Camino Católico

Mi foto
Queremos que conozcas el Amor de Dios y para ello te proponemos enseñanzas, testimonios, videos, oraciones y todo lo necesario para vivir tu vida poniendo en el centro a Jesucristo.

Elige tu idioma

Síguenos en el canal de Camino Católico en WhatsApp para no perderte nada pinchando en la imagen:

miércoles, 17 de septiembre de 2025

Edgar Mares: «Me acosaban en la escuela, me echaron dos veces de casa, a los 17 años toqué fondo, oré pidiéndole a Dios que acabara con mi dolor y experimenté su profundo amor, misericordia y perdón»

Edgar Mares tocó fondo, a los 17 años: se sentía completamente inútil, infeliz, vacío y solo. Y sin embargo, fue en esa oscuridad que Dios irrumpió y lo transformó

* «En una conferencia juvenil, en momentos de adoración y oración, experimenté una profunda y personal sensación del amor, la misericordia y el perdón de Dios. Poco a poco, mi corazón se ablandó. El vacío, los sentimientos de inutilidad y el dolor emocional que había cargado durante tanto tiempo comenzaron a llenarse con el amor incondicional de Dios. Desde ese momento, decidí hacer de Cristo el centro de mi vida y vivir para Él; una decisión que lo cambió todo… Decir "sí" al amor de Dios una vez puede cambiarlo todo. Pero seguir diciendo "sí" cada día es lo que permite que su gracia arraigue en nuestras vidas y crezca, ayudándonos a ser fieles a los planes que tiene para nosotros. Esa es la invitación que nos ofrece a cada uno: acoger su amor en un momento determinado y acogerlo una y otra vez cada día. Ese es el camino hacia la plenitud de vida que promete: una vida de alegría incluso en medio del dolor» 

Camino Católico.- “En mi adolescencia me sentía solo, sin amor y enojado. Mi odio y rebeldía se intensificaron. Me acosaban en la escuela. Con el tiempo, las cosas empeoraron tanto que mis padres no supieron cómo tratarme; me echaron de casa dos veces”, relata el joven Edgar Mares.

“A los 17 años, toqué fondo. Ya no quería vivir. Aunque no tenía una relación con Dios ni intenté suicidarme, recuerdo haber orado una noche, pidiéndole a Dios que acabara con mi dolor, porque ya no podía soportarlo. A pesar de perseguir las cosas que el mundo prometía que me llenarían, me sentía completamente inútil, infeliz, vacío y solo. Y sin embargo, fue en esa oscuridad que Dios irrumpió”. Cuenta su conversión en primera persona en Denver Catholic, el peródico de la Archidiócesis de Denver. Esta es su historia:

Expulsado, derrotado y aún amado por Dios: El viaje de Edgar de la desesperación al discipulado

Crecí como católico de cuna, pero no asistí a la iglesia con regularidad hasta que mi padre, que en su día fue un alcohólico con problemas, tuvo una conversión radical. Cuando nos mudamos a Estados Unidos en marzo de 2003, empezó a llevar a nuestra familia a misa y a un grupo de oración semanal. A pesar de sus buenas intenciones, permanecí indiferente. Sentía que la iglesia era una obligación e irrelevante. No entendía por qué debía importar, y me resistía, saltándome el grupo de oración para jugar afuera o irme del todo siempre que podía.

A medida que fui creciendo, sobre todo en mi adolescencia, luché con la sensación de que nadie se preocupaba de verdad por mí, ni siquiera mis padres. Parecía que solo exigían la perfección y me castigaban cuando inevitablemente fallaba, lo cual ocurría la mayor parte del tiempo. Mirando hacia atrás ahora, veo que mi percepción no era del todo justa, pero en aquel momento, parecía muy real. No podía comprender cómo Dios podía amarme si ni siquiera mis padres parecían amarme.

La distancia emocional, la presión, la falta de amistad o apoyo verdaderos y el abrumador desafío de adaptarme a una nueva cultura e idioma empezaron a pesarme. Me sentía solo, sin amor y enojado. Mi odio y rebeldía se intensificaron. Me golpeaban en casa y me acosaban en la escuela. Con el tiempo, las cosas empeoraron tanto que mis padres no supieron cómo tratarme; me echaron de casa dos veces.

A los 17 años, toqué fondo. Ya no quería vivir. Aunque no tenía una relación con Dios ni intenté suicidarme, recuerdo haber orado una noche, pidiéndole a Dios que acabara con mi dolor, porque ya no podía soportarlo. A pesar de perseguir las cosas que el mundo prometía que me llenarían, me sentía completamente inútil, infeliz, vacío y solo.

Y sin embargo, fue en esa oscuridad que Dios irrumpió.

Para entonces, gracias a su gracia, ya había empezado a asistir al grupo de jóvenes de mi parroquia, aunque no con mucha voluntad. Ese verano, después de mi tercer año de preparatoria, todo cambió. Asistí a una conferencia juvenil organizada por la Diócesis de Monterey, California, y experimenté el profundo amor, la misericordia y el perdón de Dios como nunca antes, a través de las charlas, la convivencia y, especialmente, durante la Adoración al Santísimo Sacramento.

En momentos de adoración y oración, experimenté una profunda y personal sensación del amor, la misericordia y el perdón de Dios. Poco a poco, mi corazón se ablandó. El vacío, los sentimientos de inutilidad y el dolor emocional que había cargado durante tanto tiempo comenzaron a llenarse con el amor incondicional de Dios. Desde ese momento, decidí hacer de Cristo el centro de mi vida y vivir para Él; una decisión que lo cambió todo.

Cuando regresé a casa después de la conferencia, borré toda la música que moldeó mi mente y que no se alineaba con mi nuevo compromiso con Dios. Empecé a cambiar mi forma de hablar, actuar e incluso vestir. La gente se dio cuenta y se sorprendió, especialmente mis padres. Pero la mayor transformación no fue lo que abandoné. Fue lo que empecé a abrazar: comencé a orar y leer las Escrituras a diario y a ayunar dos o tres veces por semana. Estas disciplinas, especialmente el ayuno, me ayudaron a superar pecados profundamente arraigados en mi vida. Recuerdo que mi madre me decía: «La oración y el ayuno juntos son algo poderoso». Lo tomé en serio, y resultó ser cierto.

Todo lo que siempre me habían dicho sobre el amor de Dios finalmente cobró sentido, no porque lo hubiera escuchado de nuevo, sino porque lo experimenté. Ese encuentro con su amor marcó un nuevo rumbo en mi vida. Este es el poder del amor y la misericordia de Dios cuando le abrimos el corazón.

Aun así, me he dado cuenta de que una sola experiencia poderosa, por muy transformadora que sea, no basta para sanar todas nuestras heridas ni romper todos nuestros hábitos. Ese momento le dio un nuevo rumbo a mi vida, pero los encuentros diarios y constantes con Dios —a través de la oración, las Escrituras y la Adoración— me han ayudado a mantener el rumbo, a pesar de los reveses y las tentaciones.

Decir "sí" al amor de Dios una vez puede cambiarlo todo. Pero seguir diciendo "sí" cada día es lo que permite que su gracia arraigue en nuestras vidas y crezca, ayudándonos a ser fieles a los planes que tiene para nosotros. Esa es la invitación que nos ofrece a cada uno: acoger su amor en un momento determinado y acogerlo una y otra vez cada día. Ese es el camino hacia la plenitud de vida que promete: una vida de alegría incluso en medio del dolor.

La buena noticia es que no tenemos que recorrer ese camino solos. Dios siempre está con nosotros, ofreciéndonos su fuerza y ​​gracia. No estás solo. Él está a la puerta y llama, esperando pacientemente.

¿Cómo responderás? ¿Le abrirás la puerta de tu corazón?

Edgar Mares

No hay comentarios:

Publicar un comentario