* «Una de las excusas que contribuyen más a favorecer el pecado de impureza en la mentalidad común y a descargarlo de toda responsabilidad es que, total, no hace mal a nadie, no vulnera los derechos ni la libertad de los demás, excepto, se dice, que se trate de estupro o violación. Pero no es verdad que el pecado de impureza acabe en quien lo comete. Todo abuso, dondequiera y por quienquiera que sea cometido, contamina el ambiente moral del hombre, produce una erosión de los valores y crea la que Pablo define «la ley del pecado» y de la que ilustra el terrible poder de arrastrar a los hombres a la ruina (Cf. Romanos, 7, 14 ss). La primera víctima de todo ello son precisamente los jóvenes. Fenómenos tan reprobados, como la explotación de menores, el estupro y la pedofilia, pero también ciertas atrocidades cometidas no sobre menores, sino por menores, no nacen de la nada. Son, al menos en parte, el resultado del clima de exasperada excitación en el que vivimos y en el que los más frágiles sucumben»
* «Hoy ya no basta con una pureza hecha de miedos, tabúes, prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si cada uno de ellos fuera, siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un enemigo potencial, en vez de, como dice la Biblia, «una ayuda». Es necesario hacer hincapié en defensas ya no externas, sino internas, basadas en convicciones personales. Se debe cultivar la pureza por sí misma, por el valor positivo que representa para la persona, y no sólo por los apuros de salud o de buen nombre a los que expone su trasgresión. La pureza asegura lo más precioso que existe en el mundo: la posibilidad de acercarse a Dios. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Cf. Mt 5, 8. Ndr), dijo Jesús. No le verán sólo un día, tras la muerte, sino ya ahora: en la belleza de lo creado, de un rostro, de una obra de arte; le verán en sus propios corazones»
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