* «Así que cambié de rumbo y me acerqué de nuevo a la Iglesia. Comencé a seguir toda la rutina, pero todavía sin creer demasiado.Luego conocí a un sacerdote a quien conté mi “conversión”. Me dijo: “Monette, todo eso está muy bien. ¡Pero no has venido a confesarte!” ¡Nuevo electrochoque! Me tiré de la silla, lloré, grité… Esa confesión fue un momento extraordinario. Finalmente, este sacerdote me sugirió: “Dale un nombre a tus hijos”. Lo hice. Desde entonces, rezo por mis hijos. Es un gran consuelo. A partir de esa confesión, me acerqué aún más al Señor…. Sentí que el Señor curaba las heridas de mi alma, que restañaba los moratones. Fue muy dulce, muy bello, como una caricia. Hoy, 25 años después, soy cada vez más feliz. Al acercarme a Jesús y a la Iglesia encontré lo que buscaba: la felicidad. Vivo cada día un poco más esta fuerte relación con Dios»
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