* «De hecho, cada vez que celebramos la eucaristía pedimos que el Espíritu Santo se derrame sobre nosotros para fortalecer nuestra condición de miembros de un mismo Cuerpo. Así lo hacemos, por ejemplo, en la plegaria eucarística II: ‘Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo’. Pidamos este don con fe y con el compromiso de trabajar para que sea una realidad en nuestra comunidad»
Domingo III del tiempo ordinario – C
Nehemías 8, 2-4a.5-6.8-10 / Salmo 18 / 1Corintios 12, 12-30 / San Lucas 1, 1-4;4,14-21
P. José María Prats / Camino Católico.- La lectura de hoy de la primera carta de San Pablo a los corintios es muy importante para vivir bien nuestra fe. Nos dice que todos los cristianos formamos un solo cuerpo –el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia– porque por el bautismo hemos recibido un mismo Espíritu. La mano, el pie, el ojo, la cabeza... por sí mismos no pueden hacer nada, y sólo tienen sentido en la medida en que están coordinados entre sí y al servicio de todo el cuerpo. Pues lo mismo pasa con los cristianos: la fe sólo produce frutos en la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos y nos ponemos al servicio unos de otros. San Cipriano decía que «unus christianus, nullus christianus»: el cristiano que se encierra en sí mismo no es un verdadero cristiano.
Otra imagen muy interesante parecida a la del cuerpo es la de un coro: el coro sólo suena bien cuando todas las voces se entretejen armónicamente. Es muy común cuando los principiantes ingresan en un coro que se entusiasmen con su propia melodía y canten demasiado fuerte ahogando las otras voces. De hecho, uno se convierte en un buen cantante cuando aprende a escuchar y a gozar de todas las voces modulando la propia voz para que se integre armónicamente en el conjunto.
Lo mismo ocurre en una comunidad cristiana. Cada uno de nosotros es diferente, con una manera de ser y unos talentos distintos: unos tienen capacidad de organizar, otros una gran sensibilidad por los enfermos o los marginados, otros tiene bienes materiales, otros talentos artísticos, otros facilidad para hablar y enseñar... Lo importante es que todos estos talentos se armonicen para entonar juntos un misma melodía: la proclamación de la gloria de Dios que se manifiesta en el amor entre todos los miembros de la comunidad.
Un famoso cantar de Antonio Machado dice: «Nunca perseguí la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres mi canción». Esta es la clave de todo: Cuando cada uno busca su propia gloria y que todos admiren su canción el coro desafina, el cuerpo se disgrega. En cambio, cuando nos olvidamos de la propia gloria para proclamar juntos la gloria de Dios todo se llena de armonía, paz y bienestar. Y, como decíamos, la gloria de Dios es que los miembros de la comunidad se amen.
Para conseguir esto, hemos de aprender a salir de nosotros mismos y cultivar una mirada contemplativa hacia los demás. Cada hermano es un instrumento precioso que Dios ha regalado a la comunidad y su voz es muy importante: tenemos que aprender a escucharla, amarla, potenciarla e integrarla en la melodía común que proclama la gloria de Dios. Y, como nos ha dicho San Pablo, cuidando muy especialmente de los miembros más débiles: los enfermos, los ancianos, los que sufren por cualquier circunstancia. Estas son las voces más delicadas y más apreciadas por el Señor. La atención preferencial hacia ellos es la prueba de la opción de la comunidad por el amor.
Pero no debemos olvidar que el que hace posible todo esto es el Espíritu Santo. «Todos nosotros ... hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo» –nos ha dicho San Pablo. El Espíritu Santo es el Espíritu de amor y de comunión que, habitando en nosotros, nos constituye en miembros del Cuerpo de Cristo, en verdadera comunidad. De hecho, cada vez que celebramos la eucaristía pedimos que el Espíritu Santo se derrame sobre nosotros para fortalecer nuestra condición de miembros de un mismo Cuerpo. Así lo hacemos, por ejemplo, en la plegaria eucarística II: «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo». Pidamos este don con fe y con el compromiso de trabajar para que sea una realidad en nuestra comunidad.
P. José María Prats
Evangelio
Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. Él iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos. Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».
Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles:
«Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy».
San Lucas 1, 1-4;4,14-21
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