* «Hasta ese instante yo nunca había pronunciado una oración, y no conocía realmente oración alguna. De repente me sentí trastornada por completo. Comprendí —no con mi inteligencia ridícula, sino con todo mi ser— que Él existe. ¡Él, el Dios vivo y personal, que me ama a mí y a todas las criaturas, que ha creado el mundo, que se hizo hombre por amor, el Dios crucificado y resucitado! En aquel instante comprendí y capté el «misterio» del cristianismo, la vida nueva y verdadera. En aquel momento todo cambió en mí. El hombre viejo había muerto. No sólo dejé mis valoraciones e ideales anteriores, sino también las viejas costumbres… Estaba impaciente por hacer el bien y servir a Dios y a los hombres. ¡Qué alegría y qué luz esplendorosa brotó entonces en mi corazón! El mundo se transformó para mí en el manto regio y pontifical del Señor»
* «Me acerque a la Iglesia para poder practicar la confesión y la eucaristía con plena conciencia y sintiendo que estos dos sacramentos nos reconcilian con Dios y hasta nos unen a Él. He intentado convencer a mis amigas occidentales de que la Iglesia es lo más vivo que existe en el mundo, que es el cuerpo místico de Cristo. Solo la oración es capaz de oponerse al parasitismo de la moderna sociedad de consumo»
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