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martes, 3 de julio de 2007

Dar la vida: Amar como Dios nos Ama / Autor: Arturo López

Juan 20, 24-29

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».


Me identifico totalmente con Tomás el mellizo. Me siento débil en mis pobrezas y cada día oro al Señor pidiéndole la gracia de creer sin haber visto. Tengo además un problema añadido: aunque esté muy decaído, hundido, deprimido y desolado, yo no puedo negar que he visto la obra de Dios en mi vida. Por tanto ¿a qué se deben las dudas, los miedos, los titubeos?. Responden a algo muy esencial: las heridas de la vida, producidas en nosotros por el mal de los pecados propios y ajenos, nos hacen dudar, cuando somos zarandeados por cualquier dificultad.

Un día mi padre espiritual, Jaime Burke O.P. compartió durante una comida con mi esposa y mis hijos: "todos los miedos en nosotros provienen del temor inconsciente a morirnos que habita en nuestro corazón. A medida que vamos dejandonos moldear por Dios, día a día, esos miedos se transforman en una total confianza en Cristo". Tenemos miedo a perder el trabajo, la salud, los amigos, el prestigio, la familia, la casa, el coche...Tenemos miedo a la oscuridad, a ser vulnerables, a no ser tenidos en cuenta, a ser humillados...Y miedo a perder nuestro cuerpo, que todo se acabe y no exista en realidad la vida eterna.

Esto no lo racionalizamos textualmente así en nuestra mente de forma consciente. Nuestras actitudes prácticas delatan que sí lo vivimos de esta forma. Sabemos doctrinalmente, por los Evangelios, por nuestra fe y relación con Dios, que la única promesa que Jesús nos ha hecho es la "vida eterna". Sin embargo, como Tomás, dudamos cuando pensamos en esa vida infinita en el corazón de Dios, que Él mismo pensó desde siempre para nosotros. No tengo ninguna duda racional, ni de fe, respecto a esa vida eterna, pero cuando determinadas situaciones me han interpelado he visto mi pobreza y la necesidad de decir "Señor mio y Dios mio", como Tomás.

Todavía estoy impresionado por una historia que he vivido. Un testimonio implacable de fe en la vida eterna y en las promesas de Jesús, que me ha hecho preguntarme como actuaría yo si me encontrará en una situación similar. La verdad es que, ante cualquier desgracia o dolor, no negaría que he visto en mi vida la gloria de Dios. Dudo que pudiera imitar a la madre que tuvo la siguiente vivencia, hace ahora unos tres años:

Una de las personas, que más bien espiritual y humano me ha hecho en mi vida, tenía un amigo sacerdote, que conocí y con quien compartimos momentos de dificultad y combate. El sacerdote iba a cumplir pronto los 50 años. Sucedió que una hermana suya menor enfermó de cáncer y después de una larga batalla con la enfermedad falleció. El sacerdote, hombre de profunda relación con Dios y de una entrega al Señor incuestionable, celebró el funeral por su hermana. Es obvio el dolor humano que supuso para la familia perder a una joven en plena madurez. La madre era viuda y su hijo sacerdote estuvo conviviendo con ella los días posteriores a la muerte de la joven.

Transcurrida una semana desde el día del entierro, el sacerdote se empezó a encontrar mal. Estaba en el salón de la casa y se lo dijo a su madre. Creía que era una indisposción transitoria. A los pocos minutos falleció. Sí es difícil para una madre perder una hija joven, no podemos dudar de lo que supone quedarse sin dos hijos en el periodo de siete días.

La persona, que me presentó al sacerdote, fue desolada a ver a la madre de los dos difuntos. Contrariamente a lo previsible la halló llena de una paz inexplicable y que decía con un aplomo testimonial profundo: "Dios me los regaló y a Él han vuelto. Bendito y alabado sea el Señor por los miles de días felices que he podido vivir con ellos". Esto, pese al dolor, sería lo que de todo corazón deberíamos testimoniar todos los cristianos y católicos ante el fallecimiento de un ser querido. Las palabras de aquella madre no eran un autoconsuelo sentimental sicológico, sino un testimonio vivo que Dios guia sus pasos. Ella consoló a conocidos, compañeros sacerdotes del hijo, familiares y amigos ante este encadenamiento de fallecimientos.

He comentado, que hoy todavía estoy impresionado por este testimonio. Cuando conocí al sacerdote fallecido, él había terminado Teología y tuvo que superar muchos contratiempos hasta su ordenación. Siempre quiso servir a Dios y tuvo el deseo de ejercer el presbiterio como Jesús: Amando sin limites. En el verano de 1997 pasaba yo por una situación muy difícil y este sacerdote y otro compañero me acogieron en su casa. Él trabajaba en las pastoral de la salud. Se compró una gran furgoneta para trasladar a los enfermos imposibilitados que atendía. Marchaba a primera hora de la mañana de casa y cuando volvía, muchas veces eran las once de la noche. Después de todo el cansancio, de atender a tantas personas con problemas, cenaba, cogía la guitarra y se dirigía sólo a la capilla a dar gracias a Dios. Allí permanecía hasta la madrugada adorando a su Señor. Para él cada día esa era su vida.

Cuando supe de su fallecimiento, la muerte anterior de la hermana y del testimonio de su madre, no podía dejar de preguntar al Señor: "-¿Cómo es posible que hayas llamado a la casa del Padre a un sacerdote que te servía con tanto celo, era tan joven y además un testimonio vivo del Evangelio?". Hoy, tres años después, mi fe ha madurado interiormente y Dios me ha hecho comprender lo importante que es vivir cada segundo de nuestra vida haciendo su voluntad, amando como Él Ama.

"Dios es Amor" dice la primera carta de Juan. Dios amó tanto al mundo que nos entregó a su Hijo Único para rescatarnos a todos del pecado. "No hay amor más grande que aquel de quien da la vida por sus amigos", dice Jesús. Amar como Dios ama es aprender a dar la vida por los demás. Normalmente, todos los que somos padres daríamos nuestra vida por salvar a nuestros hijos de cualquier contrariedad o desgracia. Eso esta bien, pero el Amor de Dios, que debe ser nuestra fuente de vida, consiste en darnos totalmente. Dios Padre entrega a su Hijo Único. La Virgen María, la madre de Jesucristo, entrega también a su hijo y permanece al lado de la cruz, sabiendo que se esta cumpliendo la voluntad de Dios, la salvación de toda la humanidad.

El paso del amor humano al Amor de Dios consiste en dejarse transformar por el Espíritu Santo, para ser capaces de dar toda nuestra vida libremente, para que los demás puedan vivir una experiencia poderosa de conocimiento de Cristo Resucitado. Afirmo todo esto con toda humildad y conociendo todas mis limitaciones para vivirlo. Se que este texto de hoy, podrá ser digerido aparentemente mejor, por personas iniciadas en una oración constante. La llamada de crecer en el Amor de Dios es para todos. Han tenido que pasar muchos años para que lo haya comenzado a interiorizar en mi vida. Pidamos la gracia al Señor para que nos haga escuchar la llamada a Amar sin limites, como hizo el sacerdote amigo. Yo no dudo que estará gozando de la vida eterna.

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