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domingo, 27 de enero de 2008

Una incomprensión inicial / Autor: Alfonso Aguiló

El que tiene la verdad en el corazón
no debe temer jamás que a su lengua
le falte fuerza de persuasión.

John Ruskin


— Entiendo que muchas veces es natural que haya una inicial resistencia por parte de los padres. El hijo debe convencerlos con la madurez de su comportamiento y con la perseverancia en su determinación.

Es verdad que también los padres necesitan a veces un poco tiempo para asimilar la vocación de sus hijos. Pero la madurez y la rectitud en el comportamiento debe estar presente por parte de todos.

Así sucedió, por ejemplo, con San Francisco de Sales. Había decidido entregarse a Dios, pero su padre, Francisco de Boisy, le tenía preparado un magnífico partido a su hijo: una joven llamada Francisca de Veigy, hija del consejero del Duque de Saboya. Al pequeño Francisco le costaba mucho contrariar a su padre, pero un día del año 1593 finalmente le hizo saber sus propósitos y estalló la tormenta: "Pero, ¿quién te ha metido esa idea en la cabeza?", gritaba su padre. "¡Una elección de ese tipo de vida exige más tiempo que el que tú te tomas!", tronaba furioso. Francisco contestaba que había tenido ese deseo desde la niñez. Y así una vez y otra. De vez en cuando, su madre intentaba ayudarle, sin que se notase que estaba de su parte, y sugería tímidamente: "Ay, será mejor permitirle a este hijo que siga la voz de Dios...". Finalmente, el Señor de Sales, después de un tiempo, cedió: "Pues adelante, hijo mío, haz por Dios lo que dices que Él te inspira."

Los padres se pueden tomar con más o menos entusiasmo la llamada


Aunque no todos los padres que ponen dificultades tienen ese carácter ardoroso y rompedor. Los señores Beltrán, una de las mejores familias de Valencia, no querían en absoluto interferir en la vocación de su hijo Luis. Solo querían "orientarla". Estaban acostumbrados a que su hijo les obedeciera en todo, y por eso, se quedaron desconcertados cuando les dijo que tenía unos planes diferentes a los que habían previsto: quería irse de casa y entregarse a Dios como fraile dominico. ¡Qué locura! No tenía salud suficiente, no sabía lo que hacía. Y empezaron su batalla. Aceptaban que se fuera, pero ahora no. Quizá en un futuro. No pasaba nada por esperar. Debía comprenderlo, su postura era razonable. Pero el joven Luis obró con la misma libertad que hubiese pedido en el caso de elegir una mujer que no hubiera agradado a sus padres. Escuchó sus consejos, y luego actuó con la libertad que sus padres decididamente le denegaban. Así que, un buen día del año 1544, en vista de la rotunda negativa paterna, decidió no volver a casa. Tenía dieciocho años. Estalló el escándalo familiar, una pequeña tragedia que se repite con frecuencia, con rasgos parecidos, siglo tras siglo, en algunos hogares en los que un alma decide dejarlo todo por Dios. Ni lo podían ni lo querían entender. Si hubieran vivido en nuestra época, habrían dicho que a su hijo "le habían comido el coco". Afortunadamente, la historia acabó como la gran mayoría de estas pequeñas tragedias familiares: con la aceptación de la vocación por parte de sus padres, que finalmente comprendieron que Dios quería ese camino para su hijo, que acabó siendo un gran santo de la Iglesia, San Luis Beltrán. Aquel hijo suyo, de cuya salud se preocupaban tanto, evangelizó durante bastantes años las regiones selváticas más difíciles, aprendió a hablar en los idiomas de los indígenas y convirtió miles de indios desde Panamá hasta el Golfo de Urabá. Aseguran las crónicas que bautizó a más de quince mil, que hizo numerosos milagros y que sirvió eficazmente y sin desfallecer a la Iglesia. Cuando su padre estaba en el lecho de muerte, sus últimas palabras fueron: "Hijo mío, una de las cosas que en esta vida me han dado más pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es que lo seas."

El valor de entregar los hijos

San Bernardo de Claraval consolaba en una de sus cartas a los padres de un joven del siglo XII, Godofredo, que había decidido entregarse a Dios en Claraval, y les decía: "Si a vuestro hijo, Dios se lo hace suyo, ¿qué perdéis vosotros en ello y qué pierde él mismo? Si le amáis, habéis de alegraros de que vaya al Padre, y a tal Padre. Cierto, se va a Dios; mas no por eso creáis perderlo; antes bien, por él adquirís muchos otros hijos. Cuantos somos aquí en Claraval, y cuantos somos de Claraval, al recibirle a él como hermano, os tomamos a vosotros como padres. Pero quizá teméis que le perjudique el rigor de nuestra vida. Confiad, consolaos: yo le serviré de padre y le tendré por hijo, hasta que de mis manos lo reciba el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación."

Es un lamento que se repite de siglo en siglo. En el siglo XIX, Bernardette, la vidente de Lourdes, escribió una carta al padre de una amiga suya, M. Mouret, que no entendía la vocación de su hija. Bernardette le pedía que la dejase ir con ella: "Sea generoso con Dios –le decía– que nunca se deja vencer en generosidad. Algún día estará usted contento de haberle dado su hija, a quien no puede dejar en mejores manos que las del Señor. Quizás haría usted grandes sacrificios para confiarla a un hombre al que no conoce y que puede hacerla desgraciada, y, no obstante, ¿quiere negarla al que es el rey del cielo y de la tierra? ¡Oh, no, señor! Tiene usted muy buenos sentimientos para obrar de esa manera. En cambio yo creo que debe dar gracias a Dios por el beneficio que le concede...".

Oposiciones de todos los colores

Por aquella misma época, un joven ecuatoriano llamado Miguel Febres desea ingresar en el noviciado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Le encanta la enseñanza y desea dedicar a ella su vida. Sus padres se oponen frontalmente, pues pertenecen a la alta sociedad y en cambio aquellos religiosos viven muy austeramente y se dedican a la educación de niños pobres. Para disuadirle lo envían a otro instituto, pero allí enferma y tiene que volver a casa. Finalmente, cuando el chico tiene catorce años, en 1868, su madre accede a que sea religioso. Su padre cede inicialmente, pero no deja de presionar para que abandone ese camino y, por ejemplo, no escribe a su hijo ni una sola línea en cinco años. Aquel chico pronto destaca como un profesor muy querido y valorado. Posee una gran cultura, domina cinco idiomas y escribe numerosos textos escolares que pronto se difunden por todo el país. Demuestra una enorme capacidad de querer y de hacerse querer, adquiere una gran confianza con sus alumnos y logra grandes mejoras en las personas. Cuando muere, en 1910, su fama de santidad se extiende por numerosos países de Europa y América. Sin su constancia para superar la oposición familiar inicial, no tendríamos hoy a San Miguel Febres, que la Iglesia propone como modelo de hombre culto, pero sencillo y humilde, totalmente entregado a la obra de la evangelización a través de la enseñanza.

En abril de 1949, pidió la admisión en el Opus Dei un estudiante latinomericano llamado Juan Larrea. Su familia no veía con agrado su decisión, tal vez por desconocimiento de lo que realmente era el Opus Dei, o acaso porque tal decisión desbarataba planes e ilusiones familiares. "Por entonces –contaba el propio Juan Larrea– mi padre era embajador de Ecuador ante la Santa Sede y me dijo que consultase el caso con Mons. Montini, Sustituto de la Secretaría de Estado. Hablé con Mons. Montini, contándole mi historia, y después de larga y cariñosa conversación, Mons. Montini me dijo: tendré una palabra de paz para su padre. Días después recibió a mi padre diciéndole que había hablado con Pío XII y que le había dicho: "Diga Vd. al embajador que en ningún sitio estará mejor su hijo que en el Opus Dei". Veinte años más tarde, siendo yo obispo, visité a Mons. Montini, que era entonces el Papa Pablo VI, y me recordó con amabilidad la audiencia antes descrita".

Pero alegría posterior

Son testimonios diversos que confirman el gozo de tantos padres que inicialmente se opusieron tenazmente a la vocación de sus hijos, pero que, al final, comprendieron su decisión. El gozo de los padres que han sido generosos con la vocación de sus hijos no acabará aquí en la tierra. Los padres de las almas entregadas a Dios los querrán aún más en la otra vida, y contemplarán, con toda su grandeza, el influjo espiritual de la vida de sus hijos en miles y miles de almas.

Podemos imaginar el gozo de Luis Martín, al ver desde el cielo los grandes frutos que ha supuesto la entrega de su hija Santa Teresa de Lisieux. O la alegría de la madre de San Juan Bosco al contemplar el crecimiento de aquel hogar espiritual que nació gracias a su esfuerzo. O la satisfacción de Juan Bautista Sarto al comprobar cómo él, un pobre alguacil, contribuyó sin saberlo a enriquecer la Iglesia contemporánea de un modo profundísimo con la aportación de San Pío X.

También podemos imaginarnos a Teodora Theate, a Monna Lapa, a Juan Luis Beltrán, a Ferrante Gonzaga, a la madre de Juan Crisóstomo, a Pietro Bernardone y a tantos y tantos otros. También ellos gozarán al ver las maravillas que ha hecho Dios por medio de sus hijos. Y darán gracias porque, pese a sus lamentos, sus amenazas y "pruebas", sus hijos no les hicieron demasiado caso. Si hubieran llegado a hacerlo, la Iglesia y la humanidad no contarían ni con Santo Tomás de Aquino, ni con Santa Catalina de Siena, ni con San Luis Beltrán, ni con San Luis Gonzaga, ni con San Juan Crisóstomo, ni con San Francisco de Asís. La Iglesia habría sufrido enormes pérdidas, en el ámbito de la teología, del papado, de la evangelización, de la espiritualidad, de la doctrina.

La vocación de la familia

Gracias a Dios, sus hijos fueron fieles a su vocación, y las palabras de Jesús adolescente en el Templo resonaron en sus oídos con más fuerza que las de sus padres: "¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre?". Con esas palabras, Jesús Niño quiso dejar su propio testimonio para dar fortaleza a quienes debían seguirle en el futuro. Y dejó también una referencia para los padres, pues María y José no protestaron, sino que supieron buscar, aun en lo inicialmente incomprensible y doloroso, la voluntad de Dios.

"Este episodio evangélico –comentaba Benedicto XVI– revela la más auténtica y profunda vocación de la familia: la de acompañar a cada uno de sus miembros en el camino del descubrimiento de Dios y del proyecto que Él ha dispuesto para ellos. María y José educaron a Jesús ante todo con su ejemplo: en sus padres, Él conoció toda la belleza de la fe, del amor por Dios y por su Ley, así como las exigencias de la justicia, que halla pleno cumplimiento en el amor. De ellos aprendió que en primer lugar hay que hacer la voluntad de Dios, y que el vínculo espiritual vale más que el de la sangre. La Sagrada Familia de Nazaret es verdaderamente el prototipo de cada familia cristiana, que está llamada a llevar a cabo la estupenda vocación y misión de ser célula viva no solo de la sociedad, sino de la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano."

Pero a veces no entienden

Porque no todas las cosas son siempre fáciles de entender. Dice el Evangelio que María guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón. Y a la Virgen no le faltaba inteligencia, ni buena disposición, ni cercanía a Dios. Pero recibía contestaciones que le resultaban un tanto misteriosas, no fácilmente comprensibles, y que, sin embargo, aceptaba y meditaba en su corazón. "María y José –explicaba Juan Pablo II– le habían buscado con angustia, y en aquel momento no comprendieron la respuesta que Jesús les dio (...) ¡Qué dolor tan profundo en el corazón de los padres! ¡Cuántas madres conocen dolores semejantes! A veces porque no se entiende que un hijo joven siga la llamada de Dios (...); una llamada que los mismos padres, con su generosidad y espíritu de sacrificio, seguramente contribuyeron a suscitar. Ese dolor, ofrecido a Dios por medio de María, será después fuente de un gozo incomparable para los padres y para los hijos."

Para quienes están en el proceso de discernimiento de su propia vocación, o para sus padres, meditar la vida de la Virgen siempre resultará enriquecedor. Todos obtendremos nueva luz si ponderamos en nuestro corazón esas escenas, contemplando, por ejemplo, el momento del Nacimiento, con su esperanza alegre y su calor humano; o la huída a Egipto, en los momentos duros de la fe o de la vocación; o su vida en Nazaret, para que lo cotidiano de nuestra vida no se tiña de rutina mala. La Virgen es siempre un modelo de la disposición con que debemos escuchar a Dios, de confianza para preguntar lo que no entendemos, de generosidad y de diligencia en la respuesta, de humildad, de perseverancia en las horas malas, de fidelidad a la misión recibida.

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Fuente: Interrogantes.net

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