* «Al aceptar la cruz, perseverando en los momentos de prueba, vencemos sobre la esclavitud del egoísmo y de las pasiones y adquirimos la libertad para vivir en la verdad construyendo el reino de Dios: nos convertimos en reyes. Y la fuerza que hace posible esta aceptación de la cruz es la pasión por corresponder al amor sin medida de Cristo: ‘Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos’»
Jesucristo, Rey del Universo - C
2 Samuel 5, 1-3 / Salmo 121 / Colosenses 1, 12-20 / San Lucas 23, 35-43
P. José María Prats / Camino Católico.- Si estuviéramos celebrando la memoria de un gran rey o de un emperador como César Augusto, Carlomagno o Napoleón, probablemente leeríamos una crónica de su coronación o de alguna batalla decisiva de su reinado. En cambio, en esta solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, hemos proclamado el evangelio que nos presenta a Jesús clavado en una cruz junto a dos malhechores. Y es que es precisamente en la cruz donde se halla clavado el letrero que anuncia al mundo que Jesús es Rey: «Éste es el rey de los judíos».
En su oración en Getsemaní, Jesús ha conocido y aceptado el designio misterioso del Padre de que entregue su vida por la salvación del mundo, y ahora se encuentra pendiendo de una cruz, humillado, sangrando de pies a cabeza y rodeado de voces que le gritan: “Si eres el Mesías, sálvate a ti mismo: baja de la cruz.” La tentación no podía ser mayor: en un plato de la balanza estaba el fin de sus sufrimientos, la afirmación de sí mismo y el aplauso del mundo; en el otro plato, la pura y desnuda fidelidad a la voluntad del Padre. Y Jesús es Rey porque optó incondicionalmente por esta fidelidad: «por eso Dios –dice San Pablo– lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11).
Pero este drama y tentación de Jesús siguen estando muy presentes en nuestros días. Cuando por una u otra circunstancia hemos de compartir la cruz del Señor, el mundo no deja de gritarnos: “sálvate a ti mismo: baja de la cruz”. A la mujer que ha quedado embarazada sin desearlo, el mundo le grita: “deshazte de este embarazo que viene a complicar tu vida”. A la persona enferma o deprimida que ha perdido el gusto por la vida: “no te preocupes, nosotros te proporcionaremos esa muerte suave a la que tienes derecho”. Al esposo o esposa que vive dificultades en su matrimonio: “deja de luchar y busca otra relación más satisfactoria.” Siempre la misma historia: “Sálvate a ti mismo: baja de la cruz”.
Como dice San Pablo a Timoteo, nosotros participamos de la realeza de Cristo en la medida en que participamos de su cruz: «Si perseveramos, también reinaremos con él» (2 Tim 2,12). Al aceptar la cruz, perseverando en los momentos de prueba, vencemos sobre la esclavitud del egoísmo y de las pasiones y adquirimos la libertad para vivir en la verdad construyendo el reino de Dios: nos convertimos en reyes. Y la fuerza que hace posible esta aceptación de la cruz es la pasión por corresponder al amor sin medida de Cristo: «Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,15). Como al buen ladrón, el amor a Cristo nos hace sordos a las voces del mundo que nos instan a despreciar y rechazar la cruz, y en medio de la prueba nos hace escuchar sus benditas palabras: «Tú estarás conmigo en el paraíso».
P. José María Prats
Evangelio:
En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido».
También los soldados se burlaban de Él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían:
«Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!».
Había encima de él una inscripción:
«Éste es el Rey de los judíos».
Uno de los malhechores colgados le insultaba:
«¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!».
Pero el otro le respondió diciendo:
«¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho».
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino».
Jesús le dijo:
«Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
San Lucas 23, 35-43


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