“Detente, no tengas prisas”. “¿Tienes de verdad claro lo que vas a hacer?”. “Piénsalo bien, no sea que al final tengas que arrepentirte”. “Lo importante madura lentamente”. “No sigas el consejo de lo fácil. Escucha la sabiduría de las canas”.
Estos y otros consejos parecidos nos llegan una y otra vez para invitarnos a vivir una virtud que resulta central para toda vida humana: la prudencia.
¿En qué consiste la prudencia? El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1806) ofrece la siguiente definición:
“La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo”.
Con esta simple definición encontramos dos aspectos centrales de la prudencia. Uno se refiere al bien verdadero. Otro a la elección de los medios.
Nuestra vida se desarrolla en una serie continua de elecciones. Un vestido o un trabajo, una escuela o un tipo de cerradura, una comida o un paseo: a todas horas, en todos los lugares, hemos de decidir.
Las decisiones siempre miran a un objetivo: lo bueno, lo correcto. Los problemas surgen cuando “parece bueno” lo que no lo es. El paraguas más brillante resulta estar lleno de agujeros. El coche que parecía nuevo tiene serios problemas en los amortiguadores porque ya había sido usado. La tarde espléndida empleada en un paseo para oxigenar los pulmones se ha convertido en el inicio de una gripe insidiosa por culpa de un vientecillo engañoso.
Vemos así que casi todo lo que escogemos “parece ser bueno”, cuando no lo era. Otras veces, eso “bueno” nos daña de mil maneras insospechadas: o porque nos hace egoístas, o porque nos lleva a ser avaros, o porque destruye las relaciones familiares, o porque nos impide amar a Dios sobre todas las cosas, o porque nos encierra en un mundo pequeño que no deja espacio al compromiso por la justicia y por la paz.
Ante tanto error y tanto daño, la virtud de la prudencia nos lleva a reflexionar con más calma, a sopesar los pros y los contras de cada decisión, y a considerar seriamente si lo que simplemente “parece” bueno lo sea en realidad. Nos permite, en otras palabras, buscar aquel bien realizable que mejor corresponda a los deseos más profundos de nuestro corazón. De este modo, nos será más fácil acertar a la hora de escoger lo que sea realmente bueno, y lo escogeremos siempre en un horizonte de magnanimidad que nos abra al amor a Dios y al prójimo.
En segundo lugar, la prudencia nos ayuda a descubrir y escoger los medios rectos para alcanzar nuestras metas. Porque no basta con que el fin sea bueno para que ya automáticamente cualquier medio sea correcto y eficaz.
¿Quiero curar a un enfermo? Puedo darle, por mi cuenta, y sin ningún consejo, un coctel de medicinas. A las pocas horas el pobre enfermo estará, seguramente, más cercano a la muerte que a la vida... “Pero mi intención era buena”. “Sí, pero no pensaste con prudencia que lo mejor en estos casos es acudir al médico...”
Por eso, antes de tomar una opción, necesitamos pensar no sólo si es bueno lo que queremos hacer, sino también si los medios y caminos escogidos para nuestro objetivo son correctos.
Nunca está de más recordar que necesitamos una buena dosis de prudencia en las mil decisiones de la vida. Especialmente en las decisiones que deciden nuestro futuro temporal y nuestro futuro eterno.
La Escritura, por eso, nos dice: “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14,15). En un salmo se nos presenta la actitud profunda de quien contempla en todo momento la Ley del Señor para adquirir un corazón sensato y prudente:
“Más sabio me haces que mis enemigos por tu mandamiento,
que por siempre es mío.
Tengo más prudencia que todos mis maestros,
porque mi meditación son tus dictámenes.
Poseo más cordura que los viejos,
porque guardo tus ordenanzas.
Retraigo mis pasos de toda mala senda
para guardar tu palabra.
De tus juicios no me aparto,
porque me instruyes tú” (Sal 119,98-102).
Así tenemos que vivir: en una meditación continua de la ley del Señor. Que nos hará ser prudentes al permitirnos descubrir el verdadero bien para nuestra vida. Que nos llevará a buscar, en un diálogo continuo con el Espíritu Santo, la luz en cada una de las mil decisiones con las que escribimos nuestra historia y la de tantos corazones que dependen de nosotros.
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Fuente: GAMA-Virtudes y valores
lunes, 17 de diciembre de 2007
La pornografía en preguntas y respuestas / Autor: Mscperu.org
Dudas frecuentes sobre la pornografía y sus efectos.
¿Qué es pornografía?
Según la enciclopedia Sopena es: «Tratado acerca de la prostitución. Carácter obsceno de obras literarias o artísticas y demás descripciones de conducta sexual, en palabras, películas, videos, etc.».
¿La pornografía es o no una cuestión privada?
Hay muchas personas que desaprueban la pornografía pero que no la combaten, convencidas de que es una cuestión privada, producto de la libertad del hombre. Sin embargo, la pornografía no es una cuestión privada porque tiene importantes consecuencias sociales. El sentido común y la experiencia nos revelan que el ambiente que nos rodea influye grandemente en la formación de nuestros gustos, opiniones, creencias y acciones; ¿por qué hemos de creer que esta realidad es menos verdadera en cuanto a la pornografía?
La pornografía no es una cuestión privada porque ataca la dignidad de la persona humana y el derecho a la intimidad de las relaciones sexuales pues hace de ellas un hecho público y mercantil. Ataca el bien individual y el bien común de la sociedad, que se encuentra en gran peligro cuando la degradación sexual y la violencia son motivo de diversión.
¿Puede evitarse la pornografía?
Sí se puede evitar con educación, formación, rechazo y protesta. Una propuesta por demás sencilla es comunicarse constantemente a los teléfonos de los canales de televisión para protestar por determinados anuncios, series, programas, etc., y abstenerse de asistir a los estudios en los que la vulgaridad y el mal gusto están presentes. También pueden mandarse protestas a los periódicos por anuncios que verdaderamente rebasan la decencia o por artículos con los que no estemos de acuerdo.
¿Frenar la pornografía es atentar contra la libertad de expresión?
El Vaticano, en su documento sobre La pornografía y la violencia en los medios de comunicación recuerda que «el legítimo derecho a la libertad de expresión y de información debe ser respetado, pero también los derechos de los individuos, las familias la sociedad a la privacía, intimidad, pública decencia y protección a los valores básicos» (SS, n. 21). En nombre de la «libertad de expresión» se ha atropellado el derecho del hombre a preservar en su hogar un ambiente de decoro y buena educación.
¿Cómo afecta la pornografía a la familia?
Excluye la procreación. Trastorna la relación de amor entre los esposos pues el sexo se convierte en un placer personal. Glorifica la frecuencia, intensidad y longevidad de los poderes sexuales. El sexo fuera del matrimonio es mucho más excitante por la alteración química y la combinación de miedo, culpa y fantasía. Promueve la infidelidad, el adulterio, la fornicación en todas sus manifestaciones, como el incesto, la masturbación, la homosexualidad, la bestialidad, el sexo en grupos, el sadomasoquismo, y el abuso de mujeres y niños.
¿Es cierto que la pornografía causa adicción?
Lo que empieza como una simple curiosidad puede llegar a ser obsesión realmente destructiva; la excitación inicial rara vez es suficiente y se va exigiendo y necesitando material cada vez más explícito y violento. La pornografía llega a ser más adictiva cuando se empieza a temprana edad, y pueden citarse cuatro pasos que la describen: 1) adicción a material que exacerba la lujuria; 2) exigencia de material más explícito y violento; 3) aceptación cada vez más fácil de material brutal, y una mayor insensibilidad, 4) impulso de actuar lo que se ve.
¿Qué otras consecuencias morales trae consigo?
Ofende porque hace público y mercantil lo que por instinto debe ser completamente privado e íntimo; abarata el sexo, y el cuerpo humano queda reducido a sus genitales y borrada la espléndida belleza plasmada por Dios. Degrada a la persona al convertirla simplemente en un ser destinado al placer sexual. Destruye lo más legítimo que tiene el ser humano: su propia estima.
¿Y físicamente hablando?
La pornografía altera la química del cuerpo: libera nuestro «almacén de drogas», como la testosterona en los hombres, la adrenalina y otras sustancias neuroquímicas; la adrenalina crea adicción, sobre todo en las personas de actividades riesgosas. La combinación de culpa, miedo y excitación sexual produce una euforia con un «nivel de despegue» cercano al éxtasis. Esta euforia impide relaciones normales: nada de amor, pues ninguna experiencia sexual normal será capaz de igualar las experiencias anteriores vistas en la pornografía porque, si se ama y confía en la persona con la que se tienen relaciones, se experimenta confianza y desaparece el riesgo, la culpa, la vergüenza y todos esos sentimientos de peligro que tanto excitan.
¿Puede recuperarse un adicto a la pornografía?
La pornografía puede causar daños irreparables en la mente, dañando el buen juicio y el control que todo ser humano debe ejercer sobre sí mismo para no ser una bestia. La pornografía promueve una fantasía destructiva y negativa que aisla de los demás, llegando a ser una adicción especialmente solitaria. Debido a que la pornografía se desempeña mejor en la imaginación, es allí donde a menudo permanece, causando muchas veces impotencia, pues es muy difícil que la pareja responda en la forma delirante que muestra una «buena» sesión pornográfica.
Fuentes
Sociedad E.V.C. / Curia del Arzobispado de México
EL OBSERVADOR (México), 9 de mayo de 1999,
¿Qué es pornografía?
Según la enciclopedia Sopena es: «Tratado acerca de la prostitución. Carácter obsceno de obras literarias o artísticas y demás descripciones de conducta sexual, en palabras, películas, videos, etc.».
¿La pornografía es o no una cuestión privada?
Hay muchas personas que desaprueban la pornografía pero que no la combaten, convencidas de que es una cuestión privada, producto de la libertad del hombre. Sin embargo, la pornografía no es una cuestión privada porque tiene importantes consecuencias sociales. El sentido común y la experiencia nos revelan que el ambiente que nos rodea influye grandemente en la formación de nuestros gustos, opiniones, creencias y acciones; ¿por qué hemos de creer que esta realidad es menos verdadera en cuanto a la pornografía?
La pornografía no es una cuestión privada porque ataca la dignidad de la persona humana y el derecho a la intimidad de las relaciones sexuales pues hace de ellas un hecho público y mercantil. Ataca el bien individual y el bien común de la sociedad, que se encuentra en gran peligro cuando la degradación sexual y la violencia son motivo de diversión.
¿Puede evitarse la pornografía?
Sí se puede evitar con educación, formación, rechazo y protesta. Una propuesta por demás sencilla es comunicarse constantemente a los teléfonos de los canales de televisión para protestar por determinados anuncios, series, programas, etc., y abstenerse de asistir a los estudios en los que la vulgaridad y el mal gusto están presentes. También pueden mandarse protestas a los periódicos por anuncios que verdaderamente rebasan la decencia o por artículos con los que no estemos de acuerdo.
¿Frenar la pornografía es atentar contra la libertad de expresión?
El Vaticano, en su documento sobre La pornografía y la violencia en los medios de comunicación recuerda que «el legítimo derecho a la libertad de expresión y de información debe ser respetado, pero también los derechos de los individuos, las familias la sociedad a la privacía, intimidad, pública decencia y protección a los valores básicos» (SS, n. 21). En nombre de la «libertad de expresión» se ha atropellado el derecho del hombre a preservar en su hogar un ambiente de decoro y buena educación.
¿Cómo afecta la pornografía a la familia?
Excluye la procreación. Trastorna la relación de amor entre los esposos pues el sexo se convierte en un placer personal. Glorifica la frecuencia, intensidad y longevidad de los poderes sexuales. El sexo fuera del matrimonio es mucho más excitante por la alteración química y la combinación de miedo, culpa y fantasía. Promueve la infidelidad, el adulterio, la fornicación en todas sus manifestaciones, como el incesto, la masturbación, la homosexualidad, la bestialidad, el sexo en grupos, el sadomasoquismo, y el abuso de mujeres y niños.
¿Es cierto que la pornografía causa adicción?
Lo que empieza como una simple curiosidad puede llegar a ser obsesión realmente destructiva; la excitación inicial rara vez es suficiente y se va exigiendo y necesitando material cada vez más explícito y violento. La pornografía llega a ser más adictiva cuando se empieza a temprana edad, y pueden citarse cuatro pasos que la describen: 1) adicción a material que exacerba la lujuria; 2) exigencia de material más explícito y violento; 3) aceptación cada vez más fácil de material brutal, y una mayor insensibilidad, 4) impulso de actuar lo que se ve.
¿Qué otras consecuencias morales trae consigo?
Ofende porque hace público y mercantil lo que por instinto debe ser completamente privado e íntimo; abarata el sexo, y el cuerpo humano queda reducido a sus genitales y borrada la espléndida belleza plasmada por Dios. Degrada a la persona al convertirla simplemente en un ser destinado al placer sexual. Destruye lo más legítimo que tiene el ser humano: su propia estima.
¿Y físicamente hablando?
La pornografía altera la química del cuerpo: libera nuestro «almacén de drogas», como la testosterona en los hombres, la adrenalina y otras sustancias neuroquímicas; la adrenalina crea adicción, sobre todo en las personas de actividades riesgosas. La combinación de culpa, miedo y excitación sexual produce una euforia con un «nivel de despegue» cercano al éxtasis. Esta euforia impide relaciones normales: nada de amor, pues ninguna experiencia sexual normal será capaz de igualar las experiencias anteriores vistas en la pornografía porque, si se ama y confía en la persona con la que se tienen relaciones, se experimenta confianza y desaparece el riesgo, la culpa, la vergüenza y todos esos sentimientos de peligro que tanto excitan.
¿Puede recuperarse un adicto a la pornografía?
La pornografía puede causar daños irreparables en la mente, dañando el buen juicio y el control que todo ser humano debe ejercer sobre sí mismo para no ser una bestia. La pornografía promueve una fantasía destructiva y negativa que aisla de los demás, llegando a ser una adicción especialmente solitaria. Debido a que la pornografía se desempeña mejor en la imaginación, es allí donde a menudo permanece, causando muchas veces impotencia, pues es muy difícil que la pareja responda en la forma delirante que muestra una «buena» sesión pornográfica.
Fuentes
Sociedad E.V.C. / Curia del Arzobispado de México
EL OBSERVADOR (México), 9 de mayo de 1999,
La misión de la Iglesia: evangelizar / Autor: Pedro García, Misionero Claretiano
Si leemos el encantador Evangelio de Marcos, nos encontramos como mandato final de Jesucristo con estas palabras:
Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.
Un mandamiento que entraña una grave obligación, porque la salvación la ha condicionado Dios a la fe y al bautismo, ya que sigue diciendo Jesús:
El que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se condenará.
Por lo mismo, la Iglesia se encuentra ante un deber ineludible: evangelizar. La predicación del Evangelio, la Fe y el Bautismo están de tal manera entrelazados que no se pueden separar. Sin predicación, no hay fe; sin fe no hay bautismo; sin bautismo no hay salvación.
¿Qué debe hacer entonces la Iglesia, qué debe hacer cada comunidad cristiana, qué debe hacer cada bautizado? Ser instrumentos fieles en la mano de Jesucristo para llevar a todos el misterio de la salvación, continuando la misión que el mismo Jesucristo trajo al mundo recibida del Padre, y para la cual lo llenó el Espíritu Santo:
El Espíritu del Señor me ha ungido para anunciar a los pobres la gran noticia: ¡ha llegado la salvación!
La primera beneficiada por el cumplimiento de esta misión será la misma Iglesia, lo será cada comunidad cristiana, lo será cada apóstol. Pues su mismo trabajo y su empeño por evangelizar los irá renovando en la fe que recibieron en el Bautismo.
Cuanto más evangelicen, más se robustecerá su propia fe. Dar la fe con entusiasmo creciente es la mejor manera de agradecer a Dios el don de la fe y el mejor medio para conservar y acrecentar la propia fe.
Ahora, más que mirarnos cada uno en particular y mirar a toda la Iglesia, nos centramos en la comunidad cristiana a la que pertenecemos: la parroquia, la asociación, el movimiento en el cual nos hemos comprometido... En esta pequeña comunidad se centra para cada uno la Iglesia universal, y en esa comunidad desarrolla cada uno de nosotros la labor que le toca como miembro de la Iglesia.
¿Qué vemos, qué observamos alrededor de nuestra propia comunidad? ¿Qué desafíos nos presenta?
Ante todo, nos damos cuenta de que son muchos los que desconocen prácticamente a Jesucristo. ¿Podemos quedarnos indiferentes, y no llevarles el conocimiento del Señor Jesús?
No hay comunidad cristiana, no hay cristiano alguno, que esté libre de la obligación de hacer conocer a Cristo en todo el mundo. ¿Y cuál es la parte del mundo, sino la que está a mi alrededor, la que me toca a mí como campo de mi trabajo, como parcela en la que yo debo sembrar el Evangelio?
Cuando miramos así a la Iglesia como un campo inmenso que abarca todo el mundo, pero dividida en multitud de parcelas que no rompen la unidad, sino que todas se conjuntan en la misma y única Iglesia, entonces entendemos eso de cuidar cada uno de nuestro metro cuadrado, es decir, de esta parte de la Iglesia que me toca a mí, la que está a mi alrededor, y de la cual yo voy a responder. Es entonces cuando se siente la urgencia del apostolado, y nadie tiene el mal gusto de quedarse con los brazos cruzados mientras hay tanto que hacer por Jesucristo y por el Reino de Dios.
Los medios que la Iglesia pone a mi disposición para evangelizar son muy antiguos y resultan siempre nuevos:
La catequesis, por la cual enseño a los demás las verdades de la fe que no conocen. ¿Estudio yo a Cristo y la doctrina de la fe, para poder comunicarlo a los demás que lo necesitan?
La liturgia, el culto de la Iglesia, que con la Palabra, los Sacramentos y los demás signos, es una lección continua de la fe cristiana. ¿Participo activamente y hago participar a los demás en los actos del culto, sabiendo que con ellos evangelizo de una manera muy poderosa?
La oración, con la cual se llega a todas partes y va mucho más allá que nuestra actividad externa. Jesús, contemplando la mucha cosecha que había por delante, fue lo primero que nos encargó:
La mies es mucha, rogad al Señor de la mies que mande operarios a su campo.
¿Tomamos la oración en la comunidad como la actividad primera de nuestro apostolado?
El testimonio, es imprescindible. Hoy al mundo lo convencen los testigos, no los maestros. Si los de fuera nos ven consecuentes con nuestra fe, serán arrastrados hacia Jesucristo y su Iglesia.
En medio de nuestras limitaciones, ¿somos católicos convencidos, con vida testimoniante?
Todo esto lo desarrollamos en el ámbito de nuestra comunidad particular parroquia, asociación o movimiento, pero nuestra mirada debe ir mucho más lejos: hemos de vivir el espíritu misionero de la Iglesia de tal modo que no haya obra de la Iglesia universal que no nos afecte, que no nos toque de cerca y que no sienta nuestra colaboración en la medida de nuestras posibilidades. El mandato último de Jesús no puso límites geográficos a nuestro apostolado, pues nos dijo:
Id por todo el mundo.., a todas la gente, a todos los pueblos de la tierra.
Este mandato de Jesús a toda la Iglesia, a cada comunidad cristiana, a cada creyente en particular a mí, en concreto es enardecedor y es exigente. Nos entusiasma, porque todos hemos soñado alguna vez en ser misioneros, en ser apóstoles. Y aunque nos pida mucho, ¿medimos nuestra grandeza al tener la misma misión que el Señor: llevar la fe, llevar la salvación al mundo entero?
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Fuente: Catholic.net
Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura.
Un mandamiento que entraña una grave obligación, porque la salvación la ha condicionado Dios a la fe y al bautismo, ya que sigue diciendo Jesús:
El que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se condenará.
Por lo mismo, la Iglesia se encuentra ante un deber ineludible: evangelizar. La predicación del Evangelio, la Fe y el Bautismo están de tal manera entrelazados que no se pueden separar. Sin predicación, no hay fe; sin fe no hay bautismo; sin bautismo no hay salvación.
¿Qué debe hacer entonces la Iglesia, qué debe hacer cada comunidad cristiana, qué debe hacer cada bautizado? Ser instrumentos fieles en la mano de Jesucristo para llevar a todos el misterio de la salvación, continuando la misión que el mismo Jesucristo trajo al mundo recibida del Padre, y para la cual lo llenó el Espíritu Santo:
El Espíritu del Señor me ha ungido para anunciar a los pobres la gran noticia: ¡ha llegado la salvación!
La primera beneficiada por el cumplimiento de esta misión será la misma Iglesia, lo será cada comunidad cristiana, lo será cada apóstol. Pues su mismo trabajo y su empeño por evangelizar los irá renovando en la fe que recibieron en el Bautismo.
Cuanto más evangelicen, más se robustecerá su propia fe. Dar la fe con entusiasmo creciente es la mejor manera de agradecer a Dios el don de la fe y el mejor medio para conservar y acrecentar la propia fe.
Ahora, más que mirarnos cada uno en particular y mirar a toda la Iglesia, nos centramos en la comunidad cristiana a la que pertenecemos: la parroquia, la asociación, el movimiento en el cual nos hemos comprometido... En esta pequeña comunidad se centra para cada uno la Iglesia universal, y en esa comunidad desarrolla cada uno de nosotros la labor que le toca como miembro de la Iglesia.
¿Qué vemos, qué observamos alrededor de nuestra propia comunidad? ¿Qué desafíos nos presenta?
Ante todo, nos damos cuenta de que son muchos los que desconocen prácticamente a Jesucristo. ¿Podemos quedarnos indiferentes, y no llevarles el conocimiento del Señor Jesús?
No hay comunidad cristiana, no hay cristiano alguno, que esté libre de la obligación de hacer conocer a Cristo en todo el mundo. ¿Y cuál es la parte del mundo, sino la que está a mi alrededor, la que me toca a mí como campo de mi trabajo, como parcela en la que yo debo sembrar el Evangelio?
Cuando miramos así a la Iglesia como un campo inmenso que abarca todo el mundo, pero dividida en multitud de parcelas que no rompen la unidad, sino que todas se conjuntan en la misma y única Iglesia, entonces entendemos eso de cuidar cada uno de nuestro metro cuadrado, es decir, de esta parte de la Iglesia que me toca a mí, la que está a mi alrededor, y de la cual yo voy a responder. Es entonces cuando se siente la urgencia del apostolado, y nadie tiene el mal gusto de quedarse con los brazos cruzados mientras hay tanto que hacer por Jesucristo y por el Reino de Dios.
Los medios que la Iglesia pone a mi disposición para evangelizar son muy antiguos y resultan siempre nuevos:
La catequesis, por la cual enseño a los demás las verdades de la fe que no conocen. ¿Estudio yo a Cristo y la doctrina de la fe, para poder comunicarlo a los demás que lo necesitan?
La liturgia, el culto de la Iglesia, que con la Palabra, los Sacramentos y los demás signos, es una lección continua de la fe cristiana. ¿Participo activamente y hago participar a los demás en los actos del culto, sabiendo que con ellos evangelizo de una manera muy poderosa?
La oración, con la cual se llega a todas partes y va mucho más allá que nuestra actividad externa. Jesús, contemplando la mucha cosecha que había por delante, fue lo primero que nos encargó:
La mies es mucha, rogad al Señor de la mies que mande operarios a su campo.
¿Tomamos la oración en la comunidad como la actividad primera de nuestro apostolado?
El testimonio, es imprescindible. Hoy al mundo lo convencen los testigos, no los maestros. Si los de fuera nos ven consecuentes con nuestra fe, serán arrastrados hacia Jesucristo y su Iglesia.
En medio de nuestras limitaciones, ¿somos católicos convencidos, con vida testimoniante?
Todo esto lo desarrollamos en el ámbito de nuestra comunidad particular parroquia, asociación o movimiento, pero nuestra mirada debe ir mucho más lejos: hemos de vivir el espíritu misionero de la Iglesia de tal modo que no haya obra de la Iglesia universal que no nos afecte, que no nos toque de cerca y que no sienta nuestra colaboración en la medida de nuestras posibilidades. El mandato último de Jesús no puso límites geográficos a nuestro apostolado, pues nos dijo:
Id por todo el mundo.., a todas la gente, a todos los pueblos de la tierra.
Este mandato de Jesús a toda la Iglesia, a cada comunidad cristiana, a cada creyente en particular a mí, en concreto es enardecedor y es exigente. Nos entusiasma, porque todos hemos soñado alguna vez en ser misioneros, en ser apóstoles. Y aunque nos pida mucho, ¿medimos nuestra grandeza al tener la misma misión que el Señor: llevar la fe, llevar la salvación al mundo entero?
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Fuente: Catholic.net
Chino de 110 años: Sacerdote más anciano del mundo es convocado a la Casa del Padre
(ACI).- El sacerdote trapense de 110 años, P. Nicolás Kao Shi Qian, quien fuera el sacerdote más anciano del mundo y también el hombre más anciano de Hong Kong, fue convocado a la Casa del Padre.
Según informa la agencia vaticana FIDES, el sacerdote, que hubiera cumplido 111 años el próximo 15 de enero, falleció la noche entre el 11 y el 12 de diciembre.
Casi todos los diarios de Hong Kong han publicado la noticia del tránsito de este anciano monje “mudo”, sobrenombre con el que los chinos conocen a los trapenses por su vida de silencio orante.
La agencia informa que la vida Padre Shi Qian fue “legendaria”: cada día recitaba varias veces el Rosario, rezaba por la paz y por la evangelización del mundo y, no obstante la edad avanzada, seguía rigurosamente el ritmo de la vida trapense.
El monje trapense había nacido en la provincia de Fu Jian, en la China continental, en 1897. Fue bautizado en 1915 y ordenado sacerdote en 1933.
Tras su ordenación desempeñó su servicio ministerial en la diócesis de Fu Zhou. También ejerció su servicio pastoral en las misiones en Taiwán, Malasia, Singapur y Tailandia por cuatro décadas.
Después de 39 años de sacerdocio se unió a los trapenses en la comunidad de Hong Kong en 1972, a la edad de 75 años. A los 100 años, en 1997, emitió sus votos perpetuos.
En su largo y ardoroso ministerio, como muestra de su amor por la Virgen María, construyó seis capillas y tres grandes templos dedicados a la Madre de Dios.
Según informa la agencia vaticana FIDES, el sacerdote, que hubiera cumplido 111 años el próximo 15 de enero, falleció la noche entre el 11 y el 12 de diciembre.
Casi todos los diarios de Hong Kong han publicado la noticia del tránsito de este anciano monje “mudo”, sobrenombre con el que los chinos conocen a los trapenses por su vida de silencio orante.
La agencia informa que la vida Padre Shi Qian fue “legendaria”: cada día recitaba varias veces el Rosario, rezaba por la paz y por la evangelización del mundo y, no obstante la edad avanzada, seguía rigurosamente el ritmo de la vida trapense.
El monje trapense había nacido en la provincia de Fu Jian, en la China continental, en 1897. Fue bautizado en 1915 y ordenado sacerdote en 1933.
Tras su ordenación desempeñó su servicio ministerial en la diócesis de Fu Zhou. También ejerció su servicio pastoral en las misiones en Taiwán, Malasia, Singapur y Tailandia por cuatro décadas.
Después de 39 años de sacerdocio se unió a los trapenses en la comunidad de Hong Kong en 1972, a la edad de 75 años. A los 100 años, en 1997, emitió sus votos perpetuos.
En su largo y ardoroso ministerio, como muestra de su amor por la Virgen María, construyó seis capillas y tres grandes templos dedicados a la Madre de Dios.
La crisis del matrimonio es también crisis del celibato / Autora: Miriam Díez i Bosch
El sacerdote y escritor Manglano habla del amor en su nuevo libro
MADRID, lunes, 17 diciembre 2007 (ZENIT.org).- José Pedro Manglano (www.manglano.org), ensayista y sacerdote, afirma que «la historia nos enseña que en los tiempos en que está en crisis el matrimonio también lo está el celibato».
De amor, celibato, matrimonio y libertad habla en su nuevo libro,»El amor y otras idioteces. Guía práctica para no perder a quien tú quieres», que acaba de ser editado por la editorial Planeta.
Manglano es autor también de «El enigma de la culpa» y «El libro de la confesión». Sus ensayos versan sobre el sentido de la vida, la felicidad, la culpa o la libertad.
--Un cura hablando del amor y otras idioteces... no deja de ser llamativo.
--Manglano: ¡Me hace gracia que empieces por ahí! Me lo preguntan todos.
--Perdone por el tópico, pero insisto: no es habitual.
--Manglano: Efectivamente, se ve que es un hecho que llama la atención. Pero... ¿por qué es la primera cuestión que viene a la cabeza?
Quizá lo que se está planteando se podría formular de esta otra manera: ¿qué puede decir un célibe acerca del amor?, como quien da por sentado que quien opta por el celibato se hace extraño a la cuestión del amor.
Me parece que este hecho, aparentemente sin importancia, manifiesta una situación de fondo delatada por Benedicto XVI en «La sal de la tierra»: la historia nos enseña que en los tiempos en que está en crisis el matrimonio también lo está el celibato.
--¿Por qué la crisis del matrimonio y la del celibato van relacionadas?
--Manglano: El celibato y el matrimonio, tal y como lo propone la Iglesia, son las dos formas sublimes de realizar una vida enamorada. Hay otras formas de vidas amorosas, sí, pero no otras formas sublimes.
Hoy vivimos cierta crisis del matrimonio, y vivimos cierta crisis del sentido del celibato. No se entiende que el célibe sea un amante y pueda saber del amor. Sin embargo, su vida es ejercicio amoroso al Hombre Cristo y a todos los hombres y mujeres, cercanos o desconocidos.
No solo eso: el célibe cristiano tiene una experiencia del Dios que es Amor, y de él recibe la sabiduría. Y si no, que le pregunten a San Juan de la Cruz, cuyo cántico es paradigma de cualquier relación amorosa.
--Pero su libro habla del amor de los novios y de los esposos.
--Manglano: El libro trata del amor de pareja, no del celibato. Pero el amor de pareja es amor, y la naturaleza del amor, sus etapas, sus crisis y sus sentimientos... tienen mucho en común.
Y para evitar las abstracciones, parto en todos los temas de relatos formidables de la literatura contemporánea, para analizar las ideas que subyacen a los distintos planteamientos acerca del amor que manejamos en nuestra cultura.
--¿El matrimonio es una carga que dificulta el vuelo hacia la felicidad, como sostienen algunos, o las alas para realizar esta utopía, como dice usted, y yo le corroboraría?
--Manglano: Para quien entienda el matrimonio como oficialización de una relación subjetiva por la que yo me agrupo con otro, no cabe duda de que casarse supondrá una carga. El matrimonio, entonces, limita mis posibilidades y no aporta nada.
Sin embargo, para quien entienda el matrimonio como la creación de un vínculo que transforma el yo, casarse supone un acto de libertad que constituye un nosotros, una ayuda para realizar la entrega libre del yo transformado por esa unión.
--Entonces..., ¿cuál es el verdadero significado del amor?
--Manglano: El amor es obra de nuestra libertad: no biología, sino libertad.
La atracción involuntaria -‘hay química', decimos- es transformada por la libertad en unión voluntaria. Amor significa unión libre que se originó por una atracción padecida. Sí. Amor es libertad, realización de la persona, superación de la soledad.
--Cristianamente amar es dar la vida por los enemigos. ¿Esto es realizable?
--Manglano: Exige una purificación del corazón que no es fácil. Cristo puede exigírnoslo porque él nos lo concede.
Es realizable solo por quien es transformado por la acción del Espíritu. Ese comportamiento se nos da y después, solo después, se nos exige.
--«Quien bien te quiere, te hará llorar. Quien mal te quiere, te hará flotar». ¿El amor es exigente por definición?
--Manglano: Quizá nuestra cultura tiene una mirada simple sobre el matrimonio.
Mira el punto de partida y el de llegada, pero fácilmente elimina de su campo visual cada uno de los pasos que es preciso librar para recorrer ese trayecto. Unos pasos se dan acompañados del placer de una buena sombra, otros bañados en el sudor, unas veces ahogan las risas y otros los jadeos...
Amar es realizar una unión formidable que no es gratuita: se trata del éxodo que lleva del eros al ágape.
Pero el amor es exigente también con el otro. No se trata de hacer llorar por capricho, sino porque lo exige su crecimiento. No se trata de crear ocasiones difíciles al otro, sino de no evitar las que surgen: se le enfrenta con la realidad y se le ayuda.
Si no le gusta estar con determinadas personas, o si prefiere estar conmigo saltándose su horario de trabajo, o si tiende a los celos o a la posesión... son situaciones en las que necesita de mí para ser capaz de asumirlas; darle mi blanda compasión no le hace mejor.
Quiere mal quien, en lugar de acompañar mientras el otro pisa el terreno, le ayuda a vivir flotando sobre la realidad, sin enfrentarse a las cosas.
--¿Por qué hemos pasado de la creencia del «amor eterno» a la práctica del «amor efímero»?
--Manglano: A partir de Spinoza, la filosofía ha propuesto un amor subjetivo: el amor sería una pasión que despierta mi felicidad con ocasión de mi relación con otra persona con la que hay química, como solemos decir.
Amor vendría a ser una sensación que encuentro en mí. Entonces, lo que amo cuando digo que amo no es nada distinto a mí mismo. Así las cosas, el amor durará tanto como dure la sensación: en el momento en el que la sensación desaparezca, o me la despierte otra persona distinta, aquel primer amor habrá muerto; y así sucesivamente. El amor así entendido es necesariamente efímero.
Sin embargo, otras filosofías entienden que el amor es algo objetivo: es el ejercicio libre de amar a otra persona, de unirme a ella.
El «tú» no es una ocasión de sentirme enamorado, sino que el «tú» es el motivo por el que yo salgo de mí para instalarme en otro centro vital que es la persona del amado.
El amor es referencial: salgo de mí hasta otro al que me doy. Entonces sí es posible realizar un amor eterno, que, por otro lado, es lo que a todos nos gustaría. Como he oído repetidas ocasiones a quienes llevan varias experiencias matrimoniales, «lo ideal sería que durase siempre, pero... no es fácil: ya me gustaría».
MADRID, lunes, 17 diciembre 2007 (ZENIT.org).- José Pedro Manglano (www.manglano.org), ensayista y sacerdote, afirma que «la historia nos enseña que en los tiempos en que está en crisis el matrimonio también lo está el celibato».
De amor, celibato, matrimonio y libertad habla en su nuevo libro,»El amor y otras idioteces. Guía práctica para no perder a quien tú quieres», que acaba de ser editado por la editorial Planeta.
Manglano es autor también de «El enigma de la culpa» y «El libro de la confesión». Sus ensayos versan sobre el sentido de la vida, la felicidad, la culpa o la libertad.
--Un cura hablando del amor y otras idioteces... no deja de ser llamativo.
--Manglano: ¡Me hace gracia que empieces por ahí! Me lo preguntan todos.
--Perdone por el tópico, pero insisto: no es habitual.
--Manglano: Efectivamente, se ve que es un hecho que llama la atención. Pero... ¿por qué es la primera cuestión que viene a la cabeza?
Quizá lo que se está planteando se podría formular de esta otra manera: ¿qué puede decir un célibe acerca del amor?, como quien da por sentado que quien opta por el celibato se hace extraño a la cuestión del amor.
Me parece que este hecho, aparentemente sin importancia, manifiesta una situación de fondo delatada por Benedicto XVI en «La sal de la tierra»: la historia nos enseña que en los tiempos en que está en crisis el matrimonio también lo está el celibato.
--¿Por qué la crisis del matrimonio y la del celibato van relacionadas?
--Manglano: El celibato y el matrimonio, tal y como lo propone la Iglesia, son las dos formas sublimes de realizar una vida enamorada. Hay otras formas de vidas amorosas, sí, pero no otras formas sublimes.
Hoy vivimos cierta crisis del matrimonio, y vivimos cierta crisis del sentido del celibato. No se entiende que el célibe sea un amante y pueda saber del amor. Sin embargo, su vida es ejercicio amoroso al Hombre Cristo y a todos los hombres y mujeres, cercanos o desconocidos.
No solo eso: el célibe cristiano tiene una experiencia del Dios que es Amor, y de él recibe la sabiduría. Y si no, que le pregunten a San Juan de la Cruz, cuyo cántico es paradigma de cualquier relación amorosa.
--Pero su libro habla del amor de los novios y de los esposos.
--Manglano: El libro trata del amor de pareja, no del celibato. Pero el amor de pareja es amor, y la naturaleza del amor, sus etapas, sus crisis y sus sentimientos... tienen mucho en común.
Y para evitar las abstracciones, parto en todos los temas de relatos formidables de la literatura contemporánea, para analizar las ideas que subyacen a los distintos planteamientos acerca del amor que manejamos en nuestra cultura.
--¿El matrimonio es una carga que dificulta el vuelo hacia la felicidad, como sostienen algunos, o las alas para realizar esta utopía, como dice usted, y yo le corroboraría?
--Manglano: Para quien entienda el matrimonio como oficialización de una relación subjetiva por la que yo me agrupo con otro, no cabe duda de que casarse supondrá una carga. El matrimonio, entonces, limita mis posibilidades y no aporta nada.
Sin embargo, para quien entienda el matrimonio como la creación de un vínculo que transforma el yo, casarse supone un acto de libertad que constituye un nosotros, una ayuda para realizar la entrega libre del yo transformado por esa unión.
--Entonces..., ¿cuál es el verdadero significado del amor?
--Manglano: El amor es obra de nuestra libertad: no biología, sino libertad.
La atracción involuntaria -‘hay química', decimos- es transformada por la libertad en unión voluntaria. Amor significa unión libre que se originó por una atracción padecida. Sí. Amor es libertad, realización de la persona, superación de la soledad.
--Cristianamente amar es dar la vida por los enemigos. ¿Esto es realizable?
--Manglano: Exige una purificación del corazón que no es fácil. Cristo puede exigírnoslo porque él nos lo concede.
Es realizable solo por quien es transformado por la acción del Espíritu. Ese comportamiento se nos da y después, solo después, se nos exige.
--«Quien bien te quiere, te hará llorar. Quien mal te quiere, te hará flotar». ¿El amor es exigente por definición?
--Manglano: Quizá nuestra cultura tiene una mirada simple sobre el matrimonio.
Mira el punto de partida y el de llegada, pero fácilmente elimina de su campo visual cada uno de los pasos que es preciso librar para recorrer ese trayecto. Unos pasos se dan acompañados del placer de una buena sombra, otros bañados en el sudor, unas veces ahogan las risas y otros los jadeos...
Amar es realizar una unión formidable que no es gratuita: se trata del éxodo que lleva del eros al ágape.
Pero el amor es exigente también con el otro. No se trata de hacer llorar por capricho, sino porque lo exige su crecimiento. No se trata de crear ocasiones difíciles al otro, sino de no evitar las que surgen: se le enfrenta con la realidad y se le ayuda.
Si no le gusta estar con determinadas personas, o si prefiere estar conmigo saltándose su horario de trabajo, o si tiende a los celos o a la posesión... son situaciones en las que necesita de mí para ser capaz de asumirlas; darle mi blanda compasión no le hace mejor.
Quiere mal quien, en lugar de acompañar mientras el otro pisa el terreno, le ayuda a vivir flotando sobre la realidad, sin enfrentarse a las cosas.
--¿Por qué hemos pasado de la creencia del «amor eterno» a la práctica del «amor efímero»?
--Manglano: A partir de Spinoza, la filosofía ha propuesto un amor subjetivo: el amor sería una pasión que despierta mi felicidad con ocasión de mi relación con otra persona con la que hay química, como solemos decir.
Amor vendría a ser una sensación que encuentro en mí. Entonces, lo que amo cuando digo que amo no es nada distinto a mí mismo. Así las cosas, el amor durará tanto como dure la sensación: en el momento en el que la sensación desaparezca, o me la despierte otra persona distinta, aquel primer amor habrá muerto; y así sucesivamente. El amor así entendido es necesariamente efímero.
Sin embargo, otras filosofías entienden que el amor es algo objetivo: es el ejercicio libre de amar a otra persona, de unirme a ella.
El «tú» no es una ocasión de sentirme enamorado, sino que el «tú» es el motivo por el que yo salgo de mí para instalarme en otro centro vital que es la persona del amado.
El amor es referencial: salgo de mí hasta otro al que me doy. Entonces sí es posible realizar un amor eterno, que, por otro lado, es lo que a todos nos gustaría. Como he oído repetidas ocasiones a quienes llevan varias experiencias matrimoniales, «lo ideal sería que durase siempre, pero... no es fácil: ya me gustaría».
Navidad, locura del amor de Dios al hombre / Autor: P Antonio Rivero LC
Si queremos que haya Navidad en nuestro corazón tenemos que abrir el corazón y aceptar esa invasión del amor de Dios.
Sí, locura de Cristo:
Siendo Dios Omnipotente, fuerte, Majestad...se hace bebé, débil, necesitado, pobre, indefenso, digno de compasión, con ojos para llorar y reír, con manos para trabajar, con cuerpo para sufrir, con corazón para compadecerse de nosotros, los hombres. ¿No es esto locura? Si locura es exceso de algo, desconcierto, el salirse uno de sus casillas...aquí en Belén Dios salió de sus casillas divinas para tropezarse con la choza, pobre y necesitada, del hombre.
Locura precisamente porque cuando el mundo estaba en grave descomposición, en grave crisis moral (libertinaje), en grave degeneración, en un auténtico colapso espiritual (basta leer el inicio de la carta a los romanos para darnos cuenta de cómo estaba el mundo antes de que Cristo viniese por vez primera), es en ese momento cuando aparece en nuestra pobre historia humana el sol naciente que venía a enterrar ese ocaso ya descompuesto y en putrefacción. Y no sólo crisis moral, sino también social (ociosidad: en las mañanas se dedicaban a recibir visitas, a hablar de todo y de nada), gimnasia, sauna o baño y una comida de lujo); crisis económica (auténtica bancarrota, debido al placer y al lujo).
Locura también porque viniendo como Médico divino a sanar a un gran enfermo, la Humanidad...este enfermo no le abre las puertas, no le acepta en su mesón, no quiere saber nada de El, y prefiere que el cáncer que le carcome por dentro siga galopando hasta matarle el alma.
Locura porque viniendo el Mesías por tanto tiempo esperado, nadie le reconoce, pues se presentó en ropa de pordiosero.
Locura porque siendo Rey, viene en plan de mendigo, pidiendo un trozo de tierra para nacer, un latido de mujer, unos brazos que le sostengan, unos labios que le besen...y nace en un pesebre, posada ésta indigna para un Dios, pero al parecer más digna que el corazón de los hombres.
Locura porque siendo Pastor amoroso, encuentra que sus ovejas no sólo están dispersas, sino que siguen la voz de otros pastores que son ladrones y salteadores que les han manchado y robado el alma, pero que les han prometido paraísos de muerte.
Locura porque viniendo como Luz verdadera, los hombres prefirieron las tinieblas para seguir haciendo sus perversas obras.
Locura porque viniendo como Manjar y alimento, los hombres disfrutaron de los alimentos corruptibles que les dejaban más hastiados.
Locura porque precisamente cuando el hombre vivía en su más atroz egoísmo, personificado en el tirano Herodes y en los ingratos posaderos de Jerusalén y en la inconsciencia de casi todos los humanos...Dios viene a darnos su corazón, pedazo tras pedazo. Pedazo en Belén; el primer latido del Hijo de Dios. Pedazos en Nazaret. Pedazos en la vida pública. Y el último latido en el Calvario.
El único motivo que movió a Dios a hacerse hombre fue el amor. No, no pudo ser el pecado, porque de una causa tan horrible (el pecado) no podía brotar un efecto tan extraordinario y generoso (la Encarnación del Hijo de Dios). La causa fue el amor; y la ocasión para que Dios manifestara una vez más ese amor que le desbordaba su corazón fue el pecado de los hombres. Quiso, por puro amor, sin estar obligado a nada, salir a la reconquista del hombre, pues El había venido a llamar a los pecadores.
Y ese amor de Cristo en la Encarnación y durante toda su vida fue:
1. Incomparable y único porque nos ama con todo su corazón. No ama como hacemos los mortales, "a ratos". Incomparable, porque nada hay que se pueda comparar con este misterio: un Dios que se hace pequeño. Único, porque como Dios nadie puede amarnos nunca.
2. Amor sanante porque viene a cubrir nuestras miserias, a condescender con nuestras fragilidades, a perdonar nuestros más hondos pecados. A pesar de que había una distancia infinita entre Dios y el hombre, entre el ser y la nada, entre la santidad y el pecado...sin embargo, para el amor no hay distancias ni obstáculos invencibles. Tanto se abajó el Hijo de Dios al hacerse hombre que san Pablo no vacila en llamar a este misterio no sólo destrucción sino auténtico aniquilamiento: "exinanivit, formam servi accipiens": tomando la forma de siervo.
3. Amor elevante porque no sólo limpia, sino que diviniza; no sólo perdona, sino que da la fuerza para auparnos a besar a Dios, a abrazarle, a acunarle. Sabemos por la sana filosofía que el amor cuando nace tiende irresistiblemente hacia la unión espiritual con el amado; y ese amor, cuando se consuma no es otra cosa que esa misma unión. Ahora bien, como el hombre no podía elevarse por sí mismo hacia Dios y abrazarle, entonces tuvo que ser el mismo Dios quien se agachó a nosotros, como contaba el filósofo chino. Pero al agacharse, Dios no perdió nada ("Siendo El de condición divina...", Fp 2,6).
Navidad: desbordamiento del amor de Dios al hombre. Locura del amor de Dios. Si queremos que haya Navidad en nuestro corazón no tenemos otra cosa que hacer que abrir el corazón y aceptar esa invasión del amor de Dios. Ojalá que también nuestro amor a El y a nuestros hermanos tenga algo de locura, porque nos damos sin medida, sin tasa, sin regateos, sin tacañerías.
Pidamos la locura del amor. Tenemos que incendiar este mundo y hacer de él un inmenso manicomio espiritual donde sólo tengan visado los apasionados y locos por Cristo y por el Reino.
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Fuente: Catholic.net
Sí, locura de Cristo:
Siendo Dios Omnipotente, fuerte, Majestad...se hace bebé, débil, necesitado, pobre, indefenso, digno de compasión, con ojos para llorar y reír, con manos para trabajar, con cuerpo para sufrir, con corazón para compadecerse de nosotros, los hombres. ¿No es esto locura? Si locura es exceso de algo, desconcierto, el salirse uno de sus casillas...aquí en Belén Dios salió de sus casillas divinas para tropezarse con la choza, pobre y necesitada, del hombre.
Locura precisamente porque cuando el mundo estaba en grave descomposición, en grave crisis moral (libertinaje), en grave degeneración, en un auténtico colapso espiritual (basta leer el inicio de la carta a los romanos para darnos cuenta de cómo estaba el mundo antes de que Cristo viniese por vez primera), es en ese momento cuando aparece en nuestra pobre historia humana el sol naciente que venía a enterrar ese ocaso ya descompuesto y en putrefacción. Y no sólo crisis moral, sino también social (ociosidad: en las mañanas se dedicaban a recibir visitas, a hablar de todo y de nada), gimnasia, sauna o baño y una comida de lujo); crisis económica (auténtica bancarrota, debido al placer y al lujo).
Locura también porque viniendo como Médico divino a sanar a un gran enfermo, la Humanidad...este enfermo no le abre las puertas, no le acepta en su mesón, no quiere saber nada de El, y prefiere que el cáncer que le carcome por dentro siga galopando hasta matarle el alma.
Locura porque viniendo el Mesías por tanto tiempo esperado, nadie le reconoce, pues se presentó en ropa de pordiosero.
Locura porque siendo Rey, viene en plan de mendigo, pidiendo un trozo de tierra para nacer, un latido de mujer, unos brazos que le sostengan, unos labios que le besen...y nace en un pesebre, posada ésta indigna para un Dios, pero al parecer más digna que el corazón de los hombres.
Locura porque siendo Pastor amoroso, encuentra que sus ovejas no sólo están dispersas, sino que siguen la voz de otros pastores que son ladrones y salteadores que les han manchado y robado el alma, pero que les han prometido paraísos de muerte.
Locura porque viniendo como Luz verdadera, los hombres prefirieron las tinieblas para seguir haciendo sus perversas obras.
Locura porque viniendo como Manjar y alimento, los hombres disfrutaron de los alimentos corruptibles que les dejaban más hastiados.
Locura porque precisamente cuando el hombre vivía en su más atroz egoísmo, personificado en el tirano Herodes y en los ingratos posaderos de Jerusalén y en la inconsciencia de casi todos los humanos...Dios viene a darnos su corazón, pedazo tras pedazo. Pedazo en Belén; el primer latido del Hijo de Dios. Pedazos en Nazaret. Pedazos en la vida pública. Y el último latido en el Calvario.
El único motivo que movió a Dios a hacerse hombre fue el amor. No, no pudo ser el pecado, porque de una causa tan horrible (el pecado) no podía brotar un efecto tan extraordinario y generoso (la Encarnación del Hijo de Dios). La causa fue el amor; y la ocasión para que Dios manifestara una vez más ese amor que le desbordaba su corazón fue el pecado de los hombres. Quiso, por puro amor, sin estar obligado a nada, salir a la reconquista del hombre, pues El había venido a llamar a los pecadores.
Y ese amor de Cristo en la Encarnación y durante toda su vida fue:
1. Incomparable y único porque nos ama con todo su corazón. No ama como hacemos los mortales, "a ratos". Incomparable, porque nada hay que se pueda comparar con este misterio: un Dios que se hace pequeño. Único, porque como Dios nadie puede amarnos nunca.
2. Amor sanante porque viene a cubrir nuestras miserias, a condescender con nuestras fragilidades, a perdonar nuestros más hondos pecados. A pesar de que había una distancia infinita entre Dios y el hombre, entre el ser y la nada, entre la santidad y el pecado...sin embargo, para el amor no hay distancias ni obstáculos invencibles. Tanto se abajó el Hijo de Dios al hacerse hombre que san Pablo no vacila en llamar a este misterio no sólo destrucción sino auténtico aniquilamiento: "exinanivit, formam servi accipiens": tomando la forma de siervo.
3. Amor elevante porque no sólo limpia, sino que diviniza; no sólo perdona, sino que da la fuerza para auparnos a besar a Dios, a abrazarle, a acunarle. Sabemos por la sana filosofía que el amor cuando nace tiende irresistiblemente hacia la unión espiritual con el amado; y ese amor, cuando se consuma no es otra cosa que esa misma unión. Ahora bien, como el hombre no podía elevarse por sí mismo hacia Dios y abrazarle, entonces tuvo que ser el mismo Dios quien se agachó a nosotros, como contaba el filósofo chino. Pero al agacharse, Dios no perdió nada ("Siendo El de condición divina...", Fp 2,6).
Navidad: desbordamiento del amor de Dios al hombre. Locura del amor de Dios. Si queremos que haya Navidad en nuestro corazón no tenemos otra cosa que hacer que abrir el corazón y aceptar esa invasión del amor de Dios. Ojalá que también nuestro amor a El y a nuestros hermanos tenga algo de locura, porque nos damos sin medida, sin tasa, sin regateos, sin tacañerías.
Pidamos la locura del amor. Tenemos que incendiar este mundo y hacer de él un inmenso manicomio espiritual donde sólo tengan visado los apasionados y locos por Cristo y por el Reino.
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Fuente: Catholic.net
jueves, 13 de diciembre de 2007
Dios ha «desposado» nuestra humanidad / Autor: Benedicto XVI
Intervención en la oración mariana del Angelus
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 16 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI este domingo al introducir la oración mariana del Ángelus ante varios miles de fieles y peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro en el Vaticano.
* * *
¡Queridos hermanos y hermanas!
«Gaudete in Domino semper - Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4). Con estas palabras de san Pablo se abre la Santa Misa del III domingo de Adviento, que por ello se llama domingo «gaudete». El Apóstol exhorta a los cristianos a alegrarse porque la venida del Señor, esto es, su retorno glorioso, es seguro y no tardará. La Iglesia hace propia esta invitación, mientras se prepara a celebrar la Navidad y su mirada se dirige cada vez más hacia Belén. En efecto, aguardamos con esperanza cierta la segunda venida de Cristo porque hemos conocido la primera. El misterio de Belén nos revela al Dios-con-nosotros, al Dios cercano a nosotros, no sencillamente en sentido espacial y temporal; Él está cerca de nosotros porque ha «desposado», por así decirlo, nuestra humanidad; ha tomado sobre sí nuestra condición, eligiendo ser en todo como nosotros, menos en el pecado, para hacer que nos convirtamos como Él. La alegría cristiana brota por lo tanto de esta certeza: Dios está próximo, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, como amigo y esposo fiel. Y esta alegría permanece también en la prueba, en el sufrimiento mismo, y permanece no superficialmente, sino en lo profundo de la persona que se entrega a Dios y confía en Él.
Algunos se preguntan: ¿pero todavía hoy es posible esta alegría? ¡La respuesta la dan, con sus vidas, hombres y mujeres de toda edad y condición social, felices de consagrar su existencia a los demás! ¿Acaso no fue la beata Madre Teresa de Calcuta, en nuestro tiempo, un testimonio inolvidable de la verdadera alegría evangélica? Vivía a diario en contacto con la miseria, la degradación humana, la muerte. Su alma conoció la prueba de la noche oscura de la fe; sin embargo, dio a todos la sonrisa de Dios. Leemos en un escrito suyo: «Esperamos con impaciencia el paraíso, donde está Dios, pero tenemos en nuestro poder estar en el paraíso ya desde aquí y desde este momento. Ser felices con Dios significa: amar como Él, ayudar como Él, dar como Él, servir como Él» (La gioia di darsi agli altri, Ed. Paoline, 1987, p. 143). Sí, la alegría entra en el corazón de quien se pone al servicio de los pequeños y de los pobres. En quien ama así, Dios hace morada, y el alma está en la alegría. Si en cambio se hace de la felicidad un ídolo, se yerra de camino y es verdaderamente difícil encontrar la alegría de la que habla Jesús. Es ésta, lamentablemente, la propuesta de las culturas que sitúan la felicidad individual en el lugar de Dios, mentalidades que tienen su efecto emblemático en la búsqueda del placer a toda costa, en la difusión del consumo de drogas como huída, como refugio en paraísos artificiales, que se revelan después completamente ilusorios.
Queridos hermanos y hermanas: también en Navidad se puede equivocar el camino, cambiar la verdadera fiesta con la que no abre el corazón a la alegría de Cristo. Que la Virgen María ayude a todos los cristianos, y a los hombres que buscan a Dios, a llegar a Belén para encontrar al Niño que ha nacido por nosotros, por la salvación y la felicidad de todos los hombres.
[Al término del rezo del Ángelus, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español dijo:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua española. Queridos hermanos: Siguiendo la invitación de la liturgia de este domingo de Adviento, os aliento a vivir con alegría la cercanía del Señor, que viene a nuestro encuentro, para que, llenos de esperanza y confianza en su amor, prosigáis vuestra preparación espiritual para la Navidad meditando la Palabra divina, e intensificando la oración y las obras de caridad. ¡Feliz domingo!
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Traducción del original italiano realizada por Marta Lago.
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 16 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI este domingo al introducir la oración mariana del Ángelus ante varios miles de fieles y peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro en el Vaticano.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
«Gaudete in Domino semper - Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4). Con estas palabras de san Pablo se abre la Santa Misa del III domingo de Adviento, que por ello se llama domingo «gaudete». El Apóstol exhorta a los cristianos a alegrarse porque la venida del Señor, esto es, su retorno glorioso, es seguro y no tardará. La Iglesia hace propia esta invitación, mientras se prepara a celebrar la Navidad y su mirada se dirige cada vez más hacia Belén. En efecto, aguardamos con esperanza cierta la segunda venida de Cristo porque hemos conocido la primera. El misterio de Belén nos revela al Dios-con-nosotros, al Dios cercano a nosotros, no sencillamente en sentido espacial y temporal; Él está cerca de nosotros porque ha «desposado», por así decirlo, nuestra humanidad; ha tomado sobre sí nuestra condición, eligiendo ser en todo como nosotros, menos en el pecado, para hacer que nos convirtamos como Él. La alegría cristiana brota por lo tanto de esta certeza: Dios está próximo, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, como amigo y esposo fiel. Y esta alegría permanece también en la prueba, en el sufrimiento mismo, y permanece no superficialmente, sino en lo profundo de la persona que se entrega a Dios y confía en Él.
Algunos se preguntan: ¿pero todavía hoy es posible esta alegría? ¡La respuesta la dan, con sus vidas, hombres y mujeres de toda edad y condición social, felices de consagrar su existencia a los demás! ¿Acaso no fue la beata Madre Teresa de Calcuta, en nuestro tiempo, un testimonio inolvidable de la verdadera alegría evangélica? Vivía a diario en contacto con la miseria, la degradación humana, la muerte. Su alma conoció la prueba de la noche oscura de la fe; sin embargo, dio a todos la sonrisa de Dios. Leemos en un escrito suyo: «Esperamos con impaciencia el paraíso, donde está Dios, pero tenemos en nuestro poder estar en el paraíso ya desde aquí y desde este momento. Ser felices con Dios significa: amar como Él, ayudar como Él, dar como Él, servir como Él» (La gioia di darsi agli altri, Ed. Paoline, 1987, p. 143). Sí, la alegría entra en el corazón de quien se pone al servicio de los pequeños y de los pobres. En quien ama así, Dios hace morada, y el alma está en la alegría. Si en cambio se hace de la felicidad un ídolo, se yerra de camino y es verdaderamente difícil encontrar la alegría de la que habla Jesús. Es ésta, lamentablemente, la propuesta de las culturas que sitúan la felicidad individual en el lugar de Dios, mentalidades que tienen su efecto emblemático en la búsqueda del placer a toda costa, en la difusión del consumo de drogas como huída, como refugio en paraísos artificiales, que se revelan después completamente ilusorios.
Queridos hermanos y hermanas: también en Navidad se puede equivocar el camino, cambiar la verdadera fiesta con la que no abre el corazón a la alegría de Cristo. Que la Virgen María ayude a todos los cristianos, y a los hombres que buscan a Dios, a llegar a Belén para encontrar al Niño que ha nacido por nosotros, por la salvación y la felicidad de todos los hombres.
[Al término del rezo del Ángelus, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español dijo:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua española. Queridos hermanos: Siguiendo la invitación de la liturgia de este domingo de Adviento, os aliento a vivir con alegría la cercanía del Señor, que viene a nuestro encuentro, para que, llenos de esperanza y confianza en su amor, prosigáis vuestra preparación espiritual para la Navidad meditando la Palabra divina, e intensificando la oración y las obras de caridad. ¡Feliz domingo!
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Traducción del original italiano realizada por Marta Lago.
Adviento, tiempo de esperanza / Autor: Benedicto XVI
Visita al hospital San Juan Bautista de la Orden de Malta en Roma
ROMA, viernes, 14 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI el 2 de diciembre al visitar el hospital San Juan Bautista de la Soberana Orden Militar de Malta el pasado 2 de diciembre en Roma.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
«Vamos alegres al encuentro del Señor». Estas palabras, que hemos repetido en el estribillo del salmo responsorial, interpretan bien los sentimientos que alberga nuestro corazón hoy, primer domingo de Adviento. La razón por la cual podemos caminar con alegría, como nos ha exhortado el apóstol san Pablo, es que ya está cerca nuestra salvación. El Señor viene. Con esta certeza emprendemos el itinerario del Adviento, preparándonos para celebrar con fe el acontecimiento extraordinario del Nacimiento del Señor. Durante las próximas semanas, día tras día, la liturgia propondrá a nuestra reflexión textos del Antiguo Testamento, que recuerdan el vivo y constante deseo que animó en el pueblo judío la espera de la venida del Mesías. También nosotros, vigilantes en la oración, tratemos de preparar nuestro corazón para acoger al Salvador, que vendrá a mostrarnos su misericordia y a darnos su salvación.
Precisamente porque es tiempo de espera, el Adviento es tiempo de esperanza, y a la esperanza cristiana he querido dedicar mi segunda encíclica, presentada oficialmente anteayer: comienza con las palabras que san Pablo dirigió a los cristianos de Roma: «Spe salvi facti sumus», «En esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). En la encíclica escribí, entre otras cosas, que «nosotros necesitamos tener esperanzas -más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar» (n. 31). Que la certeza de que sólo Dios puede ser nuestra firme esperanza nos anime a todos los que esta mañana nos hemos reunido en esta casa, en la que se lucha contra la enfermedad, sostenidos por la solidaridad.
Aprovecho mi visita a vuestro hospital, administrado por la asociación de los caballeros italianos de la Soberana Orden Militar de Malta, para entregar idealmente la encíclica a la comunidad cristiana de Roma y, en particular, a quienes, como vosotros, están en contacto directo con el sufrimiento y la enfermedad, porque precisamente sufriendo como enfermos tenemos necesidad de la esperanza, de la certeza que hay en un Dios que no nos abandona, que nos tiene de la mano y nos acompaña con amor. Es un texto que os invito a profundizar, para encontrar en él las razones de la «esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente (...), aunque sea un presente fatigoso» (n. 1).
Queridos hermanos y hermanas, «que el Dios de la esperanza, que nos colma de todo gozo y paz en la fe por la fuerza del Espíritu Santo, esté con todos vosotros». Con este deseo, que el sacerdote dirige a la asamblea al inicio de la santa misa, os saludo cordialmente. Saludo, en primer lugar, al cardenal vicario Camillo Ruini y al cardenal Pio Laghi, patrono de la Soberana Orden Militar de Malta, a los prelados y sacerdotes presentes, a los capellanes y a las religiosas que prestan aquí su servicio. Saludo con deferencia a su alteza eminentísima fray Andrew Bertie, príncipe y gran maestre de la Soberana Orden Militar de Malta, a quien agradezco los sentimientos expresados en nombre de la Dirección, del personal administrativo y sanitario, de los enfermeros y de cuantos prestan de diversos modos su servicio en el hospital. Extiendo mi saludo a las distinguidas autoridades y, en particular, al dirigente sanitario, así como al representante de los enfermos, a los cuales expreso mi agradecimiento por las palabras que me han dirigido al inicio de la celebración.
Pero el saludo más afectuoso es para vosotros, queridos enfermos, y para vuestros familiares, que con vosotros comparten angustias y esperanzas. El Papa está espiritualmente cerca de vosotros y os asegura su oración diaria; os invita a encontrar en Jesús apoyo y consuelo, y a no perder jamás la confianza. La liturgia de Adviento nos repetirá durante las próximas semanas que no nos cansemos de invocarlo; nos exhortará a salir a su encuentro, sabiendo que él mismo viene continuamente a visitarnos. En la prueba y en la enfermedad Dios nos visita misteriosamente y, si nos abandonamos a su voluntad, podemos experimentar la fuerza de su amor.
Los hospitales y las clínicas, precisamente porque en ellos se encuentran personas probadas por el dolor, pueden transformarse en lugares privilegiados para testimoniar el amor cristiano que alimenta la esperanza y suscita propósitos de solidaridad fraterna. En la oración colecta hemos rezado así: «Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras». Sí. Abramos el corazón a todas las personas, especialmente a las que atraviesan dificultades, para que, haciendo el bien a cuantos se encuentran en necesidad, nos dispongamos a acoger a Jesús que en ellos viene a visitarnos.
Esto es lo que vosotros, queridos hermanos y hermanas, tratáis de hacer en este hospital, donde la acogida amorosa y cualificada de los pacientes, la tutela de su dignidad y el compromiso de mejorar su calidad de vida ocupa el centro de las preocupaciones de todos. La Iglesia, a lo largo de los siglos, se ha hecho particularmente «cercana» de quienes sufren. Ha compartido este espíritu vuestra benemérita Soberana Orden Militar de Malta, que desde sus comienzos se ha dedicado a la asistencia de los peregrinos en Tierra Santa mediante un hospicio-enfermería. A la vez que perseguía la finalidad de la defensa de la cristiandad, la Soberana Orden Militar de Malta se prodigaba para curar a los enfermos, especialmente a los pobres y marginados. También es testimonio de ese amor fraterno este hospital que, construido en torno a la década de 1970, hoy se ha convertido en un centro de alto nivel tecnológico y en una casa de solidaridad, donde juntamente con el personal sanitario trabajan con entrega generosa numerosos voluntarios.
Queridos caballeros de la Soberana Orden Militar de Malta; queridos médicos, enfermeros y cuantos trabajáis aquí, todos estáis llamados a prestar un importante servicio a los enfermos y a la sociedad, un servicio que exige abnegación y espíritu de sacrificio. En cada enfermo, cualquiera que sea, reconoced y servid a Cristo mismo; haced que en vuestros gestos y en vuestras palabras perciba los signos de su amor misericordioso.
Para cumplir bien esta «misión», como nos recuerda san Pablo en la segunda lectura, tratad de «pertrecharos con las armas de la luz» (Rm 13, 12), que son la palabra de Dios, los dones del Espíritu, la gracia de los sacramentos, y las virtudes teologales y cardinales; luchad contra el mal y abandonad el pecado, que entenebrece nuestra existencia. Al inicio de un nuevo año litúrgico, renovemos nuestros buenos propósitos de vida evangélica. «Ya es hora de espabilarse» (Rm 13, 11), exhorta el Apóstol; es decir, es hora de convertirse, de despertar del letargo del pecado para disponerse con confianza a acoger al «Señor que viene». Por eso, el Adviento es tiempo de oración y de espera vigilante.
A la «vigilancia», que por lo demás es la palabra clave de todo este período litúrgico, nos exhorta la página evangélica que acabamos de proclamar: «Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24, 42). Jesús, que en la Navidad vino a nosotros y volverá glorioso al final de los tiempos, no se cansa de visitarnos continuamente en los acontecimientos de cada día. Nos pide estar atentos para percibir su presencia, su adviento, y nos advierte que lo esperemos vigilando, puesto que su venida no se puede programar o pronosticar, sino que será repentina e imprevisible. Sólo quien está despierto no será tomado de sorpresa. Que no os suceda -advierte- lo que pasó en tiempo de Noé, cuando los hombres comían y bebían despreocupadamente, y el diluvio los encontró desprevenidos (cf. Mt 24, 37-38). Lo que quiere darnos a entender el Señor con esta recomendación es que no debemos dejarnos absorber por las realidades y preocupaciones materiales hasta el punto de quedar atrapados en ellas. Debemos vivir ante los ojos del Señor con la convicción de que cada día puede hacerse presente. Si vivimos así, el mundo será mejor.
«Estad, pues, en vela...». Escuchemos la invitación de Jesús en el Evangelio y preparémonos para revivir con fe el misterio del nacimiento del Redentor, que ha llenado de alegría el universo; preparémonos para acoger al Señor que viene continuamente a nuestro encuentro en los acontecimientos de la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad; preparémonos para encontrarlo en su venida última y definitiva.
Su paso es siempre fuente de paz y, si el sufrimiento, herencia de la naturaleza humana, a veces resulta casi insoportable, con la venida del Salvador «el sufrimiento -sin dejar de ser sufrimiento- se convierte a pesar de todo en canto de alabanza» (Spe salvi, 37). Confortados por estas palabras, prosigamos la celebración eucarística, invocando sobre los enfermos, sobre sus familiares y sobre cuantos trabajan en este hospital y en toda la Orden de los Caballeros de Malta, la protección materna de María, Virgen de la espera y de la esperanza, así como de la alegría, ya presente en este mundo, porque cuando sentimos la cercanía de Cristo vivo tenemos ya el remedio para el sufrimiento, tenemos ya su alegría. Amén.
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Traducción distribuida por la Santa Sede
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ROMA, viernes, 14 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI el 2 de diciembre al visitar el hospital San Juan Bautista de la Soberana Orden Militar de Malta el pasado 2 de diciembre en Roma.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
«Vamos alegres al encuentro del Señor». Estas palabras, que hemos repetido en el estribillo del salmo responsorial, interpretan bien los sentimientos que alberga nuestro corazón hoy, primer domingo de Adviento. La razón por la cual podemos caminar con alegría, como nos ha exhortado el apóstol san Pablo, es que ya está cerca nuestra salvación. El Señor viene. Con esta certeza emprendemos el itinerario del Adviento, preparándonos para celebrar con fe el acontecimiento extraordinario del Nacimiento del Señor. Durante las próximas semanas, día tras día, la liturgia propondrá a nuestra reflexión textos del Antiguo Testamento, que recuerdan el vivo y constante deseo que animó en el pueblo judío la espera de la venida del Mesías. También nosotros, vigilantes en la oración, tratemos de preparar nuestro corazón para acoger al Salvador, que vendrá a mostrarnos su misericordia y a darnos su salvación.
Precisamente porque es tiempo de espera, el Adviento es tiempo de esperanza, y a la esperanza cristiana he querido dedicar mi segunda encíclica, presentada oficialmente anteayer: comienza con las palabras que san Pablo dirigió a los cristianos de Roma: «Spe salvi facti sumus», «En esperanza fuimos salvados» (Rm 8, 24). En la encíclica escribí, entre otras cosas, que «nosotros necesitamos tener esperanzas -más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar» (n. 31). Que la certeza de que sólo Dios puede ser nuestra firme esperanza nos anime a todos los que esta mañana nos hemos reunido en esta casa, en la que se lucha contra la enfermedad, sostenidos por la solidaridad.
Aprovecho mi visita a vuestro hospital, administrado por la asociación de los caballeros italianos de la Soberana Orden Militar de Malta, para entregar idealmente la encíclica a la comunidad cristiana de Roma y, en particular, a quienes, como vosotros, están en contacto directo con el sufrimiento y la enfermedad, porque precisamente sufriendo como enfermos tenemos necesidad de la esperanza, de la certeza que hay en un Dios que no nos abandona, que nos tiene de la mano y nos acompaña con amor. Es un texto que os invito a profundizar, para encontrar en él las razones de la «esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente (...), aunque sea un presente fatigoso» (n. 1).
Queridos hermanos y hermanas, «que el Dios de la esperanza, que nos colma de todo gozo y paz en la fe por la fuerza del Espíritu Santo, esté con todos vosotros». Con este deseo, que el sacerdote dirige a la asamblea al inicio de la santa misa, os saludo cordialmente. Saludo, en primer lugar, al cardenal vicario Camillo Ruini y al cardenal Pio Laghi, patrono de la Soberana Orden Militar de Malta, a los prelados y sacerdotes presentes, a los capellanes y a las religiosas que prestan aquí su servicio. Saludo con deferencia a su alteza eminentísima fray Andrew Bertie, príncipe y gran maestre de la Soberana Orden Militar de Malta, a quien agradezco los sentimientos expresados en nombre de la Dirección, del personal administrativo y sanitario, de los enfermeros y de cuantos prestan de diversos modos su servicio en el hospital. Extiendo mi saludo a las distinguidas autoridades y, en particular, al dirigente sanitario, así como al representante de los enfermos, a los cuales expreso mi agradecimiento por las palabras que me han dirigido al inicio de la celebración.
Pero el saludo más afectuoso es para vosotros, queridos enfermos, y para vuestros familiares, que con vosotros comparten angustias y esperanzas. El Papa está espiritualmente cerca de vosotros y os asegura su oración diaria; os invita a encontrar en Jesús apoyo y consuelo, y a no perder jamás la confianza. La liturgia de Adviento nos repetirá durante las próximas semanas que no nos cansemos de invocarlo; nos exhortará a salir a su encuentro, sabiendo que él mismo viene continuamente a visitarnos. En la prueba y en la enfermedad Dios nos visita misteriosamente y, si nos abandonamos a su voluntad, podemos experimentar la fuerza de su amor.
Los hospitales y las clínicas, precisamente porque en ellos se encuentran personas probadas por el dolor, pueden transformarse en lugares privilegiados para testimoniar el amor cristiano que alimenta la esperanza y suscita propósitos de solidaridad fraterna. En la oración colecta hemos rezado así: «Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras». Sí. Abramos el corazón a todas las personas, especialmente a las que atraviesan dificultades, para que, haciendo el bien a cuantos se encuentran en necesidad, nos dispongamos a acoger a Jesús que en ellos viene a visitarnos.
Esto es lo que vosotros, queridos hermanos y hermanas, tratáis de hacer en este hospital, donde la acogida amorosa y cualificada de los pacientes, la tutela de su dignidad y el compromiso de mejorar su calidad de vida ocupa el centro de las preocupaciones de todos. La Iglesia, a lo largo de los siglos, se ha hecho particularmente «cercana» de quienes sufren. Ha compartido este espíritu vuestra benemérita Soberana Orden Militar de Malta, que desde sus comienzos se ha dedicado a la asistencia de los peregrinos en Tierra Santa mediante un hospicio-enfermería. A la vez que perseguía la finalidad de la defensa de la cristiandad, la Soberana Orden Militar de Malta se prodigaba para curar a los enfermos, especialmente a los pobres y marginados. También es testimonio de ese amor fraterno este hospital que, construido en torno a la década de 1970, hoy se ha convertido en un centro de alto nivel tecnológico y en una casa de solidaridad, donde juntamente con el personal sanitario trabajan con entrega generosa numerosos voluntarios.
Queridos caballeros de la Soberana Orden Militar de Malta; queridos médicos, enfermeros y cuantos trabajáis aquí, todos estáis llamados a prestar un importante servicio a los enfermos y a la sociedad, un servicio que exige abnegación y espíritu de sacrificio. En cada enfermo, cualquiera que sea, reconoced y servid a Cristo mismo; haced que en vuestros gestos y en vuestras palabras perciba los signos de su amor misericordioso.
Para cumplir bien esta «misión», como nos recuerda san Pablo en la segunda lectura, tratad de «pertrecharos con las armas de la luz» (Rm 13, 12), que son la palabra de Dios, los dones del Espíritu, la gracia de los sacramentos, y las virtudes teologales y cardinales; luchad contra el mal y abandonad el pecado, que entenebrece nuestra existencia. Al inicio de un nuevo año litúrgico, renovemos nuestros buenos propósitos de vida evangélica. «Ya es hora de espabilarse» (Rm 13, 11), exhorta el Apóstol; es decir, es hora de convertirse, de despertar del letargo del pecado para disponerse con confianza a acoger al «Señor que viene». Por eso, el Adviento es tiempo de oración y de espera vigilante.
A la «vigilancia», que por lo demás es la palabra clave de todo este período litúrgico, nos exhorta la página evangélica que acabamos de proclamar: «Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (Mt 24, 42). Jesús, que en la Navidad vino a nosotros y volverá glorioso al final de los tiempos, no se cansa de visitarnos continuamente en los acontecimientos de cada día. Nos pide estar atentos para percibir su presencia, su adviento, y nos advierte que lo esperemos vigilando, puesto que su venida no se puede programar o pronosticar, sino que será repentina e imprevisible. Sólo quien está despierto no será tomado de sorpresa. Que no os suceda -advierte- lo que pasó en tiempo de Noé, cuando los hombres comían y bebían despreocupadamente, y el diluvio los encontró desprevenidos (cf. Mt 24, 37-38). Lo que quiere darnos a entender el Señor con esta recomendación es que no debemos dejarnos absorber por las realidades y preocupaciones materiales hasta el punto de quedar atrapados en ellas. Debemos vivir ante los ojos del Señor con la convicción de que cada día puede hacerse presente. Si vivimos así, el mundo será mejor.
«Estad, pues, en vela...». Escuchemos la invitación de Jesús en el Evangelio y preparémonos para revivir con fe el misterio del nacimiento del Redentor, que ha llenado de alegría el universo; preparémonos para acoger al Señor que viene continuamente a nuestro encuentro en los acontecimientos de la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad; preparémonos para encontrarlo en su venida última y definitiva.
Su paso es siempre fuente de paz y, si el sufrimiento, herencia de la naturaleza humana, a veces resulta casi insoportable, con la venida del Salvador «el sufrimiento -sin dejar de ser sufrimiento- se convierte a pesar de todo en canto de alabanza» (Spe salvi, 37). Confortados por estas palabras, prosigamos la celebración eucarística, invocando sobre los enfermos, sobre sus familiares y sobre cuantos trabajan en este hospital y en toda la Orden de los Caballeros de Malta, la protección materna de María, Virgen de la espera y de la esperanza, así como de la alegría, ya presente en este mundo, porque cuando sentimos la cercanía de Cristo vivo tenemos ya el remedio para el sufrimiento, tenemos ya su alegría. Amén.
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Mensaje de Navidad del custodio de Tierra Santa
JERUSALÉN, lunes, 17 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje de Navidad que ha enviado el custodio de Tierra Santa, fray Pierbattista Pizzaballa ofm.
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande;
habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló (Is. 9,1)
Queridos hermanos y hermanas,
el mundo mira a Belén, con un anhelo de esperanza y una necesidad de paz que sacuden profundamente el alma. Nosotros, que tenemos la dicha de vivir en Tierra Santa, volvemos a celebrar la Navidad como cada año, con el corazón tocado por una gracia que nos sorprende una vez más. Parece que esta fiesta quiera remover nuestra vejez interior, para hacer renacer en nuestro interior la límpida audacia de la infancia, cuando creíamos que todo bien era alcanzable. La urgencia de la paz nos templa el corazón, a pesar de la amargura de las crónicas, y nos hace mendigos de esperanza. Mirar a la Gruta de Belén nos incita a esperar un mundo mejor. La necesidad de amar, que hunde sus raíces en lo profundo del alma, nos hace sobresaltarnos con la fe renovada ante la pobreza de Belén.
El desánimo y la desilusión que oprimen nuestros corazones como una pesada carga, parecen disolverse. No podemos rechazar la esperanza, ante el misterio de un Dios que nace Niño, en una gruta de pastores.
En Navidad, incluso la persona más cruelmente herida por la vida, descubre que Dios continúa viviendo en medio de nosotros. La guerra y la violencia no lograrán ser la última palabra que concluya la historia. El odio y la desesperación no borran la necesidad de amor que continúa tenazmente viva en el espíritu de la persona. La luz de Dios continúa brillando en el silencio de Belén, e ilumina los senderos de los hombres.
Experiencias de desilusión y de errores sociales pueden nublar los horizontes del alma, pero si levantamos nuestra mirada hacia la estrella de Belén, la vida vuelve a iluminarse. Comprendamos, con la simple y realista sabiduría de la fe, que Dios sigue amándonos. Su Hijo, Jesús, viene para ser habitante de esta tierra, para que se realice el milagro de la alegría y de la fraternidad, también entre nosotros. Con admiración dirijamos nuestros ojos a José y a la Virgen Santa, para que nos inunde su gozosa serenidad.
Esta Navidad queremos rezar para que, como ellos, también nosotros seamos capaces de acoger a Jesús, y de creer que el Amor de Dios puede cambiar nuestra vida. Somos pobres, pero tenemos el coraje de creer. La luz verdadera, la que ilumina a toda persona ha venido al mundo (Juan 1,9), para que nosotros, embargados por una esperanza que no decae, podamos ser sus testigos.
A todos, mis afectuosos deseos de una Navidad Santa.
fray Pierbattista Pizzaballa ofm
Custodio de Tierra Santa
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande;
habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló (Is. 9,1)
Queridos hermanos y hermanas,
el mundo mira a Belén, con un anhelo de esperanza y una necesidad de paz que sacuden profundamente el alma. Nosotros, que tenemos la dicha de vivir en Tierra Santa, volvemos a celebrar la Navidad como cada año, con el corazón tocado por una gracia que nos sorprende una vez más. Parece que esta fiesta quiera remover nuestra vejez interior, para hacer renacer en nuestro interior la límpida audacia de la infancia, cuando creíamos que todo bien era alcanzable. La urgencia de la paz nos templa el corazón, a pesar de la amargura de las crónicas, y nos hace mendigos de esperanza. Mirar a la Gruta de Belén nos incita a esperar un mundo mejor. La necesidad de amar, que hunde sus raíces en lo profundo del alma, nos hace sobresaltarnos con la fe renovada ante la pobreza de Belén.
El desánimo y la desilusión que oprimen nuestros corazones como una pesada carga, parecen disolverse. No podemos rechazar la esperanza, ante el misterio de un Dios que nace Niño, en una gruta de pastores.
En Navidad, incluso la persona más cruelmente herida por la vida, descubre que Dios continúa viviendo en medio de nosotros. La guerra y la violencia no lograrán ser la última palabra que concluya la historia. El odio y la desesperación no borran la necesidad de amor que continúa tenazmente viva en el espíritu de la persona. La luz de Dios continúa brillando en el silencio de Belén, e ilumina los senderos de los hombres.
Experiencias de desilusión y de errores sociales pueden nublar los horizontes del alma, pero si levantamos nuestra mirada hacia la estrella de Belén, la vida vuelve a iluminarse. Comprendamos, con la simple y realista sabiduría de la fe, que Dios sigue amándonos. Su Hijo, Jesús, viene para ser habitante de esta tierra, para que se realice el milagro de la alegría y de la fraternidad, también entre nosotros. Con admiración dirijamos nuestros ojos a José y a la Virgen Santa, para que nos inunde su gozosa serenidad.
Esta Navidad queremos rezar para que, como ellos, también nosotros seamos capaces de acoger a Jesús, y de creer que el Amor de Dios puede cambiar nuestra vida. Somos pobres, pero tenemos el coraje de creer. La luz verdadera, la que ilumina a toda persona ha venido al mundo (Juan 1,9), para que nosotros, embargados por una esperanza que no decae, podamos ser sus testigos.
A todos, mis afectuosos deseos de una Navidad Santa.
fray Pierbattista Pizzaballa ofm
Custodio de Tierra Santa
Documento vaticano: La evangelización no es proselitismo ni relativismo
Nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 14 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Ante la «creciente confusión» sobre el término evangelización, la Santa Sede ha publicado este viernes un documento en el que aclara que no significa ni «proselitismo» ni «relativismo». «Toda persona tiene derecho a escuchar la buena nueva de Dios que se revela y se entrega en Cristo para que viva en plenitud su propia vocación. A este derecho le corresponde el deber de evangelizar», explica.
Se trata de la «Nota Doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización», redactada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, resultado de un trabajo de años, que había comenzado el anterior prefecto de ese organismo vaticano, el cardenal Joseph Ratzinger.
Algunos, explica el texto, consideran que no hay que promover la conversión a Cristo, pues es posible salvarse sin un conocimiento explícito de Jesús y sin una incorporación formal a la Iglesia.
Estas convicciones toman más fuerza en un ambiente de relativismo, que niega la capacidad humana para conocer la verdad.
El documento propone la enseñanza y el diálogo, en respeto de la plena libertad de toda persona, para anunciar el amor de Cristo.
Al mismo tiempo, aclara, no es evangelización cristiana la actitud al diálogo que comporte la coerción o la instigación, que no respeta la dignidad y la libertad religiosa.
«La incorporación de nuevos miembros a la Iglesia no es la expansión de un grupo de poder, sino la entrada en la red de amistad con Cristo, que une el cielo y la tierra, continentes y épocas diferentes», aclara.
La Iglesia, según la fe católica, es «instrumento de la presencia de Dios y, por este motivo, instrumento de una auténtica humanización del hombre y del mundo».
El documento cita la constitución del Concilio Vaticano II Gaudium et Spes para afirmar que el respeto de la libertad religiosa y su promoción «no deben hacernos indiferentes por ningún motivo ante la verdad y el bien. Es más, el mismo amor lleva a los discípulos de Cristo a anunciar a todos los hombres la verdad que salva».
Y «para que la luz de la verdad sea irradiada a todos los hombres se necesita ante todo el testimonio de la santidad. Si la palabra es desmentida por la conducta, difícilmente es acogida».
Pero al mismo tiempo, añade recordando el pensamiento de Pablo VI, «incluso el testimonio más hermoso será a largo plazo impotente si no es iluminado, justificado y explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús».
Evangelización y ecumenismo no están en oposición, añade el documento. Más bien sucede lo contrario. Las divisiones de los cristianos pueden comprometer seriamente la credibilidad de la misión evangelizadora de la Iglesia. Si el ecumenismo logra realizar una mayor unidad entre los cristianos, la evangelización también resultará más eficaz.
Por eso, en los países en los que viven los cristianos nos católicos, indica la nota, los católicos deben mostrar «un auténtico respeto por su tradición y por sus riquezas espirituales» y «un sincero espíritu de cooperación».
El documento concluye con un mensaje central del pontificado de Benedicto XVI: «El anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden ofrecer a toda persona y a todo el género humano».
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Portavoz vaticano: La evangelización, consecuencia natural del amor de Cristo
Comentario sobre la Nota de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe
ROMA, domingo, 16 diciembre 2007.- «Ofrecimiento apasionado de lo más grande y bello que se puede tener en la vida», el amor de Cristo: así define la evangelización el padre Federico Lombardi, S.I., director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
Tras la publicación de la Nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe «acerca de algunos aspectos de la Evangelización» -presentada el viernes en el Vaticano--, el sacerdote ha dedicado al tema su breve editorial de «Octava Dies» --semanario de información del Centro Televisivo Vaticano, del que también es director--.
«"¡Ay de mi si no evangelizara!". Estas fuertes palabras de San Pablo siguen resonando hoy en el corazón de todo auténtico creyente --reflexiona--, estupefacto y conquistado por el amor de Cristo por él y deseoso de comunicar el don recibido».
«Es una consecuencia natural de la fe cristiana --puntualiza--, un ofrecimiento apasionado de lo más grande y bello que se puede tener en la vida y que no se quiere conservar egoístamente sólo para uno».
Se trata de un ofrecimiento, no de «una imposición o constricción, un ofrecimiento realizado en libertad y a la libertad, hecho por amor, amor de Cristo y de los demás», «y el amor existe sólo donde existe libertad», recalca el padre Lombardi.
«Éste es el sentido de la Nota sobre la evangelización» --precisa-- publicada por el citado dicasterio, «firmada por el Papa, no por casualidad, el 3 de diciembre, fiesta de San Francisco Javier, el mayor misionero de la época moderna».
Indica el portavoz vaticano que la Nota «quiere liberarnos de una actitud de injustificada timidez, como si el anuncio del Evangelio fuera una interferencia indiscreta en la vida de los demás, como si fuera indiferente para la existencia conocer o no a Jesucristo».
«No, no es indiferente --constata--, ni para nosotros ni para los demás, y de hecho, si nuestro anuncio debe ser creíble no será un anuncio sólo con palabras, sino igualmente con el testimonio de vida, digamos también con la santidad de vida».
«Esta pasión del anuncio por amor de Cristo no es ciertamente exclusiva de los católicos, sino de todos los auténticos cristianos, y es por lo tanto uno de los impulsos más fuertes del profundo deseo de unidad entre todos los cristianos», añade el padre Lombardi.
Es un documento muy bello el que «se nos ha regalado en este tiempo de Adviento», porque «también nosotros debemos preparar el camino para la llegada del Señor», concluye.
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Publicamos el texto integro de la «Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización» que ha redactado la Congregación para la Doctrina de la Fe. Fue presentada a los medios de comunicación el 14 de diciembre.
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
NOTA DOCTRINAL
ACERCA DE ALGUNOS ASPECTOS DE LA EVANGELIZACIÓN
I. Introducción
1. Enviado por el Padre para anunciar el Evangelio, Jesucristo invita a todos los hombres a la conversión y a la fe (cf. Mc 1, 14-15), encomendando a los Apóstoles, después de su resurrección, continuar su misión evangelizadora (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15; Lc 24, 4-7; Hch 1, 3): «como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. 17, 18). Mediante la Iglesia, quiere llegar a cada época de la historia, a cada lugar de la tierra y a cada ámbito de la sociedad, quiere llegar hasta cada persona, para que todos sean un solo rebaño con un solo pastor (cf. Jn 10, 16): «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 15-16).
Los Apóstoles, entonces, «movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a recibir el bautismo»[1], porque la «Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación»[2]. Es el mismo Señor Jesucristo que, presente en su Iglesia, precede la obra de los evangelizadores, la acompaña y sigue, haciendo fructificar el trabajo: lo que acaeció al principio continúa durante todo el curso de la historia.
Al comienzo del tercer milenio, resuena en el mundo la invitación que Pedro, junto con su hermano Andrés y con los primeros discípulos, escuchó de Jesús mismo: «rema mar adentro, y echad vuestras redes para pescar» (Lc 5, 4)[3]. Y después de la pesca milagrosa, el Señor anunció a Pedro que se convertiría en «pescador de hombres» (Lc 5, 10).
2. El término evangelización tiene un significado muy rico[4]. En sentido amplio, resume toda la misión de la Iglesia: toda su vida, en efecto, consiste en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y transmisión del Evangelio, que es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16) y que en última instancia se identifica con el mismo Cristo (1 Co 1, 24). Por eso, la evangelización así entendida tiene como destinataria toda la humanidad. En cualquier caso evangelización no significa solamente enseñar una doctrina sino anunciar a Jesucristo con palabras y acciones, o sea, hacerse instrumento de su presencia y actuación en el mundo.
«Toda persona tiene derecho a escuchar la "Buena Nueva" de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación»[5]. Es un derecho conferido por el mismo Señor a toda persona humana, por lo cual todos los hombres y mujeres pueden decir junto con San Pablo: Jesucristo «me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20). A este derecho le corresponde el deber de evangelizar: «no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16; cf. Rm 10, 14). Así se entiende porqué toda actividad de la Iglesia tenga una dimensión esencial evangelizadora y jamás debe ser separada del compromiso de ayudar a todos a encontrar a Cristo en la fe, que es el objetivo primario de la evangelización: «La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco»[6].
3. Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19). A menudo se piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Sería lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Además, algunos sostienen que no debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues sería posible salvarse también sin un conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia.
Para salir al paso de esta problemática, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha estimado necesario publicar la presente Nota, la cual, presuponiendo toda la doctrina católica sobre la evangelización, ampliamente tratada en el Magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, tiene como finalidad aclarar algunos aspectos de la relación entre el mandato misionero del Señor y el respeto a la conciencia y a la libertad religiosa de todos. Son aspectos con implicaciones antropológicas, eclesiológicas y ecuménicas.
II. Algunas implicaciones antropológicas
4. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3): Dios concedió a los hombres inteligencia y voluntad para que lo pudieran buscar, conocer y amar libremente. Por eso la libertad humana es un recurso y, a la vez, un reto para el hombre que le presenta Aquel que lo ha creado. Un ofrecimiento a su capacidad de conocer y amar lo que es bueno y verdadero. Nada como la búsqueda del bien y la verdad pone en juego la libertad humana, reclamándole una adhesión tal que implica los aspectos fundamentales de la vida. Este es, particularmente, el caso de la verdad salvífica, que no es solamente objeto del pensamiento sino también acontecimiento que afecta a toda la persona - inteligencia, voluntad, sentimientos, actividades y proyectos - cuando ésta se adhiere a Cristo. En esta búsqueda del bien y la verdad actúa ya el Espíritu Santo, que abre y dispone los corazones para acoger la verdad evangélica, según la conocida afirmación de Santo Tomás de Aquino: «omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est»[7]. Por eso es importante valorar esta acción del Espíritu Santo, que produce afinidad y acerca los corazones a la verdad, ayudando al conocimiento humano a madurar en la sabiduría y en el abandono confiado en lo verdadero[8].
Sin embargo, hoy en día, cada vez más frecuentemente, se pregunta acerca de la legitimidad de proponer a los demás lo que se considera verdadero en sí, para que puedan adherirse a ello. Esto a menudo se considera como un atentado a la libertad del prójimo. Tal visión de la libertad humana, desvinculada de su inseparable referencia a la verdad, es una de las expresiones «del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión»[9]. En las diferentes formas de agnosticismo y relativismo presentes en el pensamiento contemporáneo, «la legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se sustraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí»[10]. Si el hombre niega su capacidad fundamental de conocer la verdad, si se hace escéptico sobre su facultad de conocer realmente lo que es verdadero, termina por perder lo único que puede atraer su inteligencia y fascinar su corazón.
5. En este sentido, en la búsqueda de la verdad, se engaña quien sólo confía en sus propias fuerzas, sin reconocer la necesidad que cada uno tiene del auxilio de los demás. El hombre «desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean "recuperadas" sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal»[11]. La necesidad de confiar en los conocimientos transmitidos por la propia cultura, o adquiridos por otros, enriquece al hombre ya sea con verdades que no podía conseguir por sí solo, ya sea con las relaciones interpersonales y sociales que desarrolla. El individualismo espiritual, por el contrario, aísla a la persona impidiéndole abrirse con confianza a los demás - y, por lo tanto, recibir y dar en abundancia los bienes que sostienen su libertad - poniendo en peligro incluso el derecho de manifestar socialmente sus propias convicciones y opiniones[12].
En particular, la verdad que es capaz de iluminar el sentido de la propia vida y de guiarla se alcanza también mediante el abandono confiado en aquellos que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma: «La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos»[13]. La aceptación de la Revelación que se realiza en la fe, aunque suceda en un nivel más profundo, entra en la dinámica de la búsqueda de la verdad: «Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él»[14]. El Concilio Vaticano II, después de haber afirmado el deber y el derecho de todo hombre a buscar la verdad en materia religiosa, añade: «la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado»[15]. En cualquier caso, la verdad «no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad»[16]. Por lo tanto, estimular honestamente la inteligencia y la libertad de una persona hacia el encuentro con Cristo y su Evangelio no es una intromisión indebida, sino un ofrecimiento legítimo y un servicio que puede hacer más fecunda la relación entre los hombres.
6. La evangelización es, además, una posibilidad de enriquecimiento no sólo para sus destinatarios sino también para quien la realiza y para toda la Iglesia. Por ejemplo, en el proceso de inculturación, «la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana, [...] conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación»[17]. La Iglesia, en efecto, que desde el día de Pentecostés ha manifestado la universalidad de su misión, asume en Cristo las riquezas innumerables de los hombres de todos los tiempos y lugares de la historia humana[18]. Además de su valor antropológico implícito, todo encuentro con una persona o con una cultura concreta puede desvelar potencialidades del Evangelio poco explicitadas precedentemente, que enriquecerán la vida concreta de los cristianos y de la Iglesia. Gracias, también, a este dinamismo, la «Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo»[19].
En efecto, el Espíritu que, después de haber obrado la encarnación de Jesucristo en el vientre virginal de María, vivifica la acción materna de la Iglesia en la evangelización de las culturas. Si bien el Evangelio es independiente de todas las culturas, es capaz de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna[20]. En este sentido, el Espíritu Santo es también el protagonista de la inculturación del Evangelio, es el que precede, en modo fecundo, al diálogo entre la Palabra de Dios, revelada en Jesucristo, y las inquietudes más profundas que brotan de la multiplicidad de los hombres y de las culturas. Así continúa en la historia, en la unidad de una misma y única fe, el acontecimiento de Pentecostés, que se enriquece a través de la diversidad de lenguas y culturas.
7. La actividad por medio de la cual el hombre comunica a otros eventos y verdades significativas desde el punto de vista religioso, favoreciendo su recepción, no solamente está en profunda sintonía con la naturaleza del proceso humano de diálogo, de anuncio y aprendizaje, sino que también responde a otra importante realidad antropológica: es propio del hombre el deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes. Acoger la Buena Nueva en la fe empuja de por sí a esa comunicación. La Verdad que salva la vida enciende el corazón de quien la recibe con un amor al prójimo que mueve la libertad a comunicar lo que se ha recibido gratuitamente.
Si bien los no cristianos puedan salvarse mediante la gracia que Dios da a través de "caminos que Él sabe"[21], la Iglesia no puede dejar de tener en cuenta que les falta un bien grandísimo en este mundo: conocer el verdadero rostro de Dios y la amistad con Jesucristo, el Dios-con-nosotros. En efecto, «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él»[22]. Para todo hombre es un bien la revelación de las verdades fundamentales[23] sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el mundo; mientras que vivir en la oscuridad, sin la verdad acerca de las últimas cosas, es un mal, que frecuentemente está en el origen de sufrimientos y esclavitudes a veces dramáticas. Esta es la razón por la que San Pablo no vacila en describir la conversión a la fe cristiana como una liberación «del poder de las tinieblas» y como la entrada «en el Reino del Hijo predilecto, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1, 13-14). Por eso, la plena adhesión a Cristo, que es la Verdad, y la incorporación a su Iglesia, no disminuyen la libertad humana, sino que la enaltecen y perfeccionan, en un amor gratuito y enteramente solícito por el bien de todos los hombres. Es un don inestimable vivir en el abrazo universal de los amigos de Dios que brota de la comunión con la carne vivificante de su Hijo, recibir de Él la certeza del perdón de los pecados y vivir en la caridad que nace de la fe. La Iglesia quiere hacer partícipes a todos de estos bienes, para que tengan la plenitud de la verdad y de los medios de salvación, «para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
8. La evangelización implica también el diálogo sincero que busca comprender las razones y los sentimientos de los otros. Al corazón del hombre, en efecto, no se accede sin gratuidad, caridad y diálogo, de modo que la palabra anunciada no sea solamente proferida sino adecuadamente testimoniada en el corazón de sus destinatarios. Eso exige tener en cuenta las esperanzas y los sufrimientos, las situaciones concretas de los destinatarios. Además, precisamente a través del diálogo, los hombres de buena voluntad abren más libremente el corazón y comparten sinceramente sus experiencias espirituales y religiosas. Ese compartir, característico de la verdadera amistad, es una ocasión valiosa para el testimonio y el anuncio cristiano.
Como en todo campo de la actividad humana, también en el diálogo en materia religiosa puede introducirse el pecado. A veces puede suceder que ese diálogo no sea guiado por su finalidad natural, sino que ceda al engaño, a intereses egoístas o a la arrogancia, sin respetar la dignidad y la libertad religiosa de los interlocutores. Por eso «la Iglesia prohíbe severamente que a nadie se obligue, o se induzca o se atraiga por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que vindica enérgicamente el derecho a que nadie sea apartado de ella con vejaciones inicuas»[24].
El motivo originario de la evangelización es el amor de Cristo para la salvación eterna de los hombres. Los auténticos evangelizadores desean solamente dar gratuitamente lo que gratuitamente han recibido: «Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios»[25]. La misión de los Apóstoles - y su continuación en la misión de la Iglesia antigua - sigue siendo el modelo fundamental de evangelización para todos los tiempos: una misión a menudo marcada por el martirio, como lo demuestra la historia del siglo pasado. Precisamente el martirio da credibilidad a los testigos, que no buscan poder o ganancia sino que entregan la propia vida por Cristo. Manifiestan al mundo la fuerza inerme y llena de amor por los hombres concedida a los que siguen a Cristo hasta la donación total de su existencia. Así, los cristianos, desde los albores del cristianismo hasta nuestros días, han sufrido persecuciones por el Evangelio, como Jesús mismo había anunciado: «a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20).
III. Algunas implicaciones eclesiológicas
9. Desde el día de Pentecostés, quien acoge plenamente la fe es incorporado a la comunidad de los creyentes: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil personas» (Hch 2, 41). Desde el comienzo, con la fuerza del Espíritu, el Evangelio ha sido anunciado a todos los hombres, para que crean y lleguen a ser discípulos de Cristo y miembros de su Iglesia. También en la literatura patrística son constantes las exhortaciones a realizar la misión confiada por Jesús a los discípulos[26]. Generalmente se usa el término «conversión» en referencia a la exigencia de conducir a los paganos a la Iglesia. No obstante, la conversión (metanoia), en su significado cristiano, es un cambio de mentalidad y actuación, como expresión de la vida nueva en Cristo proclamada por la fe: es una reforma continua del pensar y obrar orientada a una identificación con Cristo cada más intensa (cf. Gal 2, 20), a la cual están llamados, ante todo, los bautizados. Este es, en primer lugar, el significado de la invitación que Jesús mismo formuló: «convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17).
El espíritu cristiano ha estado siempre animado por la pasión de llevar a toda la humanidad a Cristo en la Iglesia. En efecto, la incorporación de nuevos miembros a la Iglesia no es la extensión de un grupo de poder, sino la entrada en la amistad de Cristo, que une el cielo y la tierra, continentes y épocas diferentes. Es la entrada en el don de la comunión con Cristo, que es «vida nueva» animada por la caridad y el compromiso con la justicia. La Iglesia es instrumento - «el germen y el principio»[27] - del Reino de Dios, no es una utopía política. Es ya presencia de Dios en la historia y lleva en sí también el verdadero futuro, el definitivo, en el que Él será «todo en todos» (1 Co 15, 28); una presencia necesaria, pues sólo Dios puede dar al mundo auténtica paz y justicia. El Reino de Dios no es - como algunos sostienen hoy - una realidad genérica que supera todas las experiencias y tradiciones religiosas, a la cual estas deberían tender como hacia una comunión universal e indiferenciada de todos los que buscan a Dios, sino que es, ante todo, una persona, que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible[28]. Por eso, cualquier movimiento libre del corazón humano hacia Dios y hacia su Reino conduce, por su propia naturaleza, a Cristo y se orienta a la incorporación en su Iglesia, que es signo eficaz de ese Reino. La Iglesia es, por lo tanto, medio de la presencia de Dios y por eso, instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo. La extensión de la Iglesia a lo largo de la historia, que constituye la finalidad de la misión, es un servicio a la presencia de Dios mediante su Reino: en efecto, «el Reino no puede ser separado de la Iglesia»[29]
10. Hoy, sin embargo, «el perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio)»[30]. Desde hace mucho tiempo se ha ido creando una situación en la cual, para muchos fieles, no está clara la razón de ser de la evangelización[31]. Hasta se llega a afirmar que la pretensión de haber recibido como don la plenitud de la Revelación de Dios, esconde una actitud de intolerancia y un peligro para la paz.
Quién así razona, ignora que la plenitud del don de la verdad que Dios hace al hombre al revelarse a él, respeta la libertad que Él mismo ha creado como rasgo indeleble de la naturaleza humana: una libertad que no es indiferencia, sino tendencia al bien. Ese respeto es una exigencia de la misma fe católica y de la caridad de Cristo, un elemento constitutivo de la evangelización y, por lo tanto, un bien que hay que promover sin separarlo del compromiso de hacer que sea conocida y aceptada libremente la plenitud de la salvación que Dios ofrece al hombre en la Iglesia.
El respeto a la libertad religiosa[32] y su promoción «en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva»[33]. Ese amor es el sello precioso del Espíritu Santo que, como protagonista de la evangelización[34], no cesa de mover los corazones al anuncio del Evangelio, abriéndolos para que lo reciban. Un amor que vive en el corazón de la Iglesia y que de allí se irradia hasta los confines de la tierra, hasta el corazón de cada hombre. Todo el corazón del hombre, en efecto, espera encontrar a Jesucristo.
Se entiende, así, la urgencia de la invitación de Cristo a evangelizar y porqué la misión, confiada por el Señor a los Apóstoles, concierne a todos los bautizados. Las palabras de Jesús, «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20), interpelan a todos en la Iglesia, a cada uno según su propia vocación. Y, en el momento presente, ante tantas personas que viven en diferentes formas de desierto, sobre todo en el «desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre»[35], el Papa Benedicto XVI ha recordado al mundo que «la Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[36]. Este compromiso apostólico es un deber y también un derecho irrenunciable, expresión propia de la libertad religiosa, que tiene sus correspondientes dimensiones ético-sociales y ético-políticas[37]. Un derecho que, lamentablemente, en algunas partes del mundo aún no se reconoce legalmente y en otras, de hecho, no se respeta[38].
11. El que anuncia el Evangelio participa de la caridad de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ef 5, 2), es su emisario y suplica en nombre de Cristo: ¡reconciliaos con Dios! (2 Co 5, 20). Una caridad que es expresión de la gratitud que se difunde desde el corazón humano cuando se abre al amor entregado por Jesucristo, aquel Amor «que en el mundo se expande»[39]. Esto explica el ardor, confianza y libertad de palabra (parrhesia) que se manifestaba en la predicación de los Apóstoles (cf. Hch 4, 31; 9, 27-28; 26, 26, etc.) y que el rey Agripa experimentó escuchando a Pablo: «Por poco, con tus argumentos, haces de mí un cristiano» (Hch 26, 28).
La evangelización no se realiza sólo a través de la predicación pública del Evangelio, ni se realiza únicamente a través de actuaciones públicas relevantes, sino también por medio del testimonio personal, que es un camino de gran eficacia evangelizadora. En efecto, «además de la proclamación, que podríamos llamar colectiva, del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la ha practicado frecuentemente -como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo- y lo mismo han hecho los Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre»[40].
En cualquier caso, hay que recordar que en la transmisión del Evangelio la palabra y el testimonio de vida van unidos[41]; para que la luz de la verdad llegue a todos los hombres, se necesita, ante todo, el testimonio de la santidad. Si la palabra es desmentida por la conducta, difícilmente será acogida. Pero tampoco basta solamente el testimonio, porque «incluso el testimonio más hermoso se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado -lo que Pedro llamaba dar "razón de vuestra esperanza" (1 Pe. 3, 15)-, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús»[42].
IV. Algunas implicaciones ecuménicas
12. Desde sus inicios, el movimiento ecuménico ha estado íntimamente vinculado con la evangelización. La unidad es, en efecto, el sello de la credibilidad de la misión y el Concilio Vaticano II ha relevado con pesar que el escándalo de la división «es obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo»[43]. Jesús mismo, en la víspera de su Pasión oró: «para que todos sean uno... para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
La misión de la Iglesia es universal y no se limita a determinadas regiones de la tierra. La evangelización, sin embargo, se realiza en forma diversa, de acuerdo a las diferentes situaciones en las cuales tiene lugar. En sentido estricto se habla de «missio ad gentes» dirigida a los que no conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de «evangelización», para referirse al aspecto ordinario de la pastoral, y de «nueva evangelización» en relación a los que han abandonado la vida cristiana[44]. Además, se evangeliza en países donde viven cristianos no católicos, sobre todo en países de tradición y cultura cristiana antiguas. Aquí se requiere un verdadero respeto por sus tradiciones y riquezas espirituales, al igual que un sincero espíritu de cooperación. «Excluido todo indiferentismo y confusionismo así como la emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo, en la común profesión de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones - en cuanto sea posible - mediante la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos»[45].
En el compromiso ecuménico se pueden distinguir varias dimensiones: ante todo la escucha, como condición fundamental para todo diálogo; después, la discusión teológica, en la cual, tratando de entender las confesiones, tradiciones y convicciones de los demás, se puede encontrar la concordia, escondida a veces en la discordia. Inseparable de todo esto, no puede faltar otra dimensión esencial del compromiso ecuménico: el testimonio y el anuncio de los elementos que no son tradiciones particulares o matices teológicos sino que pertenecen a la Tradición de la fe misma.
Pero el ecumenismo no tiene solamente una dimensión institucional que apunta a «hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad»[46]: es tarea de cada fiel, ante todo, mediante la oración, la penitencia, el estudio y la colaboración. Dondequiera y siempre, todo fiel católico tiene el derecho y el deber de testimoniar y anunciar plenamente su propia fe. Con los cristianos no católicos, el católico debe establecer un diálogo que respete la caridad y la verdad: un diálogo que no es solamente un intercambio de ideas sino también de dones[47], para poderles ofrecer la plenitud de los medios de salvación[48]. Así somos conducidos a una conversión a Cristo cada vez más profunda.
En este sentido se recuerda que si un cristiano no católico, por razones de conciencia y convencido de la verdad católica, pide entrar en la plena comunión con la Iglesia Católica, esto ha de ser respetado como obra del Espíritu Santo y como expresión de la libertad de conciencia y religión. En tal caso no se trata de proselitismo, en el sentido negativo atribuido a este término[49]. Como ha reconocido explícitamente el Decreto sobre el Ecumenismo de Concilio Vaticano II, «es manifiesto, sin embargo, que la obra de preparación y reconciliación individuales de los que desean la plena comunión católica se diferencia, por su naturaleza, de la empresa ecuménica, pero no encierra oposición alguna, ya que ambos proceden del admirable designio de Dios»[50]. Por lo tanto, esa iniciativa no priva del derecho ni exime de la responsabilidad de anunciar en plenitud la fe católica a los demás cristianos, que libremente acepten acogerla.
Esta perspectiva requiere naturalmente evitar cualquier presión indebida: «en la difusión de la fe religiosa, y en la introducción de costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas»[51]. El testimonio de la verdad no puede tener la intención de imponer nada por la fuerza, ni por medio de acciones coercitivas, ni con artificios contrarios al Evangelio. El mismo ejercicio de la caridad es gratuito[52]. El amor y el testimonio de la verdad se ordenan a convencer, ante todo, con la fuerza de la Palabra de Dios (cf. 1 Co 2, 3-5; 1 Ts 2, 3-5)[53]. La misión cristiana está radicada en la potencia del Espíritu Santo y de la misma verdad proclamada.
V. Conclusión
13. La acción evangelizadora de la Iglesia nunca desfallecerá, porque nunca le faltará la presencia del Señor Jesús con la fuerza del Espíritu Santo, según su misma promesa: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Los relativismos de hoy en día y los irenismos en ámbito religioso no son un motivo válido para desatender este compromiso arduo y, al mismo tiempo, fascinante, que pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia y es «su tarea principal»[54]. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): lo testimonia la vida de un gran número de fieles que, movidos por el amor de Cristo han emprendido, a lo largo de la historia, iniciativas y obras de todo tipo para anunciar el Evangelio a todo el mundo y en todos los ámbitos de la sociedad, como advertencia e invitación perenne a cada generación cristiana para que cumpla con generosidad el mandato del Señor. Por eso, como recuerda el Papa Benedicto XVI, «el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo»[55]. El amor que viene de Dios nos une a Él y «nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea "todo en todos" (cf. 1 Co 15, 28)»[56].
El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la Audiencia del día 6 de octubre de 2007, concedida al Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha aprobado la presente Nota, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 3 de diciembre de 2007, memoria litúrgica de san Francisco Javier, Patrón de la Misiones.
William Cardenal LEVADA
Prefecto
Angelo AMATO, S.D.B.
Arzobispo titular de Sila
Secretario
[1] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio (7 de diciembre de1990), n. 47: AAS 83 (1991), 293.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 14; cf. Decreto Ad gentes, n. 7; Decreto Unitatis redintegratio, n. 3. Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 4); por eso «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 9: AAS 83 [1991], 258).
[3] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001, n. 1: AAS 93 (2001), 266.
[4] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de1975), n. 24: AAS 69 (1976), 22.
[5] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 46: AAS 83 (1991), 293; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, nn. 53 y 80: AAS 69 (1976), 41-42, 73-74.
[6] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa en la explanada de la Nueva Feria de Munich (10 de septiembre de 2006): AAS 98 (2006), 710.
[7] «Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiæ, I-II, q. 109, a. 1, ad 1).
[8] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), n. 44: AAS 91 (1999), 40.
[9] Benedicto XVI, Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la Diócesis de Roma (6 de junio de 2005): AAS 97 (2005), 816.
[10] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n. 5: AAS 91 (1999), 9-10.
[11] Ibidem, n. 31: AAS91 (1999), 29; cf. Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 12.
[12] Este derecho ha sido reconocido y afirmado también en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre del 1948 (aa. 18-19).
[13] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n.33: AAS 91 (1999), 31.
[14] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 5.
[15] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 3.
[16] Ibidem, n. 1.
[17] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Missio, n.52: AAS 83 (1991), 3000.
[18] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Slavorum Apostoli (2 de junio de 1985), n.18: AAS 77 (1985), 800.
[19] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 8.
[20] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 19-20: AAS 69 (1976), 18-19.
[21] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 7; cf. Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 16; Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22.
[22] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del ministerio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 711.
[23] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución Dogmática Dei Filius, n. 2: «Es, ciertamente, gracias a esta revelación divina que aquello que en lo divino no está por sí mismo más allá del alcance de la razón humana, puede ser conocido por todos, incluso en el estado actual del género humano, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 1, 1)» (DH 3005).
[24] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 13.
[25] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 11.
[26] Cf. por ejemplo, Clemente de Alejandría, Protreptico IX, 87, 3-4 (Sources chrétiennes, 2, 154); Aurelio Agustín, Sermo 14, D [=352 A], 3 (Nuova Biblioteca Agostiniana XXXV/1, 269-271).
[27] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 5.
[28] Cf. Sobre este tema ver también Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266: «Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino -que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico- como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Co l5, 27)»
[29] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266. Acerca de la relación entre la Iglesia y el Reino, cf. también Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, nn. 18-19: AAS 92 (2000), 759-761.
[30] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, n. 4: AAS 92 (2000), 744.
[31] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 80: AAS 69 (1976) 73: «... ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de "semillas del Verbo". ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?».
[32] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (22 de diciembre de 2005): AAS 98 (2006), 50: «... si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción».
[33] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 28; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 24: AAS 69 (1976), 21-22.
[34] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 21-30: AAS 83 (1091), 268-276.
[35] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 710.
[36] Ibidem.
[37] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 6.
[38] En efecto, allí donde se reconoce el derecho a la libertad religiosa, por lo general también se reconoce el derecho que tiene todo hombre de participar a los demás sus propias convicciones, en pleno respeto de la conciencia, para favorecer el ingreso de los demás en la propia comunidad religiosa de pertenencia, como es sancionado por numerosas ordenanzas jurídicas actuales y por una difusa jurisprudencia.
[39] «che per l'universo si squaderna» (Dante Alighieri, La Divina Comedia, Paraíso, XXXIII, 87).
[40] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 46: AAS 69 (1976), 36.
[41] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 35.
[42] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 22: AAS 69 (1976), 20.
[43] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 1; cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, nn. 1, 50; AAS83 (1991), 249, 297.
[44] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 30s.
[45] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 15.
[46] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint ( 25 de mayo de 1995), n. 14: AAS 87 (1995), 929.
[47] Cf. Ibidem, n. 28: AAS 87 (1995), 929.
[48] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, nn. 3, 5.
[49] Originalmente el término «proselitismo» nace en ámbito hebreo, donde «prosélito» indicaba aquella persona que, proviniendo de las «gentes», había pasado a formar parte del «pueblo elegido». Así también, en ámbito cristiano, el término proselitismo se ha usado frecuentemente como sinónimo de actividad misionera. Recientemente el término ha adquirido una connotación negativa, como publicidad a favor de la propia religión con medios y motivos contrarios al espíritu del Evangelio y que no salvaguardan la libertad y dignidad de la persona. En ese sentido, se entiende el término «proselitismo», en el contexto del movimiento ecuménico: cf. The joint Working Group between the Catholic Church and the World Council of Churches, "The Challenge of Proselytism and the Calling to Common Witness" (1995).
[50] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 4.
[51] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 4.
[52] Cf. Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 31 c: AAS 98 (2996), 245.
[53] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n.11.
[54] Benedicto XVI, Homilía durante la visita a la Basílica de San Pablo extramuros (25 de abril de 2005): AAS 97 (2005), 745.
[55] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso organizado por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos con motivo del 40° aniversario del Decreto conciliar «Ad Gentes», (11 de marzo de 2006): AAS 98 (2006), 334. .
[56] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 18: AAS 98 (2996), 232.
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 14 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Ante la «creciente confusión» sobre el término evangelización, la Santa Sede ha publicado este viernes un documento en el que aclara que no significa ni «proselitismo» ni «relativismo». «Toda persona tiene derecho a escuchar la buena nueva de Dios que se revela y se entrega en Cristo para que viva en plenitud su propia vocación. A este derecho le corresponde el deber de evangelizar», explica.
Se trata de la «Nota Doctrinal acerca de algunos aspectos de la Evangelización», redactada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, resultado de un trabajo de años, que había comenzado el anterior prefecto de ese organismo vaticano, el cardenal Joseph Ratzinger.
Algunos, explica el texto, consideran que no hay que promover la conversión a Cristo, pues es posible salvarse sin un conocimiento explícito de Jesús y sin una incorporación formal a la Iglesia.
Estas convicciones toman más fuerza en un ambiente de relativismo, que niega la capacidad humana para conocer la verdad.
El documento propone la enseñanza y el diálogo, en respeto de la plena libertad de toda persona, para anunciar el amor de Cristo.
Al mismo tiempo, aclara, no es evangelización cristiana la actitud al diálogo que comporte la coerción o la instigación, que no respeta la dignidad y la libertad religiosa.
«La incorporación de nuevos miembros a la Iglesia no es la expansión de un grupo de poder, sino la entrada en la red de amistad con Cristo, que une el cielo y la tierra, continentes y épocas diferentes», aclara.
La Iglesia, según la fe católica, es «instrumento de la presencia de Dios y, por este motivo, instrumento de una auténtica humanización del hombre y del mundo».
El documento cita la constitución del Concilio Vaticano II Gaudium et Spes para afirmar que el respeto de la libertad religiosa y su promoción «no deben hacernos indiferentes por ningún motivo ante la verdad y el bien. Es más, el mismo amor lleva a los discípulos de Cristo a anunciar a todos los hombres la verdad que salva».
Y «para que la luz de la verdad sea irradiada a todos los hombres se necesita ante todo el testimonio de la santidad. Si la palabra es desmentida por la conducta, difícilmente es acogida».
Pero al mismo tiempo, añade recordando el pensamiento de Pablo VI, «incluso el testimonio más hermoso será a largo plazo impotente si no es iluminado, justificado y explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús».
Evangelización y ecumenismo no están en oposición, añade el documento. Más bien sucede lo contrario. Las divisiones de los cristianos pueden comprometer seriamente la credibilidad de la misión evangelizadora de la Iglesia. Si el ecumenismo logra realizar una mayor unidad entre los cristianos, la evangelización también resultará más eficaz.
Por eso, en los países en los que viven los cristianos nos católicos, indica la nota, los católicos deben mostrar «un auténtico respeto por su tradición y por sus riquezas espirituales» y «un sincero espíritu de cooperación».
El documento concluye con un mensaje central del pontificado de Benedicto XVI: «El anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden ofrecer a toda persona y a todo el género humano».
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Portavoz vaticano: La evangelización, consecuencia natural del amor de Cristo
Comentario sobre la Nota de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe
ROMA, domingo, 16 diciembre 2007.- «Ofrecimiento apasionado de lo más grande y bello que se puede tener en la vida», el amor de Cristo: así define la evangelización el padre Federico Lombardi, S.I., director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
Tras la publicación de la Nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe «acerca de algunos aspectos de la Evangelización» -presentada el viernes en el Vaticano--, el sacerdote ha dedicado al tema su breve editorial de «Octava Dies» --semanario de información del Centro Televisivo Vaticano, del que también es director--.
«"¡Ay de mi si no evangelizara!". Estas fuertes palabras de San Pablo siguen resonando hoy en el corazón de todo auténtico creyente --reflexiona--, estupefacto y conquistado por el amor de Cristo por él y deseoso de comunicar el don recibido».
«Es una consecuencia natural de la fe cristiana --puntualiza--, un ofrecimiento apasionado de lo más grande y bello que se puede tener en la vida y que no se quiere conservar egoístamente sólo para uno».
Se trata de un ofrecimiento, no de «una imposición o constricción, un ofrecimiento realizado en libertad y a la libertad, hecho por amor, amor de Cristo y de los demás», «y el amor existe sólo donde existe libertad», recalca el padre Lombardi.
«Éste es el sentido de la Nota sobre la evangelización» --precisa-- publicada por el citado dicasterio, «firmada por el Papa, no por casualidad, el 3 de diciembre, fiesta de San Francisco Javier, el mayor misionero de la época moderna».
Indica el portavoz vaticano que la Nota «quiere liberarnos de una actitud de injustificada timidez, como si el anuncio del Evangelio fuera una interferencia indiscreta en la vida de los demás, como si fuera indiferente para la existencia conocer o no a Jesucristo».
«No, no es indiferente --constata--, ni para nosotros ni para los demás, y de hecho, si nuestro anuncio debe ser creíble no será un anuncio sólo con palabras, sino igualmente con el testimonio de vida, digamos también con la santidad de vida».
«Esta pasión del anuncio por amor de Cristo no es ciertamente exclusiva de los católicos, sino de todos los auténticos cristianos, y es por lo tanto uno de los impulsos más fuertes del profundo deseo de unidad entre todos los cristianos», añade el padre Lombardi.
Es un documento muy bello el que «se nos ha regalado en este tiempo de Adviento», porque «también nosotros debemos preparar el camino para la llegada del Señor», concluye.
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Publicamos el texto integro de la «Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización» que ha redactado la Congregación para la Doctrina de la Fe. Fue presentada a los medios de comunicación el 14 de diciembre.
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
NOTA DOCTRINAL
ACERCA DE ALGUNOS ASPECTOS DE LA EVANGELIZACIÓN
I. Introducción
1. Enviado por el Padre para anunciar el Evangelio, Jesucristo invita a todos los hombres a la conversión y a la fe (cf. Mc 1, 14-15), encomendando a los Apóstoles, después de su resurrección, continuar su misión evangelizadora (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15; Lc 24, 4-7; Hch 1, 3): «como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. 17, 18). Mediante la Iglesia, quiere llegar a cada época de la historia, a cada lugar de la tierra y a cada ámbito de la sociedad, quiere llegar hasta cada persona, para que todos sean un solo rebaño con un solo pastor (cf. Jn 10, 16): «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16, 15-16).
Los Apóstoles, entonces, «movidos por el Espíritu Santo, invitaban a todos a cambiar de vida, a convertirse y a recibir el bautismo»[1], porque la «Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación»[2]. Es el mismo Señor Jesucristo que, presente en su Iglesia, precede la obra de los evangelizadores, la acompaña y sigue, haciendo fructificar el trabajo: lo que acaeció al principio continúa durante todo el curso de la historia.
Al comienzo del tercer milenio, resuena en el mundo la invitación que Pedro, junto con su hermano Andrés y con los primeros discípulos, escuchó de Jesús mismo: «rema mar adentro, y echad vuestras redes para pescar» (Lc 5, 4)[3]. Y después de la pesca milagrosa, el Señor anunció a Pedro que se convertiría en «pescador de hombres» (Lc 5, 10).
2. El término evangelización tiene un significado muy rico[4]. En sentido amplio, resume toda la misión de la Iglesia: toda su vida, en efecto, consiste en realizar la traditio Evangelii, el anuncio y transmisión del Evangelio, que es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16) y que en última instancia se identifica con el mismo Cristo (1 Co 1, 24). Por eso, la evangelización así entendida tiene como destinataria toda la humanidad. En cualquier caso evangelización no significa solamente enseñar una doctrina sino anunciar a Jesucristo con palabras y acciones, o sea, hacerse instrumento de su presencia y actuación en el mundo.
«Toda persona tiene derecho a escuchar la "Buena Nueva" de Dios que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación»[5]. Es un derecho conferido por el mismo Señor a toda persona humana, por lo cual todos los hombres y mujeres pueden decir junto con San Pablo: Jesucristo «me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20). A este derecho le corresponde el deber de evangelizar: «no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16; cf. Rm 10, 14). Así se entiende porqué toda actividad de la Iglesia tenga una dimensión esencial evangelizadora y jamás debe ser separada del compromiso de ayudar a todos a encontrar a Cristo en la fe, que es el objetivo primario de la evangelización: «La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco»[6].
3. Hoy en día, sin embargo, hay una confusión creciente que induce a muchos a desatender y dejar inoperante el mandato misionero del Señor (cf. Mt 28, 19). A menudo se piensa que todo intento de convencer a otros en cuestiones religiosas es limitar la libertad. Sería lícito solamente exponer las propias ideas e invitar a las personas a actuar según la conciencia, sin favorecer su conversión a Cristo y a la fe católica: se dice que basta ayudar a los hombres a ser más hombres o más fieles a su propia religión, que basta con construir comunidades capaces de trabajar por la justicia, la libertad, la paz, la solidaridad. Además, algunos sostienen que no debería anunciar a Cristo a quienes no lo conocen, ni favorecer la adhesión a la Iglesia, pues sería posible salvarse también sin un conocimiento explícito de Cristo y sin una incorporación formal a la Iglesia.
Para salir al paso de esta problemática, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha estimado necesario publicar la presente Nota, la cual, presuponiendo toda la doctrina católica sobre la evangelización, ampliamente tratada en el Magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, tiene como finalidad aclarar algunos aspectos de la relación entre el mandato misionero del Señor y el respeto a la conciencia y a la libertad religiosa de todos. Son aspectos con implicaciones antropológicas, eclesiológicas y ecuménicas.
II. Algunas implicaciones antropológicas
4. «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3): Dios concedió a los hombres inteligencia y voluntad para que lo pudieran buscar, conocer y amar libremente. Por eso la libertad humana es un recurso y, a la vez, un reto para el hombre que le presenta Aquel que lo ha creado. Un ofrecimiento a su capacidad de conocer y amar lo que es bueno y verdadero. Nada como la búsqueda del bien y la verdad pone en juego la libertad humana, reclamándole una adhesión tal que implica los aspectos fundamentales de la vida. Este es, particularmente, el caso de la verdad salvífica, que no es solamente objeto del pensamiento sino también acontecimiento que afecta a toda la persona - inteligencia, voluntad, sentimientos, actividades y proyectos - cuando ésta se adhiere a Cristo. En esta búsqueda del bien y la verdad actúa ya el Espíritu Santo, que abre y dispone los corazones para acoger la verdad evangélica, según la conocida afirmación de Santo Tomás de Aquino: «omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est»[7]. Por eso es importante valorar esta acción del Espíritu Santo, que produce afinidad y acerca los corazones a la verdad, ayudando al conocimiento humano a madurar en la sabiduría y en el abandono confiado en lo verdadero[8].
Sin embargo, hoy en día, cada vez más frecuentemente, se pregunta acerca de la legitimidad de proponer a los demás lo que se considera verdadero en sí, para que puedan adherirse a ello. Esto a menudo se considera como un atentado a la libertad del prójimo. Tal visión de la libertad humana, desvinculada de su inseparable referencia a la verdad, es una de las expresiones «del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión»[9]. En las diferentes formas de agnosticismo y relativismo presentes en el pensamiento contemporáneo, «la legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se sustraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí»[10]. Si el hombre niega su capacidad fundamental de conocer la verdad, si se hace escéptico sobre su facultad de conocer realmente lo que es verdadero, termina por perder lo único que puede atraer su inteligencia y fascinar su corazón.
5. En este sentido, en la búsqueda de la verdad, se engaña quien sólo confía en sus propias fuerzas, sin reconocer la necesidad que cada uno tiene del auxilio de los demás. El hombre «desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean "recuperadas" sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal»[11]. La necesidad de confiar en los conocimientos transmitidos por la propia cultura, o adquiridos por otros, enriquece al hombre ya sea con verdades que no podía conseguir por sí solo, ya sea con las relaciones interpersonales y sociales que desarrolla. El individualismo espiritual, por el contrario, aísla a la persona impidiéndole abrirse con confianza a los demás - y, por lo tanto, recibir y dar en abundancia los bienes que sostienen su libertad - poniendo en peligro incluso el derecho de manifestar socialmente sus propias convicciones y opiniones[12].
En particular, la verdad que es capaz de iluminar el sentido de la propia vida y de guiarla se alcanza también mediante el abandono confiado en aquellos que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma: «La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos»[13]. La aceptación de la Revelación que se realiza en la fe, aunque suceda en un nivel más profundo, entra en la dinámica de la búsqueda de la verdad: «Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él»[14]. El Concilio Vaticano II, después de haber afirmado el deber y el derecho de todo hombre a buscar la verdad en materia religiosa, añade: «la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante una libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, por medio de los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado o creen haber encontrado»[15]. En cualquier caso, la verdad «no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad»[16]. Por lo tanto, estimular honestamente la inteligencia y la libertad de una persona hacia el encuentro con Cristo y su Evangelio no es una intromisión indebida, sino un ofrecimiento legítimo y un servicio que puede hacer más fecunda la relación entre los hombres.
6. La evangelización es, además, una posibilidad de enriquecimiento no sólo para sus destinatarios sino también para quien la realiza y para toda la Iglesia. Por ejemplo, en el proceso de inculturación, «la misma Iglesia universal se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana, [...] conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación»[17]. La Iglesia, en efecto, que desde el día de Pentecostés ha manifestado la universalidad de su misión, asume en Cristo las riquezas innumerables de los hombres de todos los tiempos y lugares de la historia humana[18]. Además de su valor antropológico implícito, todo encuentro con una persona o con una cultura concreta puede desvelar potencialidades del Evangelio poco explicitadas precedentemente, que enriquecerán la vida concreta de los cristianos y de la Iglesia. Gracias, también, a este dinamismo, la «Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo»[19].
En efecto, el Espíritu que, después de haber obrado la encarnación de Jesucristo en el vientre virginal de María, vivifica la acción materna de la Iglesia en la evangelización de las culturas. Si bien el Evangelio es independiente de todas las culturas, es capaz de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna[20]. En este sentido, el Espíritu Santo es también el protagonista de la inculturación del Evangelio, es el que precede, en modo fecundo, al diálogo entre la Palabra de Dios, revelada en Jesucristo, y las inquietudes más profundas que brotan de la multiplicidad de los hombres y de las culturas. Así continúa en la historia, en la unidad de una misma y única fe, el acontecimiento de Pentecostés, que se enriquece a través de la diversidad de lenguas y culturas.
7. La actividad por medio de la cual el hombre comunica a otros eventos y verdades significativas desde el punto de vista religioso, favoreciendo su recepción, no solamente está en profunda sintonía con la naturaleza del proceso humano de diálogo, de anuncio y aprendizaje, sino que también responde a otra importante realidad antropológica: es propio del hombre el deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes. Acoger la Buena Nueva en la fe empuja de por sí a esa comunicación. La Verdad que salva la vida enciende el corazón de quien la recibe con un amor al prójimo que mueve la libertad a comunicar lo que se ha recibido gratuitamente.
Si bien los no cristianos puedan salvarse mediante la gracia que Dios da a través de "caminos que Él sabe"[21], la Iglesia no puede dejar de tener en cuenta que les falta un bien grandísimo en este mundo: conocer el verdadero rostro de Dios y la amistad con Jesucristo, el Dios-con-nosotros. En efecto, «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él»[22]. Para todo hombre es un bien la revelación de las verdades fundamentales[23] sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el mundo; mientras que vivir en la oscuridad, sin la verdad acerca de las últimas cosas, es un mal, que frecuentemente está en el origen de sufrimientos y esclavitudes a veces dramáticas. Esta es la razón por la que San Pablo no vacila en describir la conversión a la fe cristiana como una liberación «del poder de las tinieblas» y como la entrada «en el Reino del Hijo predilecto, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados» (Col 1, 13-14). Por eso, la plena adhesión a Cristo, que es la Verdad, y la incorporación a su Iglesia, no disminuyen la libertad humana, sino que la enaltecen y perfeccionan, en un amor gratuito y enteramente solícito por el bien de todos los hombres. Es un don inestimable vivir en el abrazo universal de los amigos de Dios que brota de la comunión con la carne vivificante de su Hijo, recibir de Él la certeza del perdón de los pecados y vivir en la caridad que nace de la fe. La Iglesia quiere hacer partícipes a todos de estos bienes, para que tengan la plenitud de la verdad y de los medios de salvación, «para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
8. La evangelización implica también el diálogo sincero que busca comprender las razones y los sentimientos de los otros. Al corazón del hombre, en efecto, no se accede sin gratuidad, caridad y diálogo, de modo que la palabra anunciada no sea solamente proferida sino adecuadamente testimoniada en el corazón de sus destinatarios. Eso exige tener en cuenta las esperanzas y los sufrimientos, las situaciones concretas de los destinatarios. Además, precisamente a través del diálogo, los hombres de buena voluntad abren más libremente el corazón y comparten sinceramente sus experiencias espirituales y religiosas. Ese compartir, característico de la verdadera amistad, es una ocasión valiosa para el testimonio y el anuncio cristiano.
Como en todo campo de la actividad humana, también en el diálogo en materia religiosa puede introducirse el pecado. A veces puede suceder que ese diálogo no sea guiado por su finalidad natural, sino que ceda al engaño, a intereses egoístas o a la arrogancia, sin respetar la dignidad y la libertad religiosa de los interlocutores. Por eso «la Iglesia prohíbe severamente que a nadie se obligue, o se induzca o se atraiga por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que vindica enérgicamente el derecho a que nadie sea apartado de ella con vejaciones inicuas»[24].
El motivo originario de la evangelización es el amor de Cristo para la salvación eterna de los hombres. Los auténticos evangelizadores desean solamente dar gratuitamente lo que gratuitamente han recibido: «Desde los primeros días de la Iglesia los discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar Cristo Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la palabra de Dios»[25]. La misión de los Apóstoles - y su continuación en la misión de la Iglesia antigua - sigue siendo el modelo fundamental de evangelización para todos los tiempos: una misión a menudo marcada por el martirio, como lo demuestra la historia del siglo pasado. Precisamente el martirio da credibilidad a los testigos, que no buscan poder o ganancia sino que entregan la propia vida por Cristo. Manifiestan al mundo la fuerza inerme y llena de amor por los hombres concedida a los que siguen a Cristo hasta la donación total de su existencia. Así, los cristianos, desde los albores del cristianismo hasta nuestros días, han sufrido persecuciones por el Evangelio, como Jesús mismo había anunciado: «a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20).
III. Algunas implicaciones eclesiológicas
9. Desde el día de Pentecostés, quien acoge plenamente la fe es incorporado a la comunidad de los creyentes: «Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil personas» (Hch 2, 41). Desde el comienzo, con la fuerza del Espíritu, el Evangelio ha sido anunciado a todos los hombres, para que crean y lleguen a ser discípulos de Cristo y miembros de su Iglesia. También en la literatura patrística son constantes las exhortaciones a realizar la misión confiada por Jesús a los discípulos[26]. Generalmente se usa el término «conversión» en referencia a la exigencia de conducir a los paganos a la Iglesia. No obstante, la conversión (metanoia), en su significado cristiano, es un cambio de mentalidad y actuación, como expresión de la vida nueva en Cristo proclamada por la fe: es una reforma continua del pensar y obrar orientada a una identificación con Cristo cada más intensa (cf. Gal 2, 20), a la cual están llamados, ante todo, los bautizados. Este es, en primer lugar, el significado de la invitación que Jesús mismo formuló: «convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17).
El espíritu cristiano ha estado siempre animado por la pasión de llevar a toda la humanidad a Cristo en la Iglesia. En efecto, la incorporación de nuevos miembros a la Iglesia no es la extensión de un grupo de poder, sino la entrada en la amistad de Cristo, que une el cielo y la tierra, continentes y épocas diferentes. Es la entrada en el don de la comunión con Cristo, que es «vida nueva» animada por la caridad y el compromiso con la justicia. La Iglesia es instrumento - «el germen y el principio»[27] - del Reino de Dios, no es una utopía política. Es ya presencia de Dios en la historia y lleva en sí también el verdadero futuro, el definitivo, en el que Él será «todo en todos» (1 Co 15, 28); una presencia necesaria, pues sólo Dios puede dar al mundo auténtica paz y justicia. El Reino de Dios no es - como algunos sostienen hoy - una realidad genérica que supera todas las experiencias y tradiciones religiosas, a la cual estas deberían tender como hacia una comunión universal e indiferenciada de todos los que buscan a Dios, sino que es, ante todo, una persona, que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible[28]. Por eso, cualquier movimiento libre del corazón humano hacia Dios y hacia su Reino conduce, por su propia naturaleza, a Cristo y se orienta a la incorporación en su Iglesia, que es signo eficaz de ese Reino. La Iglesia es, por lo tanto, medio de la presencia de Dios y por eso, instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo. La extensión de la Iglesia a lo largo de la historia, que constituye la finalidad de la misión, es un servicio a la presencia de Dios mediante su Reino: en efecto, «el Reino no puede ser separado de la Iglesia»[29]
10. Hoy, sin embargo, «el perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio)»[30]. Desde hace mucho tiempo se ha ido creando una situación en la cual, para muchos fieles, no está clara la razón de ser de la evangelización[31]. Hasta se llega a afirmar que la pretensión de haber recibido como don la plenitud de la Revelación de Dios, esconde una actitud de intolerancia y un peligro para la paz.
Quién así razona, ignora que la plenitud del don de la verdad que Dios hace al hombre al revelarse a él, respeta la libertad que Él mismo ha creado como rasgo indeleble de la naturaleza humana: una libertad que no es indiferencia, sino tendencia al bien. Ese respeto es una exigencia de la misma fe católica y de la caridad de Cristo, un elemento constitutivo de la evangelización y, por lo tanto, un bien que hay que promover sin separarlo del compromiso de hacer que sea conocida y aceptada libremente la plenitud de la salvación que Dios ofrece al hombre en la Iglesia.
El respeto a la libertad religiosa[32] y su promoción «en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva»[33]. Ese amor es el sello precioso del Espíritu Santo que, como protagonista de la evangelización[34], no cesa de mover los corazones al anuncio del Evangelio, abriéndolos para que lo reciban. Un amor que vive en el corazón de la Iglesia y que de allí se irradia hasta los confines de la tierra, hasta el corazón de cada hombre. Todo el corazón del hombre, en efecto, espera encontrar a Jesucristo.
Se entiende, así, la urgencia de la invitación de Cristo a evangelizar y porqué la misión, confiada por el Señor a los Apóstoles, concierne a todos los bautizados. Las palabras de Jesús, «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20), interpelan a todos en la Iglesia, a cada uno según su propia vocación. Y, en el momento presente, ante tantas personas que viven en diferentes formas de desierto, sobre todo en el «desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre»[35], el Papa Benedicto XVI ha recordado al mundo que «la Iglesia en su conjunto, así como sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[36]. Este compromiso apostólico es un deber y también un derecho irrenunciable, expresión propia de la libertad religiosa, que tiene sus correspondientes dimensiones ético-sociales y ético-políticas[37]. Un derecho que, lamentablemente, en algunas partes del mundo aún no se reconoce legalmente y en otras, de hecho, no se respeta[38].
11. El que anuncia el Evangelio participa de la caridad de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ef 5, 2), es su emisario y suplica en nombre de Cristo: ¡reconciliaos con Dios! (2 Co 5, 20). Una caridad que es expresión de la gratitud que se difunde desde el corazón humano cuando se abre al amor entregado por Jesucristo, aquel Amor «que en el mundo se expande»[39]. Esto explica el ardor, confianza y libertad de palabra (parrhesia) que se manifestaba en la predicación de los Apóstoles (cf. Hch 4, 31; 9, 27-28; 26, 26, etc.) y que el rey Agripa experimentó escuchando a Pablo: «Por poco, con tus argumentos, haces de mí un cristiano» (Hch 26, 28).
La evangelización no se realiza sólo a través de la predicación pública del Evangelio, ni se realiza únicamente a través de actuaciones públicas relevantes, sino también por medio del testimonio personal, que es un camino de gran eficacia evangelizadora. En efecto, «además de la proclamación, que podríamos llamar colectiva, del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la ha practicado frecuentemente -como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemo, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo- y lo mismo han hecho los Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre»[40].
En cualquier caso, hay que recordar que en la transmisión del Evangelio la palabra y el testimonio de vida van unidos[41]; para que la luz de la verdad llegue a todos los hombres, se necesita, ante todo, el testimonio de la santidad. Si la palabra es desmentida por la conducta, difícilmente será acogida. Pero tampoco basta solamente el testimonio, porque «incluso el testimonio más hermoso se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado -lo que Pedro llamaba dar "razón de vuestra esperanza" (1 Pe. 3, 15)-, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús»[42].
IV. Algunas implicaciones ecuménicas
12. Desde sus inicios, el movimiento ecuménico ha estado íntimamente vinculado con la evangelización. La unidad es, en efecto, el sello de la credibilidad de la misión y el Concilio Vaticano II ha relevado con pesar que el escándalo de la división «es obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo»[43]. Jesús mismo, en la víspera de su Pasión oró: «para que todos sean uno... para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
La misión de la Iglesia es universal y no se limita a determinadas regiones de la tierra. La evangelización, sin embargo, se realiza en forma diversa, de acuerdo a las diferentes situaciones en las cuales tiene lugar. En sentido estricto se habla de «missio ad gentes» dirigida a los que no conocen a Cristo. En sentido amplio se habla de «evangelización», para referirse al aspecto ordinario de la pastoral, y de «nueva evangelización» en relación a los que han abandonado la vida cristiana[44]. Además, se evangeliza en países donde viven cristianos no católicos, sobre todo en países de tradición y cultura cristiana antiguas. Aquí se requiere un verdadero respeto por sus tradiciones y riquezas espirituales, al igual que un sincero espíritu de cooperación. «Excluido todo indiferentismo y confusionismo así como la emulación insensata, los católicos colaboren fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto sobre el Ecumenismo, en la común profesión de la fe en Dios y en Jesucristo delante de las naciones - en cuanto sea posible - mediante la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y religiosos»[45].
En el compromiso ecuménico se pueden distinguir varias dimensiones: ante todo la escucha, como condición fundamental para todo diálogo; después, la discusión teológica, en la cual, tratando de entender las confesiones, tradiciones y convicciones de los demás, se puede encontrar la concordia, escondida a veces en la discordia. Inseparable de todo esto, no puede faltar otra dimensión esencial del compromiso ecuménico: el testimonio y el anuncio de los elementos que no son tradiciones particulares o matices teológicos sino que pertenecen a la Tradición de la fe misma.
Pero el ecumenismo no tiene solamente una dimensión institucional que apunta a «hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad»[46]: es tarea de cada fiel, ante todo, mediante la oración, la penitencia, el estudio y la colaboración. Dondequiera y siempre, todo fiel católico tiene el derecho y el deber de testimoniar y anunciar plenamente su propia fe. Con los cristianos no católicos, el católico debe establecer un diálogo que respete la caridad y la verdad: un diálogo que no es solamente un intercambio de ideas sino también de dones[47], para poderles ofrecer la plenitud de los medios de salvación[48]. Así somos conducidos a una conversión a Cristo cada vez más profunda.
En este sentido se recuerda que si un cristiano no católico, por razones de conciencia y convencido de la verdad católica, pide entrar en la plena comunión con la Iglesia Católica, esto ha de ser respetado como obra del Espíritu Santo y como expresión de la libertad de conciencia y religión. En tal caso no se trata de proselitismo, en el sentido negativo atribuido a este término[49]. Como ha reconocido explícitamente el Decreto sobre el Ecumenismo de Concilio Vaticano II, «es manifiesto, sin embargo, que la obra de preparación y reconciliación individuales de los que desean la plena comunión católica se diferencia, por su naturaleza, de la empresa ecuménica, pero no encierra oposición alguna, ya que ambos proceden del admirable designio de Dios»[50]. Por lo tanto, esa iniciativa no priva del derecho ni exime de la responsabilidad de anunciar en plenitud la fe católica a los demás cristianos, que libremente acepten acogerla.
Esta perspectiva requiere naturalmente evitar cualquier presión indebida: «en la difusión de la fe religiosa, y en la introducción de costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas»[51]. El testimonio de la verdad no puede tener la intención de imponer nada por la fuerza, ni por medio de acciones coercitivas, ni con artificios contrarios al Evangelio. El mismo ejercicio de la caridad es gratuito[52]. El amor y el testimonio de la verdad se ordenan a convencer, ante todo, con la fuerza de la Palabra de Dios (cf. 1 Co 2, 3-5; 1 Ts 2, 3-5)[53]. La misión cristiana está radicada en la potencia del Espíritu Santo y de la misma verdad proclamada.
V. Conclusión
13. La acción evangelizadora de la Iglesia nunca desfallecerá, porque nunca le faltará la presencia del Señor Jesús con la fuerza del Espíritu Santo, según su misma promesa: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Los relativismos de hoy en día y los irenismos en ámbito religioso no son un motivo válido para desatender este compromiso arduo y, al mismo tiempo, fascinante, que pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia y es «su tarea principal»[54]. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): lo testimonia la vida de un gran número de fieles que, movidos por el amor de Cristo han emprendido, a lo largo de la historia, iniciativas y obras de todo tipo para anunciar el Evangelio a todo el mundo y en todos los ámbitos de la sociedad, como advertencia e invitación perenne a cada generación cristiana para que cumpla con generosidad el mandato del Señor. Por eso, como recuerda el Papa Benedicto XVI, «el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo»[55]. El amor que viene de Dios nos une a Él y «nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea "todo en todos" (cf. 1 Co 15, 28)»[56].
El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la Audiencia del día 6 de octubre de 2007, concedida al Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha aprobado la presente Nota, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 3 de diciembre de 2007, memoria litúrgica de san Francisco Javier, Patrón de la Misiones.
William Cardenal LEVADA
Prefecto
Angelo AMATO, S.D.B.
Arzobispo titular de Sila
Secretario
[1] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio (7 de diciembre de1990), n. 47: AAS 83 (1991), 293.
[2] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 14; cf. Decreto Ad gentes, n. 7; Decreto Unitatis redintegratio, n. 3. Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 4); por eso «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» (Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 9: AAS 83 [1991], 258).
[3] Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte (6 de enero de 2001, n. 1: AAS 93 (2001), 266.
[4] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de1975), n. 24: AAS 69 (1976), 22.
[5] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 46: AAS 83 (1991), 293; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, nn. 53 y 80: AAS 69 (1976), 41-42, 73-74.
[6] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa en la explanada de la Nueva Feria de Munich (10 de septiembre de 2006): AAS 98 (2006), 710.
[7] «Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiæ, I-II, q. 109, a. 1, ad 1).
[8] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), n. 44: AAS 91 (1999), 40.
[9] Benedicto XVI, Discurso en la ceremonia de apertura de la asamblea eclesial de la Diócesis de Roma (6 de junio de 2005): AAS 97 (2005), 816.
[10] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n. 5: AAS 91 (1999), 9-10.
[11] Ibidem, n. 31: AAS91 (1999), 29; cf. Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 12.
[12] Este derecho ha sido reconocido y afirmado también en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre del 1948 (aa. 18-19).
[13] Juan Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio, n.33: AAS 91 (1999), 31.
[14] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 5.
[15] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 3.
[16] Ibidem, n. 1.
[17] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Missio, n.52: AAS 83 (1991), 3000.
[18] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Slavorum Apostoli (2 de junio de 1985), n.18: AAS 77 (1985), 800.
[19] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, n. 8.
[20] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 19-20: AAS 69 (1976), 18-19.
[21] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 7; cf. Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 16; Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 22.
[22] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del ministerio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 711.
[23] Cf. Concilio Vaticano I, Constitución Dogmática Dei Filius, n. 2: «Es, ciertamente, gracias a esta revelación divina que aquello que en lo divino no está por sí mismo más allá del alcance de la razón humana, puede ser conocido por todos, incluso en el estado actual del género humano, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error alguno (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 1, 1)» (DH 3005).
[24] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 13.
[25] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 11.
[26] Cf. por ejemplo, Clemente de Alejandría, Protreptico IX, 87, 3-4 (Sources chrétiennes, 2, 154); Aurelio Agustín, Sermo 14, D [=352 A], 3 (Nuova Biblioteca Agostiniana XXXV/1, 269-271).
[27] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 5.
[28] Cf. Sobre este tema ver también Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266: «Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no existe ya el reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino -que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano o ideológico- como la identidad de Cristo, que no aparece ya como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Co l5, 27)»
[29] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 18: AAS 83 (1991), 265-266. Acerca de la relación entre la Iglesia y el Reino, cf. también Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, nn. 18-19: AAS 92 (2000), 759-761.
[30] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, n. 4: AAS 92 (2000), 744.
[31] Cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 80: AAS 69 (1976) 73: «... ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de "semillas del Verbo". ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?».
[32] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (22 de diciembre de 2005): AAS 98 (2006), 50: «... si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción».
[33] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 28; cf. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 24: AAS 69 (1976), 21-22.
[34] Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 21-30: AAS 83 (1091), 268-276.
[35] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa del solemne inicio del Pontificado (24 abril de 2005): AAS 97 (2005), 710.
[36] Ibidem.
[37] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 6.
[38] En efecto, allí donde se reconoce el derecho a la libertad religiosa, por lo general también se reconoce el derecho que tiene todo hombre de participar a los demás sus propias convicciones, en pleno respeto de la conciencia, para favorecer el ingreso de los demás en la propia comunidad religiosa de pertenencia, como es sancionado por numerosas ordenanzas jurídicas actuales y por una difusa jurisprudencia.
[39] «che per l'universo si squaderna» (Dante Alighieri, La Divina Comedia, Paraíso, XXXIII, 87).
[40] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 46: AAS 69 (1976), 36.
[41] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 35.
[42] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 22: AAS 69 (1976), 20.
[43] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 1; cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, nn. 1, 50; AAS83 (1991), 249, 297.
[44] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 30s.
[45] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, n. 15.
[46] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ut unum sint ( 25 de mayo de 1995), n. 14: AAS 87 (1995), 929.
[47] Cf. Ibidem, n. 28: AAS 87 (1995), 929.
[48] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, nn. 3, 5.
[49] Originalmente el término «proselitismo» nace en ámbito hebreo, donde «prosélito» indicaba aquella persona que, proviniendo de las «gentes», había pasado a formar parte del «pueblo elegido». Así también, en ámbito cristiano, el término proselitismo se ha usado frecuentemente como sinónimo de actividad misionera. Recientemente el término ha adquirido una connotación negativa, como publicidad a favor de la propia religión con medios y motivos contrarios al espíritu del Evangelio y que no salvaguardan la libertad y dignidad de la persona. En ese sentido, se entiende el término «proselitismo», en el contexto del movimiento ecuménico: cf. The joint Working Group between the Catholic Church and the World Council of Churches, "The Challenge of Proselytism and the Calling to Common Witness" (1995).
[50] Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, n. 4.
[51] Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n. 4.
[52] Cf. Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 31 c: AAS 98 (2996), 245.
[53] Cf. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanæ, n.11.
[54] Benedicto XVI, Homilía durante la visita a la Basílica de San Pablo extramuros (25 de abril de 2005): AAS 97 (2005), 745.
[55] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso organizado por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos con motivo del 40° aniversario del Decreto conciliar «Ad Gentes», (11 de marzo de 2006): AAS 98 (2006), 334. .
[56] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 18: AAS 98 (2996), 232.
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