* «Que la participación en la eucaristía, donde Jesús realiza el milagro incomparablemente mayor de transformar el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, haga crecer la fe también en nosotros para que podamos gozar de lo que los Padres llamaron ‘la sobria embriaguez del Espíritu Santo’»
Domingo II del tiempo ordinario – C
Isaías 62, 1-5 / Salmo 95 / 1 Corintios 12, 4-11 / San Juan 2, 1-11
P. José María Prats / Camino Católico.- Este pasaje de las Bodas de Caná es un texto riquísimo, lleno de simbolismos y resonancias bíblicas que exige una lectura espiritual al estilo de los Padres de la Iglesia.
Todo se produce en el contexto de una boda, pero no se da ningún detalle sobre los novios, porque en realidad, los novios que interesan al evangelista son otros: Jesús y la Iglesia –ésta representada en María y los discípulos. Son ellos quienes van a sellar la Nueva Alianza entre Dios y su Pueblo.
La primera alianza se estableció en la creación, y estuvo vivificada por el vino del Espíritu Santo con el que Dios comunicaba su vida al hombre llenándolo todo de paz y armonía. Pero el pecado de Adán y Eva rompió esta alianza y se terminó el vino. El camino penitencial del hombre expulsado del Paraíso está representado en esas seis tinajas vacías de piedra usadas para las purificaciones de los judíos, figura de la Ley de Moisés que había sido vaciada de su contenido espiritual por el judaísmo de la época.
Jesús y María son el nuevo Adán y la nueva Eva que restaurarán para siempre esta alianza rota. Como en el Edén, la iniciativa viene de la mujer, pero esta vez no para inducir al pecado, sino para pedir la restauración de la alianza: «no les queda vino». Y la reacción de Jesús es justamente la contraria de la de Adán: rechaza la propuesta de la mujer para obedecer al Padre, que ha dispuesto otro momento: «mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora». Habla de la «hora» de su muerte y resurrección en la que sellará para siempre la Alianza Nueva y Eterna, tras la cual descenderá sobre la Iglesia el nuevo vino del Espíritu con tal fuerza que algunos en Pentecostés llegarán a decir que los discípulos «estaban borrachos» (Hch 2,13).
Y este segundo vino, como bien dice el mayordomo, es mejor que el primero, porque el novio –que en el Paraíso era sólo una promesa– es ahora «hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne», y esa carne, tras ser glorificada, se ha convertido en «Espíritu vivificante» (1 Co 15,45) para los que creemos en su Nombre.
Pero Jesús, obediente al Padre hasta la muerte, no quiere desairar tampoco a su Madre, y por eso realiza el milagro de transformar el agua en vino para devolver la alegría a esa boda. Es un signo precioso de lo que Jesús hará en el ministerio que inicia en Caná de Galilea y culmina en la «hora» que el Padre ha dispuesto: primero llenará las tinajas de agua, devolviendo a la Ley de Moisés su sentido espiritual, y a continuación convertirá esta agua en vino, llevando la Ley a su plenitud y dando al ser humano, por el Espíritu Santo, el poder para cumplirla y regocijarse en ella.
El evangelio termina diciendo que con este signo Jesús «manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él», esa fe que los capacitaría para recibir más tarde el nuevo vino de Pentecostés que restablece la comunión entre Dios y los hombres y devuelve la armonía a la creación.
Que la participación en la eucaristía, donde Jesús realiza el milagro incomparablemente mayor de transformar el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, haga crecer la fe también en nosotros para que podamos gozar de lo que los Padres llamaron «la sobria embriaguez del Espíritu Santo».
P. José María Prats
Evangelio
En aquel tiempo, se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre:
«No tienen vino».
Jesús le responde:
«¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora».
Dice su madre a los sirvientes:
«Haced lo que Él os diga».
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una.
Les dice Jesús:
«Llenad las tinajas de agua».
Y las llenaron hasta arriba. «Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala». Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice:
«Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora».
Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos. Después bajó a Cafarnaúm con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días.
San Juan 2, 1-11
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