* «La comunión nunca es un sentimiento homogéneo, sino el lugar donde las diferentes voces aprenden a permanecer cercanas sin anularse. Requiere saber escuchar incluso aquello que no coincide con nuestra propia sensibilidad, abrazar el dolor ajeno sin juzgarlo, dejarnos conmover por su historia. Es en esta paciente capacidad de "sufrir" juntos que la Iglesia vuelve a ser verdaderamente una casa para todos, y que el canto fragmentado del pueblo se convierte, con el tiempo, en una alabanza mayor»
Vídeo de la transmisión en directo de Vatican News, traducido al español, con la la 1ª meditación de Adviento del P. Roberto Pasolini ante el Papa León XIV
* «En un contexto tan complejo, la tentación de simplificar es fuerte: la nostalgia del pasado o la expectativa de un futuro indefinido. Sin embargo, el propio declive puede convertirse en un tiempo de gracia, si se afronta sin miedo. Un tiempo que nos invita a abandonar la ilusión de una Iglesia siempre fuerte, siempre socialmente relevante, siempre en el centro de atención. Un tiempo que nos hace redescubrir la Iglesia como una obra que no nos pertenece, que no está garantizada por estrategias ni proyectos humanos, sino que florece cada vez que volvemos al corazón del Evangelio. Aceptar el declive no significa rendirse. Significa, más bien, alejarse de los conflictos que dividen y esterilizan todo diálogo. Significa no buscar soluciones inmediatas ni fáciles, sino aprender a permanecer fieles incluso cuando las costumbres se debilitan. Es una invitación a vivir con sobriedad y confianza, sin dejarnos llevar por el miedo ni la ansiedad de tener que salvarlo todo»
Camino Católico.- ¿De qué unidad debemos ser testigos? ¿Y cómo ofrecer al mundo una comunión creíble que no sea, genéricamente, fraternidad? Estas fueron las principales preguntas en las que se ha centrado la segunda de las tres meditaciones de Adviento del padre Roberto Pasolini, predicador de la Casa Pontificia, que el fraile menor capuchino ha propuesto a León XIV y a sus colaboradores de la Curia romana en la mañana del viernes 12 de diciembre de 2025, en el Aula Pablo VI. El tema elegido para las tres reflexiones es “Esperando y apresurando la llegada del día de Dios”.
La torre de Babel y el miedo a la dispersión
Tras la primera meditación del 5 de diciembre, dedicada a “La Parusía del Señor”, hoy el padre Pasolini ha articulado su reflexión en torno a tres imágenes: la torre de Babel, Pentecostés y la reconstrucción del templo de Jerusalén. La primera representación, de una ciudad fortificada y una torre altísima, es el emblema de una familia humana que, tras el diluvio, intenta exorcizar “el miedo a la dispersión”. Pero este proyecto esconde “una lógica mortal”, ya que la unidad se busca “no a través de la composición de las diferencias, sino mediante la uniformidad”.
Pentecostés, es el emblema de la comunión, a pesar de la ausencia de uniformidad. Los apóstoles hablan su propia lengua y sus oyentes comprenden en la suya, porque “la diversidad permanece, pero no divide”; las diferencias no se eliminan para crear unidad, sino que se transforman “en el tejido de una comunión más amplia”. En el vídeo de Vatican News se visualiza y escucha toda la meditación, cuyo texto íntegro es el siguiente:
“Esperando y apresurando la llegada del día de Dios”
2ª Meditación de Adviento al Papa León XIV y a la Curia
Reconstruyendo la Casa del Señor
Una Iglesia sin oposición
P. Roberto Pasolini, OFM Cap., predicador de la Casa Pontificia
Aula Pablo VI
Viernes, 12 de diciembre de 2025
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Oremos. Señor Dios nuestro, que hiciste de la Virgen María el modelo de quien acoge tu palabra y la pone en práctica abre nuestro corazón a la bienaventuranza del escucha, y con la fuerza de tu espíritu, haz que también nosotros nos convirtamos en un lugar santo, donde hoy se cumpla tu palabra de salvación. Por Cristo nuestro Señor.
Santo Padre, hermanos y hermanas, a todos, el Señor les dé la paz.
En la primera meditación de Adviento, dirigimos nuestra mirada a la Parusía del Señor al final de los tiempos, contemplando la imagen de un Dios que anunció y prometió su glorioso regreso. Ante esta esperanza, nos sentimos llamados a la autovigilancia, para no perder la capacidad de percibir la gracia de Dios actuando silenciosamente en la historia. Es precisamente esta gracia la que sigue vivificando el mundo y ofreciendo a la Iglesia nuevas oportunidades de conversión. Nos enseña a vivir, como en los días de Noé, bajo un cielo paciente que nunca se cansa de renovar la confianza en nosotros, a pesar de nuestras fragilidades y contradicciones.
En esta segunda meditación, deseamos reflexionar sobre la delicada responsabilidad de acoger esta gracia no solo como individuos, sino también como comunidad de creyentes. El Bautismo nos ha constituido «colaboradores de Dios» para construir, a lo largo del tiempo y de la historia, su «edificio» (1 Corintios 3,9), que es la Iglesia: «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano», según la valiente y profética definición del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 1).
Pero ¿de qué unidad debemos dar testimonio? ¿Y cómo podemos ofrecer al mundo una comunión que no se reduzca a una simple llamada a la fraternidad, sino que se convierta en un punto de referencia estable y creíble, capaz de regenerar la confianza?
La ilusión de uniformidad
Para responder a estas preguntas, debemos regresar precisamente al punto donde nos dejó nuestra primera meditación de Adviento: las secuelas del Diluvio. Tras el gran cataclismo, la Escritura presenta un escenario sorprendente: Dios bendice a Noé y a sus hijos, confiándoles de nuevo la tierra. La violencia humana no ha tenido la última palabra, y la historia se reanuda a un nuevo ritmo. El Génesis dedica un capítulo entero a una larga lista de pueblos, lenguas, territorios y genealogías: un mosaico diverso que parece implicar que la vida, al renacer, no produce copias idénticas, sino diferencias. Es en la multiplicación de formas, rostros y culturas donde fructifica la bendición de Dios.
Sin embargo, este movimiento de distribución y diferenciación expone a la humanidad a un riesgo que percibe inmediatamente como amenazante: la dispersión. Tras experimentar la fragilidad de la existencia, la humanidad naciente teme la fragmentación, al no encontrarse ya como un solo pueblo. Es en este clima que surge la historia de la Torre de Babel, situada inmediatamente después de la lista de pueblos (Génesis 10). El episodio comienza con una nota aparentemente tranquilizadora: «Toda la tierra tenía una sola lengua y unas mismas palabras» (Génesis 11:1). Esto podría parecer ideal para la paz y la cooperación. Pero la continuación revela rápidamente cierta ambigüedad:
‘Vengan, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo, y hagámonos un nombre, para que no nos dispersemos sobre la faz de toda la tierra’ (Génesis 11:4).
La intención es clara: crear un único punto de convergencia —una ciudad fortificada y una torre tan alta— que asegure la unidad de la familia humana y exorcice así el miedo a la dispersión. Este proyecto, aparentemente loable, esconde una lógica letal: la unidad no se busca mediante la resolución de las diferencias, sino mediante la uniformidad. Todos hablan el mismo idioma, repiten las mismas palabras, persiguen el mismo objetivo. Es el sueño de un mundo donde nadie es diferente, donde nadie se arriesga, donde todo es predecible.
Incluso la elección de los materiales refleja esta mentalidad. El narrador observa que los constructores usan ladrillos en lugar de piedras y betún en lugar de mortero. Las piedras conservan su propia irregularidad; se pueden trabajar y unir sin perder su forma. Los ladrillos, en cambio, son idénticos, estandarizados, perfectamente superponibles: símbolo de una sociedad que teme el esfuerzo de la libertad y prefiere la seguridad de la similitud. El resultado es una aparente unanimidad: todos alineados, todos de acuerdo, sin disonancias. Pero es solo una cohesión superficial, lograda a costa de eliminar las voces individuales.
La historia reciente conoce bien esta tendencia: el siglo XX vio totalitarismos capaces de imponer una única forma de pensar, silenciar la disidencia y perseguir a quienes se atrevían a pensar diferente. Siempre que la unidad se construye suprimiendo las diferencias, el resultado no es la comunión, sino la muerte. Hoy, en la era de las redes sociales y la inteligencia artificial, el riesgo de la estandarización adquiere formas nuevas y más sutiles: algoritmos que seleccionan lo que vemos, creando burbujas de información donde cada uno se encuentra solo con quienes piensan como él; Inteligencias artificiales que estandarizan el lenguaje y el pensamiento, reduciendo la complejidad humana a patrones predecibles; plataformas que premian el consenso rápido y penalizan la disidencia reflexiva.
Esta tentación no perdona ni siquiera a la Iglesia. ¿Cuántas veces, a lo largo de la historia, hemos confundido la unidad de la fe con la uniformidad de expresiones, sensibilidades y prácticas? ¿Cuántas veces hemos deseado un consenso instantáneo, incapaces de aceptar el ritmo más lento de la verdadera comunión, que no teme la confrontación ni borra los matices?
La confusión como terapia
Ante el plan de Babel, Dios decide intervenir de forma sorprendente, lejos tanto del castigo violento como de la indiferencia. El texto bíblico señala con sutil ironía que «el Señor descendió para ver la ciudad y la torre» (Génesis 11:5): la construcción que los hombres imaginaron que podría alcanzar el cielo resulta ser tan diminuta que Dios debe agacharse para observarla. Pero el verdadero meollo de la historia reside en las palabras que siguen.
El Señor dijo: «Miren, son un solo pueblo y todos tienen una sola lengua; y esto es solo el comienzo de lo que harán; y ahora nada de lo que se propongan hacer les será imposible. ¡Vamos, bajemos y confundamos su lengua, para que no entiendan el habla de sus compañeros!» (Génesis 11:6-7).
A primera vista, estas palabras podrían parecer la reacción de un Dios celoso y temeroso de la competencia humana. Pero una lectura atenta —y el recuerdo del diluvio que acabamos de describir— sugiere otra interpretación: Dios no quiere castigar, sino prevenir una deriva mortal, un proceso de «descreación» que amenaza una vez más la vida.
¿Qué significa construir la unidad mediante la uniformidad? Significa negar a las personas en su singularidad, sacrificar las diferencias en aras del proyecto común, abolir la alteridad que posibilita el encuentro. Es la peligrosa utopía de una sociedad compuesta de copias idénticas, donde nadie puede sorprender ni ser sorprendido. Como dijo el Santo Padre, dirigiéndose a los profesionales de la comunicación, este es un mundo «marcado por la confusión de lenguajes sin amor, a menudo ideológicos o facciosos» (Papa León, 12 de mayo de 2025). Pero un mundo así no tiene nada de divino: es la antítesis de la creación. Dios crea separando, distinguiendo, diferenciando: la luz de la oscuridad, el agua de la tierra, el día de la noche. La diferencia es la gramática misma de la existencia. Cuando la humanidad elige el camino de la uniformidad, revierte su impulso creativo, buscando una forma de seguridad que coincide con el rechazo de la libertad.
La confusión de lenguas es, por tanto, un acto de protección, no de destrucción. Dios no divide para reinar, sino que diferencia para que la vida florezca de nuevo. Devuelve a la humanidad el bien más preciado: la posibilidad de que no todos sean iguales. Impide que una sola voz se imponga como criterio absoluto, sofocando toda alteridad. La dispersión se convierte así en una cura: interrumpe un plan de muerte, detiene el sueño de una unidad alcanzada a costa de la libertad, devuelve la dignidad a las singularidades. Es una terapia que reabre el espacio para la alianza, porque la alianza no existe sin distancia. No hay comunión sin diferencia.
Dios ciertamente desea que la humanidad esté unida, pero no de cualquier manera. La unidad que nace de la supresión de las diferencias no es comunión, sino fusión: un aplanamiento que reduce a la humanidad a una masa. Para comprender mejor el riesgo de Babel, el Nuevo Testamento nos ofrece una imagen espectacular: Pentecostés. En los Hechos de los Apóstoles, personas de diferentes naciones —y que hablaban diferentes lenguas— comprenden a los apóstoles, cada uno en su propia lengua (Hechos 2:1-12). Este es un detalle crucial: la pluralidad lingüística no se elimina, ni el Espíritu Santo impone una única lengua universal. Los apóstoles hablan la suya, y sus oyentes comprenden la suya: la diversidad permanece, pero ya no divide. No hay uniformidad, pero hay comunión. No hay una sola voz, pero todos escuchan la misma buena noticia. Pentecostés será la respuesta de Dios a la angustia de Babel: no eliminando las diferencias para crear unidad, sino transformándolas en el tejido de una comunión más amplia.
El templo que será reconstruido
A la humanidad le llevará mucho tiempo asimilar la lección de Babel y comprender que el encuentro entre Dios y la humanidad solo es posible cuando se preservan las semejanzas que unen y las diferencias que hacen verdadera la comunión.
A partir del capítulo doce del Génesis, la historia bíblica —como sabemos— reduce su enfoque y se centra en la historia de un pueblo, Israel, llamado por Dios a ocupar un lugar singular en la historia de la salvación mediante el don de una alianza. Tras su liberación de la esclavitud en Egipto, el largo y arduo viaje por el desierto y la entrada en la tierra prometida, Israel comienza gradualmente a desear una forma de organización similar a la de las naciones vecinas: un rey que guíe al pueblo y, posteriormente, un templo donde preservar la presencia del Señor y su Ley.
Ambas opciones conllevarán una ambigüedad constante. La monarquía, porque representa simbólicamente la tentación de sustituir el señorío de Dios, único y verdadero Rey y Guardián de Israel, por un soberano humano. El templo, por su vocación de casa de oración, siempre estará expuesto al riesgo de su corrupción formal, reduciendo el espacio sagrado a un ritual externo, separado de la vida y del encuentro vivo con el Señor. No es casualidad que el primer plan de construir un templo, que se desarrolló en el corazón del rey David, encontrara una respuesta tímida y casi perpleja por parte de Dios. A través del profeta Natán, el Señor le dice: "¿Me construirás una casa para que yo habite? […] El Señor te dice que te construirá una casa" (2 Samuel 7:5, 11). Es como si Dios le recordara a David que la iniciativa de la alianza siempre proviene de Él y no puede limitarse a una construcción humana.
La historia demostrará cuán real es esta ambivalencia. El templo de Jerusalén será destruido varias veces, y a través de la voz contundente de los profetas, el pueblo interpretará esos momentos —junto con los exilios que los acompañaron— como consecuencias de su propia infidelidad a la Ley. Sin embargo, precisamente esos momentos de separación de la tierra y del Templo se convertirán en oportunidades para que Israel redescubra, más profundamente, el don de la alianza y el sincero deseo de regresar a ella.
Un momento particularmente significativo ocurre en el regreso del exilio babilónico y la laboriosa tarea de reconstruir las murallas de Jerusalén y el Templo. Los libros de Esdras y Nehemías ofrecen un vívido relato: «Jerusalén está en ruinas, y sus puertas consumidas por el fuego» (Nehemías 2:17). Ante esta escena desoladora, el gobernador Nehemías lanza un llamamiento: «Vengan, reconstruyamos las murallas de Jerusalén». Los que regresaron responden: «¡Vengan, construyamos!» y se ponen a trabajar «con vigor en la buena obra» (Nehemías 2:18). Es evidente de inmediato que la reconstrucción será lenta y controvertida. Sin embargo, el pueblo no se desanima: «El Dios del cielo nos prosperará; nosotros, sus siervos, edificaremos» (Nehemías 2:20).
Posteriormente, encontramos una larga crónica de voluntarios que, codo con codo, ofrecieron generosamente sus servicios para reconstruir las murallas de la ciudad. La historia es evocadora porque narra cómo cada persona asumió la responsabilidad de restaurar una sección de la muralla, justo enfrente de su propia casa. Sin embargo, no faltaron enemigos que obstaculizaron las obras de reconstrucción. Los repatriados se vieron obligados a ser muy vigilantes y defenderse.
‘Quienes reconstruían las murallas y quienes llevaban o cargaban las cargas trabajaban con una mano y sostenían sus armas con la otra; todos los constructores, cada uno con su espada ceñida al cinto, trabajaban mientras trabajaban’ (Nehemías 4:11-12).
Cuando finalmente se colocaron los nuevos cimientos del templo, la escena pareció llenarse de entusiasmo. Los sacerdotes con trompetas, los levitas con címbalos y todo el pueblo alabaron al Señor cantando: «Porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia hacia Israel» (Esdras 3:11). Es un momento de alegría colectiva, casi un júbilo que parece disipar el peso de los años de exilio.
Pero de inmediato ocurre algo inesperado. Mientras muchos vitorean con gritos de alegría, otros —especialmente los ancianos, que habían visto el primer templo— estallan en un llanto incontrolable. La Escritura observa:
‘El grito de alegría era indistinguible del llanto del pueblo’ (Esdras 3:12-13).
Esta escena final es extraordinariamente poderosa. El cántico ya no es homogéneo: dos voces se alzan, una de alegría y otra de dolor, sin unirse inmediatamente. Esta es la verdadera atmósfera en la que se desarrolla la reconstrucción del templo del Señor. Cuando se reconstruye un espacio sagrado, nadie empieza desde cero: hay recuerdos heridos, nostalgia, inevitables comparaciones entre lo perdido y lo nacido, entre lo que fue y lo que será. La reconstrucción nunca puede ser un camino lineal: está hecha de entusiasmo y lágrimas, de nuevo impulso y profundos arrepentimientos.
La renovación de la Iglesia
El relato bíblico de la reconstrucción del templo se convierte en un valioso compendio para comprender el misterio de la Iglesia y su perenne necesidad de renovación a través del tiempo y el espacio. Al igual que los muros y el templo de Jerusalén, la Iglesia —divina y humana— está llamada a dejarse reconstruir continuamente, para que su forma histórica sea transparente a la belleza del Evangelio. Los santos lo comprendieron por encima de todo, y más que otros, perciben cuando la «casa de Dios» muestra signos de fatiga.
Entre ellos, Francisco de Asís ocupa un lugar especial. En el silencio de su búsqueda, escucha la voz que le dice: «Francisco, ve a reparar mi casa, que, como ves, está toda en ruinas» (Vida Segunda de Tomás de Celano, VI, 10 – FF 593). El asísiano comenzó a responder a la llamada de Dios restaurando edificios de piedra. Pronto comprendió que el templo que había que renovar era la propia Iglesia, herida por las divisiones y agobiada por estilos de vida que ya no revelaban la frescura del Evangelio. Con la radicalidad de su seguimiento, Francisco devuelve a la Iglesia la luminosa sencillez de la fraternidad evangélica.
Esto no es una excepción: a lo largo de los siglos, la Iglesia siempre ha sentido y experimentado la necesidad de renovación para mantenerse fiel a sí misma y, al mismo tiempo, para seguir sirviendo al mundo. El Concilio Vaticano II recordó que la Iglesia peregrina está llamada por Cristo a una «reforma constante» y que «toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en una mayor fidelidad a su propia vocación» (Unitatis Redintegratio, 6). La renovación, por tanto, no es una exigencia extraordinaria, sino la actitud habitual de la Iglesia, que desea permanecer fiel al Evangelio y al mandato apostólico.
La historia sagrada que hemos trazado, desde Babel hasta el regreso de Israel del exilio, nos ofrece algunos criterios fundamentales para el discernimiento. En primer lugar, la renovación eclesial nunca coincide con la tentación de uniformizarlo todo. Como en Babel, el riesgo de transformar la unidad en homogeneización siempre acecha: pensar que la comunión solo requiere identidad de estilo, sensibilidad o expresión. Una Iglesia que se renueva no es una Iglesia uniforme, sino una Iglesia capaz de acoger la variedad, dejando que el Espíritu la ordene en una armonía que supera nuestras propias medidas.
Un segundo elemento surge de la escena de los constructores de los muros, que trabajan con una mano y empuñan el arma con la otra. La renovación nunca es una tarea ingenua ni pacífica: requiere un combate espiritual continuo, porque el bautismo nos capacita no solo para construir, sino también para resistir aquello que contradice el Evangelio. Quienes dejan de luchar —contra el orgullo, la pereza, las ilusiones o las ideologías— también dejan de edificar el cuerpo de Cristo. La Iglesia se renueva en la medida en que sus miembros aceptan seguir participando en un auténtico combate espiritual, sin refugiarse en los atajos del puro conservadurismo o la innovación acrítica.
Finalmente, la escena de la reconstrucción, donde algunos se alegran mientras otros rompen en lágrimas incontenibles, nos ofrece una tercera lección. Toda verdadera renovación pasa por la disposición a asumir el peso de la comunión. Reconstruir la Iglesia implica aceptar este entrelazamiento: la coexistencia del entusiasmo y la nostalgia, de las esperanzas nacientes y las heridas que aún sangran. La comunión nunca es un sentimiento homogéneo, sino el lugar donde las diferentes voces aprenden a permanecer cercanas sin anularse. Requiere saber escuchar incluso aquello que no coincide con nuestra propia sensibilidad, abrazar el dolor ajeno sin juzgarlo, dejarnos conmover por su historia. Es en esta paciente capacidad de "sufrir" juntos que la Iglesia vuelve a ser verdaderamente una casa para todos, y que el canto fragmentado del pueblo se convierte, con el tiempo, en una alabanza mayor.
Interpretando el declive
Sesenta años después del Concilio Vaticano II, podemos permitirnos observar con mayor claridad lo que se aclamó, quizás con cierto exceso de optimismo, como una «primavera del Espíritu». Al igual que los primeros cristianos que esperaban el regreso del Señor, también nosotros estamos llamados a replantear nuestras esperanzas: las intuiciones proféticas del Concilio requirieron un período más largo y complejo, pues estaban profundamente entrelazadas con la maduración eclesial y las transformaciones culturales.
Si no nos reconciliamos con esta larga gestación, corremos el riesgo de no comprender el tiempo que vivimos: un tiempo en el que coexisten elementos críticos y signos de una vitalidad sorprendente. Por un lado, se observa un claro declive en las prácticas, los números y las estructuras históricas de la vida cristiana; Por otro lado, surgen nuevos fermentos del Espíritu: la centralidad de la Palabra de Dios crece, los laicos desarrollan una presencia más libre y misionera, el camino sinodal se consolida como una forma necesaria, el cristianismo florece en muchas regiones del mundo y una nueva comprensión de la fe busca combinar la herencia ancestral con una comprensión más profunda de la humanidad.
Decadencia y fermento no son mutuamente excluyentes: son dos caras de la misma labor, en la que el Espíritu purifica lo que puede abandonarse y da a luz lo que necesita crecer. Después de todo, ¿no es esto lo que Jesús nos enseñó cuando describió la expansión del Reino de Dios a través de la lógica de la semilla?
‘En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto’ (Jn 12,24).
Toda renovación implica realidades que florecen y otras que mueren. Esto no debería sorprendernos: es la dinámica pascual, en la que la muerte y la resurrección son inseparables. Por supuesto, siempre nos resulta difícil aceptar la muerte y reconocer en momentos de decadencia el atisbo de una mayor esperanza.
Interpretamos espontáneamente la disminución numérica como una crisis que debe resolverse de inmediato. De hecho, la propia interpretación de este delicado momento en la historia de la Iglesia, especialmente en Occidente, se ha convertido en un campo de batalla: cada bando responsabiliza al otro de la crisis e intenta imponer su propia visión de la Iglesia. Algunos interpretan la situación actual como consecuencia del incumplimiento del Concilio; otros, por el contrario, ven el propio Concilio como la causa de cierto empobrecimiento de la comunidad y del testimonio cristiano. Estas interpretaciones opuestas, reflejadas en su rigidez, corren el riesgo de convertir en arma todo tradicionalismo y progresismo, atrincherando a la Iglesia en posiciones ideológicas que no surgen del discernimiento, sino del miedo.
Quizás la verdad sea más simple y exigente: en un cambio trascendental sin precedentes, incluso la Iglesia lucha por salvaguardar sus cimientos. Ante transformaciones rápidas y a veces indescifrables, la comunidad cristiana tiende a polarizarse, oscilando entre dos tentaciones opuestas: refugiarse en certezas intocables o abrirse a toda novedad para seguir siendo relevante. Pero ambas reacciones exponen a la Iglesia a un grave riesgo: transformar un tiempo de decadencia en uno de decadencia, donde no solo disminuyen los números, sino también la confianza, la claridad y la amplitud espiritual.
La decadencia se convierte en decadencia cuando la Iglesia pierde la conciencia de su naturaleza sacramental y se percibe como una organización social; cuando la fe se reduce a la ética o al bienestar, la liturgia a la representación, la teología se debilita y la vida cristiana se desliza hacia el moralismo.
En un contexto tan complejo, la tentación de simplificar es fuerte: la nostalgia del pasado o la expectativa de un futuro indefinido. Sin embargo, el propio declive puede convertirse en un tiempo de gracia, si se afronta sin miedo. Un tiempo que nos invita a abandonar la ilusión de una Iglesia siempre fuerte, siempre socialmente relevante, siempre en el centro de atención. Un tiempo que nos hace redescubrir la Iglesia como una obra que no nos pertenece, que no está garantizada por estrategias ni proyectos humanos, sino que florece cada vez que volvemos al corazón del Evangelio. Aceptar el declive no significa rendirse. Significa, más bien, alejarse de los conflictos que dividen y estérilizan todo diálogo. Significa no buscar soluciones inmediatas ni fáciles, sino aprender a permanecer fieles incluso cuando las costumbres se debilitan. Es una invitación a vivir con sobriedad y confianza, sin dejarnos llevar por el miedo ni la ansiedad de tener que salvarlo todo.
Este es el espíritu de los repatriados que regresan a Jerusalén: no reconstruyen toda la ciudad, sino que se dedican a una pequeña sección del muro, el trozo que está frente a su casa. Para nosotros también, la renovación llega a través de gestos humildes y concretos. Cada uno puede ofrecer un fragmento de su fidelidad, su paciencia, su caridad. Nadie solo puede renovar toda la Iglesia. Sin embargo, la Iglesia se renueva solo a través de la pequeña porción que cada uno de nosotros, día tras día, se compromete a reconstruir.
En definitiva, la Iglesia no es algo que se construya según nuestros propios criterios: es un don que hay que recibir, cuidar y servir. El Apocalipsis nos lo recuerda con fuerza: la «nueva Jerusalén» no surge de nuestras manos, sino que desciende del cielo, de Dios, ya preparada. Es la imagen más alta de la Iglesia como una realidad recibida, no producida: el hogar donde cada lágrima será enjugada y cada distancia salvada. Acoger a la Iglesia como un don —incluso hoy, en tiempos de decadencia y nuevos comienzos— significa vivir ya según la promesa que nos guía hacia esa plenitud en la que Dios será todo en todos.
Oremos:
Oh Dios, que con piedras vivas y escogidas preparas una morada eterna para tu gloria, continúa derramando sobre la Iglesia la gracia que le has concedido, para que el pueblo creyente progrese siempre en la construcción de la Jerusalén celestial. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
P. Roberto Pasolini, OFM Cap.
Predicador de la Casa Pontificia
Fotos: Vatican Media, 12-12-2025






















