* «Hay quien opina que el hijo pródigo tuvo poco mérito, que sólo emprendió el viaje de regreso movido por el interés tras experimentar el hambre y la desgracia. Esto no es verdad: hubo un gran mérito, el mérito de reconocer su equivocación, humillarse, pedir perdón, atreverse a romper los vínculos con el pasado e iniciar una nueva vida. Muchos, desde la ceguera del orgullo, son incapaces de dar este paso y viven empeñados en demostrarse a sí mismos una y otra vez que todo lo han hecho bien, que los culpables son otros, que son víctimas inocentes de la maldad ajena y de la indiferencia de Dios»
Domingo IV de Cuaresma - C
Josué 5, 9a.10-12 / Salmo 33 / 2 Corintios 5, 17-21 / San Lucas 15, 1-3.11-32
P. José María Prats / Camino Católico.- La parábola del hijo pródigo es uno de los relatos más bellos y más ricos de la Biblia y de la literatura universal, un relato que nos habla de la condición humana y del amor incondicional de Dios, del pecado y del arrepentimiento, del llanto y de la alegría desbordante, de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser.
Al comenzar a leerla, llama mucho la atención el maltrato del hijo menor hacia su padre y la reacción de éste. Pedirle al padre la parte que le toca de la herencia antes de su muerte es como decirle que para él ya ha fallecido, que sólo le interesa su dinero y no desea seguir manteniendo ningún vínculo con él. Y ante esta ofensa brutal, el padre, simplemente, «les repartió los bienes». Es el misterio de la libertad del ser humano: a Dios –representado en el padre de la parábola– se le remueven las entrañas cuando, seducidos por el mal, nos alejamos de Él, pero respeta nuestra libertad porque nos ha creado para participar de su amor, y el amor es necesariamente una opción libre.
A continuación ocurre lo que todos sabemos: romper la comunión con Dios es separarse de la fuente de la vida y caminar hacia la propia destrucción, como la rama que, desgajada del tronco, va perdiendo verdor hasta secarse por completo. La imagen del hijo menor cuidando cerdos es una estampa muy elocuente de las consecuencias de una vida separada de Dios «en un país lejano».
Pero a este drama le sigue el milagro del reconocimiento humilde de la equivocación, de la ofensa cometida y de la bondad del padre, que seguro que estará dispuesto a acoger a un hijo ingrato y rebelde, al menos, como a uno de sus jornaleros.
El encuentro tras el retorno es emocionante y supone para el hijo menor el descubrimiento del amor sin medida del padre, que había permanecido hasta entonces velado para él. «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió», es decir, la preocupación por su hijo y el deseo de su retorno no habían desaparecido ni un solo instante de su corazón: estaba siempre esperando con los ojos fijos en el horizonte, y cuando finalmente apareció la figura de su hijo «se conmovió», corrió a abrazarle, lo besó y se alegró hasta el punto de hacer matar el ternero cebado reservado para las más grandes ocasiones.
Hay una triple investidura muy importante y cargada de significados: el mejor traje, el anillo y las sandalias. El mejor traje representa la dignidad de hijo de Dios que ha sido recuperada; el anillo es un símbolo de la restauración de la alianza y del nuevo compromiso de vida en común entre Padre e hijo; y las sandalias representan la liberación de la esclavitud del pecado que nos otorga la gracia de Dios recuperada. En el mundo antiguo los esclavos iban descalzos, solamente los hombres libres iban calzados. Por ello las sandalias son un símbolo de libertad.
Cada vez que celebramos el sacramento de la reconciliación revivimos esta historia: al regresar a casa con un corazón contrito y humillado Dios nos recibe con los brazos abiertos, renueva nuestra comunión con Él y nuestra condición de hijos suyos, nos libera de la esclavitud del pecado y todo se llena de alegría y de vida desbordante. No es posible celebrar bien este sacramento y no experimentar esta alegría y esta libertad y poder renovados.
Hay quien opina que el hijo pródigo tuvo poco mérito, que sólo emprendió el viaje de regreso movido por el interés tras experimentar el hambre y la desgracia. Esto no es verdad: hubo un gran mérito, el mérito de reconocer su equivocación, humillarse, pedir perdón, atreverse a romper los vínculos con el pasado e iniciar una nueva vida. Muchos, desde la ceguera del orgullo, son incapaces de dar este paso y viven empeñados en demostrarse a sí mismos una y otra vez que todo lo han hecho bien, que los culpables son otros, que son víctimas inocentes de la maldad ajena y de la indiferencia de Dios. Y, mientras tanto, ahí siguen, esperando, el mejor traje, el anillo, las sandalias, el abrazo del Padre y la alegría desbordante.
P. José María Prats
Evangelio
En aquel tiempo, viendo que todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo:
«Este acoge a los pecadores y come con ellos».
Entonces les dijo esta parábola.
«Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde’. Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’. Y, levantándose, partió hacia su padre.
»Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus siervos: ‘Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado’. Y comenzaron la fiesta.
»Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: ‘Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano’. Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: ‘Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!’ Pero él le dijo: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado’».
San Lucas 15, 1-3.11-32