Todos hemos oído contar la leyenda del joven escalador, que aquel fin de semana se echó la mochila a la espalda y se fue a caminar, a caminar lejos... Sube a las alturas y descubre horizontes cada vez más vastos, más lejanos, y también más encantadores y maravillosos. ¡Adelante, adelante!, se dice a sí mismo. Llega ya el anochecer, y se encuentra en la cima de una montaña altísima. A sus pies, un abismo inmenso que le detenía los pasos.
¡Bueno! Me quedaré aquí. En esta altura pasaré la noche, y mañana veremos.
Desenrolla su tienda de campaña, y a dormir. De repente, al querer despedirse de las estrellas que van a velar su sueño, contempla en la lejanía una estrella de singular belleza. Nunca había visto una estrella semejante. Le pareció que había explotado una estrella novísima, y se dijo:
¡Esa estrella será mía! ¡Yo no me la pierdo! Voy a clavar allí mis pies, mejor que una bandera, y esa estrella no me la quita nadie. ¡Esa estrella será mía, será mía!...
Pero no podía esperar al día siguiente. El camino de una estrella sólo se puede seguir de noche. Y antes había contemplado el abismo inmenso que tenía a sus pies. ¿Quién lo podía saltar? Era un imposible. ¿Qué camino seguir para vadearlo? No se veía ninguno. Y la estrella seguía allí en el horizonte, donde se juntan casi el cielo y la tierra, llamándole como un desafío:
¡Ven! ¡Acércate hacia aquí! Y después, sube, sube...
Ante el imposible, el muchacho empieza a llorar calladito, como si se avergonzara de sus lágrimas. Cuando, de repente, ve a su lado un niño luminoso, que le pregunta:
¿Por qué lloras?
Porque quiero llegar hasta aquella estrella y no puedo, no puedo pasar este abismo y acercarme allí.
¡Si es muy fácil cruzar este abismo! Si quieres, te llevo yo.
¿Tú? ¿Tú, un niño tan pequeño, me llevas hasta aquella estrella? Pues, ¿quién eres tú?
Aquella estrella es Dios, y yo soy la oración ¿Quieres que te lleve yo en un instante?...
La leyenda hermosa no necesita explicación ninguna, porque es clarísima la lección que de ella se desprende.
Dios, ese Dios en quien pensamos como término de todas nuestras ilusiones, se nos presenta, igual que al joven escalador, como algo grande y deslumbrador, de hermosura singular y término de todas nuestras aspiraciones. ¡Dios tiene que ser mío! Hasta que descanse en Él, no estaré nunca en paz, nos decimos tantas veces. Pero, ¿está Dios tan lejos que no lo podremos alcanzar nunca?
Es cierto que entre Dios y nosotros existe un abismo insondable, porque Dios está sobre todas las cosas. Y, sin embargo, en nuestras manos tenemos el poder para agarrarlo, para asirnos a Él, para meternos en Él, para no soltarlo nunca.
La oración, que en nuestros días es un signo inequívoco de renovación en la Iglesia, es para nosotros algo ya tan familiar, que, gracias a Dios, pronto no vamos a saber prescindir de ella.
La oración, que nos puede salir del corazón y de los labios en cada momento, si nosotros queremos, nos une con nuestro Dios y nos hace vivir en Él más que en nosotros mismos.
La oración es la respiración de la vida cristiana. ¿Quién tiene mejor salud que quien respira bien, con unos pulmones siempre oxigenados, con una sangre siempre pura?
La oración es un consuelo singular en medio de las dificultades. ¿Quién triunfa en la vida como aquel que siempre cuenta con Dios?
La oración es unión con Dios. ¿Quién tiene más segura su salvación, que aquel que no hace más que hablar con Dios, y se sumerge de continuo en la vida divina?
La oración, por otra parte, no es privilegio de algunos nada más. La oración es de todos.
Es del niño, que le habla a Dios con candor de ángel.
Es de la persona adulta, que se siente tanto más pequeñita ante Dios cuanto más crece.
Es de esa persona santa, que no sabe vivir sin su Dios día y noche.
Es de esa persona que siente sobre sí toda la carga insoportable de la culpa, y descubre que Dios, y sólo Dios, es quien la comprende, la sigue amando y la quiere salvar.
La oración no es una ciencia misteriosa que necesite de muchas explicaciones. Lo sería, si Dios no la hubiera hecho tan fácil para nosotros. Y digo para nosotros, los cristianos, que desde nuestro Bautismo llevamos dentro el Espíritu Santo, cuya acción dentro del alma se manifiesta precisamente por la oración.
El Espíritu Santo es quien nos enseña a orar, a dirigirnos a Dios nuestro Padre, a clamar continuamente por el Señor Jesús. San Pablo lo dice con palabras que llegan a emocionar, cuando nos asegura que nosotros no sabríamos ciertamente cómo dirigirnos a Dios, pero el Espíritu Santo ora de continuo en lo más secreto del corazón con gemidos inenarrables...
Llevar una vida de oración es llevar una vida escondida en Dios.
Es hacerse con el Dios creador de las estrellas.
Y dirigir una oración a Dios cuesta menos, mucho menos, que escalar una alta montaña y vadear un abismo muy hondo.
Elevar una oracioncita a Dios no cuesta nada, nada.
Ahora mismo lo podemos hacer, y lo hacemos, cada uno de nosotros.
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Fuente: Catholic.net
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