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sábado, 1 de noviembre de 2025

Homilía del evangelio de Todos los Santos: La veneración de los santos no tiene que alejarnos de Cristo sino que tiene que llevarnos a un encuentro más profundo con Él y al compromiso con este mundo / Por P. José María Prats

* «La lectura del Apocalipsis nos lo confirma. San Juan, tras contemplar aquella muchedumbre inmensa de santos, vestida de blanco y con palmas en las manos, recibe esta pregunta de uno de los ancianos: ‘Éstos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?’ Y, tras confesar su ignorancia, se le da esta respuesta que remite inmediatamente a Cristo como fuente de toda santidad y a la lucha por la justicia: ‘Ésos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero’, es decir: ésos son los que se han asociado al sacrificio de Cristo, participando de su vida, de su lucha por la justicia, de su muerte redentora y de su resurrección triunfante»

Solemnidad de Todos los Santos

Apocalipsis 7, 2-4.9-14 / Salmo 23 /  1 Juan 3, 1-3  / San Mateo 5, 1-12

P. José María Prats / Camino Católico.-  En esta solemnidad de Todos los Santos recordamos a nuestros hermanos que han alcanzado ya la eterna bienaventuranza y contemplan a Dios cara a cara en el Cielo. Por ello hoy es un día muy apropiado para meditar sobre la santidad y sobre el Cielo.

Predicamos poco sobre el Cielo. Tal vez por miedo a que se nos acuse de espiritualismo, de promover una piedad desencarnada o de desentendernos de los graves problemas de este mundo. Y, sin embargo, nuestro mundo necesita más que nunca que le hablemos del Cielo.

Decía un teólogo contemporáneo: «Los Cielos están vacíos y los grandes almacenes llenos». Nuestra cultura ha vaciado los Cielos y se ha encadenado a la tierra. Pero como el corazón del hombre suspira por el Cielo, ha tenido que ofrecerle un cielo en la tierra. Es ese cielo que nos vende la publicidad, hecho de eterna salud y juventud, de placeres, lujos y consumo sin límite. Y en este cielo ha entronizado a sus santos, a los que rinde culto y reverencia en los programas y revistas del corazón.

Este cielo, este falso cielo tan elocuente y persuasivamente predicado es el que nos está llevando a vivir en un infierno, porque la lucha por conquistarlo nos arrastra irremediablemente a la competencia, a la guerra, a la explotación de unos por otros, a la soledad y, finalmente, al desengaño, porque este cielo, sencillamente, no existe.

El mundo está sediento de Cielo y se está dando cuenta de que el que le han vendido es en realidad un infierno. Ahora es, pues, nuestro momento, el momento de romper las cadenas que nos atan a la tierra y mostrar al mundo la maravilla del verdadero Cielo. Y como el hombre de hoy necesita ver, oír y tocar, la mejor manera de hacerlo es presentándole a los santos como realización concreta, cercana y asequible de esta plenitud y felicidad que todos anhelamos. El testimonio de los santos tiene una fuerza evangelizadora extraordinaria. Pensemos, por ejemplo, en la conversión de San Ignacio de Loyola gracias a la lectura de vidas de santos.

Pero esta contemplación y veneración de los santos no tiene que alejarnos de Cristo, como pretende la teología protestante, sino todo lo contrario: tiene que llevarnos a un encuentro más profundo con Él y al compromiso con este mundo. La lectura del Apocalipsis nos lo confirma. San Juan, tras contemplar aquella muchedumbre inmensa de santos, vestida de blanco y con palmas en las manos, recibe esta pregunta de uno de los ancianos: «Éstos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» Y, tras confesar su ignorancia, se le da esta respuesta que remite inmediatamente a Cristo como fuente de toda santidad y a la lucha por la justicia: «Ésos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero», es decir: ésos son los que se han asociado al sacrificio de Cristo, participando de su vida, de su lucha por la justicia, de su muerte redentora y de su resurrección triunfante.

Que el Señor nos conceda en este día, por la intercesión de todos los santos, la sabiduría y la audacia necesarias para abrir nuevamente los Cielos a los hombres y devolverles su dignidad y su esperanza.


P. José María Prats


Evangelio:  

En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: 

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos».

San Mateo 5, 1-12

domingo, 26 de octubre de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Humilde es el que su dignidad depende de ser hijo de Dios, saberse amado por Él, contemplar su propia miseria y abandonarse a la misericordia del Señor / Por P. José María Prats

* «No podemos ser sanados y regenerados porque no queremos abrir los ojos, ver nuestra miseria y caer del pedestal, y por ello el Señor nos invita a abandonar la vanidad del fariseo y a abrazar la humildad del publicano: para que, como él, podamos ser justificados»

Domingo XXX del tiempo ordinario - C

Eclesiástico 35, 12-14.16-18 / Salmo 33 / 2 Timoteo 4, 6-8.16-18 / San Lucas 18, 9-14 


P. José María Prats / Camino Católico.-  El Evangelio de hoy nos presenta dos actitudes existenciales muy diferentes, la del fariseo y la del publicano, y nos invita a rechazar la primera y optar por la segunda. Pero para poder asumir con fuerza y convicción esta opción, conviene que profundicemos un poco en lo que hay detrás de cada una de estas actitudes.

El fariseo es una persona que se ha ensalzado, es decir, se ha situado a una gran altura y desde ahí se complace en sí mismo viéndose superior a los demás.

Pero para afirmarse en esta altura necesita recibir continuamente el reconocimiento y la alabanza de los hombres: «les gusta pasearse lujosamente vestidos y que todo el mundo los salude por la calle. Buscan los puestos de honor en las sinagogas y los primeros lugares en los banquetes» (Lc 20,46).

Y para conseguir este reconocimiento el fariseo se convierte en un ser inauténtico, en un actor hipócrita capaz de los mayores sacrificios: da limosna pregonándolo por todas partes, ora de pie en las esquinas de las plazas, ayuna desfigurando su rostro (cf. Mt 6,1-16).

Todos, en mayor o menor medida, llevamos un fariseo dentro. El mismo Antonio Machado, nuestro humilde poeta, lo reconocía con unos versos durísimos: «Mirando mi calavera un nuevo Hamlet dirá: he aquí un lindo fósil de una careta de carnaval». Instintivamente tendemos a ensalzarnos, a intentar ganar altura frente a los demás, y para conseguirlo estamos dispuestos a ponernos la careta y representar el papel que haga falta: el de persona de mundo, el de intelectual, el de triunfador en el ámbito profesional o de las relaciones sociales... cada cual aquello que más ambiciona. Y lo más grave es que incluso representamos este papel ante nosotros mismos para convencernos de lo elevados que estamos y acabamos orando en el espíritu del fariseo: «Oh Dios, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros».

Mantenernos en las alturas donde nos empeñamos en habitar es fatigoso y nos hace inauténticos y neuróticos, pues si la realidad desmiente la imagen que de nosotros hemos fabricado nos negamos a aceptarla barriendo la porquería debajo de la alfombra; si nos parece que alguien está por encima de nosotros nos sentimos amenazados y llenos de envidia; y si se nos ignora o menosprecia nos llenamos de ira y resentimiento. 

No podemos ser sanados y regenerados porque no queremos abrir los ojos, ver nuestra miseria y caer del pedestal, y por ello el Señor nos invita a abandonar la vanidad del fariseo y a abrazar la humildad del publicano: para que, como él, podamos ser justificados. 

La palabra humildad se deriva del latín humus, que quiere decir tierra, suelo. Humilde es aquel que ha optado por sentarse en el suelo y desde ahí no puede caer más abajo, con lo cual vive sin angustia y sin necesidad de representar ningún papel. Humilde es el que ha comprendido que su dignidad no depende de sus riquezas, ni de su cultura, ni de sus talentos, sino de su condición de hijo de Dios, y desde la seguridad inconmovible que le da el saberse amado incondicionalmente por Él, puede contemplar cara a cara su propia miseria y abandonarse a la misericordia de Dios que viene a rescatarle. Desde su sencillo asiento sobre el humus, los hombres dejan de ser amenazas para convertirse en hermanos, y Dios, en el que los ama y justifica. Sólo desde este asiento santo se puede contemplar la realidad en su verdad y por ello Santa Teresa decía que «humildad es andar en verdad».


P. José María Prats


Evangelio:  

En aquel tiempo, a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les dijo esta parábola: 

«Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.

El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.

En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».

San Lucas 18, 9-14

domingo, 19 de octubre de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Orar siempre sin desfallecer / Por P. José María Prats

* «La oración actualiza en cada momento la íntima comunión con Cristo establecida en la eucaristía y sin ella la vida espiritual desaparece… La llamada oración del corazón u oración de Jesús repite incesantemente la oración de los ciegos del evangelio: ‘Señor Jesús, ten piedad de mí’. El nombre de Jesús invocado sin cesar como salvador en el corazón del orante actúa como cargas de profundidad que destruyen todo poder enemigo, disipan toda tiniebla y transfiguran a la persona»

Domingo XXIX del tiempo ordinario - C

Éxodo 17, 8-13 / Salmo 120 / 2 Timoteo 3, 14-4,2 / San Lucas 18, 1-8 


P. José María Prats / Camino Católico.-  Las lecturas de hoy nos hablan de la importancia de la perseverancia en la oración. La primera lectura cuenta cómo cuando Moisés mantenía las manos alzadas en oración en la cima del monte Sinaí, Israel vencía en la batalla contra los amalecitas y cuando, cansado, las bajaba, vencían sus enemigos. La interpretación espiritual de este pasaje es evidente: las fuerzas del mal –nuestros enemigos– son muy superiores a nosotros y sólo podemos vencerlas invocando incesantemente el auxilio del Señor, que es la única fuerza que está por encima de ellas.

El evangelio vuelve a insistir en la importancia de la perseverancia: «pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?». La clave está en el «día y noche», en la constancia.

La comparación con la fisiología humana nos puede ayudar a entender el papel de la oración en la vida espiritual. La energía que necesita nuestro cuerpo para realizar sus funciones está contenida en los alimentos que tomamos, pero se libera en cada momento por la combustión que se realiza en la respiración. Por mucho que hayamos comido, si dejamos de respirar nos quedamos sin energía y perecemos. De modo análogo, el alimento que sostiene la vida espiritual es la eucaristía y su energía se libera por la oración. La oración actualiza en cada momento la íntima comunión con Cristo establecida en la eucaristía y sin ella la vida espiritual desaparece.

La tradición monástica, muy especialmente, se hizo eco desde el principio de esta invitación del Señor a «orar siempre sin desfallecer». Los monjes no sólo rezaban las horas canónicas, sino que cuando salían a trabajar tomaban algún versículo de los Salmos o de otros libros de la Escritura y lo iban repitiendo sin cesar introduciendo así el poder transformador de la Palabra de Dios en su corazón. Este espíritu se desarrolló especialmente en la tradición hesicasta del monaquismo oriental con la llamada oración del corazón u oración de Jesús, que repite incesantemente la oración de los ciegos del evangelio: «Señor Jesús, ten piedad de mí». El nombre de Jesús invocado sin cesar como salvador en el corazón del orante actúa como cargas de profundidad que destruyen todo poder enemigo, disipan toda tiniebla y transfiguran a la persona. Algunos monjes orientales dicen haber recibido el don de la oración ininterrumpida por el cual esta oración se instala de un modo misterioso en el corazón.

En cualquier caso, esta oración sencilla y meditativa enraizada en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia parece especialmente adecuada para estos tiempos tan ajetreados en que andamos tan dispersos, incapaces de recoger nuestra atención. No se trata, pues, de articular largas oraciones, sino de invocar constantemente la presencia del que es la Luz del Mundo para que tome posesión de nuestro corazón, disipe nuestras tinieblas y venza sobre nuestros enemigos como Israel venció sobre los amalecitas en Rafidín gracias a la oración incesante de Moisés.

P. José María Prats


Evangelio:  

En aquel tiempo, Jesús les decía una parábola para inculcarles que es preciso orar siempre sin desfallecer. 

«Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: ‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’. Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme’».

Dijo, pues, el Señor: 

«Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?».

San Lucas 18, 1-8

domingo, 12 de octubre de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Hemos sido rescatados de la esclavitud del pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios / Por P. José María Prats

* «Todos hemos sido liberados de “la esclavitud de la nada” al recibir el ser y una vocación dentro del proyecto de Dios para la creación»

Domingo XXVIII del tiempo ordinario - C

2 Reyes 5, 14-17 / Salmo 97 / 2 Timoteo 2, 8-13 / San Lucas 17, 11-19 


P. José María Prats / Camino Católico.-  Para leer con fruto los evangelios es importante ponerse en la piel de los personajes: sus circunstancias, sus actitudes, sus aspiraciones. En el caso de los diez leprosos que nos presenta hoy el evangelio, este ejercicio es particularmente dramático. La lepra no sólo deformaba el cuerpo de los enfermos, sino que conllevaba también su exclusión de la sociedad y del culto para evitar el contagio y por considerarse un estado de impureza ritual.

Podemos imaginar la angustia de estas personas al contemplar la deformidad de sus miembros, su soledad y su humillación al verse rechazados y estigmatizados por la sociedad, su desconcierto por haberles tocado precisamente a ellos tener que padecer esta situación, sus esperanzas de salir de este infierno y poder realizar sus sueños y aspiraciones.

Estos diez leprosos habían oído hablar de los milagros y curaciones obrados por Jesús y salieron a su encuentro llenos de esperanza gritando: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». La respuesta de Jesús es de una contundencia y autoridad formidables: «Id a presentaros a los sacerdotes». Les está diciendo que ha decretado su curación y que se pongan en camino para que los sacerdotes la certifiquen, los declaren puros y les permitan reincorporarse en la sociedad, tal como establecía la ley mosaica (Lv 13).

Lo decisivo de esta historia es lo que ocurre en el corazón de cada uno de estos leprosos en el momento de su curación mientras van de camino. Nueve de ellos son incapaces de ver el sentido profundo de lo que ha sucedido: de pronto se ven liberados del lastre de su enfermedad y, llenos de alegría, corren a toda prisa hacia delante para vivir la vida que han soñado. Jesús queda atrás como el mero instrumento que ha hecho posible esos sueños. Sólo uno, un samaritano, entiende que ha sido sanado por una palabra, una palabra liberadora que es fuente de vida y que le llama a una existencia nueva; una palabra personal que busca una respuesta, un diálogo, una comunión para realizar un proyecto común. Y de esta consciencia emerge una respuesta apasionada: «viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias». Diez fueron curados de la lepra, pero sólo uno, el que fue al encuentro del que es la fuente de la vida, alcanzó la salvación: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».

En los diez leprosos está representada la humanidad entera. Hablando con categorías bíblicas, todos hemos sido liberados de “la esclavitud de la nada” al recibir el ser y una vocación dentro del proyecto de Dios para la creación, y por la obra de la redención hemos sido rescatados de la esclavitud del pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios. Se trata de una liberación y de un don mucho mayores que la curación de la lepra. De los más de 7.000 millones de personas que habitamos la tierra, ¿cuántos simplemente corren a toda prisa hacia adelante buscando vivir la vida que han soñado? ¿Cuántos, en cambio, tomando conciencia de la Palabra que los creó y los redimió, responden a ella con la alabanza, la adoración, la acción de gracias y la consagración de sí mismos? ¿Uno de cada diez?

P. José María Prats


Evangelio:  

Un día, sucedió que, de camino a Jerusalén, Jesús pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: 

«¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». 

Al verlos, les dijo: 

«Id y presentaos a los sacerdotes». 

Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.

Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. 

Tomó la palabra Jesús y dijo: 

«¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?». 

Y le dijo: 

«Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

San Lucas 17, 11-19

domingo, 5 de octubre de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Creer que en toda circunstancia, favorable o adversa, está actuando el amor y la fidelidad del Señor / Por P. José María Prats

 


* «El reconocimiento de la santidad y fidelidad de Dios y la fe inconmovible que nace de este reconocimiento, nos sitúan en una profunda comunión con Dios por la que accedemos a una existencia nueva y transfigurada, participando de su poder –capaz de mover montañas– y de su victoria sobre los avatares y afanes del mundo»

Domingo XXVII del tiempo ordinario - C

Habacuc 1, 2-3;2,2-4  / Salmo 94 / 2 Timoteo 1, 6-8.13-14 / San Lucas 17, 5-10 


P. José María Prats / Camino Católico.-  Las lecturas de hoy nos hablan de la fe como origen y fundamento de la vida espiritual.

La primera lectura nos remite a la experiencia vivida por el profeta Habacuc en la segunda mitad del siglo VII a. C., un momento histórico tremendamente convulso: El imperio asirio se tambaleaba y emergía el imperio babilónico, todavía más cruel, sembrándolo todo de violencia y destrucción. Al mismo tiempo, en Judea, con el rey Joaquín, se instalaba un período de injusticia e iniquidad. Desde este escenario de desolación, Habacuc increpa al Dios que parece haberse desentendido de la historia dejando que el justo sea oprimido por el violento: «¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: “violencia”, sin que me salves?». Y la respuesta no se hace esperar: «Escribe la visión, grábala en tablillas ... la visión espera su momento ... si tarda, espérala, pues vendrá ciertamente, sin retraso: el injusto perecerá, pero el justo vivirá por su fe».

Es una invitación a seguir creyendo en el amor y la fidelidad de Dios incluso cuando todo se llena de confusión y oscuridad: «Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil, y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios mi salvador» (Ha 3,17-18). Al final, cuando perezca el opresor que ahora parece triunfar y el justo viva eternamente, se hará realidad la visión que sostiene la fe y aparecerá el sentido oculto de la historia y de la misericordia de Dios.

Este es el fundamento de la vida espiritual: creer que en toda circunstancia, favorable o adversa, está actuando el amor y la fidelidad del Señor. No nos corresponde a nosotros juzgar los caminos del Dios santo, exigiendo que su justicia se acomode a la nuestra, como quienes dicen haberle abandonado “porque consiente la injusticia y el sufrimiento en el mundo”. Y por mucho que hayamos batallado, no nos corresponde tampoco a nosotros decidir cuándo ha llegado la hora de que el Señor nos siente a su mesa para recompensarnos. A nosotros nos corresponde creer incondicionalmente en su amor y su fidelidad y responder con esa misma fidelidad inquebrantable, haciendo, como pobres siervos, «lo que tenemos que hacer» en cada momento.

La fe inconmovible de Habacuc nace del reconocimiento de la santidad de Dios: «su resplandor eclipsa el cielo, la tierra se llena de su alabanza; su brillo es como el día, su mano destella velando su poder ... Pisas el mar con tus caballos, revolviendo las aguas del océano. Lo escuché y temblaron mis entrañas, al oírlo se estremecieron mis labios; me entró un escalofrío por los huesos, vacilaban mis piernas al andar» (Ha 3,3-4.15-16). Hoy hemos perdido esta fe, porque hemos dejado de postrarnos ante el Santo de Israel y, en cambio, nos hemos erigido en sus jueces, exigiendo explicaciones y poniendo bajo sospecha sus designios santos y misteriosos.

Habacuc nos enseña cómo el reconocimiento de la santidad y fidelidad de Dios y la fe inconmovible que nace de este reconocimiento, nos sitúan en una profunda comunión con Dios por la que accedemos a una existencia nueva y transfigurada, participando de su poder –capaz de mover montañas– y de su victoria sobre los avatares y afanes del mundo: «El Señor soberano es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas» (Ha 3,19).

P. José María Prats

Evangelio:  

En aquel tiempo, los apóstoles dijeron al Señor:

«Auméntanos la fe».

El Señor dijo: 

«Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: ‘Arráncate y plántate en el mar’, y os habría obedecido.

¿Quién de vosotros tiene un siervo arando o pastoreando y, cuando regresa del campo, le dice: ‘Pasa al momento y ponte a la mesa?’. ¿No le dirá más bien: ‘Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?’. ¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: ‘Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer’».

San Lucas 17, 5-10

domingo, 28 de septiembre de 2025

Homilía del evangelio del domingo: La solidaridad está en la santidad de vida, que es capaz de reconocer «la propia carne» en cada ser humano, y vivir el trabajo como servicio y entrega a los demás / Por P. José María Prats

 

* «Somos imagen del Dios Uno y Trino y, como tales, estamos llamados a reproducir en nuestras relaciones humanas la comunión en el amor de las tres personas divinas. Ésta es nuestra verdad, la esencia más profunda de nuestro ser; y si no vivimos en esta verdad, perecemos»

Domingo XXVI del tiempo ordinario - C

Amós 6, 1a.4-7 / Salmo 145  /  1 Timoteo 6, 11-16 / San Lucas 16, 19-31 

P. José María Prats / Camino Católico.-  Las lecturas de hoy tratan nuevamente el tema de la justicia social. Amós denuncia a los ricos, que acallan su conciencia con el culto que dan al Señor en el monte Sión de Judea o en el monte Garizín de Samaria, pero viven envueltos en lujos y placeres «sin dolerse del desastre de José», es decir, de la miseria en que vive la mayor parte de los habitantes del reino del Norte.

En el evangelio, el hombre rico muestra esta misma indiferencia vistiéndose de púrpura y lino y banqueteando todos los días mientras el pobre Lázaro se muere de hambre en su portal.

En ambos casos, esta actitud lleva al sufrimiento y a la ruina personal y social. El reino del Norte fue destruido por los asirios en el año 722 a. C. y su aristocracia, deportada («encabezarán la cuerda de cautivos y se acabará la orgía de los disolutos»); y el hombre rico acabó en el infierno en medio de tormentos.

Isaías nos da una clave importante para entender el sentido de la solidaridad humana cuando dice: «no te cierres a tu propia carne» (Is 58,7). Los demás son, pues, parte de nosotros mismos, «hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne» (Gn 2,23), y cuando ignoramos el sufrimiento ajeno, estamos descuidando nuestra propia carne y destruyéndonos a nosotros mismos. 

Somos imagen del Dios Uno y Trino y, como tales, estamos llamados a reproducir en nuestras relaciones humanas la comunión en el amor de las tres personas divinas. Ésta es nuestra verdad, la esencia más profunda de nuestro ser; y si no vivimos en esta verdad, perecemos.

Como nos dice el evangelio, la motivación para vivir la solidaridad no debe nacer de amenazas o miedos de condenación, sino del deseo de vivir en la verdad, esa verdad que está inscrita en nuestro corazón y que Dios mismo nos ha revelado con toda claridad. No se trata, pues, de que resucite un muerto para que nos advierta de las consecuencias terribles del egoísmo, sino de que atendamos a la palabra de Dios transmitida por mediación de Moisés y los profetas.

A menudo, cuando nos planteamos cómo ser más solidarios y promover la justicia social, pensamos en realizar algún voluntariado o en hacer un donativo a una institución caritativa. Y esto está muy bien, pero hemos de evitar pensar que sólo somos solidarios cuando hacemos estas cosas. El fundamento de la solidaridad está en la santidad de vida, en la pureza de la mirada que es capaz de reconocer «la propia carne» en cada ser humano, en disciplinarse y vivir el trabajo como servicio y entrega a los demás, en pagar los impuestos que toca, en vivir austeramente... en definitiva: en escuchar a Moisés y a los profetas.

P. José María Prats

Evangelio:  

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Hasta los perros venían y le lamían las llagas.

Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros’.

Replicó: ‘Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento’. Díjole Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».

San Lucas 16, 19-31

domingo, 21 de septiembre de 2025

Homilía del evangelio del domingo: La ruptura de la comunión con Dios conlleva poner el fundamento en ídolos, como el dinero, que tiene mucha capacidad de seducción / Por P. José María Prats

 


* «La sociedad actual es comparable al administrador del que nos habla el Evangelio. Con su sistema económico contrario al designio divino está derrochando los bienes que Dios le da. ¿Qué podemos hacer para evitarlo? Imitar la sagacidad de aquel administrador que usó el dinero de su señor para ganarse amigos que luego le recibieran en su casa. Es decir, cuando el dinero que actualmente se derrocha al servicio de la especulación, la codicia y el lujo desmesurado se utilice para devolver la dignidad a aquellos que han sido injustamente postergados, entonces el Señor nos felicitará por la astucia con que hemos obrado y bendecirá nuestra sociedad, haciéndola próspera y armónica»

Domingo XXV del tiempo ordinario - C

Amós 8, 4-7 / Salmo 112 / 1 Timoteo 2, 1-8 / San Lucas 16, 1-13


P. José María Prats / Camino Católico.- La profecía de Amós que hemos escuchado en la primera lectura fue anunciada en el reino del Norte –con capital en Samaria– a mediados del siglo VIII a. C. en un contexto de intensa actividad comercial y de acentuación de las diferencias sociales.

Amós denuncia la codicia de los ricos, que desean que pasen las fiestas para seguir enriqueciéndose, que disminuyen la medida, aumentan los precios, usan balanzas con trampa y exprimen y despojan a los pobres.

Es importante notar que esta época coincide con una gran crisis religiosa: por una parte, proliferan los cultos idolátricos cananeos y, por otra, la religión israelita se vive por muchos como una seguridad mágica por el mero hecho de pertenecer al pueblo elegido, desde la que se practica impunemente la injusticia.

La conexión entre ambas cosas es fácil de entender: la ruptura de la comunión con el Dios vivo que da sentido, orientación y motivación para una vida virtuosa, conlleva poner el fundamento de la existencia y las aspiraciones humanas en otras realidades, que se convierten en ídolos. Y de entre estos ídolos, el dinero es el que tiene mayor capacidad de seducción.

La sociedad de hoy tiene bastantes paralelismos con la Samaria de los tiempos de Amós. Por una parte estamos viviendo una crisis religiosa sin precedentes y, por otra, vemos agudizarse día a día la codicia y las diferencias sociales. El fin último de la economía, que debería ser el bien común, ha sido sustituido por lo que debería ser simplemente un medio: el dinero. Basta constatar, por ejemplo, que el volumen de la economía financiera especulativa es muchas veces superior a la economía real y que intentos de control de la especulación financiera como la tasa Tobin, que podrían erradicar el hambre en el mundo, han sido sistemáticamente vetados por los gobiernos debido a la presión ejercida por los especuladores.

La sociedad actual es comparable al administrador del que nos habla el Evangelio. Con su sistema económico contrario al designio divino está derrochando los bienes que Dios le da y está condenada a desaparecer –a «ser despedida»– como Samaria, que fue destruida por los asirios en el año 722 a. C., muy poco tiempo después de la profecía de Amós. ¿Qué podemos hacer para evitarlo? Imitar la sagacidad de aquel administrador que usó el dinero de su señor para ganarse amigos que luego le recibieran en su casa. Es decir, cuando el dinero que actualmente se derrocha al servicio de la especulación, la codicia y el lujo desmesurado se utilice para devolver la dignidad a aquellos que han sido injustamente postergados, entonces el Señor nos felicitará por la astucia con que hemos obrado y bendecirá nuestra sociedad, haciéndola próspera y armónica.

P. José María Prats

Evangelio:

En aquel tiempo, Jesús decía también a sus discípulos: 

«Había un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda; le llamó y le dijo: 

‘¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando’. 

Se dijo a sí mismo el administrador: 

‘¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración? Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer, para que cuando sea removido de la administración me reciban en sus casas’.

Y convocando uno por uno a los deudores de su señor, dijo al primero:

‘¿Cuánto debes a mi señor?’. 

Respondió: 

‘Cien medidas de aceite’. 

El le dijo: 

‘Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta’. 

Después dijo a otro: 

‘Tú, ¿cuánto debes?’. 

Contestó: 

‘Cien cargas de trigo’. 

Dícele: ‘Toma tu recibo y escribe ochenta’.

El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente, pues los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz. 

Yo os digo: Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas. El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. Si, pues, no fuisteis fieles en el dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si no fuisteis fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo vuestro? Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero».

San Lucas 16, 1-13