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domingo, 13 de octubre de 2024

Homilía del Evangelio del Domingo: Jesús señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo» / Por Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

* «Muchos –dice Agustín– se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. ¿Por qué no ponerlo nada menos que en el cielo, donde estaría mucho más seguro y donde se volverá a encontrar, un día, para siempre? ¿Cómo hacerlo? Es sencillo, prosigue San Agustín: Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores. Ellos van allí donde tú esperas ir un día. La necesidad de Dios está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí… Existe también el de pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner en marcha empresas locales en los países en vías de desarrollo»

¡Qué difícil es que un rico entre en el Reino de los Cielos!:  Domingo XXVIII del tiempo ordinario – B:

Sabiduría 7, 7-11  /  Salmo  89  /  Hebreos 4, 12-13  /  Marcos 10, 17-30

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap. / Camino Católico.- Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio de este domingo dice de la riqueza. Jesús jamás condena la riqueza ni los bienes terrenos por sí mismos. Entre sus amigos está también José de Arimatea, "hombre rico"; Zaqueo es declarado "salvado", aunque retenga para sí la mitad de sus bienes, que, visto el oficio de recaudador de impuestos que desempeñaba, debían ser considerables. Lo que condena es el apego exagerado al dinero y a los bienes, hacer depender de ellos la propia vida y acumular tesoros sólo para uno (Lc 12, 13-21).

La Palabra de Dios llama al apegamiento excesivo al dinero "idolatría" (Col 3, 5; Éf 5, 5). El dinero no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia. Literalmente "dios de fundición" (Éx 34, 17). Es el anti-dios, porque crea una especie de mundo alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se realiza una siniestra inversión de todos los valores. "Nada es imposible para Dios", dice la Escritura, y también: "Todo es posible para quien cree". Pero el mundo dice: "Todo es posible para quien tiene dinero". 

La avaricia, además de la idolatría, es asimismo fuente de infelicidad. El avaro es un hombre infeliz. Desconfiado de todos, se aísla. No tiene afectos, ni siquiera entre los de su misma carne, a quienes ve siempre como aprovechados y quienes, a su vez, alimentan con frecuencia respecto a él un solo deseo de verdad: que muera pronto para heredar sus riquezas. Tenso hasta el espasmo para ahorrar, se niega todo en la vida y así no disfruta ni de este mundo ni de Dios, pues sus renuncias no se hacen por Él. En vez de obtener seguridad y tranquilidad, es un eterno rehén de su dinero. 

Pero Jesús no deja a nadie sin esperanza de salvación, tampoco al rico. Cuando los discípulos, después de lo dicho sobre el camello y el ojo de la aguja, preocupados le preguntaron a Jesús: "Entonces ¿quién podrá salvarse?", Él respondió: "Para los hombres, imposible; pero no para Dios". Dios puede salvar también al rico. La cuestión no es "si el rico se salva" (esto no ha estado jamás en discusión en la tradición cristiana), sino "qué rico se salva". 

Jesús señala a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: "Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan" (Mt 6, 20); "Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas" (Lc 16, 9).

¡Se diría que Jesús aconseja a los ricos transferir su capital al exterior! Pero no a Suiza, ¡al cielo! Muchos –dice Agustín– se afanan en meter su propio dinero bajo tierra, privándose hasta del placer de verlo, a veces durante toda la vida, con tal de saberlo seguro. ¿Por qué no ponerlo nada menos que en el cielo, donde estaría mucho más seguro y donde se volverá a encontrar, un día, para siempre? ¿Cómo hacerlo? Es sencillo, prosigue San Agustín: Dios te ofrece, en los pobres, a los porteadores. Ellos van allí donde tú esperas ir un día. La necesidad de Dios está aquí, en el pobre, y te lo devolverá cuando vayas allí. 

Pero está claro que la limosna de calderilla y la beneficencia ya no es hoy el único modo de emplear la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. Existe también el de pagar honestamente los impuestos, crear nuevos puestos de trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, poner en marcha empresas locales en los países en vías de desarrollo. En resumen, poner a rendir el dinero, hacerlo fluir. Ser canales que hacen circular el agua, no lagos artificiales que la retienen sólo para sí.

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

Evangelio

En aquel tiempo, cuando Jesús se ponía en camino, uno corrió a su encuentro y arrodillándose ante Él, le preguntó: 

«Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?». 

Jesús le dijo: 

«¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre». 

Él, entonces, le dijo: 

«Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud». 

Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: 

«Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme».

Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes. Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: 

«¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!». 

Los discípulos quedaron sorprendidos al oírle estas palabras. Mas Jesús, tomando de nuevo la palabra, les dijo: 

«¡Hijos, qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja que un rico entre en el Reino de Dios». 

Pero ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros:

«Y ¿quién se podrá salvar?». 

Jesús, mirándolos fijamente, dice: 

«Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios». 

Pedro se puso a decirle: 

«Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». 

Jesús dijo: 

«Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna».

Marcos 10, 17-30

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