no resultar tedioso omito muchas cosas, aunque pienso que es  apropiado informarte de qué manera me considero delante de Dios, a quien veo como mi Rey.  Me considero como el peor de los hombres, lleno de llagas y corrupción, y que ha cometido  toda clase de crímenes contra su Rey; tocado por un verdadero arrepentimiento le confieso  todas mis maldades, le pido perdón, me abandono en sus manos, para que Él haga conmigo lo  que quiera. Este Rey, lleno de misericordia y bondad, muy lejos de castigarme, me abraza con  amor, me sienta a comer en su mesa, me sirve con sus propias manos, me da la llave de sus  tesoros; conversa y se deleita conmigo incesantemente en miles y miles de maneras, y me trata  en todo como su favorito. Es así como me considero cada tanto en su santa presencia. Mi método más usual es esta simple atención, y una preocupación general tan apasionada de  Dios, a quien me encuentro frecuentemente adherido con mayor dulzura y deleite que los de  un bebé en el pecho de su madre: y si me atrevo a usar esta expresión, también debería llamar  a este estado el seno de Dios, por la inexpresable dulzura que disfruto y experimento allí. Si a  veces por necesidad o enfermedad mis pensamientos se distraen. Instantáneamente me veo  recogido por mociones interiores, tan encantadoras y deliciosas que me da vergüenza  mencionarlas.  

Deseo que con reverencia reflexiones más sobre mis grandes iniquidades, de las cuales estás perfectamente informado, que sobre los grandes favores que Dios me hace, tan indigno y  desagradecido como soy.  

Con respecto a mis horas de oración, son nada más que una continuación del mismo ejercicio. A  veces me considero como una piedra delante de un escultor, con la cual está por hacer una  estatua: presentándome así delante de Dios, deseo que Él haga su perfecta imagen en mi alma,  y me haga completamente como Él.  

En otras ocasiones, cuando me dedico a la oración, siento que todo mi espíritu y toda mi alma  se elevan sin ningún esfuerzo de mi parte; y continúan como si estuvieran suspendidos y fijados  firmemente en Dios, como en su centro y lugar de reposo.  

Yo sé que algunos califican a este estado de inactividad, engaño y amor a sí mismo. Confieso  que es una santa inactividad, y que podría ser un feliz amor a sí mismo, si el alma en ese estado  fuera capaz de ello; porque en efecto, mientras está en este reposo, no puede ser turbada por  aquellos actos a los que estaba anteriormente acostumbrada, y en los que se apoyaba, pero  que ahora serían más un obstáculo que una ayuda.  

Sin embargo, no puedo soportar que a esto se lo llame engaño, porque el alma que así se  deleita en Dios no desea nada sino a Él. Si esto es un engaño en mí, está en Dios remediarlo. 

Que Él haga conmigo lo que quiera hacer: yo sólo lo deseo a Él, y estar totalmente dedicado a  Él.  

Sin embargo, espero me hagas el favor de darme tu parecer, al que siempre presto mucha  atención, porque tengo una singular estima por ti, y soy tuyo en nuestro Señor. 

Tercera Carta 

Tenemos un Dios cuya gracia es infinita, y que conoce todos nuestros deseos. Siempre pensé  que te abajaría hasta el extremo. Él vendrá a su tiempo, cuando menos lo esperas. Espera en Él  más que nunca: agradécele conmigo por los favores que te hace, especialmente por la fortaleza  y la paciencia que te da en tus aflicciones: es una clara señal del cuidado que tiene de ti;  consuélate en Él, y dale gracias por todo.  

Yo también admiro la fortaleza y el coraje de M-. Dios le ha dado una buena disposición y  buena voluntad; pero en él hay todavía un poco del mundo, y una gran cantidad de juventud.  Espero que la aflicción que Dios le ha enviado se le manifieste como un remedio completo, y le  haga entrar en sí mismo. Es un accidente muy adecuado para llamarlo a poner toda su  confianza en Él, que lo acompaña a todas partes: que piense en Él tanto como pueda,  especialmente ante los más grandes peligros. Elevar un poco corazón es suficiente, un pequeño  recuerdo de Dios, un acto de adoración interior, aun en medio de la marcha y espada en mano,  son oraciones que, aunque sean cortas, son sin embargo muy aceptables para Dios. Y lejos de  disminuir el valor de un soldado en situaciones de peligro, son excelentes para fortalecerlo. Déjalo que piense en Dios lo más que pueda, que se acostumbre gradualmente a realizar este  pequeño pero santo ejercicio; nadie lo nota, y nada es más fácil que repetir frecuentemente  durante el día estas pequeñas adoraciones interiores. Recomiéndale por favor que piense en Dios lo más que pueda, de la manera que aquí indico. Es muy adecuado y necesario para un  soldado, que está expuesto diariamente a los peligros de la vida, y frecuentemente de su  salvación. Espero que Dios le ayude a él y a toda su familia, a quienes presento mi servicio,  siendo de ellos y tuyo. 

Cuarta Carta 

[En esta carta el Hno. Lorenzo habla de sí mismo en tercera persona] 

Aprovecho esta oportunidad para comunicarte los sentimientos de uno de los miembros de  nuestra comunidad con respecto a los efectos admirables y las continuas ayudas que recibe de  la presencia de Dios. Saquemos tú y yo provecho de ello.  

Debes saber que, durante los años que ha estado en religión, que son más de cuarenta, su  continua preocupación ha sido estar siempre con Dios, y no hacer nada, ni decir nada ni pensar  nada que podría desagradar al Señor; y esto sin ningún otro interés que puramente el amor por  Él y porque Él merece infinitamente más. 

Está tan acostumbrado a la presencia Divina, que recibe continuos favores en todo momento.  Durante unos treinta años, su alma ha estado llena de gozos tan frecuentes, y a veces tan  grandes, que se ve obligado a moderarlos y a ocultar sus manifestaciones exteriores.  Si a veces está un poco ausente de la presencia Divina, Dios se hace sentir en su alma para  recogerlo; lo que le suele suceder cuando más metido está en su trabajo exterior: él responde  con fidelidad precisa a este jalón interior, sea elevando su corazón a Dios, o con una mansa y 

afectuosa atención, o por aquellas palabras que el amor suscita en estas ocasiones, como por ejemplo: “Mi Dios, aquí estoy totalmente consagrado a Ti”; “Señor, hazme de acuerdo a tu  corazón”. Y entonces le parece (porque en efecto, así lo siente) que este Dios de amor,  satisfecho con esas pocas palabras, reposa nuevamente y descansa en la profundidad y centro  de su alma. Experimentar estas cosas le da la seguridad de que Dios siempre está en lo  profundo, en el fondo de su alma, y lo hace incapaz de dudar de ellos, pase lo que pase.  Juzga por ti mismo de cuánta alegría y satisfacción disfruta, al encontrar en sí mismo  continuamente un tesoro tan grande: ya no está en una ansiosa búsqueda. Lo tiene abierto  delante de él, y puede tomar lo que quiera.  

Él se queja mucho de nuestra ceguera, y reclama que deberíamos lamentarnos de contentarnos  con tan poco. Dios, dice él, tiene un tesoro infinito para otorgarnos, y nos conformamos con  una pequeña devoción sensible, que pasa en un instante. Ciegos como somos, entorpecemos a  Dios, y detenemos la corriente de su gracia. Pero cuando Dios encuentra un alma penetrada de  una fe viva, derrama en ella sus gracias y favores plenamente. De allí fluyen como un torrente  que, después de haber sido detenido contra su curso natural, ha encontrado una vía y se  derrama impetuosa y abundantemente.  

Sí, frecuentemente detenemos este torrente, por el poco valor que le damos. Pero no lo  detengamos más: entremos en nosotros mismos y derribemos el dique que lo detiene. Hagamos camino para la gracia; recuperemos el tiempo perdido, porque quizás nos quede  poco; la muerte nos sigue de cerca. Estemos bien preparados para ella porque morimos sólo  una vez, y el fracaso aquí es irremediable.  

Lo digo de nuevo: entremos en nosotros mismos. El tiempo nos apremia: no hay lugar para  retrasos; nuestras almas están en juego. Creo que tú has tomado tales medidas efectivas, y que  no serás sorprendido. Te advierto que ésta es la única cosa necesaria: debemos, sin embargo,  siempre trabajar en ella, porque en la vida espiritual no avanzar es retroceder.  Pero aquellos que tienen el aliento del Espíritu Santo avanzan aun cuando duermen. Si la nave  de nuestra alma todavía está agitada por vientos y tormentas, despertemos al Señor que  reposa en ella, y Él rápidamente calmará el mar.  

Me he tomado la libertad de compartir contigo estos buenos sentimientos, para que puedas  compararlos con los tuyos: te servirán para encenderlos e inflamarlos nuevamente, si por  desgracia (Dios no quiera, porque sería ciertamente un gran daño) tus sentimientos se hubieran  enfriado, aunque sea algo. Entonces, recordemos tú y yo los primeros favores recibidos.  Saquemos provecho del ejemplo y sentimientos de este hermano, que es poco conocido en el  mundo, pero conocido por Dios, y extremadamente mimado por Él. Oraré por ti. Ora en este  momento por mí, que soy tuyo en nuestro Señor. 

Quinta Carta 

Hoy recibí dos libros y una carta de la Hermana, que está preparándose para hacer su  profesión, y por esta razón desea las oraciones de tu santa comunidad, y las tuyas en particular.  Noto que espera mucho de ellas. Ora, nola decepciones. Ruega a Dios que ella pueda hacer su  sacrificio sólo por amor a Él, y con la firme resolución de estar totalmente dedicada a Él.  Te enviaré uno de aquellos libros que tratan de la presencia de Dios; un tema que, en mi  opinión, contiene toda la vida espiritual, y pienso que todo el que lo practique debidamente  pronto llegará a ser espiritual. 

Sé que para su correcta práctica, el corazón debe estar vacío de todas las demás cosas; porque  Dios posee el corazón él solo, no puede poseerlo sin que esté vacío de todo lo demás. No puede  actuar allí y hacer en él lo que a Él le agrada a menos que sea dejado totalmente vacío para Él.  No hay en el mundo una vida más dulce y deliciosa que aquella que mantiene una continua  conversación con Dios. Sólamente pueden comprenderlo aquellos que lo practican y  experimentan; sin embargo, no te aconsejo que lo hagas por ese motivo, porque no es el placer  lo que debemos buscar en este ejercicio. Hagámoslo desde un principio de amor, y porque Dios  nos poseerá.  

Si yo fuera un predicador, mi prioridad sería predicar la práctica de la presencia de Dios. Y si  fuera un director, le recomendaría a todo el mundo hacerlo: tan necesario pienso que es, y tan  sencillo también.  

¡Ah! Si comprendiéramos la necesidad que tenemos de la gracia y ayuda de Dios, nunca  perderíamos la mirada de Él, no, ni por un momento. Créeme; haz inmediatamente una  resolución santa y firme de no olvidar a Dios voluntariamente nunca más, y pasar el resto de  tus días en su sagrada presencia, abandonado por amor a Él, si esa es su voluntad para ti.  Empéñate de todo corazón en esta tarea, y si haces lo que deberías, puedes estar segura de  que pronto experimentarás sus efectos. Te ayudaré con mis oraciones, pobres como son. Me  encomiendo fervientemente a las tuyas, y a las de tu santa comunidad. 

Sexta Carta 

He recibido de la señora - las cosas que le diste de mi parte. Me pregunto por qué no me has  dicho lo que piensas acerca del librito que te envié, y que debes haber recibido. Ora de todo  corazón sobre su práctica en tu ancianidad. Es mejor tarde que nunca. 

No puedo imaginar cómo personas religiosas pueden vivir satisfechas sin la práctica de la  presencia de Dios. Por mi parte, me mantengo retirado con Él en la profundidad y el centro de  mi alma tanto como puedo, y mientras estoy así con Él nada temo, pero el más mínimo  alejamiento de Él es insoportable.  

Este ejercicio no fatiga mucho el cuerpo: es sin embargo, apropiado privarlo algunas veces, no  frecuentemente, de muchos pequeños placeres inocentes y permitidos, porque Dios no  permitirá que un alma que desea estar enteramente consagrada a Él encuentre placeres en  otras cosas y no en Él, más allá de lo razonable.  

No digo que debemos imponernos represiones violentas. No, debemos servir a Dios con una  santa libertad, debemos hacer nuestros trabajos fielmente, sin dificultad ni intranquilidad;  haciendo volver nuestra mente a Dios suavemente y con tranquilidad, tan frecuentemente  como percibimos que está desviándose de Él.  

Es necesario, sin embargo, poner toda nuestra confianza en Dios, dejando a un lado todas las  otras preocupaciones, e incluso ciertas formas particulares de devoción que, aunque son muy  buenas en sí mismas, uno con frecuencia se sumerge en ellas desmesuradamente: porque esas  devociones son sólo medios para alcanzar el fin; así que cuando por medio de este ejercicio de  la presencia de Dios estamos con Él que es nuestro fin, es inútil entonces retornar a los medios;  pero podemos continuar nuestro intercambio de amor con Él, perseverando en su santa  presencia; a veces mediante un acto de alabanza, de adoración, o de deseo; otras veces  mediante un acto de renuncia o de acción de gracias; y en todas las otras maneras que nuestro  espíritu pueda crear.

No te desanimes por el rechazo que puedas encontrar en este ejercicio por naturaleza; debes hacerte violencia. Al principio, uno piensa frecuentemente que es tiempo perdido; pero debes  seguir adelante, y decidirte a perseverar en ello hasta la muerte, a pesar de todas las  dificultades que pueden presentarse. Me encomiendo a las oraciones de tu santa comunidad, y  a las tuyas en particular. Soy tuyo en nuestro Señor. 

Séptima Carta 

Tengo pesar por ti. Será de gran importancia si dejas el cuidado de tus asuntos a -, y pasas el  resto de tu vida solamente adorando a Dios. Él no requiere grandes cosas de nosotros,  recordarlo un poco de tanto en tanto, un poco de adoración: a veces para pedir por su gracia,  otras para ofrecerle tus sufrimientos, y a veces para agradecerle por los favores que te ha  concedido, y te concede aun, en medio de tus preocupaciones, y para consolarte con Él tan  frecuentemente como puedas. Eleva tu corazón a Él, incluso durante tus comidas, y cuando  estás acompañado: hasta el más pequeño recuerdo le será aceptable. No necesitas clamar en  voz alta, Él está más cerca de nosotros de lo que nos damos cuenta. 

No es necesario para estar con Dios estar siempre en la iglesia. Podemos convertir nuestro  corazón en un oratorio, donde podamos retirarnos de tanto en tanto, para conversar con Él en  mansedumbre, humildad, y amor. Todos son capaces de mantener una conversación familiar  con Dios, algunos más, algunos menos: Él sabe lo que podemos hacer. Comencemos pues;  quizás Él espera apenas una generosa decisión de nuestra parte. Ten valor. Tenemos poco  tiempo para vivir, tú estás cerca de los sesenta y cuatro años, y yo casi tengo ochenta. Vivamos  y muramos con Dios: los sufrimientos serán dulces y agradables para nosotros, mientras  estemos con Él, y los más grandes placeres serán, sin Él, un cruel castigo para nosotros. Sea  bendito por todos. Amén. 

Acostúmbrate a adorarlo gradualmente, a suplicar por su gracia, a ofrecerle tu corazón de tanto  en tanto, en medio de tus trabajos, incluso a cada momento si puedes. No te confines  escrupulosamente a ciertas reglas, o particulares formas de devoción, más bien actúa con una  gran confianza en Dios, con amor y humildad. Ten la seguridad de mis pobres oraciones, y que  soy vuestro siervo, y tuyo particularmente. 

Octava Carta 

No me dices nada nuevo: tú no eres el único que tiene problemas con los pensamientos  erráticos. Nuestra mente es extremadamente divagante; pero como la voluntad gobierna todas  nuestras facultades, ella debe recapturarla y llevarla a Dios como su meta final.  Cuando nuestra mente, por falta de haber sido suficientemente controlada por el recogimiento,  a nuestro primer intento de devoción, ha contraído ciertos malos hábitos de divagar y  dispersarse, éstos se vuelven difíciles de vencer, y frecuentemente nos arrastrarán, incluso  contra nuestra voluntad, a cosas mundanas 

Creo que un remedio para esto es confesar nuestras faltas, y humillarnos delante de Dios. No te  sugiero multiplicar las palabras en la oración, porque las muchas palabras y los largos discursos  frecuentemente son ocasiones para divagar: mantente en oración ante Dios así como un mudo  

o un paralítico mendiga a la puerta de un hombre rico. Que tu trabajo sea mantener tu mente  en la presencia del Señor. Si a veces tu mente se distrae y se aparta de Él, no te inquietes  mucho; la preocupación y la inquietud más bien sirven para distraer la mente, que para 

recogerla. La voluntad debe retornarla a la tranquilidad; si perseveras en este modo, Dios  tendrá piedad de ti. 

Una manera para recoger la mente fácilmente en el tiempo de oración, y mantenerla tranquila,  es no permitirle divagar en otras ocasiones: debes mantener tu mente estrictamente en la  presencia de Dios, y cuando te acostumbres a pensar en Él frecuentemente, encontrarás fácil  mantener tu mente en calma en el tiempo de oración, o por lo menos recogerla de sus  divagaciones. 

En mis cartas anteriores te he mencionado ampliamente las ventajas que podemos obtener de  esta práctica de la presencia de Dios: Dediquémonos a ella seriamente, y oremos mutuamente. 

Novena Carta 

Lo que te escribo es una respuesta a algo que recibí de --. Te pido que se la hagas llegar. Me  parece que está llena de buena voluntad, pero que quiere ir más rápido que la gracia. Uno no  llega a ser santo en un instante. Te la encomiendo. Debemos ayudarnos mutuamente con  nuestros consejos, pero mucho más con nuestros buenos ejemplos. Te agradeceré que me  permitas saber de ella de vez en cuando, y si es que es muy ferviente y obediente.  Pensemos frecuentemente que nuestro único trabajo en esta vida es agradar a Dios, y quizás  todo lo demás no sea otra cosa que locura y vanidad. Tú y yo hemos vivido durante más de  cuarenta años en religión. ¿Los hemos empleado en amar y servir a Dios, quien en su  misericordia nos ha llamado a este estado y para este fin? Me lleno de vergüenza y confusión cuando reflexiono, por un lado, sobre los grandes favores que Dios me ha hecho y continúa  haciéndome incesantemente, y por otro sobre el mal uso que hago de ellos y mi poco progreso  en el camino de la perfección.  

Puesto que por su misericordia nos concede todavía un poco de tiempo, comencemos con  diligencia, hagamos reparación por el tiempo perdido, retornemos con una plena seguridad a  aquel Padre de misericordias que siempre está dispuesto a recibirnos afectuosamente.  Renunciemos, renunciemos generosamente por amor a Él a todo lo que no es Él Mismo; Él  merece infinitamente más. Pensemos en Él perpetuamente. Pongamos toda nuestra confianza  en Él: no dudo de que pronto encontraremos su beneficios, al recibir la abundancia de su  gracia, con la cual podemos hacer todas las cosas, y sin la cual no podemos hacer nada excepto  pecar.  

No podemos escapar a los peligros que abundan en la vida sin la ayuda presente y continua de  Dios. Oremos a Él continuamente por esto. ¿Cómo podemos pedirle sin estar con Él? ¿Cómo podemos estar con Él si no pensamos en Él frecuentemente? ¿Y cómo podemos pensar  frecuentemente si no es por medio de haber formado el santo hábito de hacerlo? Me dirás que  siempre estoy diciendo lo mismo: es verdad, porque éste es el mejor y más sencillo método que  conozco; y como no uso otro, se lo sugiero a todo el mundo. Debemos conocer antes de amar.  Para conocer a Dios, debemos pensar frecuentemente en Él, y cuando llegamos a amarle,  debemos seguir pensando en Él frecuentemente, porque nuestro corazón estará con nuestro  tesoro. Este es un argumento que bien merece tu consideración. 

Décima Carta 

Me ha sido bastante difícil obligarme a escribirle a M. -, y lo hago ahora solamente porque tú y  Madame lo quieren de mí. Por favor, escribe la dirección y envíale la carta. Estoy muy contento 

con la confianza que tienes en Dios: Te deseo que Él la aumente en ti más y más. Jamás sería  demasiado lo que podríamos tener de tan buen y fiel Amigo que nunca nos fallará en este  mundo ni en el venidero.  

Si M.- saca provecho de la pérdida que ha tenido, y pone toda su confianza en Dios, pronto Él le  dará otro amigo, más poderoso y más inclinado a servirle. Dios dispone de los corazones como  Él quiere. Quizás M.- estaba demasiado apegado al que ha perdido. Debemos amar a nuestros  amigos, pero sin afectar con ello el amor a Dios, que debe ser el principal.  Por favor, recuerda lo que te he recomendado, que es pensar frecuentemente en Dios, de día,  de noche, en tus trabajos, y aún en tus diversiones. Él siempre está cerca de ti y contigo; no lo  dejes solo ¿Piensas que es descortés dejar solo a un amigo que vino a visitarte? ¿Por qué,  entonces, Dios ha de ser descuidado? No lo olvides, piensa en Él frecuentemente, adórale  continuamente, vive y muere con Él; ésta es la gloriosa ocupación de un cristiano; en una  palabra, ésta es nuestra profesión, si no lo sabemos debemos aprenderlo. Voy a esforzarme  para ayudarte con mis oraciones, tuyo en nuestro Señor. 

Undécima carta 

No oro para que seas librado de tus dolores; sino que le rezo a Dios fervientemente para que te  dé fuerzas y paciencia para soportarlas durante todo el tiempo que Él quiera. Consuélate con  Quien te mantiene atado a la cruz: Él te soltará cuando le parezca oportuno. Felices quienes  sufren con Él: acostúmbrate a sufrir de esa manera, y busca de Él la fuerza para soportar tanto y  durante tanto tiempo como Él lo juzgue necesario para ti. Los hombres del mundo no  comprenden estas verdades, y no debemos sorprendernos, debido a que sufren como lo que  son, y no como cristianos: ellos consideran a la enfermedad como un dolor a la naturaleza, y no  como un favor de Dios. Y viéndolo solamente así, no encuentran nada sino aflicción y angustia.  Pero aquellos que consideran que la enfermedad viene de la mano de Dios, como efecto de su  misericordia y como el medio que Él emplea para su salvación, comúnmente encuentran en ello  gran dulzura y consolación.  

Quisiera que te convenzas de que Dios frecuentemente está más cerca de nosotros (en cierto  sentido) y más efectivamente presente con nosotros en la enfermedad que en la salud. No  confíes en ningún otro médico, porque según yo entiendo, Dios se reserva tu cura para Sí  Mismo. Pon toda tu confianza en Él, y pronto verás sus efectos en tu recuperación, la que con  frecuencia retardamos porque ponemos mayor confianza en la medicina que en Dios.  Sean los que fueren los remedios que uses, serán eficaces solamente en la medida que Él lo  permita. Cuando los dolores provienen de Dios, solamente Él puede curarlos. Con frecuencia  envía enfermedades al cuerpo para curar las enfermedades del alma. 

Consuélate con el Médico Soberano tanto del alma como del cuerpo.  

Puedo prever que me dirás que estoy muy tranquilo porque puedo comer y beber en la mesa  del Señor. Tienes razón: pero piensa, ¿No sería doloroso para el criminal más grande del  mundo, comer a la mesa del rey, y ser servido por él, recibir tales favores, sin estar seguro de su  perdón? Creo que sentiría una inquietud extremamente grande que nada podría moderar, excepto la confianza en la bondad de su soberano. Así que puedo asegurarte que cualquiera  que sea el placer que disfruta en la mesa de mi Rey, mis pecados, siempre presentes ante mis  ojos, así como la incertidumbre de mi perdón, me atormentan, aunque en verdad ese tormento en sí mismo es agradable. 

Estate satisfecho con la condición en la que Dios te pone: por muy feliz que yo pudiera ser, te  envidio. Los dolores y los sufrimientos serían un paraíso para mí, mientras sufriera con mi Dios,  y el mayor de los placeres sería un infierno si tuviera que gustarlo sin Él; todo mi consuelo sería  sufrir algo por amor a Él.  

En poco tiempo debo ir con Dios. Lo que me consuela en esta vida es que ahora lo veo por fe, y  lo veo de una manera tal que a veces puedo decir: “Ya no creo, veo”. Siento lo que la fe nos  enseña, y en la seguridad y la práctica de la fe, viviré y moriré con Él.  

Continúa, entonces, siempre con Dios, que es el único sostén y consuelo para tu aflicción. Voy a  rogarle que esté contigo. Quedo a tu servicio. 

Duodécima Carta 

Si estuviéramos acostumbrados al ejercicio de la presencia de Dios, todas las enfermedades  físicas se verían aliviadas. Dios frecuentemente permite que suframos un poco para purificar  nuestras almas y animarnos a continuar con Él.  

Ten valor, ofrécele a Él tus dolores incesantemente, ora pidiéndole fortaleza para soportarlos.  Sobre todo, adquiere el hábito de pasar tiempo frecuentemente con Dios, y olvídale lo menos  que puedas. Adórale en tus enfermedades, ofrécete a Él de tanto en tanto; y en la cumbre de  

tus sufrimientos, ruégale humilde y afectuosamente (como un hijo a su Padre) para que puedas  conformarte a su santa voluntad. Yo voy a esforzarme por ayudarte con mis pobres oraciones.  Dios tiene muchas maneras de atraernos a Sí Mismo. A veces se oculta de nosotros, pero sólo la  fe, que no nos fallará en tiempo de necesidad, debe ser nuestro sustento y el cimiento de  nuestra confianza, y debe estar puesta toda en Dios 

Yo no sé lo que Dios dispondrá de mí. Siempre estoy feliz, todo el mundo sufre, y yo, que  merezco la disciplina más severa, experimento gozos tan continuos y tan grandes que a duras  penas puedo contenerlos.  

Quisiera pedirle voluntariamente a Dios una parte de tus sufrimientos, pero conozco mi  debilidad, que es tan grande que si Él me dejara librado a mi mismo por un momento, sería el  hombre más miserable. Y sin embargo sé que no va a dejarme solo, porque la fe me da una  convicción tan grande como mis sentidos podrían hacerlo, de que Él nunca nos abandona si es  que nosotros no le abandonamos a Él primero. Tengamos temor de dejarle. Estemos siempre  con Él. Vivamos y muramos en su presencia. Ora por mí, como yo oro por ti. 

Decimotercera Carta 

Me duele verte sufrir durante tanto tiempo. Lo que me da cierto alivio y dulzura en el  sentimiento que tengo de tus dolores, es que son la prueba del amor de Dios hacia ti: míralos  en esa perspectiva, y los soportarás más fácilmente. Ante tu caso, pienso que deberías dejar de  lado los remedios humanos, y entregarte por entero a la providencia de Dios; quizás Él espera  solamente esa entrega y una perfecta confianza en Él para curarte. Dado que a pesar de todos  tus cuidados médicos, la medicina se ha demostrado inútil y tus males se han incrementado, no  sería tentar a Dios abandonarte en sus manos, y esperar todo de Él. 

Te dije en mi última carta que a veces Él permite enfermedades del cuerpo para curar las  enfermedades del alma. Ten ánimo: haz virtud de la necesidad: Pídele a Dios no que te libere de  tus dolores, sino que te dé fuerzas para soportar resueltamente, por amor a Él, todo lo que Él  quiera y por el tiempo que quiera. 

Esas oraciones, ciertamente, son algo difíciles para la naturaleza, pero muy aceptables a Dios, y  dulces para aquellos que lo aman. El amor endulza los sufrimientos. Y cuando uno ama a Dios,  sufre por amor a Él con gozo y coraje. Te ruego que lo hagas; consuélate con Él, que es el único  Médico de todas nuestras enfermedades. Él es el Padre de los afligidos, y siempre dispuesto a  ayudarnos. Nos ama infinitamente más de lo que imaginamos: Ámale, entonces, y no busques  ningún consuelo en otra parte. Espero que pronto lo recibas. Adiós. Te ayudaré con mis  oraciones, pobres como son, y siempre seré tuyo en nuestro Señor. 

Decimocuarta Carta 

Doy gracias a nuestro Señor por haberte aliviado un poco de acuerdo a tu deseo. He estado con  frecuencia cerca de expirar, aunque nunca me sentí tan satisfecho como entonces. Por  consiguiente no oraba pidiendo alivio, sino oraba por la fuerza para sufrir con valor, humildad y  amor. ¡Ah! ¡Cuán dulce es sufrir con Dios! No importa cuán grande puedan ser los sufrimientos,  acéptalos con amor. Es el paraíso sufrir y estar con Él; y si en esta vida vamos a gozar de la paz  del paraíso, debemos acostumbrarnos a mantener una conversación familiar, humilde y  afectuosa con Él. Debemos evitar que nuestro espíritu se aparte de Él en cualquier ocasión. Debemos hacer de nuestro corazón un templo espiritual donde podamos adorarle sin cesar.  Debemos vigilarnos continuamente para que no hagamos, ni digamos, ni pensemos nada que  pueda desagradarle. Cuando nuestra mente está así ocupada con Dios, los sufrimientos se  llenarán de unción y consolación.  

Sé que para llegar a este estado, el comienzo es muy difícil; porque debemos actuar puramente  por fe. Pero aunque es difícil, sabemos también que podemos hacer todo con la gracia de Dios,  que Él nunca la rehúsa a los que la piden ardientemente. Llama, persevera en llamar, y doy fe  de que Él te abrirá a su debido tiempo, y te concederá de una vez todo lo ha retenido durante  muchos años. 

Adiós. Ora a Dios por mí, y yo oro por ti. Espero ver a Dios pronto. 

Decimoquinta Carta 

Dios sabe mejor que nadie lo que necesitamos, y todo lo que hace es para nuestro bien. Si  supiéramos cuánto nos ama, siempre estaríamos listos para recibir por igual y con indiferencia  de su mano lo dulce y lo amargo, nos complacería todo lo que viene de Él. Las aflicciones más  acuciantes no parecen insoportables, salvo cuando las vemos con la luz equivocada. Cuando las  vemos en la mano de Dios, que es quien las dispensa, cuando sabemos que es nuestro Padre  amante quien nos humilla y nos aflige, nuestros sufrimientos pierden su amargura, y llegan a  ser hasta materia de consuelo.  

Que toda nuestra ocupación sea conocer a Dios: mientras más se le conoce, más se le desea  conocer. Y como el conocimiento es comúnmente la medida del amor, mientras más profundo  y extenso sea nuestro conocimiento, mayor será nuestro amor: y si nuestro amor a Dios fuera  grande le amaríamos igualmente en los dolores y en los placeres.  

No nos distraigamos buscando o amando a Dios por favores sensibles (no importa cuán  elevados) que nos ha hecho o pueda hacernos. Tales favores, aunque nunca muy grandes, no  pueden acercarnos a Dios como la fe lo hace en un simple acto. Busquémoslo a Dios  frecuentemente por la fe, Él está en nosotros. No le busquemos en otro lugar ¿No somos desconsiderados y dignos de reprensión, si le dejamos solo, para ocuparnos por insignificancias que no le agradan y quizás le ofenden? Debemos temer que estas insignificancias algún día nos  cuesten caro. 

Comencemos a dedicarnos a Él con gran fervor. Arrojemos todo lo que hay de irrelevante en  nuestro corazón. Sólo Él debe poseerlo por completo. Supliquemos este favor de Él. Si hacemos  lo que podemos de nuestra parte, pronto veremos el cambio que anhelamos. No puedo  agradecerle lo suficiente por el alivio que te ha concedido. Espero de su misericordia el favor de  poder verlo dentro de unos días. Oremos mutuamente. [El Hermano Lorenzo cayó en cama dos  días después y murió esa misma semana]


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