* «La Epifanía nos recuerda que solo quienes emprenden un viaje encuentran la realeza de Cristo. Solo quienes aceptan el riesgo de la búsqueda pueden alcanzar la adoración del Verbo hecho hombre. Quienes permanecen sentados, protegidos por sus propias certezas, terminan perdiendo la cita con la manifestación de Dios, incluso cuando está cerca y claramente indicada en las Escrituras. La verdadera luz sólo puede ser recibida en la medida en que aceptemos emerger gradualmente de nuestras sombras, incluso cuando estas tengan la apariencia tranquilizadora de la competencia, la institución o la certeza religiosa adquirida»
Vídeo de la transmisión en directo de Vatican News, traducido al español, con la 3ª meditación de Adviento del P. Roberto Pasolini ante el Papa León XIV
* «A menudo imaginamos que evangelizar significa aportar algo que falta, llenar un vacío, corregir un error. La Epifanía señala otro camino: ayudar a los demás a reconocer la luz que ya habita en ellos, la dignidad que ya poseen, los dones que ya poseen. No somos nosotros quienes "damos" a Cristo al mundo, como si tuviéramos derechos exclusivos sobre él. Estamos llamados a hacer visible su presencia con tal claridad y verdad que cada persona pueda reconocer en él el sentido de su existencia»
Camino Católico.- Reconocer la venida de Jesucristo como una luz que hay que acoger, difundir y ofrecer al mundo: este es el desafío que la Navidad y el Jubileo nos invitan a asumir. El predicador de la Casa Pontificia, padre Roberto Pasolini, enfatizó esta al comienzo de su tercera meditación de Adviento, sobre el tema "La Universalidad de la Salvación", pronunciada esta mañana, 19 de diciembre, en el Aula Pablo VI ante la presencia del Papa León XIV y la Curia Romana. Y subraya que debemos “manifestar a Cristo no a pesar de nuestra fragilidad, sino precisamente a través de ella, porque es allí donde su gracia brilla con mayor fuerza”.
El Fraile Menor Capuchino ofreció una reflexión sobre la manifestación universal de la salvación, sobre Cristo, la "luz verdadera", capaz de iluminar, aclarar y orientar toda la complejidad de la experiencia humana, que "no borra las preguntas, deseos y búsquedas del hombre, sino que los conecta, los purifica y los conduce hacia un sentido más pleno". Una luz que el mundo no ha abrazado porque "los hombres han amado más las tinieblas". El problema, explicó el padre Pasolini, reside en nuestra disposición a acoger la luz, que es necesaria y hermosa, pero también exigente: desenmascara las apariencias, desnuda las contradicciones, nos obliga a reconocer lo que preferiríamos no ver y, por eso, la evitamos.
El predicador de la Casa Pontificia se centra en la actitud de los Reyes Magos, quienes se atrevieron a abrirse a lo desconocido. Debemos revisar nuestros hábitos misioneros y ayudar a otros a reconocer la luz que ya habita en ellos, custodiar a Cristo para ofrecerlo a todos, la verdadera luz de la Navidad". En el vídeo de Vatican News se visualiza y escucha toda la meditación, cuyo texto íntegro es el siguiente:
“Esperando y apresurando la llegada del día de Dios”
3ª Meditación de Adviento al Papa León XIV y a la Curia
La universalidad de la salvación
Una esperanza incondicional
P. Roberto Pasolini, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia
Aula Pablo VI
Viernes, 19 de diciembre de 2025
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Oremos. Señor Dios nuestro, que hiciste de la Virgen María el modelo de quien acoge tu palabra y la pone en práctica abre nuestro corazón a la bienaventuranza del escucha, y con la fuerza de tu espíritu, haz que también nosotros nos convirtamos en un lugar santo, donde hoy se cumpla tu palabra de salvación. Por Cristo nuestro Señor.
Santo Padre, hermanos y hermanas, a todos, el Señor les dé la paz.
En las dos primeras meditaciones de este Adviento, contemplamos la Parusía del Señor, su glorioso regreso al final de los tiempos, aprendiendo a vivir bajo un cielo paciente que nunca se cansa de mostrar confianza en la humanidad. Luego reflexionamos sobre la responsabilidad de reconstruir juntos la casa del Señor, reconociendo que toda auténtica renovación de la Iglesia pasa por la capacidad de aceptar las diferencias sin ceder a la ilusión de uniformidad, llevando juntos el peso de la comunión incluso cuando nuestras voces no armonizan de inmediato.
Ahora, al acercarnos a la Navidad y a la conclusión del Jubileo, deseamos dirigir nuestra mirada a un tercer movimiento de gracia: la manifestación universal de la salvación. No deja de ser significativo que la Puerta Santa se cierre el 6 de enero, solemnidad de la Epifanía del Señor. El día en que la Iglesia celebra la manifestación de Cristo a todos los pueblos, el itinerario jubilar también concluye con el cierre de la Puerta Santa. La coincidencia es significativa: al cerrarse una puerta visible, se afirma con fuerza que la salvación de Cristo permanece definitivamente abierta a todos.
Tanto el Jubileo como la Natividad del Señor nos plantean el mismo desafío: reconocer la venida de Cristo en nuestra humanidad como una luz que debemos acoger, expandir y ofrecer al mundo. Está en juego la catolicidad de la Iglesia, en su doble e inseparable significado: por un lado, poseer la plenitud de Cristo; por otro, ser enviada a la totalidad de la humanidad, sin excepciones ni exclusiones. Esta es la esperanza que deseamos contemplar: una salvación verdaderamente universal.
La Luz Verdadera
Al acercarnos a la fiesta de la Epifanía, conviene recordar cómo el Cuarto Evangelio presenta el misterio de la Encarnación. A diferencia de Lucas, quien relata el nacimiento de Jesús a través de la concreción de los acontecimientos —el pesebre, los pastores, el canto de los ángeles—, Juan alza la mirada y observa la venida de la Palabra desde lo alto, como la irrupción en el mundo de una luz verdadera. No una luz cualquiera, sino la luz que «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), capaz de revelar no sólo el misterio de Dios, sino también el de la humanidad.
Esta es una visión poderosa: la luz de Cristo se manifiesta como luz verdadera porque es capaz de iluminar, aclarar y guiar toda la complejidad de la experiencia humana. No borra las preguntas, los deseos y las búsquedas humanas, sino que las conecta, las purifica y las conduce hacia un significado más pleno.
Sin embargo, como el propio Juan enfatiza, esta luz no se acoge espontáneamente. De hecho, su aparición suscita en nosotros una resistencia inesperada y dolorosa.
“La luz verdadera, que ilumina a todo hombre, venía al mundo. Él estaba en el mundo, y el mundo se hizo por medio de él, pero el mundo no lo reconoció. Vino a los suyos, pero los suyos no lo aceptaron” (Jn 1,9-11).
¿Cómo es posible? El mundo se hizo por medio de la Palabra, pero no lo reconoce. La Palabra viene a los suyos, pero los suyos no lo aceptan. Esta paradoja recorre todo el Evangelio de Juan: la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas resisten. ¿Por qué sucede esto? ¿Qué hace al hombre tan refractario a la luz que viene a salvarlo?
La respuesta se encuentra en el diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo, cuando el Maestro explica con lucidez las profundas razones de este rechazo.
“La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que hace el mal odia la luz y no viene a ella, para que sus obras no sean expuestas. Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sea evidente que sus obras son hechas en Dios” (Juan 3:19-21).
El problema no es la luz, que por su naturaleza ilumina y da vida, sino nuestra disposición a acogerla. La luz es necesaria y hermosa, pero también exigente: desenmascara las apariencias, desnuda las contradicciones, nos obliga a reconocer lo que preferiríamos no ver. Por eso a menudo la evitamos, refugiándonos en la seguridad de la oscuridad que nos protege.
Es importante destacar que Jesús no contrapone a quienes hacen el mal con quienes hacen el bien, sino a quienes hacen el mal con quienes dicen la verdad. Para acoger la luz de la Encarnación, no es necesario ser ya buenos o perfectos, sino comenzar a hacer de la verdad una realidad en nuestras vidas: dejar de escondernos y aceptar ser vistos por quienes somos. La Encarnación es liberadora precisamente porque rompe con todo moralismo y nos dice que Dios está más interesado en nuestra verdad que en la bondad superficial. Preparar el camino del Señor significa, en última instancia, esto: caminar en la verdad, con sinceridad y sin miedo.
Durante los días de Navidad, es natural que se multipliquen las invitaciones a la bondad: llamadas a la caridad, la generosidad y la aceptación. Estas son palabras justas y necesarias, parte del léxico de nuestra fe. Y, sin embargo, en esta Navidad marcada por el Jubileo, a la Iglesia quizás se le pide algo aún más esencial. No tanto añadir nuevas exhortaciones, sino dar un paso más profundo: emprender un camino hacia una verdad más profunda.
Ser veraz, de hecho, no significa exhibir pureza moral ni pretender una coherencia impecable. Significa, más bien, aceptar presentarnos con sinceridad, reconociendo nuestras resistencias, nuestras fragilidades, incluso la desconfianza que a veces habita en nuestro corazón cuando descubrimos nuestras debilidades. Es un gesto humilde pero valiente: mostrarnos al mundo no con una fachada de solidez, sino con la honestidad de quienes son conscientes de su necesidad de salvación.
Una Iglesia que emprende este camino no se vuelve más frágil, sino más creíble. No pierde su identidad, sino que la permite emerger en su forma más evangélica: la de la autenticidad. El mundo no espera de nosotros la imagen de una institución impecable, ni un discurso más que indique qué debe hacerse. Necesita encontrar una comunidad que, a pesar de sus imperfecciones y contradicciones, viva verdaderamente a la luz de Cristo y no tema mostrarse tal como es. Este sería el gesto verdaderamente poderoso, la verdadera Epifanía: manifestar a Cristo no a pesar de nuestra fragilidad, sino precisamente a través de ella, porque es allí donde su gracia brilla con mayor fuerza.
Permanecer sentados
Hay una manera sutil, y por lo tanto peligrosa, de evitar la búsqueda de Cristo: no resistirse, sino permanecer inmóvil. No se trata de negar abiertamente, sino de no moverse. Es la tentación de acomodarse en una postura aparentemente tranquilizadora, basada en certezas y hábitos consolidados, pero que con el tiempo corre el riesgo de convertirse en una forma de inmovilidad interior. Un lugar que parece proteger, a la vez que nos aísla lentamente, a menudo sin darnos cuenta. El relato evangélico de los Magos ilumina esta misma posibilidad con gran claridad.
Ante la noticia del nacimiento de un rey, Herodes se turba, y con él toda Jerusalén. Los escribas y los sumos sacerdotes cumplen con su deber escrupulosamente: consultan los textos, ofrecen interpretaciones correctas, dan respuestas precisas. Herodes también se muestra atento: cuestiona, calcula, planifica. Todos parecen implicados, pero nadie da el paso decisivo: partir hacia Belén, aceptando el riesgo y la sorpresa de lo que podría suceder. Prefieren delegar la tarea de acudir a los Magos, reservándose el derecho a estar informados de los acontecimientos. Es la actitud de quienes quieren saberlo todo sin exponerse, escudándose de las consecuencias de una verdadera implicación.
Esta dinámica nos afecta profundamente. Vivimos inmersos en un flujo constante de información: investigamos, analizamos y leemos extensamente. Sin embargo, esta abundancia de conocimiento rara vez se corresponde con una verdadera implicación. Sabemos mucho, pero permanecemos distantes. Observamos la realidad sin dejarnos tocar, protegidos por una posición que nos protege de lo inesperado. Así, la información se convierte en un atajo engañoso: nos hace sentir involucrados, mientras que en realidad nos permite permanecer inmóviles.
Para la Iglesia, este riesgo adquiere contornos particularmente delicados. Es posible conocer bien la doctrina, preservar la tradición, celebrar la liturgia con esmero y, sin embargo, permanecer inmóviles. Como los escribas de Jerusalén, también nosotros podemos percibir dónde el Señor continúa haciéndose presente —en las periferias, entre los pobres, en las heridas de la historia— sin encontrar la fuerza ni el coraje para avanzar en esa dirección.
La Epifanía nos recuerda que solo quienes emprenden un viaje encuentran la realeza de Cristo. Solo quienes aceptan el riesgo de la búsqueda pueden alcanzar la adoración del Verbo hecho hombre. Quienes permanecen sentados, protegidos por sus propias certezas, terminan perdiendo la cita con la manifestación de Dios, incluso cuando está cerca y claramente indicada en las Escrituras. La verdadera luz sólo puede ser recibida en la medida en que aceptemos emerger gradualmente de nuestras sombras, incluso cuando estas tengan la apariencia tranquilizadora de la competencia, la institución o la certeza religiosa adquirida.
Levántate y resplandece
La actitud de los Magos es diferente a la de Herodes y su corte: viajeros intrépidos que, a pesar de desconocer las Escrituras de Israel, parecen encarnar su espíritu más auténtico. Los profetas, en el difícil momento del regreso del exilio, ya habían instado al pueblo a reemprender el camino, cuando las esperanzas de un futuro diferente aún parecían lejanas y casi imposibles. En el llamado Libro de la Consolación de Isaías, proclamado por la liturgia en la solemnidad de la Epifanía, resuena un imperativo decisivo que no deja lugar a dudas:
“Levántate, resplandece, porque ha llegado tu luz… el Señor ha amanecido sobre ti” (Isaías 60,1-2).
Esta es la invitación que Herodes no puede obedecer, pero que, en cambio, pone en marcha el viaje de los Magos. Para encontrar al Señor que se ha manifestado en nuestra humanidad, el primer paso es siempre levantarse: dejar atrás nuestros refugios interiores, nuestras certezas, nuestra visión establecida de las cosas. Levantarse requiere valentía. Significa abandonar el sedentarismo que nos protege pero nos inmoviliza, aceptar la fatiga del viaje, exponernos a la incertidumbre de lo que aún no está claro. Los Magos se levantan, dejan su tierra natal, recorren distancias sin garantías, guiados solo por una señal tenue y discreta. No saben exactamente qué encontrarán, pero confían en esa luz que los precede.
Tras la invitación a levantarse, el profeta añade una instrucción sorprendente: nos pide que nos revistamos de una luz que aún no es plenamente visible, pero que ya está prometida. Esto alude a una disposición interior: vivir como si la luz llegara, incluso antes de ver las señales. Esto significa mantener la confianza incluso cuando las circunstancias no la justifican plenamente, seguir esperando mientras la noche aún no ha terminado. Solo así es posible emprender el camino hacia algo nuevo, aceptando la incertidumbre e incluso el riesgo de la decepción, en lugar de quedarnos estancados donde estamos.
Tras levantarse y aceptar revestirse de una esperanza que los precedió, los Magos realizan un gesto más, quizás el más decisivo de todos. El viaje, la búsqueda, la espera los llevan no a la autoafirmación, sino al abajamiento. El deseo que los impulsó encuentra plenitud no en la posesión, sino en la adoración. Solo entonces su viaje llega verdaderamente a su destino.
“Al entrar en la casa, vieron al niño con María, su madre; se postraron y lo adoraron. Luego abrieron sus tesoros y le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra” (Mateo 2,11).
Arrodillados ante el símbolo humilde y pobre del niño, los Magos descubren que el acceso al otro —diferente, frágil, inesperado— siempre viene de abajo, nunca de arriba. Es al abajarse que se salva la distancia y la diversidad se hace habitable. No se trata de renunciar a la propia identidad, sino de entregarla, abriéndola al misterio que el otro trae consigo.
Levantarse y luego arrodillarse: este es el movimiento de la fe. Nos levantamos para emerger de nosotros mismos, no para ponernos en el centro. Y entonces nos abajamos, porque nos damos cuenta de que lo que encontramos escapa a nuestro control. Esto es cierto en nuestra relación con Dios, pero también en las relaciones cotidianas. Mientras las cosas salgan como imaginamos, es fácil permanecer; sin embargo, cuando el otro nos sorprende, nos decepciona o cambia, permanecer fieles a las decisiones que hemos tomado y al amor prometido nos exige dejar de imponer nuestro punto de vista y aprender a escuchar de verdad.
Para la Iglesia, este doble movimiento —levantarse y postrarse— es esencial. Está llamada a moverse, a salir, al encuentro de las personas y situaciones que le son lejanas. Pero también está llamada a saber detenerse, a bajar la mirada, a reconocer que no todo le pertenece ni puede controlarlo. Solo así el don de la salvación puede universalizarse: en la medida en que la Iglesia esté dispuesta a abandonar sus propias certezas y mirar con respeto la vida de los demás, reconociendo que incluso allí, a menudo de maneras inesperadas, puede surgir algo de la luz de Cristo.
Encontrándose a Sí Mismos
Cuando los Reyes Magos entran en la casa y ven al niño con su madre, María, se encuentran ante algo que supera sus expectativas. Se arrodillan y abren sus cofres, ofreciendo oro, incienso y mirra. Con estos dones, confiesan en ese niño la presencia de Dios, su realeza y su plena participación en nuestra humanidad, marcada también por el sufrimiento y la muerte. Pero al realizar este gesto, ocurre algo inesperado: no solo descubren quién es ese niño, sino que comienzan a percibir quiénes son ellos mismos.
En el rostro de Jesús, Dios hecho hombre, los Reyes Magos vislumbran que esa misma dignidad se promete también a sus vidas. Si en ese niño, Dios se revela como Rey, entonces también la vida humana está llamada a una grandeza que no proviene del poder, sino del cuidado y el servicio. Si Dios ha elegido habitar nuestra carne, entonces cada vida humana lleva en sí una luz, una vocación, un valor indeleble. Los dones que ofrecen los Reyes Magos se convierten así en un espejo: hablan de Dios, pero también revelan lo que la humanidad está llamada a ser.
Con la visita de los Magos, el misterio de la Encarnación revela todo su poder universal. No vinimos al mundo simplemente para sobrevivir o navegar el tiempo como pudiéramos. Nacimos para acceder a una vida más grande: la de los hijos de Dios. Los Magos partieron en busca de una estrella y encontraron a Cristo; pero al buscar a Cristo, también se encontraron a sí mismos. Descubrieron que, aunque venían de lejos y sin conocimiento de las Escrituras, incluso en su humanidad brillaba una luz que sólo esperaba ser reconocida y sacada a la luz.
Quizás la Iglesia está llamada, hoy más que nunca, a hacer esto sobre todo: llevar la luz de Cristo al mundo. No como algo que imponer o defender, sino como una presencia que ofrecer, permitiendo que cada persona se acerque a ella a través de un camino similar al de los Magos. Comenzaron con el deseo, emprendieron un viaje, afrontaron preguntas e incertidumbres, y solo al final reconocieron a Cristo y, ante él, se descubrieron a sí mismos.
Desde esta perspectiva, la misión no consiste en forzar el encuentro, sino en hacerlo posible. Ofrecer luz significa salvaguardar el espacio para la indagación, permitir que el deseo se despierte, acompañar sin anticipar las respuestas. Así, el encuentro con Cristo no borra la humanidad de quienes lo buscan, sino que la ilumina y la realiza.
Si tenemos la valentía de ofrecer al mundo un testimonio tan sencillo y luminoso, podremos experimentar lo que el profeta Isaías proclama en las ruinas de Jerusalén: una ciudad llamada a convertirse en un lugar de atracción para todos los pueblos.
“Las naciones caminarán a tu luz,
los reyes al esplendor de tu amanecer.
Alza tus ojos y mira:
todos estos están reunidos, vienen a ti.
Tus hijos vienen de lejos,
tus hijas son llevadas en tus brazos.
Entonces mirarás y estarás radiante,
tu corazón se estremecerá y se alegrará,
porque la abundancia del mar se derramará sobre ti,
las riquezas de las naciones vendrán a ti” (Isaías 60:3-5).
Una Iglesia que ofrece la presencia de Cristo a todos no se apropia de su luz, sino que la refleja. No se sitúa en el centro para dominar, sino para atraer. Y precisamente por eso, se convierte en un espacio de encuentro, donde cada persona puede reconocer a Cristo y, ante Él, redescubrir el sentido de su vida.
Esta perspectiva nos obliga a reconsiderar muchos de nuestros hábitos misioneros. A menudo imaginamos que evangelizar significa aportar algo que falta, llenar un vacío, corregir un error. La Epifanía señala otro camino: ayudar a los demás a reconocer la luz que ya habita en ellos, la dignidad que ya poseen, los dones que ya poseen. No somos nosotros quienes "damos" a Cristo al mundo, como si tuviéramos derechos exclusivos sobre él. Estamos llamados a hacer visible su presencia con tal claridad y verdad que cada persona pueda reconocer en él el sentido de su existencia.
Esto no relativiza la verdad de Cristo ni reduce el Evangelio a una valoración genérica de la humanidad. Al contrario, toma en serio la catolicidad de la Iglesia en su sentido más profundo: proteger a Cristo para ofrecerlo a todos, con la confianza de que la belleza, la bondad y la verdad ya están presentes en cada persona, llamada a la plenitud y a encontrar en él su sentido más pleno. La verdadera luz de la Navidad «ilumina a todo hombre» precisamente porque es capaz de revelar a cada persona su propia verdad, su propia vocación, su propia semejanza con Dios.
Si así fuera, la Navidad, entrelazada con la conclusión del Jubileo, podría haber encendido una esperanza incondicional no solo en la Iglesia, sino también en el mundo. La Iglesia puede regocijarse por haber redescubierto a Cristo como su centro; el mundo, al encontrarse con nuestro frágil testimonio, podría haberse sentido animado a manifestar su propia humanidad, a ofrecer sus propios dones y a reconocer su propia dignidad ante Dios.
Este sería el signo más elocuente de una Iglesia fiel a su vocación: no reteniendo la luz para sí misma, sino dejándola brillar para que la nueva vida, ya sembrada en el corazón de cada hombre y mujer, pueda finalmente germinar y dar fruto.
Oremos:
Oh Dios, que, con la guía de la estrella, revelaste a tu Hijo Unigénito al pueblo, guíanos también a nosotros, que ya te hemos conocido por la fe, a contemplar la belleza de tu gloria. Por Cristo nuestro Señor.
P. Roberto Pasolini, OFM Cap.
Predicador de la Casa Pontificia
Fotos: Vatican Media, 19-12-2025





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