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sábado, 18 de octubre de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Orar siempre sin desfallecer / Por P. José María Prats

* «La oración actualiza en cada momento la íntima comunión con Cristo establecida en la eucaristía y sin ella la vida espiritual desaparece… La llamada oración del corazón u oración de Jesús repite incesantemente la oración de los ciegos del evangelio: ‘Señor Jesús, ten piedad de mí’. El nombre de Jesús invocado sin cesar como salvador en el corazón del orante actúa como cargas de profundidad que destruyen todo poder enemigo, disipan toda tiniebla y transfiguran a la persona»

Domingo XXIX del tiempo ordinario - C

Éxodo 17, 8-13 / Salmo 120 / 2 Timoteo 3, 14-4,2 / San Lucas 18, 1-8 


P. José María Prats / Camino Católico.-  Las lecturas de hoy nos hablan de la importancia de la perseverancia en la oración. La primera lectura cuenta cómo cuando Moisés mantenía las manos alzadas en oración en la cima del monte Sinaí, Israel vencía en la batalla contra los amalecitas y cuando, cansado, las bajaba, vencían sus enemigos. La interpretación espiritual de este pasaje es evidente: las fuerzas del mal –nuestros enemigos– son muy superiores a nosotros y sólo podemos vencerlas invocando incesantemente el auxilio del Señor, que es la única fuerza que está por encima de ellas.

El evangelio vuelve a insistir en la importancia de la perseverancia: «pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?». La clave está en el «día y noche», en la constancia.

La comparación con la fisiología humana nos puede ayudar a entender el papel de la oración en la vida espiritual. La energía que necesita nuestro cuerpo para realizar sus funciones está contenida en los alimentos que tomamos, pero se libera en cada momento por la combustión que se realiza en la respiración. Por mucho que hayamos comido, si dejamos de respirar nos quedamos sin energía y perecemos. De modo análogo, el alimento que sostiene la vida espiritual es la eucaristía y su energía se libera por la oración. La oración actualiza en cada momento la íntima comunión con Cristo establecida en la eucaristía y sin ella la vida espiritual desaparece.

La tradición monástica, muy especialmente, se hizo eco desde el principio de esta invitación del Señor a «orar siempre sin desfallecer». Los monjes no sólo rezaban las horas canónicas, sino que cuando salían a trabajar tomaban algún versículo de los Salmos o de otros libros de la Escritura y lo iban repitiendo sin cesar introduciendo así el poder transformador de la Palabra de Dios en su corazón. Este espíritu se desarrolló especialmente en la tradición hesicasta del monaquismo oriental con la llamada oración del corazón u oración de Jesús, que repite incesantemente la oración de los ciegos del evangelio: «Señor Jesús, ten piedad de mí». El nombre de Jesús invocado sin cesar como salvador en el corazón del orante actúa como cargas de profundidad que destruyen todo poder enemigo, disipan toda tiniebla y transfiguran a la persona. Algunos monjes orientales dicen haber recibido el don de la oración ininterrumpida por el cual esta oración se instala de un modo misterioso en el corazón.

En cualquier caso, esta oración sencilla y meditativa enraizada en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia parece especialmente adecuada para estos tiempos tan ajetreados en que andamos tan dispersos, incapaces de recoger nuestra atención. No se trata, pues, de articular largas oraciones, sino de invocar constantemente la presencia del que es la Luz del Mundo para que tome posesión de nuestro corazón, disipe nuestras tinieblas y venza sobre nuestros enemigos como Israel venció sobre los amalecitas en Rafidín gracias a la oración incesante de Moisés.

P. José María Prats


Evangelio:  

En aquel tiempo, Jesús les decía una parábola para inculcarles que es preciso orar siempre sin desfallecer. 

«Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: ‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’. Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme’».

Dijo, pues, el Señor: 

«Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?».

San Lucas 18, 1-8

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