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jueves, 10 de enero de 2008

Hijos demasiados místicos / Autor: Alfonso Aguiló

El ideal o el proyecto más noble
puede ser objeto de burla o de ridiculizaciones fáciles.
Para eso no se necesita la menor inteligencia.
Alexander Kuprin


Pietro Bernardone, un rico comerciante de Asís, tenía uno de los mejores almacenes de ropa en la ciudad y la familia gozaba de una buena posición económica. Su hijo Francesco era muy culto, dominaba varios idiomas y era un gran amante de la música y los festejos. La sorpresa de Don Pietro fue mayúscula cuando, un buen día del año 1206, se encontró con que Francesco había decidido entregarse a Dios en una vida de pobreza y desprendimiento total.

Don Pietro se presentó en la sede arzobispal y demandó a su hijo ante el obispo, declarando que lo desheredaba y que tenía que devolverle todo el dinero que había gastado en la reparación de la Iglesia de San Damián. El prelado devolvió el dinero al airado padre, y Francesco se presentó también, escuchó las palabras de su padre, y como respuesta le dio toda la ropa que llevaba puesta, quedándose solo con una faja de cerdas a la cintura. Después se puso una sencilla túnica de tela basta, que era el vestido de los trabajadores del campo, anudada con un cordón a la cintura. Trazó con tiza una cruz sobre su nueva túnica, y con ella vistió el resto de su vida y sería en lo sucesivo el hábito de los franciscanos. Porque pronto se le unió uno, y luego otro, y cuando tenía doce compañeros se fueron a Roma a pedir al Papa que aprobara su comunidad. En Roma no querían dar la aprobación porque les parecía demasiado rígida en cuanto a la pobreza, pero al fin lo lograron.

Al poco tiempo, una joven muy santa, también de Asís, que se llamaba Clara, se entusiasmó por esa vida de desprendimiento, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francesco, y dejando a su familia se hizo monja y fundó con él las hermanas clarisas, que, como los franciscanos, pronto se extendieron muchísimo. Cuando Francesco falleció, en 1226, eran ya más de cinco mil franciscanos, y apenas dos años después el Papa lo declaró santo. En la actualidad, la familia franciscana cuenta con decenas de santos, las clarisas son más de veinte mil religiosas y los franciscanos y capuchinos más de cuarenta mil.

De la nada a una admirable difusión

— De todas formas, hay que disculpar un poco a su padre, pues sin duda fue muy singular lo de su hijo, aunque acabara siendo San Francisco de Asís y hoy sea uno de los santos más grandes de la historia.

Sin duda hay que disculparle, pero también hay que pensar que Dios llama de modos muy diversos, y que el respeto que hoy todo el mundo tiene por la elección de esposo o esposa debe trasladarse al seguimiento de Dios, con independencia de los planes que tengan los padres o del entusiasmo que les produzca esa elección.

Una resolución firme y pertinaz

Algo parecido sucedió, por ejemplo, a Monna Lapa di Puccio di Piagente, una madre sorprendida por los "caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística". Porque ella, como cualquier madre de Siena de buena familia, tenía preparado para su hija un buen partido: un joven de una familia acomodada de la ciudad, con la que además les venía muy bien emparentar a los Benincasa.

Y cuando estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina le dio por cortarse el pelo casi al completo. La madre no era una mujer de genio fácil, y la riñó y la gritó como solamente ella sabía hacerlo: "¡Te casarás con quien te digamos, aunque se te rompa el corazón!". La amenazó: "No te dejaremos en paz hasta que hagas lo que te mandamos".

Todo fue inútil. La hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque no podía entender que su hija había decidido entregarse a Dios para siempre, y que, además, no tenía la menor intención de irse a un convento. Catalina pensaba vivir célibe, allí, en su propia casa. Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus tácticas, su genio y su ingenio: le gritaba, le hacía trabajar sin desmayo, le reñía constantemente. Todo en vano. Y un día, Catalina reunió a toda la familia y les habló con una claridad meridiana: "Dejad todas esas negociaciones sobre mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad. Yo tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres. Si vosotros no queréis tenerme en casa en estas condiciones, dejadme estar como criada, que haré con mucho gusto todo lo que buenamente me pidáis. Pero si me echáis por haber tomado esta resolución, sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón."

Fue entonces cuando, ante su sorpresa, su padre, Jacobo Benincasa, dijo gravemente: "Querida hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios, de quien viene esa resolución tuya. Ahora sabemos con seguridad que no te mueve la obstinación de la juventud sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás te molestaremos en tu vida de oración ni intentaremos apartarte de tu camino. Pide por nosotros para que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan temprana."

Admirada por todos

Lapa estaba desconcertada. Su propio marido se ponía de parte de la hija, cuando era evidente que era solo una niña. Tenía diecisiete años. Pero Jacobo la miró fijamente, y Lapa supo que estaba perdiendo la batalla. No tuvo más remedio que ceder. Luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones que hacía su hija. No estaba dispuesta a aquello. Gritaba, lloraba: "¡Ay, hija mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha robado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!".

Y luego vino su incansable preocupación por los pobres y sus constantes limosnas. Aquello le importaba menos: al fin y al cabo, ella también era caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no, eso no: ella era de familia distinguida, y todos envidiaban en Siena su vieja casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y sus posesiones. No, ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas que arremetían contra ella.

— ¿Y cómo acabó la historia de Catalina?

Catalina murió joven, con solo treinta y tres años. Pero le dio tiempo a ser una gran santa, conocida en todo el mundo: Santa Catalina de Siena. El día de su entierro, el 29 de abril de 1380, toda la ciudad se volcó con aquella mujer que había fallecido en la flor de la vida. Los comerciantes, los miserables de Siena a los que su hija había acogido siempre, los artesanos, los nobles, los gobernantes de aquella pequeña república, todos miraban pasar a la madre fervorosamente tras el féretro de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina, una mujer joven, sin más poder que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la Iglesia. Su palabra pudo lo que no pudieron guerras, presiones y amenazas: un reto de siglos, que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente Aviñón. Aunque era analfabeta, desde muy pronto muchas personas se agrupaban a su alrededor para escucharla. Cuando tenía veinticinco años tenía ya una fama reconocida como conciliadora de la paz entre soberanos y sabia consejera de príncipes. Gregorio XI y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en cuestiones gravísimas, y Catalina supo hacer las cosas con prudencia, inteligencia y eficacia.

Pero al fin comprendió

Lapa iba como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, si le hubiera hecho caso... Ahora, paradójicamente, su orgullo y su gloria eran haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso. Se daba cuenta de que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija –la sombra más amada por ella–, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz. De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, el resto de aquel rostro bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía reprimir el antiguo lamento: "pero si es todavía una niña...".

— Yo creo que hoy día el principal miedo de los padres ante la vocación de sus hijos es el miedo a que fracasen en ese camino.

Es fácil de entender esa inquietud, pero también es fácil de entender que ese riesgo se da igualmente en la elección matrimonial, en el trabajo y en muchas cosas más, y los padres no deben oponerse a la entrega a Dios simplemente porque no tengan seguridad absoluta de que sea su camino, o ante la incertidumbre de que pueda no ser fiel a su vocación. Además, en todas las instituciones de la Iglesia hay unos plazos para confirmar el discernimiento de la vocación, como existe el noviazgo antes del matrimonio.

— También es que a veces ven a sus hijos con muchos defectos, con las crisis propias de la adolescencia, y no les cuadra que, dentro de todas esas limitaciones, haya una verdadera vocación.

No sería razonable culpar a la vocación de toda la rebeldía, el desaliento o la alteración del ánimo que a veces son propias de la adolescencia, de la misma manera que tampoco estaría justificado considerar esos defectos como síntomas claros de falta de vocación. La vocación no es un premio a un concurso de méritos o de virtudes. Dios llama a quien quiere, y entre esos, unos son mejores y otros peores, pero todos con defectos. Y espera de los padres cristianos comprensión y acompañamiento en el camino vocacional de sus hijos.

El cálculo de los padres

— Pero los padres no dan ni quitan la vocación, así que el único problema es que puedan retrasar un poco su entrega.

El problema no es solo ese posible retraso, sino que los padres pueden favorecer o malograr la entrega de sus hijos a Dios. Hay estilos de vida que facilitan el encuentro de los hijos con Dios, y otros que lo dificultan. Es lógico que los padres cristianos procuren que sus hijos tengan una cabeza y un corazón cristianos, y que se preocupen de que su hogar sea una escuela de virtudes donde cada hijo pueda tomar sus propias decisiones con madurez humana y espiritual, según su edad. Por eso decía San Josemaría Escrivá que el noventa por ciento de la vocación de los hijos se debe a los padres, pues una respuesta generosa germina habitualmente solo en un ambiente de libertad y de virtud.

La Iglesia, maestra en humanidad, conoce y comprende las dudas e inquietudes que a veces sufren los padres cristianos ante la vocación de sus hijos: hay avances y retrocesos, vueltas y revueltas. Lo que les pide es que estén siempre al lado de sus hijos, comprendiendo y alentando. Sería una lástima que se sometieran ingenuamente a las voces de alarma que a veces se propugnan desde algunos ambientes que demuestran poco espíritu cristiano, bien por su actitud contraria a la entrega o por su tibieza al acogerla. El "ten cuidado", el "no te pases de bueno", el egoísmo de querer tener los hijos siempre cerca o de que hagan siempre lo que los padres quieren, o el deseo de tener nietos a toda costa, son con frecuencia manifestaciones del fracaso del espíritu cristiano en una familia.

Algunos padres buenos desean que sus hijos sean buenos, pero sin pasarse, solo dentro de un orden: los llevan a centros educativos de confianza, desean que se relacionen con gente buena, en un ambiente bueno, pero ponen todos los medios a su alcance para que esa formación no cuaje en un compromiso serio. Esas actitudes denotan un egoísmo solapado y una falta de rectitud que pueden desembocar en problemas serios a medio o largo plazo. Desgraciadamente, hay abundantes experiencias de padres que ponen el freno cuando un hijo suyo se plantea ideales más altos, o incluso hacen lo posible por dificultar esa vocación, y que después se lamentan de cómo evoluciona después el pensamiento y la conducta de su hijo, quizá como consecuencia del egoísmo que, sin querer, han introducido en su alma. No deben olvidar que el punto óptimo de bondad no es el que nosotros establecemos con un cálculo egoísta, sino el que determina la voluntad de Dios en conjunción con la libertad de cada hijo.

En un ambiente cristiano

— ¿Y es coherente que unos padres cristianos no deseen que alguno de sus hijos se entregue por completo a Dios?

Ante la entrega total a Dios de un hijo o de una hija, la reacción lógica de quien se ha propuesto hacer de su matrimonio un camino de santidad, es agradecer a Dios ese inmenso don. Cuando los padres han creado un verdadero ambiente de libertad cristiana, es muy frecuente que Dios les bendiga en sus hijos.

Los buenos padres desean ideales altos para sus hijos: en lo profesional, en lo cultural, en lo afectivo, en todo. Se comprende que los padres cristianos deseen, dentro de eso, que sus hijos aspiren a la santidad y no se queden en la mediocridad espiritual. En ese sentido, desean que sus hijos respondan plenamente a lo que Dios espera de ellos. Así lo explicaba Juan Pablo II en 1981: "Estad abiertos a las vocaciones que surjan entre vosotros. Orad para que, como señal de su amor especial, el Señor se digne llamar a uno o más miembros de vuestras familias a servirle. Vivid vuestra fe con una alegría y un fervor que sean capaces de alentar dichas vocaciones. Sed generosos cuando vuestro hijo o vuestra hija, vuestro hermano o vuestra hermana decida seguir a Cristo por este camino especial. Dejad que su vocación vaya creciendo y fortaleciéndose. Prestad todo vuestro apoyo a una elección hecha con libertad."

— ¿Y si desean solo que sus hijos retrasen ese paso?

Algunos padres se encuentran hoy con que sus hijos retrasan durante años determinadas decisiones (por ejemplo, casarse y formar una familia, abrirse camino en lo profesional, etc.). Otros padres se lamentan de que sus hijos ya mayores se resisten a dejar el hogar paterno porque encuentran allí todas las comodidades sin apenas responsabilidad. Una buena formación cristiana se orienta hacia la decisión y el compromiso, y logra que los hijos sean capaces de administrar rectamente su libertad y asumir pronto responsabilidades y compromisos que suponen esfuerzo. Eso es siempre una muestra de madurez.

Los padres tienen sus propios planes, sus proyectos para cada uno de sus hijos. Pero lo que importa es que ese sueño coincida con lo que Dios quiere. El gran proyecto es que sean santos y se ganen la felicidad eterna del Cielo. No hay proyecto más maravilloso que el que Dios tiene previsto para cada alma. Por eso, con su oración y su cariño, los padres cristianos deben secundar la entrega generosa de sus hijos. A veces, esa entrega supondrá la entrega de los planes y proyectos personales que los padres habían hecho. Y eso no es un simple imprevisto, sino que es parte de su vocación de padres. En ese sentido, podría decirse que toda vocación es doble: la del hijo que se da, y la de los padres que lo dan; y a veces puede ser mayor mérito de los padres, que han sido llamados por Dios para dar lo que más quieren, para entregarlo con alegría.

La separación física

— Pero es natural que les cueste la separación física que habitualmente supone el hecho de que un hijo se entregue a Dios.

Es ley de vida que los hijos tiendan a organizar su vida por su cuenta. A algunos padres les gustaría que sus hijos estuvieran continuamente a su lado. Sin embargo, buscando su bien, muchos les proporcionan una formación académica que les exige un distanciamiento físico (facilitándoles que estudien en otra ciudad, o que vayan al extranjero para que aprendan un idioma, por ejemplo). En otras ocasiones, son los hijos los que se separan físicamente de sus padres por razones académicas, de trabajo, de amistad o de noviazgo. Y cuando Dios bendice un hogar con la vocación de un hijo o una hija, a veces también les pide a los padres una cierta separación física.

Sería ingenuo pensar que si esos hijos no se hubieran entregado a Dios estarían todo el día junto a sus padres. Además, bien sabemos que la mayoría de ellos, a esas edades, buscan de modo natural un alto nivel de independencia. Por eso, a veces pueden confundirse las exigencias de la entrega con el natural distanciamiento de los padres que suele traer consigo el desarrollo adolescente o, simplemente, el paso de los años. Lo vemos quizá en la vida de otros chicos o chicas de su edad, cuando se niegan por motivos egoístas, o por simple deseo de independencia, a participar en algunos planes familiares. Cuando pasan los años, y viendo las cosas con cierta perspectiva, suele comprobarse que la entrega a Dios no separa a los hijos de los padres, aunque a veces haya supuesto una separación física inicial mayor: les quieren más, porque Dios no separa, sino que une.

Es verdad que, con frecuencia, la entrega a Dios supone en determinado momento dejar el hogar paterno. Es natural que a los padres les cueste ese paso, y sería extraño que esa separación no costara a todos, y a veces mucho. También aquí se manifiesta el verdadero espíritu cristiano de toda una familia. En esos momentos, los padres no deben olvidar que también a los hijos les cuesta esa separación, y que puede resultarles tanto o más dolorosa que a ellos. Sin darles excesivas facilidades, no harían bien en ponérselo difícil. Santa Teresa de Ávila ofrece en esto el testimonio de su propia vida: "Cuando salí de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo, contra mí, de manera que lo puse por obra."

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Fuente: interrogantes.net

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