Aconcagua, diciembre del 2007. Los dos Toños Longoria, padre e hijo, tras haber conquistado unos meses antes la cima del Kilimanjaro, comienzan el ascenso. Grandes esfuerzos, ratos de frío, momentos de lucha y de cansancio. Todo lo habían superado juntos.
A seis mil metros de altura, Toño Jr. no puede más. Sus jóvenes pulmones ya no oxigenan y su cuerpo no responde. Es el momento de tomar una decisión y faltan trescientos metros para la cima. El padre se pregunta si llevarlo arriba o dejarlo acompañado en el campamento y subir por su cuenta a registrar un triunfo más.
Era otro sueño más en la vida. Además, su hijo comprendería que no lo dejaría más que un poco de tiempo… y volvería a su lado. ¡Son sólo trescientos metros! No queda absolutamente nada.
Parecería un dilema, pero la decisión, aunque no fácil, fue sencilla, porque se trataba “simplemente” de discernir qué era más importante: el Aconcagua o su hijo. Unas horas más tarde estaban los dos en un campamento más abajo y con la mirada hacia arriba, contemplando la cumbre que les hizo descubrir una cumbre aún más alta: la del amor.
¡Qué gran testimonio de un padre que ve, en el amor a sus hijos, el mayor de sus éxitos! Qué duro es sacrificar un triunfo por el bien ajeno, pero cuánta paz y cuánta libertad se experimenta cuando se llega a la cima del amor. De ahí, todo se ve mejor. Se nos abre el panorama de otra vida (la eterna) que vale más; y la certeza de que entre la cima y el cielo, sólo hay un paso más: la mano de Dios que nos alza y nos lleva a Él.
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Fuente: Buenas noicias
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sábado, 9 de febrero de 2008
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