* «Somos imagen del Dios Uno y Trino y, como tales, estamos llamados a reproducir en nuestras relaciones humanas la comunión en el amor de las tres personas divinas. Ésta es nuestra verdad, la esencia más profunda de nuestro ser; y si no vivimos en esta verdad, perecemos»
Domingo XXVI del tiempo ordinario - C
Amós 6, 1a.4-7 / Salmo 145 / 1 Timoteo 6, 11-16 / San Lucas 16, 19-31
P. José María Prats / Camino Católico.- Las lecturas de hoy tratan nuevamente el tema de la justicia social. Amós denuncia a los ricos, que acallan su conciencia con el culto que dan al Señor en el monte Sión de Judea o en el monte Garizín de Samaria, pero viven envueltos en lujos y placeres «sin dolerse del desastre de José», es decir, de la miseria en que vive la mayor parte de los habitantes del reino del Norte.
En el evangelio, el hombre rico muestra esta misma indiferencia vistiéndose de púrpura y lino y banqueteando todos los días mientras el pobre Lázaro se muere de hambre en su portal.
En ambos casos, esta actitud lleva al sufrimiento y a la ruina personal y social. El reino del Norte fue destruido por los asirios en el año 722 a. C. y su aristocracia, deportada («encabezarán la cuerda de cautivos y se acabará la orgía de los disolutos»); y el hombre rico acabó en el infierno en medio de tormentos.
Isaías nos da una clave importante para entender el sentido de la solidaridad humana cuando dice: «no te cierres a tu propia carne» (Is 58,7). Los demás son, pues, parte de nosotros mismos, «hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne» (Gn 2,23), y cuando ignoramos el sufrimiento ajeno, estamos descuidando nuestra propia carne y destruyéndonos a nosotros mismos.
Somos imagen del Dios Uno y Trino y, como tales, estamos llamados a reproducir en nuestras relaciones humanas la comunión en el amor de las tres personas divinas. Ésta es nuestra verdad, la esencia más profunda de nuestro ser; y si no vivimos en esta verdad, perecemos.
Como nos dice el evangelio, la motivación para vivir la solidaridad no debe nacer de amenazas o miedos de condenación, sino del deseo de vivir en la verdad, esa verdad que está inscrita en nuestro corazón y que Dios mismo nos ha revelado con toda claridad. No se trata, pues, de que resucite un muerto para que nos advierta de las consecuencias terribles del egoísmo, sino de que atendamos a la palabra de Dios transmitida por mediación de Moisés y los profetas.
A menudo, cuando nos planteamos cómo ser más solidarios y promover la justicia social, pensamos en realizar algún voluntariado o en hacer un donativo a una institución caritativa. Y esto está muy bien, pero hemos de evitar pensar que sólo somos solidarios cuando hacemos estas cosas. El fundamento de la solidaridad está en la santidad de vida, en la pureza de la mirada que es capaz de reconocer «la propia carne» en cada ser humano, en disciplinarse y vivir el trabajo como servicio y entrega a los demás, en pagar los impuestos que toca, en vivir austeramente... en definitiva: en escuchar a Moisés y a los profetas.
P. José María Prats
Evangelio:
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros’.
Replicó: ‘Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento’. Díjole Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».
San Lucas 16, 19-31
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