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sábado, 1 de febrero de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Tomar conciencia de los bienes inefables que hemos recibido por el sacrificio de Cristo y que tenemos que custodiar con diligencia / Por P. José María Prats

 

* «Habéis sido transformados en luz de Cristo. Caminad siempre como hijos de la luz, a fin de que perseverando en la fe, podáis salir con todos los santos al encuentro del Señor»

La Presentación del Señor

Malaquías  3, 1-4  /  Salmo 23  /  Hebreos 2, 14-18  /  San Lucas 2, 22-40 

P. José María Prats / Camino Católico.- En este pasaje del evangelio se nos presenta a la Sagrada Familia acudiendo a Jerusalén para cumplir dos preceptos de la ley de Moisés:

1) La purificación de las madres después de dar a luz  (Lev 12).

Según la ley, tras dar a luz un hijo, la madre quedaba legalmente impura por cuarenta días, sin poder participar en el culto público. Transcurrido este tiempo debía ir al Templo para ser declarada legalmente pura, ofreciendo para ello un sacrificio que dependía de sus posibilidades económicas. En el caso de familias pobres, como la Sagrada Familia, la ofrenda prescrita era de «dos tórtolas o dos pichones».

2) La consagración al Señor de los primogénitos  (Ex 13,2.12-13; Nm 3,13; 18,15-16).

La ley prescribía que todos los primogénitos, tanto de los hombres como del ganado, pertenecían a Dios, porque Él los había salvado de la muerte antes de salir de Egipto. Esta consagración de los primogénitos a Dios debía hacerse, en el caso del ganado, sacrificando a los animales, y en el caso de los hombres, rescatándolos al mes de nacer mediante el pago de cinco siclos de plata a un sacerdote de la localidad.

José y María cumplen el segundo precepto de una forma muy singular porque no consta que paguen ningún rescate y, en cambio, llevan a Jesús al Templo para «presentarlo al Señor», presentación que se describe con un término griego (παραστησαι) que pertenece al lenguaje cultual-sacrificial y que significa “llevar víctimas al altar”. Se nos está diciendo que Jesús no es un primogénito como los demás, que va a ser rescatado, sino que va a ser consagrado al Señor por un sacrificio cruento.

¿Pero qué consecuencias tiene esta “presentación” de Jesús? Responde a ello la profecía de Malaquías que hemos escuchado en la primera lectura: «De repente llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando ... refinará a los levitas y los acrisolará como oro y plata ... entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén».

Queda ahora claro que este episodio trata de la purificación del culto operada por el sacrificio de Cristo, tal como dice el Apocalipsis: «Él nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,5-6).

En este mismo sentido, es interesante notar que, al satisfacerse conjuntamente dos preceptos (purificación de la madre y consagración del primogénito) que según la ley se cumplían por separado, se pone de manifiesto su profunda conexión en Cristo: la consagración de Jesús como víctima sacrificial purificará a su pueblo, representado en María, para que pueda celebrar un culto agradable al Señor.

María, en su espera penitencial de cuarenta días, y los ancianos Simeón y Ana, son un icono precioso del resto fiel de Israel que, guiado y sostenido por el Espíritu Santo, ha permanecido durante siglos a la espera del Mesías que haría posible una nueva alianza y un nuevo culto, por los que entraría a participar para siempre de la luz y de la de vida de Dios.

Finalmente, y como evoca el rito inicial de las candelas, conviene notar que los sagrados misterios que celebramos en esta fiesta están conectados de una manera muy especial con los ritos que acompañan al bautismo. La participación sacramental en el sacrificio de Cristo por el baño bautismal tiene tres consecuencias: consagración a Dios (unción con el crisma), purificación (imposición de la vestidura blanca) e iluminación (entrega de la luz pascual).

Que las palabras dirigidas a los neófitos tras recibir el cirio bautismal nos ayuden a tomar conciencia de los bienes inefables que hemos recibido por el sacrificio de Cristo y que tenemos que custodiar con diligencia: «Habéis sido transformados en luz de Cristo. Caminad siempre como hijos de la luz, a fin de que perseverando en la fe, podáis salir con todos los santos al encuentro del Señor».

P. José María Prats


Evangelio

Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor.

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:      

«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». 

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él.

Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: 

«Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.

San Lucas 2, 22-40

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