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sábado, 12 de julio de 2025

Homilía del evangelio del domingo: Acoger el designio eterno para el que fuimos creados: que participemos del amor de Dios y lo manifestemos a los demás / Por P. José María Prats

* «Cuando el centro de la realidad se desplaza desde nosotros al corazón de Dios, empezamos a vivir en la verdad y a percibirnos como lo que en realidad somos: como hijos amados de Dios que a su vez son hermanos de otros muchos hijos amados de Dios. Este es el secreto del Buen Samaritano: él ha alcanzado una comunión tan grande con Dios, que cuando el corazón de Dios se conmueve ante el sufrimiento de alguno de sus hijos, también el suyo se estremece y acude en su auxilio»


Domingo XV del tiempo ordinario - C

Deuteronomio 30, 10-14  /  Salmo 68  /  Colosenses 1, 15-20  / San Lucas 10, 25-37

P. José María Prats / Camino Católico.-    Un autor contemporáneo, al comentar la parábola del Buen Samaritano que acabamos de proclamar, se preguntaba cuál era la diferencia fundamental entre las actitudes del sacerdote y del levita que pasaron de largo al ver a aquel pobre hombre agonizando y la del Buen Samaritano que se detuvo a socorrerle.

Y la respuesta que dio es la siguiente: Cuando el sacerdote y el levita vieron a aquel hombre apaleado se hicieron esta pregunta: “¿Qué me ocurrirá a mí si ayudo a este hombre?” Y en seguida se dieron cuenta de los enormes inconvenientes que esto supondría: llegarían tarde a su destino, no podrían atender los asuntos que tenían pendientes para ese día, tendrían que buscar y pagar una posada e incluso, mientras se entretenían con todas estas cosas, podían ser víctimas de los bandidos que habían atacado a aquel hombre.

El Buen Samaritano, en cambio, reaccionó de una manera muy distinta. En lugar de preguntarse “¿qué me ocurrirá a mí si ayudo a este hombre?”, se hizo esta otra pregunta: “¿qué le ocurrirá a este hombre si yo no le ayudo?” Es decir, en vez de pensar en sí mismo, se puso en la piel de aquel hombre agonizante, sintió como suyas aquellas heridas sangrantes y aquellos golpes brutales y se vio a sí mismo muriendo aquella misma noche. Y esta situación tan desesperada vivida como en carne propia le llevó espontáneamente a olvidarse de sus intereses y a socorrer inmediatamente a aquel hombre tan necesitado.

El sacerdote y el levita por una parte y el Buen Samaritano por otra, representan respectivamente dos modos de ver el mundo radicalmente distintos. 

En el primer caso, el punto de vista somos nosotros. Es una manera muy natural de ver las cosas pues cada uno de nosotros es un sujeto con necesidades y aspiraciones que buscan ser satisfechas y que nos llevan fácilmente a percibirnos como el centro de todo y a hacer de nuestros intereses un absoluto al que subordinamos todo lo demás. Aunque este punto de vista es muy natural y espontáneo, es evidente que no corresponde a la verdad, pues es imposible que todos seamos a la vez el centro de todo.

En el segundo caso, el punto de vista es el de Dios, que es amor, es decir, negación y donación de sí mismo. Esto es lo que hizo el Buen Samaritano: negarse a sí mismo para darse a aquel pobre hombre. En la vida real y concreta no es fácil ver las cosas de esta manera. Para ello, a menudo necesitamos pasar por una crisis personal, por un choque con la realidad que nos permita romper el duro caparazón de nuestro egocentrismo y darnos cuenta de que sólo Dios es un absoluto y que nuestra vida sólo tiene sentido en la medida en que acogemos el designio eterno para el que fuimos creados: que participemos del amor de Dios y lo manifestemos a los demás.

Cuando el centro de la realidad se desplaza desde nosotros al corazón de Dios, empezamos a  vivir en la verdad y a percibirnos como lo que en realidad somos: como hijos amados de Dios que a su vez son hermanos de otros muchos hijos amados de Dios.

Este es el secreto del Buen Samaritano: él ha alcanzado una comunión tan grande con Dios, que cuando el corazón de Dios se conmueve ante el sufrimiento de alguno de sus hijos, también el suyo se estremece y acude en su auxilio.

La vida del cristiano supone una lucha constante para ir pasando, con la ayuda de la gracia, de la actitud del sacerdote y del levita a la del Buen Samaritano.

P. José María Prats

Evangelio

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la Ley, y para poner a prueba a Jesús, le preguntó:

«Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». 

Él le dijo: 

«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». 

Respondió: 

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». 

Díjole entonces: 

«Bien has respondido. Haz eso y vivirás».

Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: 

«Y ¿quién es mi prójimo?». 

Jesús respondió: 

«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: ‘Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva’.

¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo».

San Lucas 10, 25-37

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