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domingo, 27 de julio de 2025

Homilía del evangelio del domingo: El deseo primordial que debe animar nuestra oración es que venga a nosotros el Reino de Dios / Por P. José María Prats

* «Junto con el Padrenuestro, oremos también con frecuencia pidiendo el don del Espíritu Santo: ‘Ven, Espíritu Santo, ilumina nuestros corazones y enciende en nosotros el fuego de tu amor. Envía, Señor, a tu Espíritu y renueva la faz de la tierra’»


Domingo XVII del tiempo ordinario - C

Génesis 18,20-32 / Salmo 137 / Colosenses 2, 12-14 / San Lucas 11, 1-13

P. José María Prats / Camino Católico.-  En el evangelio de hoy Jesús nos enseña a orar y para ello nos propone la oración del Padrenuestro. De ella aprendemos, sobre todo, que el deseo primordial que debe animar nuestra oración es que venga a nosotros el Reino de Dios, el reino del amor y de la paz que corresponde al designio divino para la creación. De hecho, las tres primeras peticiones del Padrenuestro son muy parecidas, pues cuando se hace su voluntad, Dios reina en el mundo y su nombre es reconocido como santo. En el resto de la oración se pide lo necesario para poder hacer realidad este Reino: el alimento material y espiritual que nos da la fuerza para vivir haciendo su voluntad, la reconciliación con Dios y con los hermanos que restablece la comunión y nos trae la paz, y el poder frente a la tentación y las fuerzas del mal que luchan tenazmente contra el Reino de Dios.

A menudo, cuando oramos nos sumergimos en nuestro pequeño mundo de deseos y necesidades personales. El Señor, en cambio, nos invita a salir de nosotros mismos y a ir más allá, a buscar primero el Reino de Dios y su justicia sabiendo que, entonces, todas las demás cosas se nos darán por añadidura. Así, si oramos pidiendo salud, no lo hagamos pensando principalmente en nuestro bienestar, sino en la posibilidad de servir mejor a los demás. Si oramos por la superación de situaciones difíciles que están viviendo otras personas, pidamos sobre todo que de ello resulte un progreso espiritual y una mayor comunión con Dios y con los hermanos. Que el Reino de Dios sea siempre la pasión que inspire nuestros deseos y nuestra oración: «santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».

Pero Jesús insiste también en la importancia de la perseverancia en la oración. No porque haya que estar recordando a Dios las necesidades que conoce mejor que nosotros, sino porque la oración perseverante alimenta el deseo y nos prepara para recibir con fruto el don de Dios. Unos buenos padres saben, por ejemplo, que no deben regalar a su hijo una bicicleta la primera vez que la pide. No porque quieran hacerse rogar, sino porque conviene “que se la gane”: su deseo debe actuar como estímulo para esforzarse y llegar a saber lo que cuestan las cosas. Cuando finalmente se le entregue la bicicleta, la recibirá como un tesoro que cuidará y aprovechará. Del mismo modo, la oración perseverante que pide el Reino de Dios hace crecer en nosotros el deseo de este Reino y nos estimula para ir haciéndolo realidad con el don de Dios y nuestro esfuerzo. 

El evangelio termina diciendo: «Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» Aquí, de repente, parece que lo que hay que pedir es el Espíritu Santo. Y es que Reino de Dios y Espíritu Santo son indisociables, pues es por el Espíritu como Dios viene a habitar en nosotros y nos trae la reconciliación y el poder para vencer sobre las fuerzas del mal e implantar su Reino: justo lo que pedimos en el Padrenuestro.

Así pues, junto con el Padrenuestro, oremos también con frecuencia pidiendo el don del Espíritu Santo: «Ven, Espíritu Santo, ilumina nuestros corazones y enciende en nosotros el fuego de tu amor. Envía, Señor, a tu Espíritu y renueva la faz de la tierra».


P. José María Prats


Evangelio

Un día que Jesús estaba en oración, en cierto lugar, cuando hubo terminado, uno de sus discípulos le dijo: 

«Señor, enséñanos a orar, como Juan lo enseñó a sus discípulos». 

Les dijo: 

«Cuando oréis, decid: ‘Padre, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Danos cada día el pan que necesitamos. Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos todos los que nos han ofendido. Y no nos expongas a la tentación’».

También les dijo Jesús: 

«Supongamos que uno de vosotros tiene un amigo, y que a medianoche va a su casa y le dice: ‘Amigo, préstame tres panes, porque otro amigo mío acaba de llegar de viaje a mi casa y no tengo nada que ofrecerle’. Sin duda, aquel le contestará desde dentro: ‘¡No me molestes! La puerta está cerrada y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme a darte nada’. Pues bien, os digo que aunque no se levante a dárselo por ser su amigo, se levantará por serle importuno y le dará cuanto necesite. Por esto os digo: Pedid y Dios os dará, buscad y encontraréis, llamad a la puerta y se os abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra y al que llama a la puerta, se le abre. ¿Acaso algún padre entre vosotros sería capaz de darle a su hijo una culebra cuando le pide pescado? ¿O de darle un alacrán cuando le pide un huevo? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre que está en el cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!».

San Lucas 11, 1-13

domingo, 20 de julio de 2025

Homilía del evangelio del domingo: “Sólo una cosa es necesaria” para el ser humano: el diálogo de amor con Dios / Por P. José María Prats

* «Nosotros tendemos a comportarnos como Marta. Intentamos hacer el bien en la familia, el trabajo, la vida ordinaria. Pero a menudo nos olvidamos de lo único necesario: el diálogo con Dios. Y entonces todo lo que hacemos va perdiendo sentido y eficacia… El diálogo con Dios, realizado de una u otra forma según la vocación de cada uno, tiene su fuente y culmen en la eucaristía, el diálogo por excelencia entre Dios y el ser humano, donde Él renueva su entrega incondicional por nosotros en la Cruz y nosotros respondemos con nuestra propia entrega diciendo: ‘Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos’»


Domingo XVI del tiempo ordinario - C

Génesis 18, 1-10a / Salmo 14 / Colosenses 1, 24-28 / San Lucas 10, 38-42 

P. José María Prats / Camino Católico.-  En el evangelio de hoy, Jesús acude a la casa de Marta y María. Marta era una mujer responsable y perfeccionista que quiere atender a Jesús lo mejor que pueda. María, en cambio, se dedica a gozar de la presencia y de la conversación con Jesús. Marta se queja e, inesperadamente, Jesús la amonesta y alaba la actitud de María.

Si se tratara de una escena de este tipo en nuestra casa podríamos decir muchas cosas. Por ejemplo, que es justo repartirse el trabajo y que, por lo tanto, María debería colaborar un poco. O que no es bueno ser tan perfeccionista dejando solos a los invitados, porque ellos desean sobre todo nuestra compañía.

Pero ésta no es una escena en una casa cualquiera con un invitado cualquiera. El invitado es Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, y ésta es la clave de todo. El mensaje principal de este pasaje es que “sólo una cosa es necesaria” para el ser humano: el diálogo de amor con Dios. Para esto ha sido creado: para integrarse en el diálogo trinitario de amor. Todo lo demás sólo tiene sentido en la medida en que sirve de mediación para este diálogo.

Nosotros tendemos a comportarnos como Marta. Intentamos hacer el bien en la familia, el trabajo, la vida ordinaria. Pero a menudo nos olvidamos de lo único necesario: el diálogo con Dios. Y entonces todo lo que hacemos va perdiendo sentido y eficacia.

La primera lectura nos dice que este diálogo es el que trae la vida a nuestra existencia, el que la hace fecunda. Abrahán se apresura a acoger a la Trinidad, responde a su iniciativa de establecer un diálogo, una convivencia. Y como consecuencia de ello, Sara concibe un hijo en su ancianidad. Esta fecundidad que resulta del diálogo con Dios se pone de manifiesto especialmente en la Anunciación. María es la mujer consagrada por entero a este diálogo, que escucha y acoge incondicionalmente la Palabra de Dios, y por ello su vida es incomparablemente fecunda.

Nuestra vida, por tanto, debe ser un diálogo permanente con Dios, pero la forma concreta en que se establece este diálogo depende de la vocación de cada uno.

Los religiosos y religiosas contemplativos, por ejemplo, realizan este diálogo de forma muy directa y explícita, rezando puntualmente el oficio divino, adorando al Santísimo Sacramento, practicando la lectio divina, etc.

Los laicos tienen por misión ordenar las realidades del mundo conforme al designio divino: la familia, la economía, la industria, la política, etc. Por ello, dialogan con Dios a través de su trabajo vivido como ofrenda a Dios y servicio a los hombres. Pero para que este trabajo sea verdaderamente un diálogo con Dios es necesaria la oración explícita que lo ofrece, toma conciencia de la presencia providente de Dios, da gracias por los dones recibidos, pide ayuda y aliento para poder realizarlo según la voluntad divina, etc.

El diálogo con Dios, realizado de una u otra forma según la vocación de cada uno, tiene su fuente y culmen en la eucaristía, el diálogo por excelencia entre Dios y el ser humano, donde Él renueva su entrega incondicional por nosotros en la Cruz y nosotros respondemos con nuestra propia entrega diciendo: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos». 

P. José María Prats


Evangelio

En aquel tiempo, Jesús entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: 

«Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude». 

Le respondió el Señor: 

«Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada».

San Lucas 10, 38-42

domingo, 13 de julio de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Acoger el designio eterno para el que fuimos creados: que participemos del amor de Dios y lo manifestemos a los demás / Por P. José María Prats

* «Cuando el centro de la realidad se desplaza desde nosotros al corazón de Dios, empezamos a vivir en la verdad y a percibirnos como lo que en realidad somos: como hijos amados de Dios que a su vez son hermanos de otros muchos hijos amados de Dios. Este es el secreto del Buen Samaritano: él ha alcanzado una comunión tan grande con Dios, que cuando el corazón de Dios se conmueve ante el sufrimiento de alguno de sus hijos, también el suyo se estremece y acude en su auxilio»


Domingo XV del tiempo ordinario - C

Deuteronomio 30, 10-14  /  Salmo 68  /  Colosenses 1, 15-20  / San Lucas 10, 25-37

P. José María Prats / Camino Católico.-    Un autor contemporáneo, al comentar la parábola del Buen Samaritano que acabamos de proclamar, se preguntaba cuál era la diferencia fundamental entre las actitudes del sacerdote y del levita que pasaron de largo al ver a aquel pobre hombre agonizando y la del Buen Samaritano que se detuvo a socorrerle.

Y la respuesta que dio es la siguiente: Cuando el sacerdote y el levita vieron a aquel hombre apaleado se hicieron esta pregunta: “¿Qué me ocurrirá a mí si ayudo a este hombre?” Y en seguida se dieron cuenta de los enormes inconvenientes que esto supondría: llegarían tarde a su destino, no podrían atender los asuntos que tenían pendientes para ese día, tendrían que buscar y pagar una posada e incluso, mientras se entretenían con todas estas cosas, podían ser víctimas de los bandidos que habían atacado a aquel hombre.

El Buen Samaritano, en cambio, reaccionó de una manera muy distinta. En lugar de preguntarse “¿qué me ocurrirá a mí si ayudo a este hombre?”, se hizo esta otra pregunta: “¿qué le ocurrirá a este hombre si yo no le ayudo?” Es decir, en vez de pensar en sí mismo, se puso en la piel de aquel hombre agonizante, sintió como suyas aquellas heridas sangrantes y aquellos golpes brutales y se vio a sí mismo muriendo aquella misma noche. Y esta situación tan desesperada vivida como en carne propia le llevó espontáneamente a olvidarse de sus intereses y a socorrer inmediatamente a aquel hombre tan necesitado.

El sacerdote y el levita por una parte y el Buen Samaritano por otra, representan respectivamente dos modos de ver el mundo radicalmente distintos. 

En el primer caso, el punto de vista somos nosotros. Es una manera muy natural de ver las cosas pues cada uno de nosotros es un sujeto con necesidades y aspiraciones que buscan ser satisfechas y que nos llevan fácilmente a percibirnos como el centro de todo y a hacer de nuestros intereses un absoluto al que subordinamos todo lo demás. Aunque este punto de vista es muy natural y espontáneo, es evidente que no corresponde a la verdad, pues es imposible que todos seamos a la vez el centro de todo.

En el segundo caso, el punto de vista es el de Dios, que es amor, es decir, negación y donación de sí mismo. Esto es lo que hizo el Buen Samaritano: negarse a sí mismo para darse a aquel pobre hombre. En la vida real y concreta no es fácil ver las cosas de esta manera. Para ello, a menudo necesitamos pasar por una crisis personal, por un choque con la realidad que nos permita romper el duro caparazón de nuestro egocentrismo y darnos cuenta de que sólo Dios es un absoluto y que nuestra vida sólo tiene sentido en la medida en que acogemos el designio eterno para el que fuimos creados: que participemos del amor de Dios y lo manifestemos a los demás.

Cuando el centro de la realidad se desplaza desde nosotros al corazón de Dios, empezamos a  vivir en la verdad y a percibirnos como lo que en realidad somos: como hijos amados de Dios que a su vez son hermanos de otros muchos hijos amados de Dios.

Este es el secreto del Buen Samaritano: él ha alcanzado una comunión tan grande con Dios, que cuando el corazón de Dios se conmueve ante el sufrimiento de alguno de sus hijos, también el suyo se estremece y acude en su auxilio.

La vida del cristiano supone una lucha constante para ir pasando, con la ayuda de la gracia, de la actitud del sacerdote y del levita a la del Buen Samaritano.

P. José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la Ley, y para poner a prueba a Jesús, le preguntó:

«Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». 

Él le dijo: 

«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». 

Respondió: 

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». 

Díjole entonces: 

«Bien has respondido. Haz eso y vivirás».

Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: 

«Y ¿quién es mi prójimo?». 

Jesús respondió: 

«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’.

¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo».

San Lucas 10, 25-37

domingo, 6 de julio de 2025

Homilía del evangelio del domingo: El anuncio fiel del Reino de Dios encomendado por Jesús está lleno de poder, pero la única gloria debe ser la de vivir en la comunión con Dios y al servicio de su obra de salvación / Por P. José María Prats

* «Los apóstoles, como Jesús, deben entregarse por completo, pero también deben saber recibir con humildad la entrega de los demás: el anuncio del Reino, como decíamos, es una tarea coral realizada por un grupo de personas que se sostienen mutuamente. Donde sean bien recibidos, los apóstoles tienen que curar a los enfermos y decir que el Reino de Dios está cerca, pues a la paz asociada al Reino se llega a través de la sanación: sanación física, psicológica y espiritual que restablece la armonía de todas las dimensiones del ser. El ministerio apostólico es esencialmente un ministerio de sanación integral»


Domingo XIV del tiempo ordinario - C

Isaías 66, 10-14c  /  Salmo 65  /  Gálatas 6,14-18  / San Lucas 10, 1-12.17-20

P. José María Prats / Camino Católico.-  El Evangelio de hoy nos presenta la misión de los 72 apóstoles que Jesús manda por delante, de dos en dos, a los lugares donde luego piensa ir Él. Los números en la Biblia están siempre cargados de significado. En este caso, 72 representa la visita de Dios a su pueblo. 72 = 3x2x12, es decir, se envían 3 parejas (3 es el número que representa a Dios) a cada una de las 12 tribus del nuevo Israel. El motivo de enviar parejas de misioneros es bien conocido: el apóstol no transmite un mensaje subjetivo sino que da testimonio de una experiencia objetiva que ha vivido, y un testimonio sólo se consideraba válido si era refrendado al menos por dos testigos. Por otra parte, se precisa que será la presencia ulterior de Jesús la que establecerá el Reino: los apóstoles sólo preparan el terreno para que pueda ser acogido.

Jesús da a estos misioneros instrucciones precisas. En primer lugar les pide que rueguen «al dueño de la mies que mande obreros a su mies», es decir, su tarea es, sobre todo, suscitar y coordinar un grupo de personas que trabajen juntos por el Reino de Dios: todo debe hacerse desde la comunidad, que integra personas con carismas complementarios. A continuación les advierte de que los envía como corderos en medio de lobos, y les pide que no lleven talega, ni alforja, ni sandalias, y que no se detengan a saludar a nadie por el camino: los apóstoles llevan su mensaje a un mundo hostil, pero no deben poner su defensa en los bienes materiales (talega y alforja) sino en el Señor, de quien dependen por completo (era propio del siervo ir descalzo); por otra parte, su misión es tan importante que no deben distraerse con cosas ajenas a ella representadas aquí en el detenerse a saludar a la gente por el camino.

Seguidamente vienen las instrucciones concretas para la llegada a las poblaciones. Al entrar en una casa deben decir: «Paz a esta casa». La paz es el compendio del Reino de Dios: paz y armonía en la relación con Dios, con uno mismo, con los demás y con toda la creación. Deben permanecer en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan porque el obrero merece su salario, es decir, los apóstoles, como Jesús, deben entregarse por completo, pero también deben saber recibir con humildad la entrega de los demás: el anuncio del Reino, como decíamos, es una tarea coral realizada por un grupo de personas que se sostienen mutuamente. Donde sean bien recibidos, los apóstoles tienen que curar a los enfermos y decir que el Reino de Dios está cerca, pues a la paz asociada al Reino se llega a través de la sanación: sanación física, psicológica y espiritual que restablece la armonía de todas las dimensiones del ser. El ministerio apostólico es esencialmente un ministerio de sanación integral.

Los apóstoles tienen que asumir con humildad el misterio de la libertad del ser humano, que puede acoger o rechazar el anuncio de la salvación. El logro o malogro de la vocación humana está en juego: «aquel día será más llevadero para Sodoma» que para el pueblo que rechace este anuncio, pero ni el mismo Dios fuerza la voluntad del hombre.

El anuncio fiel del Reino de Dios encomendado por Jesús está lleno de poder: «os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo». Sin embargo, los apóstoles deben evitar a toda costa la tentación de envanecerse por este poder. Su única gloria debe ser la de vivir en la comunión con Dios y al servicio de su obra de salvación: «no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».  


P. José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él. Y les decía: 

«La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa.

Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: ‘Está cerca de vosotros el Reino de Dios’. Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: ‘Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el Reino de Dios’. Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo».

Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: 

«Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». 

Él les contestó: 

«Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».

San Lucas 10, 1-12.17-20

domingo, 29 de junio de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Los santos Pedro y Pablo, apóstoles, con su predicación y martirio, fundamentaron sus vidas sobre la Roca, que es Cristo / Por P. José María Prats

* «Vivimos en tiempos de persecución del evangelio, persecución por parte de un mundo que quiere sustituir el orden divino por otro orden establecido caprichosa y arbitrariamente. Como la Iglesia de Jerusalén que oraba para que San Pedro fuera liberado del poder de Herodes, también nosotros debemos orar por su sucesor, para que venza la tentación de actuar movido por ‘la carne y por la sangre’ y sea siempre para la Iglesia esa Piedra sobre la que se estrellan los embates del mal»


San Pedro y san Pablo, apóstoles

Hechos 12, 1-11  /  Salmo 33  /  2 Timoteo 4, 6-8.17-18  / San Mateo 16, 13-19

P. José María Prats / Camino Católico.-   La Iglesia celebra hoy el martirio de sus dos grandes apóstoles: Pedro, apóstol de los judíos, y Pablo, de los gentiles. Ambos son patrones de Roma. La comunidad cristiana de esta ciudad los comparó con Rómulo y Remo: éstos fundaron la ciudad sobre el Monte Palatino, aquellos la refundaron sobre la Roca, que es Cristo, con su predicación y su martirio.

San Pedro, a quien el Señor –como hemos escuchado en el evangelio– había confiado el gobierno de su Iglesia dándole poder para atar y desatar en su nombre, murió siendo obispo de Roma y, por ello, sus sucesores en esta sede, los Papas, han perpetuado a lo largo de la historia el encargo dado por el Señor.

En todas las lecturas de hoy se pone de manifiesto la debilidad del apóstol, que sólo puede llevar a cabo su misión sostenido y liberado del poder del mal por la asistencia divina. En la primera lectura San Pedro es liberado de la cárcel por el ángel del Señor antes de que Herodes lo ejecutara, y en el evangelio, Jesús le promete que, por su intercesión, «el poder del infierno no lo derrotará». Por su parte, San Pablo, en la segunda lectura, reconoce esta misma asistencia que hace posible el ministerio apostólico con estas palabras: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo.»

El apóstol, pues, ayudado por la gracia, tiene que vencerse continuamente a sí mismo y al mundo para actuar según la voluntad e inspiración divinas. En el evangelio, Jesús dice a Pedro: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.» Vemos cómo aquí Pedro ha sido totalmente dócil a la inspiración divina profesando la fe verdadera. Pero, curiosamente, muy poco después, cuando Jesús empieza a manifestar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén para vivir allí su pasión, muerte y resurrección, Pedro se opone a la voluntad de Dios dejándose llevar por «la carne y la sangre» hasta el punto de que el mismo Jesús, que acababa de darle el nombre de Piedra, lo llama ahora «Satanás».

Vivimos en tiempos de persecución del evangelio, persecución por parte de un mundo que quiere sustituir el orden divino por otro orden establecido caprichosa y arbitrariamente. Como la Iglesia de Jerusalén que oraba para que San Pedro fuera liberado del poder de Herodes, también nosotros debemos orar por su sucesor, para que venza la tentación de actuar movido por «la carne y por la sangre» y sea siempre para la Iglesia esa Piedra sobre la que se estrellan los embates del mal.

P. José María Prats


Evangelio

En aquel tiempo, llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: 

«¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». 

Ellos dijeron: 

«Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». 

Díceles Él: 

«Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». 

Simón Pedro contestó: 

«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». 

Replicando Jesús le dijo: 

«Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».

San Mateo 16, 13-19

domingo, 22 de junio de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Recibir la Sagrada Comunión es acoger a Jesús en nuestra casa para que tome plena posesión de ella, es abrazarlo con el deseo de estrechar la comunión con Él / Por P. José María Prats

* «De hecho, la conciencia del don que supone la Sagrada Comunión y el deseo de recibirla más dignamente deberían impulsarnos a acudir con frecuencia al sacramento de la reconciliación. Este amor a Jesús que se entrega y viene a habitar en nosotros debe manifestarse también en nuestras actitudes antes, durante y después de comulgar, centrando nuestra atención en la grandeza de lo que estamos viviendo, recibiendo con gran respeto y delicadeza la Sagrada Comunión y dando gracias de todo corazón por el don que se nos concede»


Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo - C

Génesis 14, 18-20 /  Salmo 109 / 1 Corintios 11, 23-26 / San Lucas 9, 11b-17 

P. José María Prats / Camino Católico.-   El tiempo ordinario que hemos iniciado tras la solemnidad de Pentecostés representa el tiempo presente, el tiempo en que la Iglesia avanza hacia la consumación del mundo guiada y sostenida por el Señor resucitado e impulsada por el Espíritu Santo.

En la celebración de hoy contemplamos y adoramos el misterio del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo con que el Señor resucitado comunica su vida a su pueblo y lo sostiene y fortalece. De hecho, el milagro de la multiplicación del pan y los peces que nos presenta el evangelio de hoy se ha interpretado siempre como una figura de la eucaristía. Los doce cestos llenados con las sobras de esa comida están destinados a las doce tribus de Israel: son el alimento espiritual del pueblo de Dios.

Sí, el Señor resucitado nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre, pero este don inefable sólo puede producir fruto en nosotros si lo acogemos debidamente. Conviene, por ello, recordar cómo debe recibirse la Sagrada Comunión.

En primer lugar hemos de tomar conciencia de lo que vamos a recibir: al mismo Jesucristo vivo y latente bajo las especies del pan y del vino. Es imposible penetrar todo el alcance de este misterio de amor, pero podemos, al menos, sumergirnos y dejarnos empapar por él a través de la adoración eucarística, que enciende en nosotros el deseo ferviente de corresponder a este amor incomparable.

Recibir la Sagrada Comunión es acoger a Jesús en nuestra casa para que tome plena posesión de ella, es abrazarlo con el deseo de estrechar la comunión con Él. Por ello no podemos recibirla si esta comunión se ha roto por un pecado grave o si nuestra vida no se ajusta a sus mandamientos como en el caso de quienes conviven maritalmente sin estar casados ante Dios. Recibirla en estas condiciones sería una contradicción, una mentira, una hipocresía; como la de quien abraza a un amigo a quien antes ha traicionado. San Pablo nos lo advierte con palabras muy severas: «Quien coma del pan y beba del cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Así pues, que cada cual se examine, y que entonces coma así del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su condenación» (1 Co 11,27-29). De hecho, la conciencia del don que supone la Sagrada Comunión y el deseo de recibirla más dignamente deberían impulsarnos a acudir con frecuencia al sacramento de la reconciliación.

Finalmente, este amor a Jesús que se entrega y viene a habitar en nosotros debe manifestarse también en nuestras actitudes antes, durante y después de comulgar, centrando nuestra atención en la grandeza de lo que estamos viviendo, recibiendo con gran respeto y delicadeza la Sagrada Comunión y dando gracias de todo corazón por el don que se nos concede. ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento!

P. José María Prats

 

Evangelio

En aquel tiempo, Jesús les hablaba acerca del Reino de Dios, y curaba a los que tenían necesidad de ser curados. Pero el día había comenzado a declinar, y acercándose los Doce, le dijeron: 

«Despide a la gente para que vayan a los pueblos y aldeas del contorno y busquen alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado». 

Él les dijo: 

«Dadles vosotros de comer». 

Pero ellos respondieron: 

«No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente».

Pues había como cinco mil hombres. Él dijo a sus discípulos: 

«Haced que se acomoden por grupos de unos cincuenta». 

Hicieron acomodarse a todos. Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente. Comieron todos hasta saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce canastos.

San Lucas 9, 11b-17

domingo, 8 de junio de 2025

Homilía del evangelio del Domingo: Si el Espíritu de Dios no habita en nosotros tenemos vida natural, biológica, pero no vida espiritual, incorruptible y eterna / Por P. José María Prats

 

* «El Espíritu Santo es, pues, el que nos comunica la vida espiritual, el que nos hace participar de la vida eterna de Dios y de su amor. Si el Espíritu de Dios no habita en nosotros tenemos vida natural, biológica, pero no vida espiritual, incorruptible y eterna. Es muy importante tener esto en cuenta, porque hoy muchos quieren reducir la fe cristiana a “valores cristianos” prescindiendo del Espíritu»


Domingo de Pentecostés 

Hechos 2, 1-11  /  Salmo 103  /  1 Corintios 12, 3b-7.12-13  / San Juan 20, 19-23

P. José María Prats / Camino Católico.- La escena del evangelio de hoy en que Jesús sopla su Espíritu sobre sus discípulos evoca el relato de la creación, donde «Dios modeló al hombre del polvo del suelo y sopló en su nariz aliento de vida» (Gn 2,7). Este simbolismo nos indica que con la efusión del Espíritu Santo, la vida espiritual perdida por el pecado regresa de nuevo al hombre reconciliado con Dios por el sacrificio de Cristo.

En la primera lectura vemos cómo el Espíritu dinamiza la Iglesia naciente confiriéndole los dones y carismas que necesita para dar a conocer al mundo el evangelio. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo las personas que han recibido al Espíritu Santo empiezan a formar comunidades donde se vive en el amor, compartiendo los bienes, orando y celebrando juntos la eucaristía.

El Espíritu Santo es, pues, el que nos comunica la vida espiritual, el que nos hace participar de la vida eterna de Dios y de su amor. Si el Espíritu de Dios no habita en nosotros tenemos vida natural, biológica, pero no vida espiritual, incorruptible y eterna.

Es muy importante tener esto en cuenta, porque hoy muchos quieren reducir la fe cristiana a “valores cristianos” prescindiendo del Espíritu, que se alimenta de la oración, la Palabra de Dios, la celebración de la eucaristía... Lo importante y auténtico –dicen ellos– es “vivir con valores”. Es un error tremendo que nos lleva a la ruina moral y espiritual, porque la vida santa, la vida justa y virtuosa, no es la que contempla embelesada unos valores ideales sino la que, con el poder del Espíritu Santo, los convierte cada día en realidad.

Para entender el fenómeno de Pentecostés es importante notar que los judíos celebraban en ese día la entrega de la Ley a Moisés, una ley externa, escrita en tablas de piedra, que el pueblo era incapaz de cumplir (en el mismo momento de recibirla estaban ya adorando un becerro de oro). Lo que ocurre en Jerusalén el día de Pentecostés, según hemos escuchado en la primera lectura, supone la plenitud de lo que ocurrió en el Sinaí: en medio de fuego y de un estruendo como de un viento impetuoso, desciende el Espíritu Santo para escribir en lo más íntimo del corazón –no en tablas de piedra– la Ley que Jesucristo ha llevado a su plenitud, comunicándonos el poder para cumplirla. 

Recibimos al Espíritu Santo por la fe en Jesucristo y el bautismo. Y esta llama del Espíritu se mantiene y acrecienta por la oración, la acogida de la Palabra de Dios y los sacramentos. Si dejamos de alimentarla nos quedamos secos, sin vida espiritual, sin poder: «en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,53). Regresamos entonces a la situación del Antiguo Testamento: deseamos vivir según unos ideales –los valores– pero no tenemos el poder para hacerlo. Y en estas, nos acaba ocurriendo lo que dice el refrán: “Si no vives como piensas, acabarás pensando como vives”. Después de décadas “educando en valores” y prescindiendo de la fe, la Palabra y los sacramentos, hemos entrado en la fase siguiente, la de cambiar los valores. Así, el crimen del aborto se convierte en “derecho de la mujer”, la eutanasia en “muerte digna”, el matrimonio en contrato temporal de convivencia y la antropología cristiana es substituida por la ideología de género.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía, Señor, a tu Espíritu y renueva la faz de la tierra.



P. José María Prats

Evangelio

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: 

«La paz con vosotros». 

Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez:

«La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». 

Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 

«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

San Juan 20, 19-23