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viernes, 11 de julio de 2008

Una familia unida, alrededor del cuerpo silencioso de la madre: «¿Qué será de mis hijos, si la enfermedad se agrava?»

(Alfa y Omega) Lejos de sufrir por su enfermedad, Margarita, consciente de que se aproximaba un duro final, se preguntaba por el futuro de sus hijos y su marido, si los brotes de esclerosis se sucedían y se agravaban. Diez años después, su familia sigue viviendo, desde la fe, el dolor de la presencia ausente de su madre. Este testimonio es un extracto de la conferencia Sufrimiento y dependencia, pronunciada por el profesor Enrique Bonete en el Congreso de Bioética de la Universidad Católica San Antonio, de Murcia el año pasado.

Es 1997. Jesús y Margarita tienen cinco hijos (cuatro chicas -dos gemelas de 15 años, las otras, de 9 y 7-, y un niño de dos años). Jesús es profesor de Física y Química en un colegio de Secundaria. Margarita es enfermera en el Hospital Clínico de Salamanca. Cuentan cada uno con unos cuarenta años. Esta madre trabaja media jornada en el hospital para atender mejor a sus cinco hijos. De vez en cuando tiene fuertes dolores de cabeza que le llevan a pedir la baja. Va a diversos especialistas. Le diagnostican sinusitis. No mejora. Uno de los días de mayor incomodidad sufre un brote de esclerosis múltiple. Es ingresada en el hospital. Queda paralizado el lado derecho de su cuerpo. A duras penas puede caminar. Habla con dificultad. Ante tan inesperada adversidad, Margarita no muestra rebeldía ni amargura, sí confianza en Dios. Su única preocupación es el cuidado de sus cinco pequeños: «¿Qué será de ellos si la enfermedad se agrava?» Así transcurren unas semanas. Hasta que otro brote mucho más fuerte la deja prostrada y en estado de coma vigil. Tras un breve período en el hospital, y al constatar los médicos que su situación es irreversible, Jesús, su marido, decide instalarla en el domicilio familiar. Transcurre todo el día semidormida. Unas horas está sentada en una silla de ruedas, y el resto del tiempo, en cama. Jesús suele recordar la última oración de Margarita poco antes de que sufriera la lesión cerebral irreversible:
«Dios mío, cuida de nuestros hijos, de mi marido, y haz de mí lo que quieras».


Hace ya diez años que sufrió aquel primer brote de esclerosis. Sus hijos han vivido esta década alrededor de su madre enferma, inconsciente, totalmente dependiente de los cuidados de sus seres queridos, y de una señora contratada que durante las mañanas, mientras todos van al colegio, pueda estar atendida Margarita. Los hijos y el padre, tras el primer impacto de la enfermedad, quedan sobresaltados por la incertidumbre del desenlace. Se han ido adaptando a las nuevas circunstancias familiares. Hablan con su madre por si los escucha. Le cuentan sus problemas y le hablan de sus tareas. Rezan con ella los domingos. Todos han aprendido a alimentarla, limpiarla, atenderla. La alimentan e hidratan por sonda nasogástrica. Se distribuyen bien las tareas domésticas y siempre está alguno de sus hijos al cuidado de la madre. Y especialmente, el marido, Jesús, cuando acaba su jornada docente. Está con ella, velando y vigilante, porque, tras diez años de prostración e inconsciencia la situación es cada vez más precaria. Cualquier resfriado puede desencadenar la muerte.

En estos momentos, Margarita sigue necesitando de los cuidados de sus seres queridos. Es una persona dependiente que, aparentemente, no sufre. Los hijos y el padre, desde la fe cristiana, se han situado ante este sufrimiento con una entereza fuera de lo común. Las hijas han crecido y madurado, han atravesado la adolescencia amando a su madre, girando a su alrededor, como atraídas por la presencia de una debilidad luminosa. El niño pequeño, que tenía dos años cuando su madre sufrió el primer brote, hoy tiene doce. No sabe lo que es tener una madre sana. Ha hablado con ella durante años sin recibir nunca respuesta alguna. El cuerpo materno ha sido acariciado sin poder responder con ternura a sus hijos. Con la silenciosa presencia de su madre postrada en la cama ha crecido el pequeño hogar, han madurado las cuatro hijas, se ha fortalecido en la soledad su marido, Jesús, un hombre interrogado por Dios, un cristiano que contempla cada día en el lecho conyugal a su esposa frágil, indefensa, debilitada, yaciente, como presencia real de la cruz de Cristo... Margarita es una persona dependiente en estado vegetativo permanente. Ellos son una familia unida alrededor del cuerpo silencioso de la madre. Aún vive. Hasta hoy la cuidan, hasta hoy le hablan escuchando ecos de afecto a través de su mirada ausente.

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