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sábado, 25 de octubre de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Humilde es el que su dignidad depende de ser hijo de Dios, saberse amado por Él, contemplar su propia miseria y abandonarse a la misericordia del Señor / Por P. José María Prats

* «No podemos ser sanados y regenerados porque no queremos abrir los ojos, ver nuestra miseria y caer del pedestal, y por ello el Señor nos invita a abandonar la vanidad del fariseo y a abrazar la humildad del publicano: para que, como él, podamos ser justificados»

Domingo XXX del tiempo ordinario - C

Eclesiástico 35, 12-14.16-18 / Salmo 33 / 2 Timoteo 4, 6-8.16-18 / San Lucas 18, 9-14 


P. José María Prats / Camino Católico.-  El Evangelio de hoy nos presenta dos actitudes existenciales muy diferentes, la del fariseo y la del publicano, y nos invita a rechazar la primera y optar por la segunda. Pero para poder asumir con fuerza y convicción esta opción, conviene que profundicemos un poco en lo que hay detrás de cada una de estas actitudes.

El fariseo es una persona que se ha ensalzado, es decir, se ha situado a una gran altura y desde ahí se complace en sí mismo viéndose superior a los demás.

Pero para afirmarse en esta altura necesita recibir continuamente el reconocimiento y la alabanza de los hombres: «les gusta pasearse lujosamente vestidos y que todo el mundo los salude por la calle. Buscan los puestos de honor en las sinagogas y los primeros lugares en los banquetes» (Lc 20,46).

Y para conseguir este reconocimiento el fariseo se convierte en un ser inauténtico, en un actor hipócrita capaz de los mayores sacrificios: da limosna pregonándolo por todas partes, ora de pie en las esquinas de las plazas, ayuna desfigurando su rostro (cf. Mt 6,1-16).

Todos, en mayor o menor medida, llevamos un fariseo dentro. El mismo Antonio Machado, nuestro humilde poeta, lo reconocía con unos versos durísimos: «Mirando mi calavera un nuevo Hamlet dirá: he aquí un lindo fósil de una careta de carnaval». Instintivamente tendemos a ensalzarnos, a intentar ganar altura frente a los demás, y para conseguirlo estamos dispuestos a ponernos la careta y representar el papel que haga falta: el de persona de mundo, el de intelectual, el de triunfador en el ámbito profesional o de las relaciones sociales... cada cual aquello que más ambiciona. Y lo más grave es que incluso representamos este papel ante nosotros mismos para convencernos de lo elevados que estamos y acabamos orando en el espíritu del fariseo: «Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros».

Mantenernos en las alturas donde nos empeñamos en habitar es fatigoso y nos hace inauténticos y neuróticos, pues si la realidad desmiente la imagen que de nosotros hemos fabricado nos negamos a aceptarla barriendo la porquería debajo de la alfombra; si nos parece que alguien está por encima de nosotros nos sentimos amenazados y llenos de envidia; y si se nos ignora o menosprecia nos llenamos de ira y resentimiento. 

No podemos ser sanados y regenerados porque no queremos abrir los ojos, ver nuestra miseria y caer del pedestal, y por ello el Señor nos invita a abandonar la vanidad del fariseo y a abrazar la humildad del publicano: para que, como él, podamos ser justificados. 

La palabra humildad se deriva del latín humus, que quiere decir tierra, suelo. Humilde es aquel que ha optado por sentarse en el suelo y desde ahí no puede caer más abajo, con lo cual vive sin angustia y sin necesidad de representar ningún papel. Humilde es el que ha comprendido que su dignidad no depende de sus riquezas, ni de su cultura, ni de sus talentos, sino de su condición de hijo de Dios, y desde la seguridad inconmovible que le da el saberse amado incondicionalmente por Él, puede contemplar cara a cara su propia miseria y abandonarse a la misericordia de Dios que viene a rescatarle. Desde su sencillo asiento sobre el humus, los hombres dejan de ser amenazas para convertirse en hermanos, y Dios, en el que los ama y justifica. Sólo desde este asiento santo se puede contemplar la realidad en su verdad y por ello Santa Teresa decía que «humildad es andar en verdad».


P. José María Prats


Evangelio:  

En aquel tiempo, a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les dijo esta parábola: 

«Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.

El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.

En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».

San Lucas 18, 9-14

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