* «Tuve unas convivencias donde el Señor me habló de todas las maneras posibles. A través de las catequesis, de los hermanos, de todo lo que veía y sobre todo a través de la Palabra (la Biblia). Estaba impresionada y muy feliz. Jesucristo me dijo que Él era el Dios de mis padres y que no podía renegar de mis raíces. Yo miraba la cruz y lloraba porque me sentía indigna. Contemplarlo en la cruz yo que le había dado la espalda. Creer que Él ha dado la vida por mí y que no me muero. Me mostró que mi pueblo es la Iglesia y que ella tiene mis virtudes y mis defectos como tiene los de todos los que pertenecen a ella… Me dijo que me ama muchísimo, tal y como soy y que tiene una historia conmigo increíble. Experimentar el Amor de Dios no se puede explicar pero es algo que en el momento en que lo vives nadie puede convencerte de que no es real. Me sentía especial y única para Dios. Ver que siempre ha estado ahí protegiendo y siendo fiel. Creer de verdad que Él nunca falla y que con Él nada es imposible y puedo ser fuerte y tener la alegría verdadera que viene del Espíritu Santo, que no es euforia y tampoco una motivación momentánea, es saberse amada desde siempre y para siempre, te sientes viva e imparable. A partir de ahí me confesé y estuve un tiempo bastante largo en gracia. Me prometí que diría que sí a todo lo que viniera de Dios»
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