Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad. Vivía en ella un hombre rico llamado Zaqueo, jefe de los que cobraban impuestos para Roma. Quería conocer a Jesús, pero no conseguía verle, porque había mucha gente y Zaqueo era de baja estatura. Así que, echando a correr, se adelantó, y para alcanzar a verle se subió a un árbolb junto al cual tenía que pasar Jesús. Al llegar allí, Jesús miró hacia arriba y le dijo:
–Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa.
Zaqueo bajó aprisa, y con alegría recibió a Jesús. Al ver esto comenzaron todos a criticar a Jesús, diciendo que había ido a quedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo, levantándose entonces, dijo al Señor:
–Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes; y si he robado algo a alguien, le devolveré cuatro veces más.
Jesús le dijo:
–Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque este hombre también es descendiente de Abraham. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido.Lc 19, 1-10
Siempre me ha costado levantarme por las mañanas, siempre, excepto en algunas ocasiones especiales, en las que hay un plan interesantísimo para ese día. Entonces no me cuesta nada, y me pongo en pie casi sin despertador. Esto creo que nos pasa a todos: cuando algo nos importa mucho, no escatimamos los medios y los esfuerzos para llevarlo a cabo.
Así le sucedió a Zaqueo, el protagonista del Evangelio: tenía tanto interés en ver a Jesús, que intentaba distinguirlo ante el gentío, e incluso, sin miedo al ridículo, como un niño pequeño, se subió a un árbol, recordando tal vez su infancia y olvidando los achaques de su edad. Y este gesto conmovió a Jesús y provocó una intervención especial de Dios en su vida.
Ya me gustaría que el mismo deseo que tuvo Zaqueo por ver al Señor, lo tuviera yo y lo tuvieran tantos cristianos que tal vez hemos dejado que se nos meta la rutina y el “acostumbramiento” en las cosas de Dios. “Quiero ver a Jesús”, debería ser la exclamación interior de cada cristiano cuando se dirige a la Santa Misa, o cuando va a orar en su interior, o cuando va a socorrer a un necesitado. Porque ver a Jesús en el cada día, en cada persona, en cada acontecimiento, es una meta que puede ilusionarnos y volver a llenar de sentido nuestras jornadas grises y monótonas. Y Jesús claro que se deja ver, claro que se conmueve con los atrevimientos y los esfuerzos que la gente de buena voluntad hace por encontrarle. Pero hay que insistir. Zaqueo no se rindió a la primera, no le importó la opinión de los demás ni el sentido del ridículo. Cuántas voces nos dicen: ¡no luches más! ¡Dios no te oye! ¡No va a actuar en tu vida! ¡Es inútil que te esfuerces! Y hay que decirles a todas esas voces agoreras que no es verdad. Que Dios se sigue conmoviendo contigo y con tu ilusión por verle. Que Dios tiene sed de que tengas sed de Él. Lo hemos oído muchas veces: “El santo no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta de sus caídas”. Y yo tengo que levantarme cada día de mis cansancios, de mis desilusiones; y el único que puede hacerlo es el Espíritu Santo, que puede poner en mi alma el deseo de ver a Jesús.
El enemigo del alma siempre intentará provocar en ti la desesperanza, y como consecuencia de ésta, la indiferencia, de tal modo que tu vida parezca que está como tierra abrasada. Pero esta tierra tuya vuelve a germinar con la presencia del Espíritu de Dios, el gran Renovador de todo.
Si no tuviéramos cada día una renovación interior de nuestros sueños y deseos, caeríamos en ese pecado de la indiferencia ante la vida y sobre todo ante Dios. Por eso necesitamos al “Renovador” del interior, y hay que pedirle con insistencia: ¡Que nunca me canse de soñar, de esperar!.
Llegará el día en que Jesús, como a Zaqueo, te diga: “Baja, porque hoy quiero hospedarme en tu casa”. Y a Jesús no le importa que seas pecador o que tu vida sea de pecado. Se conmueve ante tu situación y quiere sanarla y salvarte. Basta con que tengas un poco de interés por Él. Pídeselo.
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