* «Fue catastrófico, me sentí completamente perdido, no sabía qué hacer. No sé por qué entonces hice aquello, pero cerré los ojos e interiormente lancé un grito de desesperación: “¡Te lo suplico, Señor, ayúdame, no sé qué hacer!” Todas las palabras que salieron de mi boca al instante calmaron inmediatamente la situación. No pudiendo ignorar lo que acababa de pasar, a partir de ese día acudí todos los domingos a misa con una gran alegría interior. Escuchaba todo con mucha atención. Pese a todo, yo era solo un católico de una hora el domingo por la mañana, y el resto de la semana me dedicaba a mis cosas. Sin embargo, había comprendido aquella noche que Dios esperaba algo más de mí. Durante un fin de semana de retiro, aprendimos muchas cosas. Eso me condujo sobre todo a pasar un tiempo con Dios cada día. Y así fue como mi vida empezó a transformarse. Me abrí a Dios, me dispuse a escucharle y le dije: “Hágase tu voluntad, Dios mío”»
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