* «¿No debemos aspirar a la felicidad plena en este mundo? A lo que debemos aspirar en este mundo es a la alegría. La alegría procede de la experiencia del amor de Dios y, por eso, la persona alegre es siempre una persona enamorada, enamorada de Dios»
Domingo XVIII del tiempo ordinario - C
Eclesiastés 1, 2; 2,21-23 / Salmo 89 / Colosenses 3, 1-5.9-11 / San Lucas 12, 13-21
P. José María Prats / Camino Católico.- En mi opinión, uno de los mayores engaños de los hombres y mujeres de nuestro tiempo es creer, consciente o inconscientemente, que es posible alcanzar la felicidad plena aquí en la tierra y que debemos aspirar a ella.
La publicidad se encarga de alimentar este engaño bombardeando constantemente nuestros sentidos y nuestra imaginación con imágenes idílicas de personas siempre jóvenes, llenas de salud y optimismo, triunfadores en su profesión y en sus relaciones sociales y familiares, viviendo en casas preciosas con todo tipo de lujos.
Y fácilmente nos dejamos fascinar por todo esto como si fuera real y nos decimos a nosotros mismos: yo también tengo derecho a gozar de la vida y ser plenamente feliz como estas personas. Y entonces nos llenamos de amargura, de envidia y de codicia.
¿Por qué tantos matrimonios terminan en divorcio? Porque nos creemos que en la relación matrimonial todo tiene que ser perfecto y maravilloso, que nuestro amor tiene que conservar siempre el fuego y la pasión de los primeros días, que nuestro cónyuge no puede tener ningún defecto y tiene que estar siempre de acuerdo con nosotros en todo, que su familia tiene que ser perfecta... Y si esto no ocurre, nos llenamos de cólera contra él o ella porque nos está impidiendo vivir de acuerdo con ese modelo absurdo de felicidad que la sociedad y los medios de comunicación nos han inculcado.
¿Por qué hay tanta miseria en el mundo? Pues porque en el primer mundo nos hemos empeñado en construir un cielo en la tierra, lleno de seguridades, placeres y comodidades, y para ello necesitamos acumular la riqueza que otros necesitan para comer.
De hecho, el hombre del que nos habla el evangelio de hoy somos todos nosotros. ¿Acaso no desearíamos tener una cosecha extraordinaria o que nos tocara la lotería para tener nuestra vida ya “resuelta”, “asegurada”?
Pues hoy Jesús nos dice lo que dijo a aquel hombre: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?». Es decir, este cielo al que aspiramos aquí en la tierra es algo que no tiene fundamento, es como un castillo de fuegos artificiales que brilla por un instante y se desvanece luego sin dejar rastro. Como nos dice la primera lectura, todo esto no es más que vanidad: «¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!».
Entonces, ¿no debemos aspirar a la felicidad plena en este mundo? Efectivamente. A lo que debemos aspirar en este mundo es a la alegría.
En inglés, por ejemplo, felicidad se dice happiness, que procede del verbo happen, que significa suceder, acontecer. La felicidad, por tanto, depende de los hechos que acontecen en nuestra vida, y que a menudo no podemos controlar: de si tenemos buena o mala salud, de si nos aprecian o marginan en el trabajo, de si el dinero que tenemos nos alcanza para llegar a fin de mes... La felicidad se halla en la superficie de nuestra vida y va y viene según soplan los vientos.
La alegría, en cambio, habita en lo profundo de nuestro ser, depende de nosotros y no se inmuta ante las circunstancias de la vida. La alegría no es otra cosa que la certeza de estar viviendo en la verdad y en la amistad con Dios. Y quien experimenta esta certeza sabe que es inmensamente rico y que nada, ni siquiera la muerte, puede hacerle daño. La alegría procede de la experiencia del amor de Dios y, por eso, la persona alegre es siempre una persona enamorada, enamorada de Dios.
Las personas somos como el mar: a veces está revuelto y otras veces, tranquilo. A veces se producen maremotos que levantan olas gigantes y otras veces reina una calma majestuosa. Pero lo verdaderamente importante no es lo que ocurra en la superficie; lo importante, lo decisivo, es si en el fondo de nuestro mar, allí donde todo permanece en reposo, habita o no habita el Señor.
P. José María Prats
Evangelio
En aquel tiempo, uno de la gente le dijo:
«Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo».
Él le respondió:
«¡Hombre!, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?».
Y les dijo:
«Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes».
Les dijo una parábola:
«Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ‘¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi cosecha?’. Y dijo: ‘Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea’. Pero Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’. Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios».
San Lucas 12, 13-21
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