Camino Católico

Mi foto
Queremos que conozcas el Amor de Dios y para ello te proponemos enseñanzas, testimonios, videos, oraciones y todo lo necesario para vivir tu vida poniendo en el centro a Jesucristo.

Elige tu idioma

Síguenos en el canal de Camino Católico en WhatsApp para no perderte nada pinchando en la imagen:

Mostrando entradas con la etiqueta miércoles de ceniza. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta miércoles de ceniza. Mostrar todas las entradas

domingo, 6 de abril de 2025

Papa Francisco en homilía leída por Mons. Rino Fisichella, 6-4-2025: «La enfermedad es una escuela de amor; Dios no nos deja solos y si nos abandonamos en Él podemos experimentar el consuelo de su presencia»

* «Queridos médicos, enfermeros y miembros del personal sanitario, mientras atienden a sus pacientes, especialmente a los más frágiles, el Señor les ofrece la oportunidad de renovar continuamente su vida, nutriéndola de gratitud, de misericordia y de esperanza. Los llama a iluminarla con la humilde conciencia de que no hay que suponer nada y que todo es don de Dios; a alimentarla con esa humanidad que se experimenta cuando dejamos caer las máscaras y queda sólo lo que verdaderamente importa, los pequeños y grandes gestos de amor. Permitan que la presencia de los enfermos entre como un don en su existencia, para curar sus corazones, purificándolos de todo lo que no es caridad y calentándolos con el fuego ardiente y dulce de la compasión»     

Vídeo de la transmisión en directo de Vatican News, traducido al español, con la homilía del Papa Francisco, leída por Mons. Rino Fisichella en la Misa del Jubileo de los Enfermos y la Sanidad

* «Queridos amigos, no releguemos al que es frágil, alejándolo de nuestra vida, como lamentablemente vemos que a veces suele hacer hoy un cierto tipo de mentalidad, no apartemos el dolor de nuestros ambientes. Hagamos más bien de ello una ocasión para crecer juntos, para cultivar la esperanza gracias al amor que Dios ha derramado, Él primero, en nuestros corazones y que, más allá de todo, es lo que permanece para siempre» 

6 de abril 2025.- (Camino Católico) El Papa convaleciente en la Casa Santa Marta comparte mucho con los veinte mil peregrinos, muchos de ellos enfermos, reunidos en la Plaza de San Pedro para la Misa jubilar por los enfermos y el mundo de la sanidad. Y lo confiesa en su homilía, leída para él por su delegado, el arzobispo Rino Fisichella, pro-prefecto de la Sección para las Cuestiones Fundamentales de la Evangelización en el Mundo del Dicasterio para la Evangelización. Fisichella, antes de la lectura, subraya cómo a pocos metros de nosotros, el Papa Francisco «está particularmente cerca de nosotros, y participa, como tantos enfermos, en esta Eucaristía a través de la televisión». El Pontífice, en el texto, comparte «la experiencia de la enfermedad, de sentirnos débiles, de depender de los demás para muchas cosas, de tener necesidad de apoyo».

El Santo Padre dice en su homilía que “la enfermedad no es siempre fácil, pero es una escuela en la que aprendemos cada día a amar y a dejarnos amar, sin pretender y sin rechazar, sin lamentar y sin desesperar, agradecidos a Dios y a los hermanos por el bien que recibimos, abandonados y confiados en lo que todavía está por venir…  Incluso en estos momentos, Dios no nos deja solos y, si nos abandonamos en Él, precisamente allí donde nuestras fuerzas decaen, podemos experimentar el consuelo de su presencia”.

La sorpresa al final de la misa jubilar por los enfermos y el mundo sanitario es la llegada del Papa Francisco a la plaza de San Pedro. En silla de ruedas, acompañado por su enfermero personal, que lo lleva hasta el altar, donde, tras la bendición final del celebrante, el arzobispo Fisichella, pronuncia un breve saludo: "¡Feliz domingo a todos, muchas gracias!".  En medio de la emoción de todos los presentes en la Plaza, los lectores transmitieron a continuación su mensaje de acción de gracias. Francisco saluda "con afecto a todos los que han participado en esta celebración y agradece de corazón las oraciones elevadas a Dios por su salud, deseando que la peregrinación jubilar sea rica en frutos". A continuación imparte la Bendición Apostólica, que extiende "a los seres queridos, a los enfermos y a los que sufren, así como a todos los fieles reunidos hoy aquí". Antes de dirigirse hacia el altar en la explanada de la plaza de San Pedro, informa la Oficina de Prensa vaticana, el Pontífice recibió el Sacramento de la Reconciliación en la Basílica de San Pedro, se recogió en oración y atravesó la Puerta Santa. En el vídeo de Vatican News se visualiza y escucha la homilía del Santo Padre leída por Mons. Rino Fisichella en la Misa del Jubileo de los Enfermos y la Sanidad, traducida al español, cuyo texto completo es el siguiente: 


       JUBILEO DEL MUNDO DEL VOLUNTARIADO

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO 

LEÍDA POR MONS. RINO FISICHELLA 

Plaza de San Pedro

Quinto domingo de Cuaresma,  6 de abril de 2025 


 «Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?» (Is 43,19). Son las palabras que Dios, a través del profeta Isaías, dirige al pueblo de Israel en el exilio de Babilonia. Para los israelitas es un momento difícil, parece que todo se hubiera perdido. Jerusalén fue conquistada y devastada por los soldados del rey Nabucodonosor II y al pueblo, deportado, no le quedó nada. El horizonte aparece cerrado, el futuro oscuro, cualquier esperanza frustrada. Todo podría inducir a los exiliados a rendirse, a resignarse amargamente, a dejar de sentirse bendecidos por Dios.

Sin embargo, precisamente en este contexto, el Señor invita a acoger algo nuevo que está naciendo. No algo que sucederá en el futuro, sino que ya está ocurriendo, que está germinando como un brote. ¿De qué se trata? ¿Qué puede nacer, qué puede haber comenzado a brotar en un panorama desolador y desesperanzado como este?

Lo que está naciendo es un nuevo pueblo. Un pueblo que, derribadas las falsas seguridades del pasado, ha descubierto lo que es esencial, permanecer unidos y caminar juntos a la luz del Señor (cf. Is 2,5). Un pueblo que podrá reconstruir Jerusalén porque, lejos de la Ciudad Santa, con el templo ya destruido, sin poder celebrar las liturgias solemnes, ha aprendido a encontrar al Señor de otra forma, en la conversión del corazón (cf. Jr 4,4), en la práctica del derecho y la justicia, en el cuidado del pobre y necesitado (cf. Jr 22,3), en las obras de misericordia.

Es el mismo mensaje que, de un modo distinto, podemos captar en la perícopa evangélica (cf. Jn 8,1-11). También aquí hay una persona, una mujer cuya vida está destruida, no por un exilio geográfico, sino por una condena moral. Es una pecadora, y por ello lejana de la ley y condenada al ostracismo y a la muerte. Para ella tampoco parece que haya esperanza. Pero Dios no la abandona. Al contrario, justo en el momento en que sus verdugos recogen las piedras, precisamente allí, Jesús entra en su vida, la defiende y la rescata de esa violencia, dándole la posibilidad de comenzar una existencia nueva: «Vete» —le dice—, “eres libre”, “estás salvada” (cf. v. 11).

Con estas narraciones dramáticas y conmovedoras, la liturgia nos invita hoy a renovar, en el camino cuaresmal, la confianza en Dios, que está siempre presente, cerca de nosotros, para salvarnos. No hay exilio, ni violencia, ni pecado, ni alguna realidad de la vida que pueda impedirle estar ante nuestra puerta y llamar, dispuesto a entrar apenas se lo permitamos (cf. Ap 3,20). Es más, especialmente cuando las pruebas se hacen más duras, su gracia y su amor nos abrazan con más fuerza para realzarnos.

Hermanas y hermanos, leemos estos textos mientras celebramos el Jubileo de los enfermos y del mundo de la sanidad, y ciertamente la enfermedad es una de las pruebas más difíciles y duras de la vida, en la que percibimos nuestra fragilidad. Esta puede llegar a hacernos sentir como el pueblo en el exilio, o como la mujer del Evangelio, privados de esperanza en el futuro. Pero no es así. Incluso en estos momentos, Dios no nos deja solos y, si nos abandonamos en Él, precisamente allí donde nuestras fuerzas decaen, podemos experimentar el consuelo de su presencia. Él mismo, hecho hombre, quiso compartir en todo nuestra debilidad (cf. Flp 2,6-8) y sabe muy bien qué es el sufrimiento (cf. Is 53,3). Por eso a Él le podemos presentar y confiar nuestro dolor, seguros de encontrar compasión, cercanía y ternura.

Pero no sólo eso; en su amor confiado, Él quiere comprometernos para que también nosotros podamos ser “ángeles” los unos para los otros, mensajeros de su presencia, hasta el punto que muchas veces, sea para quien sufre, sea para quien asiste, el lecho de un enfermo se puede transformar en un “lugar sagrado” de salvación y redención.

Queridos médicos, enfermeros y miembros del personal sanitario, mientras atienden a sus pacientes, especialmente a los más frágiles, el Señor les ofrece la oportunidad de renovar continuamente su vida, nutriéndola de gratitud, de misericordia y de esperanza (cf. Bula Spes non confundit, 11). Los llama a iluminarla con la humilde conciencia de que no hay que suponer nada y que todo es don de Dios; a alimentarla con esa humanidad que se experimenta cuando dejamos caer las máscaras y queda sólo lo que verdaderamente importa, los pequeños y grandes gestos de amor. Permitan que la presencia de los enfermos entre como un don en su existencia, para curar sus corazones, purificándolos de todo lo que no es caridad y calentándolos con el fuego ardiente y dulce de la compasión.

Queridos hermanos y hermanas enfermos, en este momento de mi vida comparto mucho con ustedes: la experiencia de la enfermedad, de sentirnos débiles, de depender de los demás para muchas cosas, de tener necesidad de apoyo. No es siempre fácil, pero es una escuela en la que aprendemos cada día a amar y a dejarnos amar, sin pretender y sin rechazar, sin lamentar y sin desesperar, agradecidos a Dios y a los hermanos por el bien que recibimos, abandonados y confiados en lo que todavía está por venir. La habitación del hospital y el lecho de la enfermedad pueden ser lugares donde se escucha la voz del Señor que nos dice también a nosotros: «Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?» (Is 43,19). Y de esa manera renovar y reforzar la fe.

Benedicto XVI —que nos dio un hermoso testimonio de serenidad en el tiempo de su enfermedad— escribió que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento» y que «una sociedad que no logra aceptar a los que sufren […] es una sociedad cruel e inhumana» (Carta enc. Spe salvi, 38). Es verdad, afrontar juntos el sufrimiento nos hace más humanos y compartir el dolor es una etapa importante de todo camino hacia la santidad.

Queridos amigos, no releguemos al que es frágil, alejándolo de nuestra vida, como lamentablemente vemos que a veces suele hacer hoy un cierto tipo de mentalidad, no apartemos el dolor de nuestros ambientes. Hagamos más bien de ello una ocasión para crecer juntos, para cultivar la esperanza gracias al amor que Dios ha derramado, Él primero, en nuestros corazones (cf. Rm 5,5) y que, más allá de todo, es lo que permanece para siempre (cf. 1 Co 13,8-10.13). 

Francisco



Fotos: Vatican Media, 6-4-2025

domingo, 9 de marzo de 2025

Papa Francisco en homilía leída por el cardenal Michael Czerny, 9-3-2025: «Nosotros, frente a la tentación caemos, pero Dios nos levanta con su perdón, infinitamente grande en el amor, porque en Cristo somos redimidos del mal»

* «El diablo, en efecto, susurra a nuestros oídos que Dios no es verdaderamente nuestro Padre, que en realidad nos ha abandonado. Satanás intenta convencernos de que para los hambrientos no hay pan, menos aún de las piedras, ni los ángeles nos auxilian en las desgracias. En todo caso, el mundo está en manos de poderes malignos, que aplastan a los pueblos con la altanería de sus cálculos y la violencia de la guerra. Precisamente, mientras el demonio quisiera hacernos creer que el Señor está lejos de nosotros, conduciéndonos a la desesperación, Dios se acerca aún más a nosotros, dando su vida para la redención del mundo»  

Vídeo de la transmisión en directo de Vatican News, traducido al español, con la homilía del Papa 

* «Me alegra saludar a todos los voluntarios que hoy están presentes en Roma para su peregrinación jubilar. Les agradezco mucho, queridos voluntarios, porque siguiendo el ejemplo de Jesús, ustedes sirven al prójimo sin servirse del prójimo. Por las calles y en las casas, junto a los enfermos, a los que sufren, a los presos, con los jóvenes y con los ancianos, su entrega infunde esperanza en toda la sociedad. En los desiertos de la pobreza y de la soledad, tantos pequeños gestos de servicio gratuito hacen germinar brotes de una nueva humanidad; ese jardín que Dios ha soñado y que sigue soñando para todos nosotros» 

9 de marzo de 2025.- (Camino Católico) Santa Misa con ocasión del Jubileo del mundo del voluntariado: Aunque el Papa Francisco no pudo presidir la Misa, el Cardenal Czerny transmitió su mensaje, en el que agradece a los voluntarios por seguir el ejemplo de Jesús y llevar esperanza a la sociedad. En su homilía, el Papa reflexiona sobre la importancia de enfrentar las tentaciones con la certeza de que "Jesús no nos abandona". 

El Papa asegura que, aunque Jesús vence al mal en el desierto, “su victoria definitiva se alcanza en la Pascua de muerte y resurrección”. “Nosotros – en cambio – frente a la tentación, algunas veces caemos; todos somos pecadores” dice el Papa “pero la derrota no es definitiva, porque Dios nos levanta de cada caída con su perdón. Nuestra prueba, por tanto, no termina con un fracaso, porque en Cristo somos redimidos del mal”. En el vídeo de Vatican News se visualiza y escucha la homilía del Santo Padre traducida al español, cuyo texto completo es el siguiente: 

       JUBILEO DEL MUNDO DEL VOLUNTARIADO

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO 

LEÍDA POR EL CARDENAL MICHAEL CZERNY

Plaza de San Pedro

Primer domingo de Cuaresma, 9 de marzo de 2025 

Jesús «fue conducido por el Espíritu al desierto» (Lc 4,1). Cada año, nuestro camino de Cuaresma inicia siguiendo al Señor en este entorno, que Él atraviesa y transforma para nosotros. Cuando Jesús entra en el desierto, en efecto, sucede un cambio decisivo: el lugar del silencio se convierte en ámbito de escucha. Una escucha que pone a prueba, porque se hace necesario elegir a quién prestar atención entre dos voces totalmente contrarias. Proponiéndonos este ejercicio, el Evangelio atestigua que el camino de Jesús comienza con un acto de obediencia: es el Espíritu Santo, la misma fuerza de Dios, quien lo conduce a donde nada bueno crece de la tierra ni llueve del cielo. En el desierto, el hombre experimenta su propia indigencia material y espiritual, su necesidad de pan y de palabra.

También Jesús, verdadero hombre, tuvo hambre (cf. v. 2) y durante cuarenta días fue tentado por una palabra que no provenía en absoluto del Espíritu Santo, sino del espíritu malvado, del diablo. Comenzando apenas los cuarenta días de la Cuaresma, reflexionemos sobre el hecho de que también nosotros somos tentados; pero no estamos solos, con nosotros está Jesús, que nos abre la senda a través del desierto. El Hijo de Dios hecho hombre no se limita a darnos un modelo en el combate contra el mal; sino mucho más aún, nos da la fuerza para resistir a sus asaltos y perseverar en el camino.

Consideremos pues tres características de la tentación de Jesús y también de la nuestra: el inicio, el modo y el desenlace. Comparando estas dos experiencias, encontraremos apoyo para nuestro itinerario de conversión.

En primer lugar, la tentación de Jesús al inicio es querida; el Señor va al desierto no por arrogancia, para demostrar lo fuerte que es, sino por su filial disponibilidad al Espíritu del Padre, a cuya guía se confía con prontitud. Nuestra tentación, en cambio, nos es impuesta; el mal precede nuestra libertad, la corrompe íntimamente como una sombra interior y una insidia constante. Mientras pedimos a Dios que no nos abandone en la tentación (cf. Mt 6,13), recordemos que Él ya ha acogido esta súplica en Jesús, el Verbo encarnado, y se queda para siempre con nosotros. El Señor está con nosotros y nos cuida, sobre todo en el lugar de la prueba y del recelo, es decir, cuando se alza la voz del tentador, que es el padre de la mentira (cf. Jn 8,44), corrompido y corruptor, porque conoce la palabra de Dios, pero no la entiende. Más aún, la distorsiona. Como en tiempos de Adán, en el jardín del Edén (cf. Gn 3,1-5), así actúa contra el nuevo Adán, Jesús, en el desierto. 

Percibimos aquí el modo singular con el que Cristo es tentado, concretamente en la relación con Dios, su Padre. El diablo es el que separa, el que divide, mientras Jesús es el mediador que une a Dios y al hombre. En su perversión, el demonio quiere destruir este vínculo, haciendo de Jesús un privilegiado: «Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan» (v. 3). Y también: «Si tú eres Hijo de Dios, tírate» (v. 9) de la parte más alta del Templo. Frente a estas tentaciones Jesús, el Hijo de Dios, decide de qué modo ser hijo. En el Espíritu que lo guía, su decisión revela cómo quiere vivir su relación filial con el Padre. Esto es lo que decide el Señor: ese vínculo único y exclusivo con el Padre, de quien es el Hijo unigénito, se convierte en una relación que abarca a todos, sin excluir a nadie. La relación con el Padre es el don que Jesús comparte en el mundo para nuestra salvación, no un tesoro que guarda celosamente (cf. Flp 2,6), del que presume para conseguir éxito y atraer seguidores.

También nosotros somos tentados en la relación con Dios, pero de manera opuesta. El diablo, en efecto, susurra a nuestros oídos que Dios no es verdaderamente nuestro Padre, que en realidad nos ha abandonado. Satanás intenta convencernos de que para los hambrientos no hay pan, menos aún de las piedras, ni los ángeles nos auxilian en las desgracias. En todo caso, el mundo está en manos de poderes malignos, que aplastan a los pueblos con la altanería de sus cálculos y la violencia de la guerra. Precisamente, mientras el demonio quisiera hacernos creer que el Señor está lejos de nosotros, conduciéndonos a la desesperación, Dios se acerca aún más a nosotros, dando su vida para la redención del mundo.

Y llegamos al tercer aspecto: el desenlace de las tentaciones. Jesús, el Cristo de Dios, vence al mal. Él rechaza al diablo, que sin embargo volverá a tentarlo en «el momento oportuno» (v. 13). Así dice el Evangelio, y lo recordaremos cuando escuchemos una vez más que, en el Gólgota, dicen a Jesús: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27,40; cf. Lc 23,35). En el desierto el tentador es derrotado, pero la victoria de Cristo aún no es definitiva; lo será en su Pascua de muerte y resurrección.

Mientras nos preparamos para celebrar el Misterio central de la fe, reconozcamos que el desenlace de nuestra prueba es diferente. Nosotros, frente a la tentación, algunas veces caemos; todos somos pecadores. Pero la derrota no es definitiva, porque Dios nos levanta de cada caída con su perdón, infinitamente grande en el amor. Nuestra prueba, por tanto, no termina con un fracaso, porque en Cristo somos redimidos del mal. Atravesando el desierto con Él, recorremos un camino donde no había trazado ninguno. Jesús mismo abre para nosotros esa nueva vía de liberación y de rescate. Siguiendo con fe al Señor, de vagabundos nos convertimos en peregrinos.

Queridas hermanas y queridos hermanos, los invito a empezar de ese modo nuestro camino de Cuaresma. Y ya que, a lo largo del recorrido, necesitamos esa buena voluntad, que el Espíritu Santo siempre sostiene, me alegra saludar a todos los voluntarios que hoy están presentes en Roma para su peregrinación jubilar. Les agradezco mucho, queridos voluntarios, porque siguiendo el ejemplo de Jesús, ustedes sirven al prójimo sin servirse del prójimo. Por las calles y en las casas, junto a los enfermos, a los que sufren, a los presos, con los jóvenes y con los ancianos, su entrega infunde esperanza en toda la sociedad. En los desiertos de la pobreza y de la soledad, tantos pequeños gestos de servicio gratuito hacen germinar brotes de una nueva humanidad; ese jardín que Dios ha soñado y que sigue soñando para todos nosotros.      

Francisco

Fotos: Vatican Media, 9-3-2025

miércoles, 5 de marzo de 2025

Papa Francisco en homilía leída por el cardenal Angelo De Donatis, 5-3-2025: «Aprendamos de la oración a descubrirnos necesitados de Dios, para nutrir la esperanza de que al final nos espera un Padre con los brazos abiertos»

* «Con la ceniza en la cabeza caminemos hacia la esperanza de la Pascua. Convirtámonos a Dios, volvamos a Él de todo corazón (cf. Jl 2,12), volvamos a ponerlo en el centro de nuestra vida, para que el recuerdo de lo que somos —frágiles y mortales como cenizas esparcidas por el viento— sea iluminado finalmente por la esperanza del Resucitado. Y orientemos nuestra vida hacia Él, convirtiéndonos en signo de esperanza para el mundo: aprendamos de la limosna a salir de nosotros mismos para compartir las necesidades de los demás y alimentar la esperanza por un mundo más justo»

 

Vídeo de la transmisión en directo de Vatican News, traducido al español, con la homilía del Papa 

* «Aprendamos del ayuno que no vivimos solamente para satisfacer nuestras necesidades, sino que tenemos hambre de amor y de verdad, y sólo el amor de Dios y entre nosotros puede saciarnos de verdad y darnos la esperanza de un futuro mejor» 

5 de marzo de 2025.- (Camino Católico) En la misa celebrada en la Basílica de Santa Sabina con motivo del inicio del camino penitencial, el Cardenal Penitenciario Angelo De Donatis ha leido la homilía de Francisco: este período que nos redimensiona es una invitación a reavivar la esperanza. La celebración estuvo precedida por la procesión penitencial desde la iglesia de Sant'Anselmo all'Aventino.

El Papa Francisco en su homilía ha invitado: “Aprendamos de la oración a descubrirnos necesitados de Dios o, como decía Jacques Maritain ‘mendigos del cielo’, para nutrir la esperanza de que, en nuestras fragilidades y al final de nuestra peregrinación terrena, nos espera un Padre con los brazos abiertos”.

El cardenal Angelo De Donatis al pronunciar la homilía por el Papa, hospitalizado en el Policlínico Gemelli desde el 14 de febrero, le ha dirigido un pensamiento: “Nos sentimos profundamente unidos a él en este momento y le agradecemos el ofrecimiento de su oración y de sus sufrimientos por el bien de toda la Iglesia y del mundo entero”. En el vídeo de Vatican News se visualiza y escucha la homilía del Santo Padre traducida al español, cuyo texto completo es el siguiente: 

SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

LEÍDA POR EL CARDENAL ANGELO DE DONATIS

Basílica de Santa Sabina

Miércoles, 5 de marzo de 2025

Las sagradas cenizas, esta tarde, serán esparcidas sobre nuestra cabeza. Estas reavivan en nosotros la memoria de lo que somos, pero también la esperanza de lo que seremos. Nos recuerdan que somos polvo, pero nos encaminan hacia la esperanza a la que estamos llamados, porque Jesús ha descendido al polvo de la tierra y, con su Resurrección, nos lleva consigo al corazón del Padre.

De ese modo se recorre el itinerario de la Cuaresma hacia la Pascua, entre la memoria de nuestra fragilidad y la esperanza de que, al final del camino, quien nos espera es el Resucitado.

En primer lugar, hagamos memoria. Recibimos las cenizas inclinando la cabeza hacia abajo, como para mirarnos a nosotros mismos, para mirarnos dentro. Las cenizas, en efecto, nos ayudan a hacer memoria de la fragilidad y de la pequeñez de nuestra vida. Somos polvo, del polvo hemos sido creados y al polvo volveremos. Y son tantos los momentos en los que, mirando nuestra vida personal o la realidad que nos rodea, nos damos cuenta de que la existencia del hombre «es tan sólo un soplo, […] se inquieta por cosas fugaces y atesora sin saber para quién» (Sal 39,6-7).

Nos lo enseña sobre todo la experiencia de la fragilidad, que experimentamos en nuestros cansancios, en las debilidades que debemos afrontar, en los miedos que nos habitan, en los fracasos que nos queman por dentro, en la caducidad de nuestros sueños, en el constatar qué efímeras son las cosas que poseemos. Hechos de cenizas y de tierra, palpamos la fragilidad en la experiencia de la enfermedad, en la pobreza, en el sufrimiento que a veces irrumpe de manera repentina sobre nosotros y sobre nuestras familias. Y también nos damos cuenta de que somos frágiles cuando nos descubrimos expuestos, en la vida política y social de nuestro tiempo, a “polvos en suspensión” que contaminan el mundo: la contraposición ideológica, la lógica de la prevaricación, el regreso de viejas ideologías identitarias que teorizan la exclusión del otro, la explotación de los recursos de la tierra, la violencia en todas sus formas y la guerra entre los pueblos. Todo ello es como “polvo tóxico” que enturbia el aire de nuestro planeta, impidiendo la coexistencia pacífica, mientras crecen en nosotros cada día la incertidumbre y el miedo al futuro.

Por último, esta condición de fragilidad nos recuerda el drama de la muerte, que en nuestras sociedades de apariencia intentamos exorcizar de muchas maneras e incluso excluir de nuestros lenguajes, pero que se impone como una realidad con la que debemos lidiar, signo de la precariedad y transitoriedad de nuestras vidas.

Así, a pesar de las máscaras que nos ponemos y de los artificios a menudo ingeniosamente creados para distraernos, las cenizas nos recuerdan quiénes somos. Esto nos ayuda. Nos remodela, atenúa la dureza de nuestros narcisismos, nos devuelve a la realidad, nos hace más humildes y disponibles los unos para los otros: ninguno de nosotros es Dios, todos estamos en camino.

Pero la Cuaresma es también una invitación a reavivar en nosotros la esperanza. Si recibimos la ceniza con la cabeza inclinada para volver a la memoria de lo que somos, el tiempo cuaresmal no quiere dejarnos con la cabeza gacha, sino que, al contrario, nos exhorta a levantar la cabeza hacia Aquel que resucita de las profundidades de la muerte, arrastrándonos también a nosotros de las cenizas del pecado y de la muerte a la gloria de la vida eterna.

Las cenizas nos recuerdan, pues, la esperanza a la que estamos llamados porque Jesús, el Hijo de Dios, se mezcló con el polvo de la tierra, elevándolo hasta el cielo. Y Él descendió a las profundidades del polvo, muriendo por nosotros y reconciliándonos con el Padre, como oímos decir al apóstol Pablo: «A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21).

Esta esperanza, hermanos y hermanas, es la que reaviva las cenizas que somos. Sin esta esperanza, estamos condenados a soportar pasivamente la fragilidad de nuestra condición humana y, sobre todo ante la experiencia de la muerte, nos hundimos en la tristeza y la desolación, acabando por razonar como insensatos: «Breve y triste es nuestra vida, no hay remedio cuando el hombre llega a su fin […] el cuerpo se reducirá a ceniza y el aliento se dispersará como una ráfaga de viento» (Sb 2,1-3). La esperanza de la Pascua hacia la que nos encaminamos, en cambio, nos sostiene en nuestras fragilidades, nos asegura el perdón de Dios y, aun envueltos en las cenizas del pecado, nos abre a la confesión gozosa de la vida: «Yo sé que mi Redentor vive y que él, el último, se alzará sobre el polvo» (Jb 19,25). Recordemos que «el hombre es polvo y al polvo volverá, pero a los ojos de Dios es polvo precioso, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la inmortalidad» (Benedicto XVI, Audiencia General, 17 febrero 2010).


Hermanos y hermanas, con la ceniza en la cabeza caminemos hacia la esperanza de la Pascua. Convirtámonos a Dios, volvamos a Él de todo corazón (cf.
Jl 2,12), volvamos a ponerlo en el centro de nuestra vida, para que el recuerdo de lo que somos —frágiles y mortales como cenizas esparcidas por el viento— sea iluminado finalmente por la esperanza del Resucitado. Y orientemos nuestra vida hacia Él, convirtiéndonos en signo de esperanza para el mundo: aprendamos de la limosna a salir de nosotros mismos para compartir las necesidades de los demás y alimentar la esperanza por un mundo más justo; aprendamos de la oración a descubrirnos necesitados de Dios o, como decía Jacques Maritain “mendigos del cielo”, para nutrir la esperanza de que, en nuestras fragilidades y al final de nuestra peregrinación terrena, nos espera un Padre con los brazos abiertos; aprendamos del ayuno que no vivimos solamente para satisfacer nuestras necesidades, sino que tenemos hambre de amor y de verdad, y sólo el amor de Dios y entre nosotros puede saciarnos de verdad y darnos la esperanza de un futuro mejor.

Que nos acompañe siempre la certeza de que, desde que el Señor vino a las cenizas del mundo, «la historia de la Tierra es la historia del Cielo. Dios y el hombre están ligados en un único destino» (C. Carretto, El desierto en la ciudad, Buenos Aires 1986, 59), y Él barrerá para siempre las cenizas de la muerte para hacernos resplandecer con una vida nueva.

Con esta esperanza en el corazón, pongámonos en camino. Y dejémonos reconciliar con Dios.     

Francisco

Fotos: Vatican Media, 5-3-2025