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martes, 4 de septiembre de 2007

Testimonio de la conversión de un médico abortista brasileño


La estación de radio Rainha da Paz transmitió recientemente el testimonio de un médico brasileño que se dedicaba a realizar abortos y que cayó en la cuenta de sus crímenes cuando su propia hija murió al intentar abortar. Éstas son sus palabras:

«Mi madre era una simple costurera que trabajaba hasta las madrugadas para ayudar a mi padre. Mi padre era una guardia nocturno. Por eso se pueden imaginar el sacrificio que hicieron para tener un hijo médico. Luego escogí la ginecología y la obstetricia.

«Entre las mayores dificultades enfrentadas como médico recién formado, choqué con la realidad de lo que es mi profesión. En un largo tiempo los médicos se vuelven ricos, y yo quería más, quería enriquecerme y tener más dinero. Fue así como violé el juramento que hice cuando me formaba para dar la vida, para salvar la vida. Ayudé a muchos niños a venir al mundo, pero también a muchos de ellos no les permití nacer y me enriquecí escondido tras la máscara de la vitalidad.

«Puse un consultorio que en poco tiempo se convirtió en el más visitado de la región. ¿Y saben qué es lo que hacía? Abortos. Y, como todos los que cometen el crimen, me decía a mí mismo que todas las mujeres tienen el derecho de escoger y que era mejor que fueran ayudadas por un médico para no correr los riesgos de ir a una clínica clandestina donde los índices de muertes son alarmantes.

«Y fue así, en un ciego e inhumano oficio de medicina, que construí una familia con muchos bienes, muy rica, a la que nada le faltaba. Mis padres murieron con la ilusión de que su hijo era un doctor bien logrado, exitoso. Crié a mis hijas con el dinero manchado con la sangre de inocentes y fui el más despreciable de los humanos. Mis manos, que debieron ser bendecidas para la vida, trabajaron para la muerte.

«Sólo paré cuando Dios, en su sabiduría infinita, rasgó mi conciencia e hizo sangrar a mi corazón con la misma sangre de todos los inocentes que no dejé nacer. Mi hija menor, Leticia, dejó de respirar por una infección generalizada luego de haberse sometido a un aborto. Ella, de 23 años de edad, salió embarazada y buscó el mismo camino de tantas otras que me fueron a buscar: el camino del aborto. Y sólo supe de esto cuando ya nada se podía hacer. Al lado del lecho de muerte de mi hija vi las lágrimas de todos esos angelitos que yo maté. Mientras ella esperaba la muerte, yo agonizaba junto a ella. Fueron seis días de sufrimiento para que, en el séptimo, ella partiese hacia el encuentro con su hijo, al cual un médico asesino le impidió nacer.

«Cansado por las noches que pasé al lado de mi hija, yo soñé que andaba por un lugar absolutamente oscuro y muy húmedo, en el que quería respirar pero no podía. Yo quería salir desesperadamente, pero fui envuelto por un lugar en donde el estruendo me dejaba atónito. Eran los llantos dolidos de los niños que, como si un rayo me cortase por la mitad, veía en mi entendimiento: los llantos eran de dolor, eran los lamentos de los angelitos que yo no dejé nacer. Era la triste consecuencia de mis actos sin pensar, esos llantos que gritaban: ¡Asesino!, ¡Asesino!

«Asustado para salir de aquel lugar, pasé mi mano por mi rostro para secar mi sudor, ¡y mis manos se mancharon de sangre! Aterrorizado grité con toda la fuerza que me quedaba un pedido de perdón: ¡Dios me perdone! Sólo así logré respirar nuevamente y me acordé de que era tiempo de acoger y valorar el último respiro de mi hija, que murió por las consecuencias de la infección que le produjco el aborto.

«Dios me hizo entender que a partir del momento de la fecundación del óvulo existe vida, por lo que entendí que soy un asesino. No sé si algún día Dios me va a perdonar, pero para restar mi culpa y mi dolor vendí mi consultorio y todos los bienes que conseguí con la práctica del aborto; con ese dinero construí una casa de amparo para madres solteras, y me dedico hoy a atender y practicar ¡una medicina de verdad!

«Hoy soy médico de los pobres, de los desamparados y desvalidos, y los niños que vienen al mundo a través de mis manos son hijos que adopto pues sé que tengo una sola misión: traer la vida al mundo y dar condiciones para que los niños tengan un lugar feliz donde el padre es Jesús. Recen por mí, recen para que Dios tenga piedad de mí y me perdone, porque tengo la seguridad de que participaré del juicio final».

Natividad de la Santísima Virgen / Autora: Carmen Enriquez de Salamanca



La fiesta de la Natividad de María
se celebra el 8 de septiembre.




Al nacer María, la linda hija de dos israelitas estériles, llegó al mundo la "luz", aquella que se había ocultado en el jardín de las Delicias.

Traía la niña un mensaje de "redención" que no guardaría oculto en su alma. Ella lo había de depositar en Aquel a quien después le diera la vida.

La lglesia quiso destacar en la lista de sus conmemoraciones la festividad del nacimiento de María. Y fue instituida la fiesta para recordar a los cristianos la singular predestinación de la Madre del Salvador. María anunció al mundo un nuevo gozo y en la liturgia del día, en el himnario de maitines, se exclama: "Nace María, salud de los creyentes, y su nacimiento es verdaderamente salvación de los que nacen".

El día 8 de septiembre el santoral nos habla de la entrada de la Virgen en el mundo y en nosotros se despierta una gran curiosidad, razonable, al fin y al cabo, por saber detalles de su nacimiento.

Los evangelistas, de quien María fue su guía, nada dicen en concreto de la Natividad. Cristo absorbió toda su preocupación. Dando a conocer al Hijo, de rechazo, dieron a conocer a la Madre. Sólo nos cuentan pasajes y divagaciones de este día glorioso los evangelios apócrifos, sobre todo el Protoevangelio de Santiago, uno de los libros de más difusión en los primeros siglos del cristianismo. Más tarde hacen estudios acerca de este punto San Epifanio San Juan Damasceno, San Germán de Constantinopla, San Anselmo, San Eutimio, patriarca de Constantinopla, y todos los teólogos medievales, así como los santos y mariólogos de los siglos más cercanos.

Pero los evangelios canónicos guardan "silencio". "Silencio" alrededor de Ella. Dios ha comenzado la obra, Él la terminará. Ese será en todo momento el "sello" de la Virgen. La Madre de la "palabra eterna" nació en el "silencio".

No obstante, algo se sabe por lo que la tradición nos va conservando.

¿Quiénes fueron sus padres? —Nació de Joaquín y Ana, dos israelitas ancianos. Fue de sangre real y de estirpe sacerdotal, así lo repite la antífona de la misa de la Natividad.

Ana era hija del sacerdote Mathan y de María. Tenía dos hermanas: María, que se caso en Belén y dio a luz a Salomé, y Sobe, que engendró a Isabel, la madre del Bautista.

Algunas narraciones afirman que los padres de María eran ricos y poderosos, como correspondería al linaje de los hijos de David. Según narra el Protoevangelio, Joaquín era rico y pagaba duplicados los impuestos de la ley. Mas esta afirmación de su desahogo económico no parece probable teniendo en cuenta que aquella estirpe regia se había sumergido en una existencia obscura y no quedaban del solar de Belén, patria de David, ni restos de grandeza. Sus habitantes se habían diseminado por la Judea y la Galilea, en donde buscaron medios propios de vida. David, muerto desde hacia nueve siglos, había dejado muchos hijos que se repartieron todo. Su gloria era casi únicamente la promesa del Mesías.

Según consta en los evangelios canónicos, María perteneció a la estirpe de David y tenía como antepasados a Leví y Aarón. Conforme a la bendición que Jacob hizo a Judá, la "flor" saldría de esta familia reducida, pero regia, pues Joaquín venía de Barpanther. descendiente de Natham.

No puede apoyarse la opinión de los escritores apócrifos que afirman que los padres de la Virgen no eran sólo ricos, sino opulentos y hasta aseguran que sus ascendientes rigieron toda la Palestina. Eran pobres, porque de lo contrario no hubieran consentido que su hija se casase con un artesano. Después de casada, María no tuvo medios de fortuna; vivió del trabajo de su esposo, que era carpintero. Tampoco encontraron albergue en Belén la noche de su llegada, con ocasión del empadronamiento, porque no tenían amigos ni siquiera medianamente acomodados a los que acudir, cosa que hubiesen aceptado dados los momentos especiales por los que Ella pasaba.

Joaquín y Ana fueron los padres de María, y la genealogía, basada en registros públicos conservados en Jerusalén, que San Lucas inserta en su evangelio (3, 23-38), parece ser la de María, así como la que ofrece San Mateo (1, 1-17) corresponde a San José, como cabeza de familia.

Dice San Juan Evangelista que la Virgen tuvo una hermana, que permaneció junto a Ella en la cruz. Se llamaba María y era esposa de Cleofás. Otros autores hablan de que no era hermana carnal sino política, o porque Cleofás era hermano de San José, o porque ella misma era hermana de San José. Además, resulta raro que las dos llevaran el mismo nombre.

Algunos autores estudian los nombres de Joaquín y Ana y aseguran que no eran los verdaderos, sino que fueron simbólicos. Mas la tradición afirma que eran sus verdaderos nombres y que Ana quiere decir "gracia" y Joaquín "preparación del Señor".

Se distinguieron los padres de la Virgen por su piedad y santidad de vida. Dada su misión, convenía que floreciesen en toda clase de virtudes y así lo fue en realidad. La conducta integra de estos esposos destacaría, aún más, en aquellos momentos en que Israel era un centro de corrupción y escándalo. El reinado de Herodes llevó un sello de depravación y falta de piedad hasta en los ambientes judíos,

El matrimonio vivía feliz, con una sola pena, la de carecer de hijos, bendición de un hogar israelita. Cuenta la tradición que Joaquín fue rechazado del templo cuando presentaba su ofrenda y sólo a causa de su esterilidad. El judío Rubén se enfrentó con él y le dijo: "Tú no tienes derecho a presentarte el primero en el templo con tus ofrendas, puesto que no has producido retoño de Israel". Consultó Joaquín los "anales de las doce tribus" y se cercioró de que desde Abraham todos los justos de Israel habían tenido sucesión. Se retiró al desierto con el corazón oprimido y allí le consoló un ángel con la divina promesa de una hija maravillosa.

También Santa Ana vivía triste; todo cuanto se presentaba a sus ojos con fecundidad le hacía pensar en su ultraje; hasta que un día el ángel del Señor le dijo: "Ana, Ana; el Señor ha escuchado tus ruegos; concebirás y darás a luz y en todo el mundo se hablará de tu descendencia". Ana respondió: "Por la vida de mi Dios y Señor, lo que yo tuviere, sea un hijo o una hija, lo entregaré en ofrenda al Señor mío Dios".

Estas versiones parecen verosímiles, dice San Juan Damasceno, "porque no iba a faltarle a la Virgen una prerrogativa de la que disfrutaron muchos santos antes de su nacimiento, entre ellos el mismo precursor San Juan Bautista".

Así quedaba palpable el que María había sido engendrada por la gracia celestial, que ayudaba a la naturaleza impotente, y con un milagro se iniciaban todos los que más tarde iban a sucederle.

¿Cómo fue concebida? —Natural y prodigiosamente. Esto último por haber sido concebida de hombre anciano y de mujer estéril.

Fue concebida como lo hubieran sido los hijos en el estado de inocencia, esto es, sin movimiento de la concupiscencia, y nació como hubieran nacido los hijos en dicho estado, es decir, sin que su madre sintiera los dolores del parto, los cuales, aunque naturales en sí, fueron pena del pecado. Dios, en el estado felicísimo en que crió a nuestros primeros padres, eximió a Eva de tales dolores, exención que perdió para si y para todos sus descendientes al infringir la Ley divina.

Por lo que respecta a los padres de la Virgen, estaba muerta en ellos la voluptuosidad y usaron del matrimonio movidos de amor de Dios y no de la concupiscencia, y agrega en su libro Santa Brígida: "porque mejor hubieran querido morir que usar del matrimonio con amor carnal".

San Bernardo, en su Tratado de María, centra bien el problema y afirma: "Hay que rechazar el que la Virgen fue engendrada con un ósculo de paz —como quieren asegurar algunos— y no por cópula conyugal. Nadie diga esto porque sería inaudito".

María era hija de Adán. —Convenía que trajera, por generación, origen de Adán para que pudiera decirse que el Hijo de Dios era de condición humana.

Si María hubiera nacido de madre virgen, podría decirse que la suya no era carne humana, sino cosa diferente, y sería difícil probar la Humanidad de Jesús.

Santa Ana no fue virgen. Su concepción tuvo lugar por generación seminal. Se realizó mediante el concurso de hombre y mujer.

¿Y la sombra fecundante del Espíritu Santo? —Vino después a Ella, pero no con Ella.

En el origen del mundo, según dice el Génesis (1, 2). "El espíritu de Dios se movía en las aguas, las fecundaba y proporcionaba las simientes". Lenguaje solemne que refleja la grandeza de la obra que iba a cumplirse: la Creación. Esa sombra fecundante, ese espíritu de Dios actuará de nuevo. Sólo espera escuchar un "sí", el de la Niña que ahora nace, y comenzará otra gran obra: la Redención.

¿Cómo nació? —El nacimiento de María fue proporcionado a su concepción. Nació de una manera natural, en cuanto a lo substancial del nacimiento, y de una manera prodigiosa, en cuanto a ciertas circunstancias.

María quedó sujeta en su nacimiento a la ley natural. El momento quiere expresarlo Santo Tomás de Aquino en la Mística Ciudad de Dios (II n. 325) con estas palabras: "Santa Ana, postrada en oración, pidió al Señor la asistiese con su gracia y protección para el buen suceso de su parto. Sintió luego un movimiento en el vientre, que es el natural de las criaturas para salir a la luz. Y la dichosa niña María al mismo tiempo fue arrebatada por providencia y virtud divina, en un éxtasis altísimo, en el cual, absorta, abstraída de todas las operaciones sensitivas, nació al mundo sin percibirlo por el sentido, como pudiera conocerlo por ellos si, junto con el uso de razón que tenía, los dejaran obrar naturalmente en aquella hora. Pero el poder del muy alto lo dispuso de esta forma para que la Princesa del cielo no sintiese la naturaleza de aquel suceso del parto".

La bienaventurada Virgen no proporcionó dolor alguno a Santa Ana en el momento de nacer. No puede imaginarse que aquel nacimiento que había de llenar de alegría y gozo a todo el mundo empezase con el dolor de una madre. Y así, en este caso de la venida de esta Niña Redentora, Dios derogó la pena impuesta a la mujer.

El gran amante de María, San Bernardo, quiere convencernos de esta posibilidad recordando que si algunos santos nacieron sin causar dolor a su madre, ¿cómo no es de creer que esta gracia se le otorgase a la Santísima Virgen? (Trat. de la Virgen 2).

Reconstruyendo la escena del nacimiento saltan hasta nosotros estos momentos de inmensa alegría. ¡Qué gozo tomar entre los brazos el cuerpecito de María! Debió ser inefable encontrarse con Ella hecha carne. Los ancianos padres llorarían de dicha. Esta Niña, que se parece físicamente a las otras, que aparentemente es incapaz de hablar y casi de abrir los ojos, que sólo sonríe dulcemente, es la madre del Mesías, del Salvador del mundo. Lo que aquellos ancianos saben es que es la hija de la promesa", y Ana sobre todo se siente orgullosa de recoger aquel fruto que también la hace grande a ella a los ojos de su Señor.

Su nacimiento, el más grande de la historia de todos los siglos, se ha realizado con la sencillez y ternura que acompañara su vida.

Su cuerpo fue perfecto. —Fue creada con la perfección natural, con aquélla con la que pudieron nacer los hijos inocentes de Adán. Por lo tanto nació con la perfección de sus órganos.

Santo Tomás dice que "a nadie le parecerá peregrino que se afirme que si Ella no empezó a hablar inmediatamente después de nacer y a usar de todos sus órganos corporales, manifestándose como una criatura que gozaba del uso perfecto de todas las potencias, fue porque era providencia divina que apareciese ante los hombres, al menos por entonces, como criatura ordinaria".

Un cuerpo proporcionado en sus miembros debía acompañar a un alma perfectísima. Aquella Niña era hermosa. Sus facciones proporcionadas y su cuerpo bello. Si Jesús, según canta el salmista, "fue el más hermoso de los hijos de los hombres", ¿por qué no admitir lo mismo en favor de su Madre? De la extraordinaria belleza de Jesús es lógico deducir la extraordinaria belleza de María. "No hay duda —dice H. San Víctor— de que el fuego del amor divino, allá donde Ella intervenía, se manifestase en todo su exterior de modo que, poseyendo una pureza angelical, angelical era también su rostro".

Su alma fue perfecta. —Desde que nació tuvo uso de razón y plena libertad.

Si Dios no ha negado a la Santísima Virgen gracia alguna de las que ha concedido a las criaturas, no puede negarse que María tuvo uso de razón y libre albedrío desde el instante de su concepción. Dotada de tal facultad adquirió inmediatamente el conocimiento de Dios, y por tanto, con un simple deseo de su albedrío se lanzó con todo el afecto de su corazón hacia Él, cumpliendo un acto perfectísimo de amor. De este modo, mediante su acción personal, se dispuso a su propia santificación.

El Evangelio nos habla de este uso de razón en el Bautista. Y si a él se lo dio, ¿le negaría Dios algo que le era debido a su dignidad? ¿Permitiría que su Madre fuese inconsciente de lo que el Altísimo obra en Ella? ¿No es lógico que desde el primer instante se ofreciese a Dios como corredentora?

Plenitud de gracias en el instante de su concepción. —Dios al crearla olvida la medida.

Si la Santísima Virgen tuvo el uso de razón y la libertad desde el momento de su concepción, es lógico que tuviera ciencia y, lo que es todavía mejor, que en ocasiones tuviera visión beatífica.

Hay muchas opiniones sobre esta visión beatífica, pero coinciden los teólogos en que le fue concedida varias veces: al nacer, en la Encarnación, y en la Resurrección de Jesús.

En cuanto a la ciencia infusa per se, le fue dada de una manera habitual y permanente. Así se explica que desde que nació y durante toda su infancia tuvo uso de razón acerca de las cosas divinas; que su alma desde su creación no interrumpiese sus actos de amor de Dios, y que aún durante el sueño tuviese altísima contemplación.

También tuvo ciencia infusa per accidens, que es perfeccionamiento de la anterior, ya que la tuvo Adán desde su nacimiento y habitualmente. Recibió, infusas, desde su concepción, las virtudes morales naturales, las cuales necesitan para su perfeccionamiento de las virtudes intelectuales naturales.

De la ciencia adquirida dicen los teólogos que, teniendo uso de razón desde el momento de su concepción pasiva, sus facultades sensibles se pondrían al unísono con las facultades intelectuales y desde que nació empezó a adquirir ciencia con su propio trabajo.

Desde su concepción hasta la de su Hijo no cometió tampoco pecado mortal ni venial. Para algunos autores no fue confirmada en gracia, es decir, hecha impecable, hasta que tomó carne en sus entrañas el Verbo divino, y para otros desde su concepción fue confirmada en el bien y en la gracia.

La Santísima Virgen no tuvo imperfección voluntaria desde su nacimiento, ya que ésta tiene parentesco con el pecado venial, y jamás lo cometió.

Y en cuanto a las imperfecciones morales involuntarias, debidas a la irreflexión o la ignorancia, si no tuvo "fomes peccati", tampoco puede decirse que las tuvo.

Fue exenta del pecado original desde el primer instante de su concepción y recibió, por consiguiente, la gracia santificante.

La "gracia" actuó en su alma y la preparó para la divina Maternidad.

Ni los ángeles ni los santos recibieron en su concepción más gracias. Jamás amó Dios a nadie como a Ella, y como El da tanta bondad como amor tiene a una persona, a María le dio más que a ninguna.

La Virgen María recibió, en su concepción, más gracia que la gracia final que recibiera cualquier ángel o cualquier santo. Algunos mariólogos divagan sobre este punto, pero considerando que la gracia está en razón directa de la unión con Dios, de las relaciones que se tienen con El, verdadera fuente, ¿cabe unión más íntima y estrecha que la de Dios y María?

Recibió en su primera santificación todas las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo: la fe, la esperanza y la caridad, así lo dice el concilio Tridentino, y lo mismo sucede con las "virtudes morales".

¿Dónde nació María?. —La opinión más común es que Joaquín Y Ana vivían en Jerusalén. Su patria anterior fue Séforis (la actual Saffuriye), siete kilómetros al norte de la solitaria Nazaret. Su casa distaba como unos treinta metros de la piscina Betesda, tan frecuentada por Jesús y en la que curó al paralítico. No es cierto que naciera la Virgen en Nazaret, donde luego estuvo. Los Padres antiguos llamaban a María "Virgo ierosolymitana".

Ciertamente "no fue su cuna de madera de cedro, ni de entarimado de ciprés, ni trono de oro sobre columnas de plata como se habla de la esposa del Cantar de los Cantares. Su cuna fue sencilla, pero digna y mecida por un verdadero amor.

Santa Ana esperaba el momento con ansiedad. El nacimiento de un niño en Palestina era un acontecimiento feliz, pero interrumpía por poco tiempo las labores domésticas de la madre. Asistían en este trance a la madre unas mujeres especializadas, como sucede todavía hoy.

Cuando la Virgen naciera se la atendería como ordenaba la Ley. El Talmud dice que lo que más le gusta a los niños es un baño de agua caliente. Según Feldman, en un estudio sobre las costumbres palestinianas, después del baño se frotaba a la criatura con sal y se la envolvía en unos lienzos. La sal se empleaba por sus propiedades antisépticas, aunque esto no se reseña en el Talmud. Así la sal hacía que la piel se le pusiera más espesa y sólida. Algunos autores antiguos hablan de un masaje con bicarbonato y sosa que hacían espuma, pero no parecen confirmarlo las costumbres hebreas. Inmediatamente de estar limpio el niño venía un masaje con aceite y la asistenta de la madre le daba a la criatura unos masajes en la cabeza con el fin de que tuviera buena forma. También usaban una hierba llamada "anibe yenuka", con la que se limpiaba la boca del infante. Las vendas eran indispensables para enderezar el cuerpo delicado del recién nacido.

Cuenta E. W. Heaton en su historia, la costumbre israelita de que las mujeres amamantasen a sus hijos, aunque en ocasiones, y si la familia era rica, les ponían una nodriza, que entraba a formar parte del círculo familiar.

No lo dicen expresamente los Evangelios, pero Santa Ana sería atendida por las mujeres de su familia y la Niña María bañada, espolvoreada con sal, recubierta de aceite y envuelta en vendas. Estamos seguros que así se la presentaron a su madre, que lloraría de gozo.

¡Una escena indescriptible! Unos momentos imborrables en la vida de la humanidad.

A falta de representación histórica los artistas han interpretado a su modo el nacimiento. La expresión plástica más antigua aparece en el siglo XI. Es una miniatura que data del año 1025 en un códice griego de la Biblioteca Vaticana. Aparece Santa Ana recostada en un lecho y San Joaquín con su Hija en brazos. Durante la Edad Media fue devoción de los pintores representar este momento histórico; así lo hicieron Giotto, en una capilla de Padua, y algunos artistas en los mosaicos de Santa María in Trastevere, de Roma. Los pintores del Renacimiento de todos los países le dedican tablas a la Natividad de María. Una de las más hermosas es la de Filippo Lippi, que adornó el fondo de su Madona y el Niño con el nacimiento de María, cuadro que se encuentra hoy en la galería Pitti, de Florencia.

Para enaltecer el lugar de la Natividad de la Virgen se levantó en Jerusalén un templo llamado Santa María de la Natividad, que cambió más tarde su nombre por el de Santa Ana. En 1856 el sultán se lo cedió a Francia y fue restaurado por Napoleón III y encomendado a los padres misioneros de Argel. El papa León XIII concedió el privilegio de decir todos los días dos misas votivas en aquel santo lugar, en honor de la Inmaculada Concepción y de la Natividad de María.

Se desconoce cuándo pasó la Virgen a vivir a Nazaret.

Tal vez a la muerte de sus padres, bien en sus desposorios con San Jose o con ocasión de algún acontecimiento familiar.

Lo cierto es que en Jerusalén, cabeza del pueblo israelita y centro codiciado del mundo romano, fue engendrada María, y nació en la pequeña casa próxima a la piscina. Así lo refiere la tradición y así lo apoya San Juan Damasceno, el mayor admirador de María.

La Iglesia honró siempre con magnificencia la Natividad de la Virgen. En la liturgia ocupaba lugar destacado.

La razón por la cual su fiesta fue fijada para el 8 de septiembre se ignora. Su origen, como el de todas las fiestas mayores marianas, se encuentra en Oriente, probablemente en Palestina.

El Protoevangelio de Santiago, de fines del siglo II, da algunos detalles.

San Agustín habla en sus escritos de que no existía en su tiempo una fiesta litúrgica particular dedicada a este acontecimiento. Poco después, en el concilio de Efeso (431) y en el de Calcedonia (451), se hace una referencia. El martirologio jeronimiano lo inserta en sus páginas y traduce, claramente, la profunda razón teológica de esta celebración.

Muchos sermones patrísticos orientales exaltan el nacimiento de María y también los más grandes poetas litúrgicos bizantinos. Por San Andrés de Creta la fiesta del Nacimiento es una verdadera tradición.

En Roma penetró la fiesta hacia la mitad del siglo VII, junto con la de la Purificación, Anunciación y Asunción de María, por obra de los monjes orientales que en tal época emigraban en masa de las regiones caídas bajo el yugo mahometano.

Sergio I (687-701) estableció que la fecha de conmemoración fuese distinta y se celebrara una solemne procesión desde la Curia Senatus a Santa María la Mayor, de Roma.

En la misa propia se leía al principio la historia de la Visitación, sustituida en seguida por la genealogía que ahora figura. La lección varió con San Pío V.

Por lo que se refiere a la difusión de la fiesta fue lenta y desigual. Durante el cónclave, después de la muerte de Gregorio IX, los cardenales insistieron con el nuevo Papa para que instituyese la octava de la fiesta, cosa que realizó después Inocencio IV, con la aprobación del concilio de Lyón. Gregorio XI instituyó una vigilia con ayuno, pero cayó pronto en desuso.

En el ciclo mariológico la Natividad de María no es fiesta de precepto. La Iglesia nos invita a meditar este suceso para traer cada año un frescor marial y el buen olor del "capullo en la casa del rey David".

Dios realizó una obra maestra con su Madre; "la llenó de gracia", hizo que penetrase en Ella todo lo divino: en su alma por todas sus facultades, en su cuerpo en todos sus miembros y sentidos. La plenitud fue el acento vigoroso con el que Ella empezó a existir y la santidad se hizo en su vida temporal de fidelidad y de entrega a Dios y a los hombres.

Para María somos todavía niños que aspiran a la vida de la gracia. Y esta vida de Dios puede aumentar en nuestra alma hasta el último instante de la vida. Si nos dejamos formar, hará de nosotros nuevos Cristos, será otra vez "Madre de los hombres".

Mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Juventud 2008


Publicamos el mensaje que Benedicto XVI ha dirigido a los jóvenes del mundo con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud 2008 que se celebrará en julio de ese año en Sydney (Australia).



«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo,
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos»
(Hch 1, 8)

Queridos jóvenes:

1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud
Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos transcurridos juntos en Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de aquella inolvidable manifestación de fe y entusiasmo, que permanece impresa en mi espíritu y en mi corazón, os di cita para el próximo encuentro que tendrá lugar en Sydney, en 2008. Será la XXIII Jornada Mundial de la Juventud y tendrá como tema: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). El hilo conductor de la preparación espiritual para el encuentro en Sydney es el Espíritu Santo y la misión. En 2006 nos habíamos detenido a meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad, en 2007 quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor, para encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008 reflexionando sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es fundamental que cada uno de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y con los educadores, reflexione sobre este Protagonista de la historia de la salvación que es el Espíritu Santo o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas altas metas: reconocer la verdadera identidad del Espíritu, escuchando sobre todo la Palabra de Dios en la Revelación de la Biblia; tomar una lúcida conciencia de su presencia viva y constante en la vida de la Iglesia, redescubrir en particular que el Espíritu Santo es como el “alma”, el respiro vital de la propia vida cristiana gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía; hacerse capaces así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio en el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje un motivo de meditación ir profundizándolo a lo largo de este año de preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo, gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en torno a vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el Espíritu de Jesús.

2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia
La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra del Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes que resumo en los siguientes puntos.
Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de Pentecostés, cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la Virgen María. La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el cumplimiento de una promesa de Dios más antigua aún, anunciada y preparada en todo el Antiguo Testamento.

En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de Dios como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2) y precisa que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida, (cf. Gn 2, 7), infundiéndole así la vida misma. Después del pecado original, el espíritu vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas ocasiones en la historia de los hombres, suscitando profetas para incitar al pueblo elegido a volver a Dios y a observar fielmente los mandamientos. En la célebre visión del profeta Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu al pueblo de Israel, representado en «huesos secos» (cf. 37, 1-14). Joel profetiza una «efusión del espíritu» sobre todo el pueblo, sin excluir a nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado– yo derramaré mi Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (3, 1-2).

En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a la Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo», descenderá sobre Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella será santo y será llamado Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión del profeta Isaías, sobre el Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. 11, 1-2; 42, 1). Jesús retoma precisamente esta profecía al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí –dijo ante el asombro de los presentes–, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres. Para anunciar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí mismo estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz, anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el «Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14, 16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).

3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia
La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los discípulos, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza aún el día de Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los Hechos de los Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (2, 2-3).

El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).

4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión
Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. «Evangelii nuntiandi», 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (cf. Enc. «Redemptoris missio», 26). Así sucedía al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos» (cf. «Apologético», 39, 7).

Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.
Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.

5. El Espíritu Santo «Maestro interior»
Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la Iglesia también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que estamos dispuestos a abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es importante que cada uno de nosotros lo conozca, entre en relación con Él y se deje guiar por Él. Pero aquí surge naturalmente una pregunta: ¿Quién es para mí el Espíritu Santo? Para muchos cristianos sigue siendo el «gran desconocido». Por eso, como preparación a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, he querido invitaros a profundizar en el conocimiento personal del Espíritu Santo. En nuestra profesión de de fe proclamamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo, Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta conocerlo; es necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el «Maestro interior» que nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo Él puede abrirnos a la fe y permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos impulsa hacia los demás, enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace misioneros de la caridad de Dios.

Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y amor hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien, recordad que precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua, constituye y construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús crucificado y resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu Santo, para tenerla con Jesús.

6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía
Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y crecer en nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede mediante los Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros gracias a los Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e inseparables (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad sobre los tres Sacramentos que están al inicio de nuestro ser cristianos se encuentra quizás desatendida en la vida de fe de no pocos cristianos, para los que estos son gestos del pasado, pero sin repercusión real en la actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta que, una vez recibida la Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo, con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.

Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno», porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).

La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece: ¡no la dejéis escapar!

Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. «Sacramentum caritatis», 17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un «Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa recibimos el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos transforma en Él. Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la Celebración eucarística, si consagráis un poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento, a la Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo, experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del ardor misionero de Cristo resucitado.

7. La necesidad y la urgencia de la misión
Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos recordado precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda creación o redención, puede convertirse en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos indica el camino para asemejarnos más a Él, para ser precisamente «expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. «Deus caritas est», 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse al servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la evangelización» (cf. «Evangelii nuntiandi», 75) y «el protagonista de la misión» (cf. «Redemptoris missio», 21). Queridos jóvenes, como han reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que nunca (cf. «Redemptoris missio», 1). Alguno puede pensar que presentar el tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten significa ser intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo no significa imponerlo (cf. «Evangelii nuntiandi», 80). Además, doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado. Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el amor de Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos cercanos al nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos. Tenéis ante vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la formación, de la expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza, pero con mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).

Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed misioneros, porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf. «Redemptoris missio», 90). Non tengáis miedo de convertiros en santos misioneros como San Francisco Javier, que recorrió el Extremo Oriente anunciando la Buena Noticia hasta el límite de sus fuerzas, o como Santa Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún sin haber dejado el Carmelo: tanto el uno como la otra son «Patronos de las Misiones». Estad listos a poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con la verdad de Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida; para proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.

8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo
Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en Sydney. Será una ocasión providencial para experimentar plenamente el poder del Espíritu Santo. Venid muchos, para ser signo de esperanza y sustento precioso para las comunidades de la Iglesia en Australia que se preparan para acogeros. Para los jóvenes del país que nos hospedará será una ocasión excepcional de anunciar la belleza y el gozo del Evangelio a una sociedad secularizada de muchas maneras. Australia, como toda Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. En la Exhortación postsinodal «Ecclesia in Oceania» Juan Pablo II escribía: «Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo... La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía» (n. 18).

Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual en este último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas de vuestro Bautismo y de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio.

María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe durante estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva efusión del Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia confía en vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que améis y hagáis amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos sentimientos os bendigo a todos con gran afecto.

En Lorenzago, 20 de julio de 2007

Benedicto XVI

El Jesús de Madre Teresa de Calcuta / Autora: Teresa de Calcuta


Para mí, Jesús es
El Verbo hecho carne.
El Pan de la vida.
La víctima sacrificada en la cruz por nuestros pecados.
El Sacrificio ofrecido en la Santa Misa por los pecados del mundo y por los míos propios.
La Palabra, para ser dicha.
La Verdad, para ser proclamada.
El Camino, para ser recorrido.
La luz, para ser encendida.
La Vida, para ser vivida.
El Amor, para ser amado.
La Alegría, para ser compartida.
El sacrificio, para ser dados a otros.
El Pan de Vida, para que sea mi sustento.
El Hambriento, para ser alimentado.
El Sediento, para ser saciado.
El Desnudo, para ser vestido.
El Desamparado, para ser recogido.
El Enfermo, para ser curado.
El Solitario, para ser amado.
El Indeseado, para ser querido.
El Leproso, para lavar sus heridas.
El Mendigo, para darle una sonrisa.
El Alcoholizado, para escucharlo.
El Deficiente Mental, para protegerlo.
El Pequeñín, para abrazarlo.
El Ciego, para guiarlo.
El Mudo, para hablar por él.
El Tullido, para caminar con él.
El Drogadicto, para ser comprendido en amistad.
La Prostituta, para alejarla del peligro y ser su amiga.
El Preso, para ser visitado.
El Anciano, para ser atendido.
Para mí, Jesús es mi Dios.
Jesús es mi Esposo.
Jesús es mi Vida.
Jesús es mi único amor.
Jesús es mi Todo.

En la sinagoga de Cafarnaúm / Autor: P Clemente González


En la sinagoga de Cafarn
Lucas 4, 31-37

En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes voces: ¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios. Jesús entonces le conminó diciendo: Cállate, y sal de él. Y el demonio, arrojándole en medio, salió de él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros:¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen. Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.



Reflexión


Un amigo mío llegó de Perú, donde había estado de misionero durante el verano. Me contó que esa experiencia le había enriquecido mucho, no tanto por lo que había dado -sus catequesis y actividades con los jóvenes de Huamachuco- sino por lo que había recibido.

Jesús se nos presenta también como catequista. Dice el evangelio que bajó a Cafarnaún donde enseñaba los sábados en la sinagoga. ¿Y cómo daba Jesús sus catequesis? Ante todo, con autoridad, es decir, con credibilidad, porque no llenaba sus predicaciones con palabrería, sino con verdad, con el Espíritu de Dios que es capaz de transformar los corazones.

Por tanto, dar catequesis es una actividad propia del cristiano. Consiste en iluminar las virtudes cristianas con ejemplos, acercar a otros a los sacramentos...

Mi amigo tenía veinte años. Y descubrió que al enseñar a otros estaba fortaleciendo su propia fe y aumentaba en él la pasión por Cristo y el Evangelio. Porque el que predica, se predica a sí mismo. El que habla del perdón queda más comprometido a perdonar, y el que exige debe hacerlo con el propio testimonio.

La experiencia de Perú hizo a mi amigo más cristiano, porque supo meterse en el papel de Cristo y llegó a quedar transformado por Él.

lunes, 3 de septiembre de 2007

El conductor imprudente / Autor: Oscar Schmidt




Hace algunos años tuve la ocasión de conocer laboralmente a dos hombres que trabajaban en equipo largas horas al día. Una mañana nos enteramos que uno de ellos había fallecido en un accidente de automóvil la noche anterior. Con gran preocupación esperamos la llegada de su compañero, para darle la terrible noticia. Cuando se enteró, guardó un largo silencio, y luego dijo: “y…andaba muy fuerte…”. El hombre le había dicho muchas veces a su amigo que no manejara su auto de ese modo, que ponía a riesgo su vida y la de otros. Esta preocupación, que llevó en su corazón durante quien sabe cuanto tiempo, afloró como una espada cuando se concretó lo que tanto temía. No pudo dejar de ver la muerte de su amigo como una consecuencia esperable ante su imprudente modo de conducir. Todos quedamos sorprendidos ante tan extraña respuesta, por lo racional y fría de la misma, que reflejaba que lo ocurrido era un evento de algún modo anticipable.

Después de varios años ésta historia vuelve a mi recuerdo. Todos somos responsables de nuestros actos, respecto de nuestras familias y de quienes nos rodean. Muchas veces pedimos ayuda a Dios, o confiamos en la ayuda de Dios, mientras ponemos todo de nuestro lado para que las cosas nos resulten mal. ¿Y que se puede decir entonces cuando la tragedia llega a nuestra vida?. ¿A quien podemos culpar sino a nosotros mismos?. Muchas veces se dice: “ayúdate y Dios te ayudará”. Esto no significa negar la acción de Dios sobre nuestras vidas. ¡Todo lo contrario!. Dios actúa en nuestra vida cuando somos dignos Hijos suyos, cuando nuestras acciones son justas, responsables, medidas y orientadas a la caridad hacia los demás. Cuando actuamos irresponsablemente nos alejamos de lo que Dios espera de nosotros, ya que Dios es orden y mesura también. Dios no es desordenado, ni atolondrado, y mucho menos irresponsable. ¿Acaso no se advierte en la Creación Su sello de perfección, armonía, orden y disciplina?.

Mientras tanto, ¿cómo tratamos nosotros a nuestra alma?. ¿Acaso no somos como un conductor de automóvil irresponsable, que arriesga su vida y quizás la de su familia, frente al modo en que conducimos nuestra alma?. Es más fácil de advertir la falta de sensatez de quien arriesga físicamente la vida propia y la de otros, pero es mucho más sutil el accionar de quien arriesga la perdición de su alma o la de quienes lo rodean. Un padre o una madre que conducen mal una familia, ponen en juego las almas de sus hijos también, y las propias. Y recordemos que el alma, a diferencia del cuerpo que es corruptible, está destinada a la vida eterna o a la perdición eterna.

Entonces cuerpos y almas deben ser tratados con responsabilidad. El cuerpo es el Templo del Espíritu Santo. Nuestra alma, mientras tanto, es el tesoro más valioso que Dios nos da.

Seamos buenos conductores de almas, manejemos con delicadeza nuestras vidas, de tal modo de llegar a destino con la valiosa carga a salvo: nuestra propia alma y las de aquellos que nos han sido confiados.

¿Máscara o pavorreal? / Autor: P. Sergio Córdova LC



Sentado en su nueva oficina, un abogado recién graduado esperaba su primer cliente. Al escuchar que la puerta se abría, rápidamente levantó el teléfono para hacer creer que estaba muy ocupado. El visitante pudo escuchar al joven abogado decir:
-“Manuel, volaré a Nueva York para ver si resuelvo el caso del cliente aquel. Parece que esto va a ser algo grande y más difícil de lo que pensábamos. También necesitamos traer al experto americano, Mr. Craig, para que nos dé su opinión sobre este asunto tan importante”. Y, de pronto, interrumpió su presunta conversación con estas palabras:

-“Manuel, perdona, espera un momentito porque alguien acaba de llegar”. Y cortó. Dirigiéndose entonces al hombre que acababa de entrar, preguntó el abogado: -“Bien, ¿en qué puedo ayudarle?”. Con una gran sonrisa, entre pícara y maliciosa, el hombre contestó: -“Yo sólo he venido a instalar el servicio a su teléfono, señor”.

¡Vaya chasco, amigo! Quiso ser como el pavorreal y se quedó “haciendo el oso”. ¡Qué estúpida es la vanagloria y cuán necio el deseo de impresionar a los demás! Muchas gentes del mundo tratan de “apantallar” a sus semejantes con supuestas obras grandiosas y fingen ser lo que no son; se cubren el rostro con una máscara de catrín y pretenden pasar por gente “importante”. Pero, en realidad, sólo se engañan a sí mismos y terminan haciendo el ridículo, como los comediantes o los actores de una pantomima.

Nuestro Señor era un observador atento y perspicaz de las conductas de los hombres. Pero no sólo miraba las apariencias, sino que penetraba hasta los secretos más recónditos del corazón. Una vez fue invitado a comer en casa de uno de los principales fariseos. Y viendo cómo los invitados perdían los estribos y corrían hacia los primeros puestos, pisoteando no sólo las reglas de cortesía y los buenos modales, sino –más vulgarmente— también los pies ajenos, el Señor no deja pasar la oportunidad para instruir a sus discípulos y amonestar mansamente a los fariseos.

“Cuando te conviden a una boda –les dice Jesús— no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y luego venga el que te convidó a ti y al otro, y te diga: ‘Cédele el puesto a éste’. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto”. Nuestro Señor sabía que los fariseos eran amantes de las reverencias y de las caravanas y que cuidaban su propia fama e imagen casi más que su vida misma. Eran hombres de apariencias. “Hipócritas –es decir, máscaras—, sepulcros blanqueados” les llamó en otra ocasión. Y es que Dios aborrece la mentira y el engaño.

Jesús mismo llamó al diablo “padre de la mentira”. Y la vanagloria es ya, en sí misma, una forma de mentira sutil y perniciosa. Es tratar de aparentar lo que no se es y ser alabado por la belleza de la propia máscara que se lleva encima.

Esopo, el gran fabulista griego, cuenta que en una ocasión una zorra –animal sumamente curioso y astuto por naturaleza– entró al taller de un orfebre y comenzó a observar, con gran maravilla, todas las obras de arte de su autor. De pronto, reparó en una máscara de teatro bellamente pintada, y la estuvo examinando cuidadosamente. Y, después de unos minutos, decepcionada, exclamó: “¡Oh, qué cabeza tan hermosa, pero no tiene cerebro!”. Así son muchos hombres de nuestro tiempo que aparentan ser grandes e “importantes” a los ojos de los demás, pero que están vacíos por dentro. Como los fariseos.

Y es que el corazón del ser humano tiene una profunda enfermedad existencial. Nos encantan las apariencias, la fachada, el “pose” –como se dice—: que los demás hablen bien de nosotros, nos alaben y nos consideren grandes señores. También a nosotros nos acecha la eterna tentación, como a los fariseos del tiempo de Jesús, de ser tenidos en cuenta y apreciados por los demás para sentirnos realizados. Nos gusta impresionar para que la gente nos tenga sobre un pedestal. Y muchas veces nos contentamos con eso para creernos dichosos.

En el año 1807 ó 1808, Beethoven y Goethe se encontraron en Karlsbad, e hicieron un paseo en carroza juntos. Toda la gente, al verlos pasar por la calle, se inclinaban haciendo profundas reverencias. –“Es aburrido –dijo entonces Goethe—ser tan famoso. ¡Todos me saludan!”. A lo cual, Beethoven respondió, no sin cierta picardía: -“No les haga caso, Excelencia. ¡A lo mejor me están saludando a mí!”.

La vanagloria es, en efecto, una gloria “vana”, falsa, postiza, caduca. Y, además, tremendamente subjetiva. Por eso es tan engañosa. Es obrar delante de los hombres, buscando el aplauso y el aprecio ajeno, y no a los ojos de Dios. Es rechazar la única gloria verdadera, que procede de Dios, y cambiarla por las plumas de un pavorreal. ¡Al menos Esaú cambió su primogenitura por un plato de lentejas, y le aprovecharon! Pero con la vanagloria, lo perdemos todo. No somos más porque los otros nos alaben, ni somos menos porque nos vituperen. Y, en última instancia, quien nos va a juzgar –y aprobar o condenar— al fin de nuestra vida es Dios y no los hombres.

Por eso, lo único que debe importarnos siempre es el juicio verdadero de Dios y de nuestra conciencia, y no la opinión ajena. ¡Hagamos siempre el bien sólo por Dios y por los demás, sin buscar la alabanza ni temer el vituperio! La gloria de Dios es nuestra mayor gloria

La carcajada / Autor: P. Mariano de Blas LC


No siempre la carcajada es señal de felicidad. Muchas veces es la simple máscara de una tragedia. ¿Por qué? Porque la verdadera felicidad está hecha de algunos materiales muy concretos.

Está hecha de paz con Dios, de paz consigo mismo, de amor al prójimo. Quien tiene estos materiales no necesita aspavientos, no necesita carcajadas. Sabe, se siente, es feliz.

Ahora bien, esta felicidad, esta paz del corazón está muy amenazada. Está ahí el pecado en sus diversas formas que mata esa paz. Está el rencor que pudre el corazón del hombre y que arranca de cuajo cualquier señal de paz. Está el pesimismo, el desaliento, la desesperanza, que destruyen completamente esa tierra, ese jardín donde no puede crecer la tranquilidad y la paz.

¿Me considero un hombre, una mujer feliz? Si lo eres, ya sé por qué; no es casualidad, es porque has cultivado las flores de la felicidad. Tú has cultivado el amor a Dios, has cultivado el amor a tu prójimo, has cultivado la paz de la conciencia; por eso eres feliz.

El que es feliz no necesita demostrarlo. El que no lo es, debe aparentarlo. La carcajada suele ser una apariencia de felicidad.

domingo, 2 de septiembre de 2007

"La Entrega" / Autor: Henri Nouwen


El momento en que Jesús es entregado, a aquellos que hacen lo que quieren con Él, es punto casi crucial del ministerio de Jesús. Es pasar de la acción a la pasión. Después de años de enseñar, predicar, sanar y desplazarse hacia donde quiera que quisiera ir, Jesús es entregado al capricho de sus enemigos. Ya las cosas no son hechas por Él, sino a Él. Es flagelado, coronado de espinas, escupido, ridiculizado, desnudado y clavado, desnudo, a una cruz. Es una víctima pasiva, sujeta a las acciones de los otros. Desde el momento en que Jesús es entregado, comienza su pasión y a través de esta pasión Él cumple con su vocación.

Es importante para mi darme cuenta de que Jesús cumple su misión no por lo que hace, sino por lo que le hacen.

Como para todos, la mayor parte de mi vida esta determinada por lo que se me hace y, por lo tanto, es pasión.

Y porque la mayor parte de mi vida es pasión, cosas que se me hacen, sólo partes pequeñas de mi vida están determinadas por lo que pienso, digo o hago. Tiendo a protestar por esto y a querer que todo sea acción, originada por mi. Pero la verdad es que mi pasión es una parte mucho más grande de mi vida, que mi acción. No reconocerlo sería autoengaño, y no abrazar mi pasión con amor sería autorrechazo.

Es una buena nueva saber que Jesús es entregado a la pasión, y que a través de su pasión cumple su tarea divina en la tierra. Es una buena nueva para el mundo que busca con pasión su integridad.

Las palabras de Jesús a Pedro me recordaron que la transición de Jesús de la acción a la pasión también debe ser la nuestra, si queremos seguir su camino. Dice: "Cuando eras joven te ponías tu propio cinturón e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos y algún otro te pondrá un cinturón y te llevará a donde no quieras ir" (Juan 21:18).

También yo debo permitir ser "entregado" y, de esa forma, cumplir con mi vocación.

Oración "inútil" / Autor: Henri Nouwen


Por qué debo pasar una hora en oración, cuando no hago durante ese tiempo más que pensar en la gente con la que estoy enojado, en la gente que está enojada conmigo, en los libros que tendría que leer, en los libros que tendría que escribir, y miles de cosas tontas que se apoderan de mi mente instantáneamente?

La respuesta es que Dios es más grande que mi mente y mi corazón, y lo que realmente está pasando en la casa de oración no se puede medir en términos de éxito o fracaso humanos.

Lo que debo hacer primero es ser fiel. Creo que el primer mandamiento es amar a Dios con todo mi corazón, mente y alma, entonces, debería, por lo menos, pasar una hora al día sólo con Dios. La pregunta sobre si es útil, si ayuda, si es práctico o fructífero, es completamente irrelevante, ya que la sola razón para amar es el amor mismo. Todo lo demás es secundario.

Lo extraordinario es, sin embargo, que sentándome en la presencia de Dios durante una hora a la mañana- día tras día, semana tras semana, mes tras mes -, en total confusión y con una miríada de distracciones, cambia radicalmente mi vida. Dios, que me ama tanto que mandó a su único Hijo no a condenarme sino a salvarme, no me deja esperando en la oscuridad por mucho tiempo. Podría pensar que cada hora es inútil pero, después de treinta o sesenta o noventa de esas inútiles horas, gradualmente me doy cuenta de que no estaba tan solo como pensaba: una voz muy pequeña y suave ha estado hablando conmigo, mucho más allá de mi lugar ruidoso.

Por lo tanto, ten confianza y confía en el Señor.

Evangelio en las playas / Autor: Carlos Padilla, L.C.



Noche, arena y mar no son sinónimos de pecado; un grupo de jóvenes en traje de baño no son para nada una banda de irreverentes. Es más, ¡son sitios y auditorios excelentes para predicar a Cristo!

De ello están persuadidos algunos de los grupos misioneros que salieron este verano a predicar un evangelio sin fronteras. No importaba el lugar, la fama o la aparente hostilidad de predicar en una playa, fuera de una discoteca o en medio de piazza Navona. "Vosotros jóvenes, conocéis los ideales, el lenguaje, y también las heridas, las esperanzas y el deseo de bien que hay en vuestros coetáneos. No tengáis miedo de convertiros en santos misioneros." Así les espoleaba Benedicto XVI, y así respondían ellos con valentía.

Entre los intrépidos y originales grupos eclesiales, parroquiales y misioneros aparecen los Papa Boys. Como primer campo de misión, estos chicos eligieron el “Alto Adriático” de Italia (la parte norte de la costa oriental de la península). Ciento cincuenta jóvenes están involucrados en el proyecto, decenas de ellos se dan cita en la playa de Ricione para cantar, bailar e involucrar a los turistas en juegos de diverso tipo. Son animadores llenos de alegría, ¡de una alegría cristiana! Entre tanto, en un lugar cercano a la playa, algunos sacerdotes se sientan en sus confesionarios, y con la estola sobre los hombros confiesan a los bañistas sedientos del perdón.

“Es necesario ir más allá de la parroquia, y andar a esas tierras (o arenas) donde nadie había hablado de Cristo” afirma Don Benzi, pionero de esta inédita misión. “Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen a mí; si ellas no vienen a mí, soy yo quien tengo que ir a buscarlas. Dios así me lo ha confiado, y siento una gran responsabilidad con todos los que quieren ser encontrados” concluye.

En Padova, Verona y Vicenza los Papa Boys han hecho un pacto con la comunidad Exodus, dirigida por el sacerdote católico Antonio Mazzi. Este trato consiste en calendarizar los días de animación en la playa, las tardes de dance cristiana y las exhibiciones de música Gospel. Eso sí, han cuidado con esmero que las y los animadores vayan vestidos sobriamente, que la formación de los misioneros (en Borgo San Lorenzo, Florencia) no sea superficial y que todo sirva al fin propuesto: acercar a esas almas que han perdido toda relación con la Iglesia.

A un lado de la pista, los jóvenes encuentran “la sala de la escucha” donde hay personas disponibles para entablar un diálogo espiritual y poner en los corazones jóvenes las preguntas de fondo sobre el sentido de la vida y la existencia de Dios. “Si queremos llevarles el evangelio, pues hay que ir a donde se divierten ¿no?” Afirma Caterina Coltorti una Papa girl de veinte años. “Ayer, en una discoteca de Rimini, una chica me dijo que creía en Dios, pero que a los curas no los podía ni ver. Después de una hora, nos quedamos hablando con ella y sus amigos, sobre Cristo y la verdadera fe”. En fin, si amas a la Iglesia te convences de esa penetrante invitación misionera: ¡Que nada os detenga!

Ésta no es una llamarada en solitario. El fuego también se extiende a la asociación de laicos Juan XXIII, con la “disco - misión”; a la comunidad de Sant`Egidio y sus proyectos de caridad cristiana; a los Focolares “sub - 25”, a quienes Chiara Lubich encargó el hacer resonar la palabra del Maestro en los pubs, en las plazas y en los sitios de descanso. En Roma, por ejemplo, los promotores de la jornada mundial de la juventud organizan momentos de oración entre los turistas de Piazza Navona y mantienen abiertas las iglesias hasta el amanecer, a fin de interceptar al “pueblo de la noche”.

La fe no es para vivirse en las sacristías, quien así lo crea ¡que mire a esta Iglesia joven, de altavoz e ingenio! “Solo el amor crea” decía Maximiliano Kolbe. Sólo el amor revoluciona el corazón venciendo los tópicos de siempre: “No se puede”, “son otros tiempos”, “la juventud está perdida” y un largo etcétera de vanos conformismos que anestesian.

Este verano no solo brilló el sol. Junto a él, brillaron estos valientes apóstoles, convertidos en la antorcha de Dios, en la luz de una Iglesia que conoce sus tiempos y sus hombres; una Iglesia dispuesta a salir al paso con arrojo y vibrar con las palabras de su Pastor: “No tengáis miedo de convertiros en santos misioneros”.

La Reina del Cielo nos ayuda contra el mal / Autor: P. Ángel Peña Benito, O.A.R.


Y ahora que Ella está en el cielo como una reina, coronada de doce
estrellas, como dice el Apocalipsis, nos ayuda contra el poder del maligno.
Fue arrojado el dragón grande, la serpiente antigua, llamada diablo y
Satanás... Se paró el dragón delante de la mujer, que estaba a punto de
dar a luz, para tragarse a su hijo en cuanto naciese. Y dio a luz un
varón que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro
(Jesús)... Y el dragón se dio a perseguir a la mujer (María), que había dado
a luz a su hijo varón. Pero le fueron dadas a la mujer dos alas de
águila grande... Se enfureció el dragón contra la mujer y se fue a hacer la
guerra al resto de sus hijos, a los que guardan los mandamientos de
Dios y mantienen el testimonio de Jesús (Ap 12). En este capítulo,
aparece María como una mujer inundada de sol, como en Sab 7, 26-29, donde se
dice que es más hermosa que el sol y un espejo sin mancha (inmaculada).
Se presenta como el arca de Dios en el cielo. Se abrió el templo de
Dios, que está en el cielo y apareció el arca de la alianza (Ap 11, 19).
A María le dan dos alas de águila grande (sabemos que las águilas son
los enemigos mortales de las serpientes, a quienes matan aplastándoles
la cabeza, como hace María con Satanás), pero el diablo no se da por
vencido y trata de vengarse en los hijos de María, es decir, en aquellos
que guardan sus mandamientos y mantienen el testimonio de Jesús (Ap 12,
17).

Por eso, ella es un arma poderosa para defendernos del maligno, que
siempre nos ataca para apartarnos de Jesús. Ahora bien, María y Jesús son
inseparables y juntos los encontraron los pastores y los magos. Por
eso, si nosotros queremos amar a Jesús, debemos amar también a María. A
Jesús por María, al igual que el discípulo amado, que estuvo junto a la
cruz de Jesús con María, acompañándola y desde aquella hora la recibió
en su casa (Jn 19, 27), es decir, la recibió en su corazón como a una
madre de verdad, como le había dicho Jesús. De la misma manera, si
nosotros amamos a Jesús, debemos recibir a María en nuestro corazón como
nuestra verdadera madre.

Además, Él nos dice: Yo Jesús... soy la estrella brillante de la
mañana. Y el Espíritu y la esposa dicen: Ven (Ap 22, 16). Es decir, el
Espíritu Santo y su esposa María, quieren que venga Jesús a reinar en el
mundo. Y ése debe ser también nuestro deseo: que Cristo reine y llegue a
ser el Rey de Reyes y el Señor de los Señores (Ap 19, 16) de nuestra vida
y del mundo entero. Por María, llegaremos más fácilmente a Jesús. Ella
es la estrella de Belén, que nos lleva siempre hacia Jesús.

27.3 / Autor: + José Ignacio, Obispo de Palencia


No, no se trata de una frecuencia radiofónica misteriosa, ni de unas coordenadas que marquen la ubicación de un lugar perdido. Se trata sencillamente de un artículo de la Constitución Española, cuyo incumplimiento está generando una preocupante tensión en la sociedad española: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (Constitución Española, art. 27.3).
Es verdad que muy pocos son los que discuten la formulación de este artículo constitucional, en el que se recoge un derecho y un deber fundamental. Por desgracia, en la vida española la batalla no se está planteando a nivel de principios, sino por la vía de los hechos consumados. De poco nos sirve que nuestra Constitución marque unas bases, si luego la vida práctica es encauzada por otros derroteros. Si Romanones hizo famosa la expresión “haz tú las leyes, que yo haré los reglamentos”, bien podríamos atribuir a nuestros dirigentes laicistas otra formulación: “tú quédate con los principios, que yo voy a lo mío”.

Negar por la vía de los principios el derecho de los padres a ser los educadores morales de sus hijos, sería tanto como reconocer explícitamente unos presupuestos de ética marxista; algo inconfesable tras la caída del “socialismo real”. Sin embargo, cada vez resulta más evidente que los diseñadores de los planes de educación en España están legislando al margen del artículo 27.3 de la Constitución. ¡Lo que darían por que este numerito desapareciese de la Carta Magna! Pero se tienen que conformar, por el momento, con legislar como si no existiese. Bien saben que, incluso en el caso de que un recurso de inconstitucionalidad terminase prosperando, sería ya muy difícil erradicar todos los vicios introducidos en el sistema educativo por la vía de los hechos consumados.

Por el contrario, permítaseme hacer notar que la Iglesia Católica siempre se ha sentido “cómoda” dentro del artículo 27.3. En efecto, nosotros no queremos evangelizar a los niños al margen de la voluntad de los padres, sino respondiendo a su petición. La tarea educadora de la Iglesia es subsidiaria del derecho-deber que tienen los padres de educar a sus hijos. Nos hacemos presentes en el sistema educativo, en mayor o menor medida, dependiendo de la demanda de los padres.
Un ejemplo bien concreto: La Iglesia Católica no pretende impartir la clase de Religión Católica a todos los alumnos, sino únicamente a los alumnos cuyos padres así lo han elegido. Por el contrario, el Gobierno Español no dirige la asignatura de Educación para la Ciudadanía sólo a los padres que así lo hayan solicitado, sino que la impone obligatoriamente a todo el alumnado. ¿No es una diferencia notable y notoria? ¿No será esto indicativo de que el estilo de la Iglesia Católica está perfectamente encajado con el artículo 27.3 de la Constitución, mientras que nuestras autoridades políticas están indisimuladamente incómodas con este principio constitucional?

Pongo otros ejemplos igualmente significativos: A la gran mayoría de los colegios religiosos no se les permite aumentar el número de sus plazas, a pesar de que la demanda de los padres para matricular a sus hijos no pueda ser satisfecha. El motivo aducido es que mientras haya plazas libres en la escuela pública de esas localidades, no cabe dar permiso para aumentar las plazas en la escuela privada. ¿Y eso, por qué?, nos atrevemos a preguntar… ¿Puede haber otra razón para esa negativa que la alergia al principio recogido en el 27.3? ¿No deberían estar las autoridades políticas encantadas con que una iniciativa social privada –como es la Iglesia- esté dando cauce a la voluntad educativa de tantos padres, y que además esta educación le esté resultando a las arcas públicas un 40% más barata que la impartida en la escuela pública? Es difícil entender otro motivo para la denegación de la ampliación de la oferta educativa de los centros privados, que no sea la pretensión del control ideológico en la educación del alumnado, al margen de la voluntad de los padres. Por desgracia, no exagerábamos cuando nos atrevíamos a ironizar con la máxima: “tú quédate con los principios, que yo voy a lo mío”.

Si el Estado creyese en el 27.3, no habría tenido necesidad de poner en marcha la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía. Le habría bastado con incluir en el currículum de otras asignaturas –como la de Ciencias Sociales- la enseñanza de las Declaraciones de Derechos Humanos, de la Constitución o del funcionamiento del sistema político. La auténtica novedad de esta asignatura no es otra que la inclusión en ella de conceptos morales obligatorios para todos los alumnos, al margen de la voluntad de los padres. Es el caso de cuestiones morales como “la condición humana”, “la identidad personal”, “la educación afectiva-emocional”, “la construcción de la conciencia moral”, etc.

Y lo increíble del asunto es que, mediáticamente, a la sociedad se le llegue a transmitir el mensaje de que el problema es que “la Iglesia se resiste a abandonar unos determinados privilegios y que está mostrando su incapacidad para integrarse con normalidad en el sistema democrático español”. Y, sin embargo, a pesar de la capacidad que algunos tienen de hacer creer a las masas que el cielo es verde y los burros vuelan… para todos aquellos que se acerquen a la realidad sin prejuicios de partida, es patente que el problema estriba en que, mientras que unos creemos en el valor moral que encierra el 27.3, otros no creen en tal cosa. Aunque no se atrevan a confesarlo.

Misioneros mártires de la Revolución Francesa / Autor: Jaume Ruiz Castro CM


En las fotos, de derecha a izquierda: Luis José Francois, Juan Enrique Gruyer y Pedro Renato Rogue .



La Revolución francesa fue algo más que la transición de un sistema socio-político-económico a otro también se convertió en una cruzada contra la Iglesia donde un sector estaba apegado al poder y otro apegado al servicio humilde de los pobres sufriendo carcel y persecución.
Estos beatos fueron mártires durante el tiempo de la Revolución francesa.

· Luis José Francois 1751-1792

Nació el 3 de febrero de 1751 en Busigny, Francia.
Estudia para el sacerdocio en la Congregación de la Misión. Es ordenado en 1733.
Siendo ya sacerdote de la Misión desempeñó el oficio de Secretario General de la Congregación, dirigió también el Seminario de San Fermín, de París, conocido antiguamente con el nombre de Bons Enfants y ejerció finalmente el ministerio parroquial.

Por negarse a jurar la Constitución Civil del Clero fue arrojado por una ventana el 3 de septiembre de 1792.

· Juan Enrique Gruyer 1734-1792

Nació en Dole el 13 de junio de 1734.
Entra en la Congregación de la Misión y es ordenado sacerdote en St. Cloud.
Su principal dedicación ministerial se desarrolló en torno a la formación del clero.

Murió atravesado por una espada, el mismo día y año que su compañero y hermano de Congregación, Luis José Francois. Se les beatifica el 17 de octubre de 1926.

· Pedro Renato Rogue 1758-1796

Nació en Vannes, Francia, el 11 de junio de 1758. Era el más joven de los tres.

Entra en la Congregación de la Misión y es ordenado el 12 de septiembre de 1782. Trabajó en la formación del clero y en el trabajo parroquial.

Tras unos meses de cárcel y malos tratos, sobrellevados con paciencia y buen ánimo sirviendo de apoyo a otros fieles, murió decapitado el 3 de marzo de 1796. Es beatificado el 10 de mayo de 1934.

La fiesta de los tres mártires se celebra el 2 de septiembre

sábado, 1 de septiembre de 2007

La vida en urgencias / Autor: P. Fernando Pascual LC


A veces vemos el mundo desde la tranquila seguridad de una vida que avanza sobre ruedas. No hay problemas, no hay dificultades especiales. Tal vez oímos que algún familiar está enfermo, que un amigo tuvo un accidente con la moto, o que el abuelo de mi amigo acaba de fallecer. Pero la música, el ruido, las prisas, nos hacen pasar rápido delante de hospitales y de cementerios, y nos hundimos en lo cotidiano. Hay que vivir, otros se encargarán de los enfermos...

Todo se ve de otra manera si nos toca tener que esperar una o dos horas en la zona de urgencias de algún hospital de ciudad. Llegan con cierta frecuencia las ambulancias. Los enfermeros hacen bajar a un señor anciano, a una señora de media edad, a un joven que se ha caído de una escalera, a un niño que se torció la mano de un balonazo. Llega tal vez un herido de carretera, con la ropa teñida de sangre.

En los pasillos de algunos hospitales todo está a la vista: sanos y enfermos se mezclan y se entrecruzan en una confusión más o menos organizada. Una anciana tal vez grita palabras incomprensibles. Un joven murmura una y otra vez sus quejas de dolor. Una adolescente llora, en una camilla, mientras sus padres y amigos intentan consolarla.

Los médicos y las enfermeras entran y salen con prisa. Llevan una carpeta, apuntan datos, vuelven a mirar al enfermo que ya tiene una botella de suero, y murmuran a otro colega dos o tres palabras que no entendemos. Los familiares permanecen de pie, esperan alguna respuesta, no tienen claro qué está pasando. Luego, un enfermero coge una camilla con un paciente más grave y lo introduce en una zona reservada. Los de fuera no saben qué ocurre, y tienen que esperar minutos, tal vez horas, alguna noticia sobre ese familiar o amigo que quizá se encuentra a las puertas de la muerte.

Es un misterio la enfermedad y el dolor. Todo ocurre demasiado rápido. Una luz en la carretera, el freno que no responde, los cristales del parabrisas que saltan por los aires, luego ruidos, confusión, un enfermero que corta la ropa de quien se queja sin entender bien qué es lo que pasa... Otras veces basta con haber comido algo que estaba fermentado: los dolores se hacen insoportables, empiezan los primeros delirios, y sin que uno pueda dar su opinión es llevado a toda prisa a la sección de urgencias. Hay quien llega allí después de un espléndido día de excursión. Un paso en falso, una piedra suelta en el camino, y la cabeza deja fluir la sangre a toda prisa, mientras los amigos intentan detener, como pueden, la hemorragia.

La vida se ve de un modo nuevo cuando nos toca estar en urgencias. Somos grandes por nuestra capacidad de amar, por nuestros deseos de justicia y de paz, y somos pequeños, pobres, débiles, con este cuerpo frágil que mantiene equilibrios casi imposibles. Todo pende de un hilo, todo puede cambiar en un momento. ¿Qué es lo que queda? ¿Qué es lo que vale?

Son preguntas que podemos hacernos una tarde cualquiera, tal vez sin tener que ir a la zona de urgencias de un hospital. Son preguntas que nos invitan a levantar los ojos, mirar al cielo, y buscar, más allá de las estrellas o del smog que cubre nuestras ciudades, a ese Dios que nos hizo con barro frágil y con un soplo misterioso, eterno, de espíritu...

Escucha tu corazón / Enviado por Viviana Baigorria


Escucha tu corazón
..Escucha tu corazón, muévete de acuerdo con tu corazón,
sea lo que sea que esté en juego:
..Una condición de simplicidad absoluta que cuesta nada menos que "todo"...
..Ser sencillo es arduo, porque ser sencillo cuesta todo lo que tienes.
Tienes que perderlo todo para ser sencillo.
..Por eso la gente ha elegido ser compleja y ha olvidado cómo ser sencilla.
..Sin embargo, sólo un corazón sencillo vibra con Dios mano a mano.
..Sólo un corazón sencillo canta con Dios con profunda armonía.
..Para llegar a este punto tendrás que encontrar tu corazón,
tu propia vibración, tu propio latido.
La experiencia de reposar en el corazón mientras meditas,
no es algo que se pueda buscar o forzar.
Viene con naturalidad, a medida que crecemos más y más
en armonía con los ritmos de nuestros propios silencios interiores.
Permítete ser más suave y más receptivo ahora,
porque un gozo inexpresable te está esperando,
precisamente a la vuelta de la esquina.
Nadie más puede indicártelo y cuando lo encuentres
no serás capaz de hallar las palabras para expresarlo a los demás,
pero está ahí, en lo profundo de tu corazón, maduro y listo para ser descubierto.
"... es solamente a partir de nuestra armonía interior
que lograremos expandirla a todo nuestro entorno..."

Culpas / Enviado por Enrique Alonso


Antes de seguir buscando culpables fuera de ti;
analiza si hiciste algo para
que el otro actúe de tal o cual manera;
Porque sino encontrarás muchas
personas que culpar,
y que tu problema siempre seguirá igual.

Sentirás que cada amigo pasa a ser tu enemigo
y eso se debe a que sos tu propio enemigo
y en cada persona que se te acerca ves como en un espejo todo aquello tuyo que no queréis ver.

Si admites y corriges tus errores, prosperarás,
cambiarás tú, cambiará tu mundo y cambiará el mundo.
Envejecer es obligatorio, madurar es opcional.