“Sería mejor darlo a los pobres”, “hay que trabajar por los pobres” “pensemos primero en los pobres”, “hay que hacerse pobre…”. Todas son frases muy usadas, escuchadas a menudo pero desprovistas de un verdadero rostro. Todas usan ese término: “pobres”, en abstracto. Pero… ¿quiénes son los pobres?
¿Es la pobreza un estado o una virtud? ¿Es alcanzable o se debería huir de ella? Y suponiendo que quisiese conseguirla ¿la esposa estará de acuerdo en vivir con menos cosas? ¿Hay diversos modos de vivir la pobreza? ¿O es la misma pobreza la de san Francisco de Asís, la Madre Teresa, los ciudadanos del tercer mundo, los desempleados, los virtuosos, o los mendigos de los puentes?
Con un planteamiento así la pobreza se nos presenta con un rostro completamente diverso al trazado por nuestra traicionera imaginación. Curiosamente al escuchar “pobreza” vienen a la mente telas roídas, caras pálidas y desnutridas, llagas abiertas, costillas esqueléticas... La pobreza en cambio, también puede ser virtud, de lo contrario estaría reservada a unos cuantos.
Es virtud cuando se convierte en una disposición constante del alma que orienta rectamente los deseos y el apego a las riquezas y cosas de este mundo (Catecismo de la Iglesia Católica 2545). Forja un gran hábito el que se ejercita en el desprendimiento y la renuncia de lo que no es fundamental. Siguiendo este sendero la pobreza le fue posible al arquitecto más grande del siglo XX, al artífice de la futura catedral de Barcelona, “La Sagrada Familia”.
Su nombre: Antonio Gaudí, su siglo: ¡El nuestro! Era el artista más renombrado de la ciudad, su originalidad y talento le situaron en la cúspide de la fama. Le llovían trabajos con remuneraciones magníficas, estaba a cargo de obras de envergadura, materialmente no le faltaría nada, podría resolver su vida y la de las cuatro generaciones subsiguientes. ¡Todo resuelto, a disfrutar se ha dicho!
El arquitecto de Dios, el viejo de la barba blanca y los ojos de un color azul encendido, eligió otro camino. Una senda estrecha pero libre, exigente pero feliz, congruente y generosa. Optó por una pobreza digna y elocuente. Vivió sus últimos años en un pequeño cuarto debajo de la catedral, tal como lo atestiguan las hermanas religiosas que lo conocieron. “Cuando fuimos no encontramos nada, ni un bote, ni una cuchara, ni un trozo de papel, nada. Apenas tenía nada ni para encender el fuego”.
Gaudí es ejemplo de una pobreza callada y desprendida de todo lo superfluo. Pobre es aquél que teniendo bienes, sólo los usa en la medida en que estrictamente los necesita. Al pobre por virtud le basta lo indispensable y cuando incluso eso le falta le sobra amor para suplir aquel hueco material.
Hay muchos casos así, hombres de nuestro tiempo, emprendedores, luchadores, empresarios o profesionistas de éxito que arrancan de su corazón y su vida lo inútil, lo superfluo, lo cómodo. Saben dar a los demás con generosidad y a la vez administrar con responsabilidad y competencia. Buscan fortalecer sus empresas para así dar más trabajo a la gente. No dan el pescado: enseñan a pescar, alimentan el capital, no lo destruyen. El objetivo es socorrer convenientemente a los necesitados y acortar (no solo por unas semanas) las distancias entre unos y otros.
Constituirse pobre con el pobre significa promover su bienestar, el de su persona como el de su familia y entorno, establecer bases equitativas en las relaciones entre patronos y obreros, vivificar y robustecer en los unos y en los otros la conciencia de los propios deberes y la observancia de los preceptos evangélicos. El hombre, sea pobre o rico, que se hace sordo al clamor de sus hermanos limita la visión de sí mismo y de los demás. Es un ciego engañado en la sombra efímera que le presentan los bienes del dinero, el poder y los placeres.
La pobreza en esa perspectiva es activa. No se duerme bajo las llagas de la miseria ni se acomoda en un egoísta “tengo lo necesario apenas para mí, los demás que se las arreglen”.
Por ello para cultivar con integridad esta virtud y evitar todo individualismo, la pobreza viaja acompañada de la caridad, de la generosidad. Hay pobres en lo material que son también ejemplares en la aceptación de su estado. Agradecen todos los dones, aprecian las ayudas, se esfuerzan por superarse y, lo que es más importante, acompañan sus carencias materiales con una ancha pobreza de espíritu. Por eso no caben en sus pechos los celos, la envidia, el odio hacia el rico, el burgués, el jefe, el sistema, el gobierno y un largo etcétera de posibles culpables. El pobre que desea con rabia lo es sólo en los bolsillos, el pobre que desea vaciarse para enriquecer su corazón lo es en plenitud ¡Ese es pobre virtuosamente!
Entonces, las cosas materiales, ¿estorban? ¿Son el cáncer de este mundo, la enfermedad del espíritu? San Ignacio de Loyola, con sus ejercicios espirituales, nos contestaría: “Tanto en cuanto, hermano mío, tanto en cuanto”. Lo material es bueno o malo en tanto en cuanto me lleve a mi Creador o me aleje de Él. En acercarme a mi Creador se encierra mi ideal, mi prójimo, mi felicidad. “Soy más feliz mientras más doy. Dar lo que tengo, lo que soy, lo que puede servirte, lo que puede llevarnos, a los dos, a nuestra máxima plenitud”.
El hombre vale más que sus bolsillos, sea que estos estén llenos o agujereados, porque el peso del hombre está en su corazón.
Señor, Tú que te hiciste pobre para enriquecernos a todos, ¡enséñame a seguir Tu ejemplo y vivir tu bienaventuranza!
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,3).
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Fuente: GAMA - Virtudes y valores
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