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domingo, 27 de enero de 2008

Espiritualidad misionera de San Pablo / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

San Pablo tiene conciencia de haber sido elegido por Dios para consagrarse enteramente al anuncio del Evangelio. Polemizando con los corintios llegará a decirles: «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1 Cor. 1,17). Sabe que su misión consiste en evangelizar, en anunciar a Cristo, poniendo así el fundamento sobre el cual otros continúen construyendo (1 Cor. 3,10).

Las palabras que figuran en el título de este capítulo indican lo mismo: tiene viva conciencia de que ha sido «escogido -por Dios mismo- para el Evangelio», es decir, para el anuncio del Evangelio. La palabra que se traduce por «escoger» significa en realidad «separar», «poner aparte», y es la misma que encontramos en Gal. 1,15 cuando Pablo habla de su vocación: Dios mismo le ha separado de las actividades ordinarias que los hombres realizan en su vida cotidiana para consagrarle enteramente al anuncio del Evangelio; ha sido sustraído a otras tareas para que su vida entera esté dedicada al ministerio de la Palabra.

De hecho, comprobamos que, si bien no tiene inconveniente en trabajar con sus manos para procurarse el sustento y no ser gravoso a nadie, en cuanto tiene posibilidad se deja absorber por la tarea evangelizadora. Así, por ejemplo, durante su estancia en Corinto, Pablo trabaja como tejedor de tiendas (He. 18, 3); pero cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia trayendo ayudas materiales «Pablo se dedicó enteramente a la Palabra» (He. 18,5)

«La fe viene de la predicación» (Rom. 10,17)

Esta insistencia de San Pablo en la importancia del valor de la evangelización nace de una convicción fundamental: la predicación está en la base de todo; es el cimiento del edificio de la vida cristiana de cada hombre y de la vida de la Iglesia toda (1 Cor. 3,10).

Es muy significativa en el texto de Rom. 10,13-17 la concatenación de los verbos: al «ser enviado» sucede el «predicar»; al «predicar» sucede el «oír»; al «oír» sucede el «creer»; al «creer» sucede el «invocar»; y al «invocar» sucede el «ser salvado». En consecuencia, todo arranca de la predicación. La fe es la que justifica al hombre y le reconcilia con Dios, hace del hombre una criatura nueva; ahora bien, la fe es esencialmente acogida del kerygma, es decir, del anuncio de Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación (este es el «Evangelio» que Pablo predica y en el que invita a todos a creer, cuyo resumen más antiguo encontramos en 1 Cor. 15,3-5; ver desde el v. 1 hasta el 11).

Pues bien, es a esta misión sublime a la que Pablo se sabe llamado sobre todo. Pues sin la evangelización -sin el anuncio de Cristo- no puede suscitarse la fe, ni -en consecuencia- tampoco la vida cristiana en toda su extensión, ni puede construirse la comunidad cristiana, ni es posible la salvación... Ciertamente podrá haber «diez mil pedagogos» que eduquen y cultiven la vida en Cristo; pero esta vida no existirá sin alguien que -mediante el anuncio del Evangelio- la «engendre» en el corazón de los hombres (1 Cor. 4,15).

Será preciso que alguien «riegue», abone y cuide la planta de la fe y de la vida nueva en Cristo; pero todo ello sería inútil y sin sentido si no fuera porque alguien antes «ha plantado» mediante la predicación la semilla de la fe y la raíz de la vida nueva (1 Cor. 3,6)

«Anunciar la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3,8)

Ya hemos visto cómo el contenido de la predicación de Pablo no es otro que la persona de Jesucristo y su obra de salvación en favor de los hombres: «yo, hermanos, cuando fui a vosotros... a anunciaros el misterio de Dios, no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo» (1 Cor. 2,1-2).

Lo que llena de admiración a Pablo es el hecho de que «ahora», precisamente en los días de su vida, haya sido revelado y dado a conocer por Dios el «Misterio», ese maravilloso plan de salvación que Dios tenía concebido en su designio «desde siglos eternos»; ese grandioso e increíble proyecto de ofrecer la salvación a todos, también a los gentiles (y no sólo a los judíos como creían los miembros del pueblo de la antigua alianza), mediante la fe en Jesucristo (Rom. 16,25-27; Ef. 3,3-12).

Pero lo que sobre todo le hace enloquecer es que además haya sido elegido precisamente él para la misión maravillosa de anunciar a los gentiles este misterio y conducirlos así a la fe y a la salvación: «a mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef. 3,8).

Este hecho le llena de gratitud y de gozo. Pero sobre todo le impulsa a entregar todas sus energías al servicio de la evangelización. Como un hombre que en medio de una epidemia mortal y muy extendida tuviera en sus manos el remedio para curarla de raíz. Pablo sabe que en medio de esta humanidad sumergida en el pecado (Rom. 1,18-3,20; ver especialmente 3,10) es portador de la única medicina capaz de salvar: «el Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación» (Rom.1,16). Y ello por pura gracia, sin mérito alguno de su parte (pues, como vimos, él ha sido el primer sanado por esta medicina: 1 Tim. 1,12-16).

«Heraldo de Cristo» (1 Tim. 2,7)

Para exponer el sentido de su tarea de evangelizador Pablo encuentra una expresión que gusta aplicarse a sí mismo: heraldo (keryx; aunque el sustantivo sólo aparece tres veces, el verbo, Keryssein -«proclamar»- lo usa 19 veces).

El heraldo era un mensajero que en nombre del emperador anunciaba al pueblo un mensaje que les afectaba para su vida; en realidad, él era un instrumento por cuya mediación la voz del gobernante llegaba al pueblo; no proclamaba sus propias convicciones, sino que era el portavoz del rey y hablaba con su autoridad.

Al principio sólo se les exigía tener buena voz, una voz clara y potente. Pero como a veces el heraldo exageraba o deformaba las noticias, comenzó a exigírseles fidelidad a las instrucciones recibidas de su superior, tanto en el contenido como en el modo de anunciarlo; no podían añadir ni quitar nada por propia iniciativa, pues su anuncio no tenía origen en ellos mismos...

Pues bien, Pablo tiene conciencia de hablar como heraldo de Cristo. Pero lo que transmite no es una información cualquiera, sino la noticia de un acontecimiento (la muerte y la resurrección de Jesús) a través del cual Dios ha comenzado su intervención definitiva en la historia; y este acontecimiento es de tal importancia que si no fuera real, toda la predicación carecería de sentido (1 Cor. 15,14). Además, es un mensaje que afecta a toda la humanidad, pues habiendo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, Cristo comunica su victoria a los que le acogen por la fe (Rom. 4,23-25).

Como mensajero personal de Cristo, Pablo sabe que él es puro instrumento e intermediario; instrumento necesario, desde luego, pues «¿cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom. 10,14); pero instrumento al fin. Y como tal, es consciente de que está al servicio de un diálogo que debe instaurarse entre Dios y los hombres: a través de él Dios habla a los hombres -a cada hombre-, y estos deben dar una respuesta personal al Dios que les dirige su palabra, mediante lo que Pablo llama la «obediencia de la fe» (Rom. 1,5; 16,26). Por medio de él se inicia ese «diálogo de salvación» en el que los hombres son urgidos a dar la respuesta de fe que les introduzca en el acontecimiento que transformará tanto sus vidas como la historia misma del mundo. La predicación es absolutamente necesaria para que se inicie ese diálogo de fe y salvación: «plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1,21). Los hombres sólo pueden ser salvados si les son enviados mensajeros que les anuncien con autoridad la Buena Nueva (Rom. 10,14-17).

«Habla Cristo en mí» (2 Cor. 13,3)

Como heraldo de Cristo, Pablo tiene perfecta conciencia de estar transmitiendo Palabra de Dios, no su propia palabra, fruto de su personal elucubración. Espontáneamente dirá: «os decimos esto como Palabra del Señor» (1 Tes. 4,15). Es y quiere ser fiel a toda costa, transmitiendo todo y sólo aquello que ha recibido (1 Cor. 11,23; 15,3: las palabras «recibir-transmitir» son términos técnicos usados entre los rabinos para expresar la absoluta fidelidad).

En 1 Tes. 2,13 da gracias a Dios porque los tesalonicenses recibieron su predicación «no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios». Ciertamente se trataba de un mensaje salido de sus labios, anunciado por un hombre; pero él sabe muy bien que no es su mensaje particular, sino la Palabra de Dios mismo. Porque, como en el caso de los antiguos profetas, Dios mismo ha puesto sus palabras en la boca de su enviado (Jer. 1,9). Y Pablo podría repetir con toda verdad lo que Jesús mismo había dicho: «Mi palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn. 7,16; 8,28).

Precisamente por eso, reacciona con tanta energía cuando alguien deforma o trastoca el único Evangelio que salva. Porque lo que él predica no tiene su origen en los hombres, sino en Jesucristo mismo (Gal. 1,11), afirma con violencia: «aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!» (Gal. 1,8).

Pues hay más. No sólo transmite Pablo las palabras de Cristo, sino que afirma que es Cristo mismo quien habla en él (2 Cor. 13,3). Quien afirma: «vivo, no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal.2,20), dice también «habla Cristo en mí». Hay tal identificación entre Cristo y su enviado, que ya no son dos, sino una sola cosa. El evangelizador es como un sacramento de Cristo. En él y a través de él es Dios mismo quien exhorta (2 Cor. 5,20).

Quizá por esta identificación de Pablo con Cristo es por lo que insiste tantas veces a lo largo de sus cartas: «imitadme» (1 Cor. 4,16; Fil. 3,17; 2 Tes. 3, 7). Lo que podría parecer presunción suya, tiene en realidad un significado muy profundo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11,1). De este modo, el Evangelio que Pablo predica no es sólo palabras, sino Palabra hecha carne y vida; el anunciar ese Evangelio hecho realidad; de este modo, él mismo se había convertido en Evangelio, en Palabra; dejando vivir a Cristo en sí mismo (Gal. 2,20), podía presentarse a sí mismo como modelo y ejemplo de una existencia auténticamente cristiana y evangélica.

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