“Levanté los ojos hacia la luz y vi, de pie en el altar, viva, grande, majestuosa, bellísima y con aire misericordioso a la Santa Virgen María... Fijé la mirada en sus manos y vi en ellas la expresión del perdón y la misericordia (...) aunque Ella no hubiera dicho una palabra, comprendí de pronto el horror del estado en que me encontraba, la deformidad del pecado, la belleza de la fe en el Evangelio... En ese mismo instante, una venda cayó de mis ojos (...) veía, al fondo del abismo, las miserias extremas de las que había sido sacado por un acto de misericordia infinita...”
5 de junio de 2012.- (Fernando Paz / Alba / Camino Católico) La historia de la Iglesia está repleta de conversiones, pero algunas son más previsibles que otras. Las hay lógicas, inopinadas, sorprendentes e increíbles. Agotada la escala, más allá de lo que cualquiera puede esperar, nos encontramos con la de Alphonse Ratisbonne. Estamos en enero de 1842, hace ahora 170 años. Judío y ateo; burlón y descreído; sarcástico y corrosivo. Alphonse Ratisbonne era eso y más. Todo, cualquier cosa, antes que cristiano, y no digamos que católico, creyente, miembro del rebaño.
Hijo de un rico banquero hebreo de Estrasburgo, acostumbrado a la buena vida, a los lances del amor, a la ociosidad turística, de ese natural irritantemente escéptico que produce la permanente satisfacción de las últimas superfluidades materiales, Ratisbonne se encontró con la fe, con una fe arrolladora que se llevó por delante sus prejuicios una fría mañana del mes de enero en una capilla de la ciudad de Roma.
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