
Me dirigí a un teólogo anciano y sabio. «No puedo ayudarle», me dijo. «El propio Cristo habla del infierno constantemente –entre otras varias veces en el Sermón de la Montaña–. Existe, pues, la posibilidad de la condenación absoluta. Pero no tenemos derecho a suponer de nadie que se halla en el infierno, ni siquiera de Judas. Sería incluso posible que el infierno estuviese vacío».
Pero, por lo menos en teoría, es muy posible que un hombre no se arrepienta jamás ni por un momento de una vida llena de maldades, que hasta el final cause a sus semejantes todo el daño de que es capaz y encima se burle de ellos, que hasta el final blasfeme y maldiga a Dios. ¿Acaso un hombre así debe llegar a la «contemplación» de Dios? Dios es el Amor. El amor no puede forzarse ni ser forzado. El rechazo del Amor debe respetar el amor, y quien no quiere llegar hasta Dios, no llegará hasta Dios. Se queda «fuera», encerrado en su propio odio, su propio dios diminuto, rígido, petrificado; es juzgado por ser como él mismo quiere ser. Su voluntad está petrificada, él mismo la ha dejado petrificarse. Ya no puede arrepentirse, ya no puede volverse «atrás» y tampoco puede ya «salirse». Se ha quedado dentro de su propia barricada. El infierno está cerrado por dentro.
No tiene sentido la objeción de que los delitos «temporales» no pueden ser castigados eternamente. Quien no quiere a Dios tendrá que arreglárselas sin El. Eso es el infierno, y sus ramificaciones alcanzan a nuestra vida terrena, lo mismo que las del cielo. Pueden percibirse. La elección es asunto nuestro.
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Traducción: Carmen Shàd de Caneda
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