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martes, 18 de diciembre de 2007

Benedicto XVI: La Navidad, esperanza de que existe la justicia

Última audiencia general del año 2007

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 18 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles dedicada a la Navidad, la última del año 2007.* * *


Queridos hermanos y hermanas:

En estos días, al acercarnos a la gran fiesta de Navidad, la liturgia nos apremia a intensificar nuestra preparación, poniéndonos a disposición muchos textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que nos estimulan a focalizar el sentido y el valor de esta celebración anual.

Si por una parte la Navidad nos permite conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la gruta de Belén, por otra nos exhorta también a esperar, velando y rezando, a nuestro Redentor, que en el último día «vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos».

Quizá hoy también nosotros, los creyentes, esperamos realmente al Juez; ahora bien, todos esperamos justicia. Vemos tantas injusticias en el mundo, en nuestro pequeño mundo, en casa, en el barrio, así como en el gran mundo de los Estados, de las sociedades. Y esperamos que se haga justicia. La justicia es un concepto abstracto: se hace justicia. Nosotros esperamos que venga concretamente quien puede hacer justicia. En este sentido, rezamos: «Ven a tu manera, Jesucristo, como Juez». El Señor sabe cómo entrar en el mundo y crear justicia.

Pedimos que el Señor, el Juez, nos responda, que realmente cree justicia en el mundo. Esperamos justicia, pero no puede ser sólo una para los demás. Esperar justicia en el sentido cristiano significa sobre todo que nosotros mismos comencemos a vivir bajo los ojos del Juez, según los criterios del Juez; que comenzamos a vivir en su presencia, realizando la justicia en nuestra vida. De este modo, haciendo justicia, poniéndonos en presencia del Juez, esperamos la justicia.

Este es el sentido del Adviento, de la vigilancia. La vigilancia del Adviento quiere decir vivir bajo los ojos del Juez y prepararnos de este modo y preparar al mundo a la justicia. De esta manera, por tanto, viviendo bajo los ojos del Dios-Juez, podemos abrir el mundo a la venida de su Hijo, predisponer el corazón a acoger «al Señor que viene». El Niño, a quien hace unos dos mil años adoraron los pastores en una gruta en la noche de Belén, no se cansa de visitarnos en la vida cotidiana, mientras como peregrinos nos encaminamos hacia el Reino.

En su espera, el creyente se hace intérprete de las esperanzas de toda la humanidad; la humanidad anhela la justicia y, de este modo, aunque frecuentemente de una manera inconsciente, espera a Dios, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Para nosotros, los cristianos, esta espera se caracteriza por la oración asidua, como se muestra en la serie particularmente sugerente de invocaciones que se nos proponen en estos días de la Novena de Navidad, tanto en la misa, en la antífona al Evangelio, como en la celebración de las Vísperas, antes del cántico del Magnificat.

Cada una de las invocaciones, que imploran la venida de la Sabiduría, del Sol de justicia, del Dios-con-nosotros, contiene una oración dirigida al Esperado de los pueblos para que apresure su venida. Ahora bien, invocar el don del nacimiento del Salvador prometido significa también comprometerse para preparar el camino, para predisponer una digna morada no sólo en el ambiente en torno a nosotros, sino sobre todo en nuestro espíritu.

Dejándonos guiar por el evangelista Juan, tratemos por tanto de dirigir en estos días nuestro pensamiento y corazón al Verbo eterno, al Logos, a la Palabra que se ha hecho carne y de cuya plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (Cf. 1, 14.16). Esta fe en el Logos Creador, en la Palabra que ha creado el mundo, al que ha venido como un Niño, esta fe y su gran esperanza parece que hoy están alejadas de la realidad de la vida de cada día, pública o privada. Parece que esta verdad es demasiado grande. Nosotros mismos nos las apañamos según nuestras posibilidades, al menos es lo que parece. Pero el mundo se hace cada vez más caótico e incluso violento: lo vemos cada día. Y la luz de Dios, la luz de la Verdad, se apaga. La vida se hace oscura y sin brújula.

¡Qué importante es, por tanto, ser realmente creyentes y como creyentes reafirmamos con fuerza, con nuestra vida, el misterio de salvación que trae consigo la celebración de la Navidad de Cristo!

En Belén se manifestó al mundo la Luz que ilumina nuestra vida; se nos reveló el Camino que nos lleva a la plenitud de nuestra humanidad. Si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene celebrar la Navidad? La celebración se vacía. Ante todo, nosotros, los cristianos, tenemos que reafirmar con convicción profunda y sentida la verdad de la Navidad de Cristo para testimoniar ante todo la conciencia de un don gratuito que es riqueza no sólo para nosotros, sino para todos.

De aquí se deriva el deber de la evangelización, que es precisamente comunicar este «eu-angelion», esta «buena noticia». Es lo que ha recordado recientemente el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe con el título «Nota doctrina sobre algunos aspectos de la Evangelización», que quiero presentar a vuestra reflexión y profundización personal y comunitaria.

Queridos amigos, en esta preparación inmediata a la Navidad, la oración de la Iglesia se hace más intensa para que se realicen las esperanzas de paz, de salvación, de justicia, de las que el mundo tiene necesidad urgente. Pedimos a Dios que la violencia se venza con la fuerza del amor, que los malos entendidos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz.

Que el augurio de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días llegue a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz more en las familias y puedan pasar la Navidad unidas ante el Nacimiento y el árbol adornado iluminado. Que el mensaje de solidaridad y de acogida que procede de la Navidad contribuya a crear una profunda sensibilidad hacia las antiguas y nuevas formas de pobreza, hacia el bien común, en el que todos estamos llamados a participar. Que todos los miembros de la comunidad familiar, en especial los niños y los ancianos, las personas más débiles, puedan sentir el calor de esta fiesta, y que se dilate después durante todos los días del año.

Que la Navidad sea para todos la fiesta de la paz y de la alegría: alegría por el nacimiento del Salvador, Príncipe de la paz. Como los pastores, apresuremos nuestro paso hacia Belén. En el corazón de la Nochebuena también nosotros podremos contemplar al «Niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre», junto con María y José (Lucas 2, 12.16).

Pidamos al Señor que abra nuestro espíritu para que podamos entrar en el misterio de su Navidad. Que María, que entregó su seno virginal al Verbo de Dios, que le contempló siendo niño entre sus brazos maternos, y que sigue ofreciéndolo a todos como Redentor del mundo, nos ayude a hacer de la próxima Navidad una ocasión de crecimiento en el conocimiento y en el amor de Cristo. Este es el deseo que formulo con cariño a todos vosotros, que estáis aquí presentes, a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos vosotros!

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:

A medida que se acerca la Navidad, la liturgia del Adviento nos alienta a prepararnos más intensamente para celebrarla, reproduciendo en nuestras almas los sentimientos de María y José en las horas que precedieron al nacimiento de Jesús. En Belén se manifestó al mundo la Luz que ilumina nuestra vida y nos fue revelado el Camino que conduce a la plenitud de la humanidad. ¿Qué sentido tiene festejar la Navidad si no se reconoce que Dios se hizo hombre? Los cristianos hemos de proclamar con convicción la verdad del nacimiento de Cristo, para testimoniar la certeza de un don inaudito, que es un tesoro no solamente para nosotros sino para todos. De aquí surge el deber de la evangelización, que consiste justamente en compartir esta buena noticia. Que los deseos de bondad y de amor que se intercambian en estos días lleguen a todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana y contribuyan a crear una profunda sensibilidad ante todas las formas de pobreza. Que la Navidad sea para todos fiesta de paz y alegría por el nacimiento del Salvador, Príncipe de la paz.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a los Tarsicios de Lucena, a las Delegaciones del Gobierno Mexicano y del Estado de Jalisco, a los Sacerdotes del Colegio Mexicano de Roma, así como a los demás grupos venidos de España y de otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que entre en ella el misterio de su Nacimiento. A todos vosotros y a vuestras familias os deseo una Santa y Feliz Navidad. Muchas gracias.

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Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

Mensaje del Papa al patriarca ecuménico de Constantinopla Bartolomé I

Con motivo de la fiesta de san Andrés apóstol

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 18 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha enviado el Papa Benedicto XVI a Su Santidad Bartolomé I, arzobispo de Constantinopla, patriarca ecuménico ortodoxo, con motivo de la fiesta de San Andrés, celebrada el 30 de noviembre.

* * *


A Su Santidad
BARTOLOMÉ I
Arzobispo de Constantinopla
Patriarca ecuménico


La fiesta de san Andrés apóstol, hermano de san Pedro y patrono del Patriarcado ecuménico, me brinda la oportunidad de transmitir a Su Santidad mis mejores deseos, acompañados de mi oración, de una abundancia de dones espirituales y bendiciones divinas.

«Alegraos en el Señor siempre; os lo repito: alegraos» (Flp 4, 4).

Estas palabras de san Pablo nos exhortan a compartir nuestra alegría en esta feliz ocasión. La fiesta de san Andrés, al igual que la de san Pedro y san Pablo, nos permite cada año expresar nuestra fe apostólica común, nuestra unión en la oración y nuestro compromiso común de fortalecer nuestra comunión.

Una delegación de la Santa Sede, encabezada por mi venerado hermano el cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, participará en la solemne Divina Liturgia que usted, Santidad, presidirá juntamente con los demás miembros del Santo Sínodo.

Conservo en mi corazón vivos recuerdos de mi participación personal, el año pasado, en la celebración de esta fiesta en el Patriarcado ecuménico, y recuerdo con profunda gratitud la afectuosa acogida que me dispensaron en esa ocasión. Aquel encuentro, la presencia de mi delegado este año en El Fanar y la visita de una delegación de la sede de Constantinopla con motivo de la fiesta de san Pedro y san Pablo, en Roma, son signos auténticos del compromiso de nuestras Iglesias por una comunión aún más profunda, reforzada por relaciones personales cordiales, por la oración y por el diálogo de caridad y verdad.

Este año damos gracias a Dios en particular por el encuentro de la Comisión mixta, que tuvo lugar en Rávena, ciudad cuyos monumentos hablan de forma elocuente de la antigua herencia bizantina que nos ha transmitido la Iglesia indivisa del primer milenio. Que el esplendor de esos mosaicos impulse a todos los miembros de la Comisión mixta a dedicarse a su importante tarea con renovada determinación, fieles al Evangelio y a la Tradición, siempre atentos a lo que inspira hoy el Espíritu Santo a la Iglesia.

Aunque el encuentro de Rávena no careció de problemas, pido sinceramente a Dios que dichos problemas se puedan aclarar y solucionar cuanto antes, a fin de que se dé una participación plena en la undécima sesión plenaria y en las sucesivas iniciativas orientadas a proseguir el diálogo teológico con caridad y comprensión mutuas.

En efecto, nuestro compromiso en favor de la unidad responde a la voluntad de Cristo, nuestro Señor. En estos primeros años del tercer milenio, nuestros esfuerzos son más urgentes a causa de los numerosos desafíos que todos los cristianos debemos afrontar y a los que debemos responder con una sola voz y con convicción.

Por eso, deseo asegurarle una vez más el compromiso de la Iglesia católica de promover relaciones eclesiales fraternas y perseverar en nuestro diálogo teológico, con el fin de acercarnos a la comunión plena, como afirmamos en nuestra Declaración común publicada el año pasado al concluir mi visita a Vuestra Santidad.

Una vez más, nos impulsan las palabras de san Pablo a los cristianos de Filipos, con las que los exhorta a buscar la perfección a través de la imitación de Cristo, y les recuerda: «Sigamos adelante desde el punto a donde hayamos llegado» (Flp 3, 16).

Con estos sentimientos de afecto fraterno en el Señor, lo abrazo a usted, Santidad, y a todos los miembros del Santo Sínodo. Saludo también a los fieles ortodoxos, orando para que la paz y la gracia del Señor estén con todos vosotros.

Vaticano, 23 de noviembre de 2007

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Traducción distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

Al Qaeda amenaza al Papa por su obra de diálogo con musulmanes / Autor: Jesús Colina

Según aclara el portavoz de la Santa Sede

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 18 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Las amenazas del «número dos» de la red terrorista Al Qaeda, el egipcio Ayman al Zawahiri, contra Benedicto XVI buscan acabar con su obra de diálogo con los musulmanes, constata el portavoz vaticano.

Al Zawahiri, en una entrevista de una hora y 37 minutos de duración difundida este lunes por la productora audiovisual de Al Qaeda, As Sahab, definió la reciente e histórica visita al Papa del rey Abdalá bin Abdelaziz de Arabia Saudí como una ofensa al Islam y a los musulmanes.

«Los contactos de diálogo que han promovido autorizados exponentes musulmanes, como el rey de Arabia y los 138 líderes islámicos [que han escrito una carta de colaboración al Papa, ndr.], son un hecho significativo para todo el mundo musulmán», reconoce el padre Federico Lombardi, S.I., director de la Oficina de Información de la Santa Sede.

«El hecho de que estas voces que quieren explícitamente dialogar y comprometerse por la paz tengan una importancia creciente en el Islam es evidentemente un hecho que preocupa a quien no quiere este diálogo», considera el portavoz.

La «referencia negativa» al Papa, observa el padre Lombardi, «no es un hecho extraño ni nos preocupa particularmente». De hecho, el director de la Oficina de Información invita a no atribuirle «una gran importancia».

La visita del rey Abadalá, custodio de las dos mezquitas sagradas de la Meca y de Medina, el 6 de noviembre, fue la primera de un monarca de ese país a un Papa.

Días después, el Papa respondió a la carta que al final del Ramadán le habían dirigido 138 religiosos musulmanes garantizando su compromiso por el diálogo basado en «los valores del respeto recíproco, la solidaridad y la paz».

lunes, 17 de diciembre de 2007

A propósito de una boda / Autor: Tomás Melendo Granados

Nuestra función como padres es la de hacer que, cuanto antes, cada uno de los hijos que Dios nos ha encomendado se encuentre en condiciones de tomar las riendas de su vida y caminar por sí mismo.

Pido excusas por incluir en estas páginas algunas anécdotas personales, pero estimo que ayudarán a comprender mejor lo que con puras explicaciones abstractas tal vez quedaría poco perfilado.

Desde que se casó mi hija mayor, hace apenas unos meses, han sido varias las ocasiones en que, al comentar el hecho, mi interlocutor o interlocutora me ha sorprendido con palabras parecidas a las siguientes: «Estaréis muy tristes…», o «es una pena, ¿verdad?».

Como acabo de apuntar, la impresión que se apoderó de mí las primeras dos o tres veces que oí estos comentarios fue la de un tremendo estupor: en ningún momento, desde que los novios nos lo anunciaron hasta el instante presente, al pensar en el nuevo matrimonio he experimentado el más mínimo sentimiento de tristeza.

Ciertamente, la separación de mis hijos, como la de mi mujer, mis padres, mis hermanos o cualquiera de las otras personas amadas, provoca en mi interior un claro desgarro. Y, sobre todo en determinadas circunstancias, echo muchísimo de menos la presencia de ese ser querido. Pero de ahí al desconsuelo o al abatimiento hay mucho camino por recorrer. Lo mismo que cuando alguno de mis otros hijos han debido abandonar el hogar por motivos nobles, la sensación dominante al conocer la decisión de la mayor de contraer matrimonio fue de una tremenda alegría y, por decirlo de algún modo, la de un cierto «deber cumplido».

Tanto mi mujer como yo estimamos que nuestra función como padres es la de hacer que, cuanto antes, cada uno de los hijos que Dios nos ha encomendado se encuentre en condiciones de tomar las riendas de su vida y caminar por sí mismo.

Kierkegaard ya explicaba que sólo un Dios omnipotente era capaz de crear seres auténticamente libres. Y Carlos Cardona, siguiendo sus pasos, añadía que la excesiva dependencia de los hijos respecto a sus progenitores era una muestra clara de deficiencia en la educación impartida, una falta de capacidad o de «potencia»: por los motivos que fuere, esos padres no han sabido o no han querido formarlos de la manera correcta, no les han ayudado convenientemente a alcanzar la estatura de personas libérrimas a que el propio Dios los había destinado.

Por retomar la frase que encabeza este apartado, la misión paterna a este respecto podría sintetizarse en la conocida expresión: «patos, ¡al agua!… y cuanto antes».

Respetar su libertad… ¿desde cuándo?

No se trata de una pregunta retórica. Me la han formulado bastantes veces al tocar el tema en charlas o conferencias. La respuesta ha variado a tenor de las circunstancias. A veces me he limitado a devolver el interrogante al público hasta que alguno de los presentes diera con la solución adecuada; otras he contestado que desde los dos o tres meses, desde los quince días de haber nacido, desde el mismo momento de la concepción… o incluso antes.

Y, tras el desconcierto inicial a veces causado, he ido explicando que las distintas maneras de enfocar el asunto dependen en fin de cuentas de los modos, también diversos, en que cada cual entiende la libertad, su sentido y su fundamento último.

Y también de la forma en que se conciba la paternidad y el amor hacia los hijos. El propio Cardona, al que acabo de citar, de nuevo tras las huellas de Kierkegaard, definía a la persona creada —todos los seres humanos, por tanto: nuestros hijos y nosotros mismos— como «alguien delante de Dios y para siempre».

En el ámbito educativo, suelo traducir esta idea explicando que «la verdad» de cada uno de nuestros retoños, lo que los define más radicalmente, lo que en definitiva importa, no es tanto que sean hijos «nuestros» —que sin duda alguna es relevante y fuente de profundo afecto, pero nunca debe llevar a pensar que «nos pertenecen»—, sino su condición de hijos… de Dios.

Y de ahí que el amor natural que experimentamos hacia ellos por ser «nuestros» haya de ser completado y elevado —sin suprimirlo— por el que nace de considerarlos como hijos de Dios, por Él creados y destinados a mantener con Él —¡como fruto del ejercicio de su libertad!— un diálogo eterno de amor apasionado.

Andarse con contemplaciones

A veces, descendiendo a detalles y a modo de simple sugerencia, les comento cómo un amigo mío descubrió con el nacimiento de su segundo o tercer hijo la eficacia de «andarse con contemplaciones»: dedicar un rato cada noche a contemplar al pequeño no sólo para provocar su amor hacia él sino también para suscitar la transformación que antes comentaba y aprender a verlo ¡y quererlo! como el hijo de Dios que es.

El sentido profundo de la libertad empieza a advertirse entonces: cuando descubrimos que es el gran don que Dios otorga a todo ser humano para que se conduzca por sí mismo hacia su propia plenitud. Para que —porque le da la gana, que es la razón más sobrenatural, como apuntaba san Josemaría Escrivá de Balaguer— vaya enderezando su vida hacia Dios, hacia la Dicha infinita a que Dios lo destinó desde el instante mismo en que fue concebido… y por el camino concreto —¡y único!— que el propio Dios previó para él.

Me parece que el amor —y el simple respeto— a la libertad de los hijos se condensa en descubrir que su fundamento más radical no es otro que su filiación divina. Y que nuestra tarea acaba por reducirse a ponerlos cuanto antes en condiciones de responder al plan que Dios les ha trazado… por más que difiera de nuestros naturales proyectos respecto a ellos.

Y como ese desprendimiento puede costar —y, en ocasiones, mucho—, conviene ir entrenándose, tal como sugería, incluso desde antes de que los hijos hayan sido engendrados.

Cada vez más libres… por amor

Conforme pasen los años, los modos particulares en que se concretará tal respeto irá variando. Pero el norte ha de permanecer firme y claro. Se trata, como decía, de capacitar a nuestros hijos para hacer el bien por sí mismos. Y eso no implica en modo alguno una renuncia a nuestra propia responsabilidad. Muy al contrario. Sólo que esa responsabilidad apunta paradójicamente a irlos haciendo más independientes de nosotros, a darles criterio y tornarlos capaces de distinguir por ellos mismos entre lo bueno y lo malo, elegir lo mejor y tener la fuerza suficiente para ponerlo por obra.

Será preciso, por tanto, de maneras distintas conforme vayan creciendo, enseñarles a poner en juego su inteligencia y su voluntad.

Y esto podría concretarse en tres puntos:

a) No tratar de imponerles en ningún momento nuestro propio capricho o nuestros gustos, sino encaminarlos a lo que de veras es bueno para ellos: pocas normas, por consiguiente, y verdaderamente fundamentales; exigencia y mano izquierda para que las cumplan de manera progresivamente autónoma; y gran respeto por sus propias opciones en todo lo restante… también cuando son pequeños.

b) Razonarles del modo más oportuno —que siempre será breve— el porqué de lo que en cada caso les pedimos o sugerimos.

c) Orientarlos de tal forma que desde muy niños aprendan a hacer el bien por el motivo correcto: porque es bueno. Es decir, evitar todo aquello que les lleve a encerrarse en sí mismos y a buscar su propio beneficio, y enseñarles a apreciar y a moverse por la bondad objetiva de sus acciones o, lo que viene a ser lo mismo, por el bien que generan para los demás.

Amor y libertad

Y es que —como intuyeron los griegos al equiparar al esclavo con aquella persona obligada a ocuparse tan solo de su propio bien, y no del de los demás— el egoísmo se sitúa en las antípodas de la libertad. Quien está siempre pendiente de su propio yo carece de la «distancia» y de la «soltura» necesarias para distinguir, elegir y llevar a cabo lo efectivamente bueno: incapaz de mirar más allá y de perseguir algo distinto de su propio interés, se encuentra como esclavizado, atado a un yo cada vez más superlativo, que, curiosamente, lo asemeja bastante a los animales y, como demuestra la moderna psiquiatría, puede incluso desembocar en la neurosis.

Ojo, pues, a «condicionar» la conducta de nuestros hijos con premios desorbitados o innecesarios, que en definitiva los acostumbrarían a obrar en pos de su propio provecho… y esclavizarlos. Al contrario, desde muy chicos es imprescindible mostrarles el valor real de sus acciones, el bien que con ellas engendran: el contento de papá, mamá o el Niño Jesús, en los primeros años; la armonía y buena marcha del hogar, más adelante; el beneficio para sus compañeros y amigos, cuando van madurando; el cumplimiento enamorado de la voluntad de Dios…

En definitiva, hacerlos crecer en libertad equivale a ayudarlos a obrar por amor. Es el amor a los demás, y a Dios, en último término, lo que efectivamente los rescatará de las ligaduras de sus propios antojos y les permitirá actuar libérrimamente, eligiendo en cada caso lo mejor. La auténtica libertad no es, en fin de cuentas, sino la capacidad de amar.

Yo ahí no pinto nada

Termino comentando una tercera anécdota. No hace muchos días, en Monterrey, me pidieron que diera una charla a chicas entre 15 y 18 años. El título propuesto era el de: «Preparación para el amor».

Tras unas palabras iniciales, les expliqué que iba a referirme sobre todo al amor humano. Y, después de aclararles que era perfectamente compatible con el de Dios en el seno del matrimonio y de características bastante parecidas al de quienes se entregan a Él en el celibato, les expuse los motivos de mi «opción»: «hablando en términos de simple estadística, probablemente no seáis muchas las que tengáis la suerte de que Jesús se enamore tan locamente de vosotras que os ofrezca la oportunidad de compartir sólo con Él toda vuestra capacidad de amar. Y seguí hablándoles del noviazgo, de la maravilla de la sexualidad entre los cónyuges, de construir el cariño minuto a minuto, aprovechando hasta el fondo las mil alegrías que la vida de familia —¡y la estrictamente conyugal!— lleva consigo y ayudándose mutuamente a superar las dificultades que tampoco han de faltar…».

Nada más acabar, una de las asistentes alzó la voz: «¿Usted que preferiría, que sus hijos se casaran o que se entregaran a Dios y permanecieran solteros?».

Me hizo gracia el modo de preguntar, a la vez que me imponía un profundo respeto hacia la chica. Pero no tuve que pensar la respuesta: «Yo no prefiero nada. Se trata de una cuestión entre Dios y cada uno de ellos. Lo mismo sufriría cuando creyera advertir que se negaba a permanecer soltero aquel a quien Dios le pedía su corazón en exclusiva, que cuando otro destinado al matrimonio se empeñara en entregarse a Él en el celibato. E idéntico e infinito gozo me embargaría si siguieran el impulso de Dios. Pero en ninguno de los casos cuentan mis preferencias. Yo prefiero lo que Dios prefiera. Y mi única función como padre es ayudar a cada hijo a descubrir Esa voluntad y, una vez vista, seguirla cuanto antes… porque sólo así serán felices».

He propuesto a veces, como correcta descripción del amor, la de «desaparecer en beneficio del ser querido». Y he explicado la entrega en el matrimonio con palabras parecidas a estas: «Al descubrir, gracias al amor que le tenemos, la maravilla que encierra en su interior la persona querida, no podemos más que decir, no con palabras, sino con la propia vida: “vale la pena que yo me ponga plenamente a tu servicio para que tú alcances el prodigio de perfección a que te encuentras llamado/a y que, en fuerza de mi amor, he descubierto en ti”».

Considero que el amor paterno no es sustancialmente diverso: consiste en aprender a «desaparecer» en beneficio de cada uno de nuestros hijos.

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Fuente: arbil.org

Explicación de la interpretación común de la justificación / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

La impotencia y el pecado humanos respecto a la justificación

Juntos confesamos que en lo que atañe a su salvación, el ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios. La libertad de la cual dispone respecto a las personas y las cosas de este mundo no es tal respecto a la salvación porque por ser pecador depende del juicio de Dios y es incapaz de volverse hacia él en busca de redención, de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios. La justificación es obra de la sola gracia de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que:

Cuando los católicos afirman que el ser humano «coopera", aceptando la acción justificadora de Dios, consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana.

Según la enseñanza luterana, el ser humano es incapaz de contribuir a su salvación porque en cuanto pecador se opone activamente a Dios y a su acción redentora. Los luteranos no niegan que una persona pueda rechazar la obra de la gracia, pero aseveran que solo puede recibir la justificación pasivamente, lo que excluye toda posibilidad de contribuir a la propia justificación sin negar que el creyente participa plena y personalmente en su fe, que se realiza por la Palabra de Dios.

La justificación en cuanto perdón del pecado y fuente de justicia

Juntos confesamos que la gracia de Dios perdona el pecado del ser humano y, a la vez, lo libera del poder avasallador del pecado, confiriéndole el don de una nueva vida en Cristo. Cuando los seres humanos comparten en Cristo por fe, Dios ya no les imputa sus pecados y mediante el Espíritu Santo les transmite un amor activo. Estos dos elementos del obrar de la gracia de Dios no han de separarse porque los seres humanos están unidos por la fe en Cristo que personifica nuestra justificación (1 Co 1:30): perdón del pecado y presencia redentora de Dios. Puesto que católicos y luteranos lo confesamos juntos, es válido decir que:

Cuando los luteranos ponen el énfasis en que la justicia de Cristo es justicia nuestra, por ello entienden insistir sobre todo en que la justicia ante Dios en Cristo le es garantida al pecador mediante la declaración de perdón y tan solo en la unión con Cristo su vida es renovada. Cuando subrayan que la gracia de Dios es amor redentor («el favor de Dios») no por ello niegan la renovación de la vida del cristiano. Más bien quieren decir que la justificación está exenta de la cooperación humana y no depende de los efectos renovadores de vida que surte la gracia en el ser humano.

Cuando los católicos hacen hincapié en la renovación de la persona desde dentro al aceptar la gracia impartida al creyente como un don, quieren insistir en que la gracia del perdón de Dios siempre conlleva un don de vida nueva que en el Espíritu Santo, se convierte en verdadero amor activo. Por lo tanto, no niegan que el don de la gracia de Dios en la justificación sea independiente de la cooperación humana.

Justificación por fe y por gracia

Juntos confesamos que el pecador es justificado por la fe en la acción salvífica de Dios en Cristo. Por obra del Espíritu Santo en el bautismo, se le concede el don de salvación que sienta las bases de la vida cristiana en su conjunto. Confían en la promesa de la gracia divina por la fe justificadora que es esperanza en Dios y amor por él. Dicha fe es activa en el amor y, entonces, el cristiano no puede ni debe quedarse sin obras, pero todo lo que en el ser humano antecede o sucede al libre don de la fe no es motivo de justificación ni la merece.

Según la interpretación luterana, el pecador es justificado sólo por la fe (sola fide). Por fe pone su plena confianza en el Creador y Redentor con quien vive en comunión. Dios mismo insufla esa fe, generando tal confianza en su palabra creativa. Porque la obra de Dios es una nueva creación, incide en todas las dimensiones del ser humano, conduciéndolo a una vida de amor y esperanza. En la doctrina de la «justificación por la sola fe» se hace una distinción, entre la justificación propiamente dicha y la renovación de la vida que forzosamente proviene de la justificación, sin la cual no existe la fe, pero ello no significa que se separen una y otra. Por consiguiente, se da el fundamento de la renovación de la vida que proviene del amor que Dios otorga al ser humano en la justificación. Justificación y renovación son una en Cristo quien está presente en la fe.

En la interpretación católica también se considera que la fe es fundamental en la justificación. Porque sin fe no puede haber justificación. El ser humano es justificado mediante el bautismo en cuanto oyente y creyente de la palabra. La justificación del pecador es perdón de los pecados y volverse justo por la gracia justificadora que nos hace hijos de Dios. En la justificación, el justo recibe de Cristo la fe, la esperanza y el amor, que lo incorporan a la comunión con él. Esta nueva relación personal con Dios se funda totalmente en la gracia y depende constantemente de la obra salvífica y creativa de Dios misericordioso que es fiel a sí mismo para que se pueda confiar en él. De ahí que la gracia justificadora no sea nunca una posesión humana a la que se pueda apelar ante Dios. La enseñanza católica pone el énfasis en la renovación de la vida por la gracia justificadora; esta renovación en la fe, la esperanza y el amor siempre depende de la gracia insondable de Dios y no contribuye en nada a la justificación de la cual se podría hacer alarde ante Él (Ro 3:27).

El pecador justificado

Juntos confesamos que en el bautismo, el Espíritu Santo nos hace uno en Cristo, justifica y renueva verdaderamente al ser humano, pero el justificado, a lo largo de toda su vida, debe acudir constantemente a la gracia incondicional y justificadora de Dios. Por estar expuesto, también constantemente, al poder del pecado y a sus ataques apremiantes (cf. Ro 6:12-14), el ser humano no está eximido de luchar durante toda su vida con la oposición a Dios y la codicia egoísta del viejo Adán (cf. Gá 5:16 y Ro 7:7-10). Asimismo, el justificado debe pedir perdón a Dios todos los días, como en el Padrenuestro (Mt 6:12 y 1Jn 1:9), y es llamado incesantemente a la conversión y la penitencia, y perdonado una y otra vez.

Los luteranos entienden que ser cristiano es ser «al mismo tiempo justo y pecador». El creyente es plenamente justo porque Dios le perdona sus pecados mediante la Palabra y el Sacramento, y le concede la justicia de Cristo que él hace suya en la fe. En Cristo, el creyente se vuelve justo ante Dios pero viéndose a sí mismo, reconoce que también sigue siendo totalmente pecador; el pecado sigue viviendo en él (1 Jn 1:8 y Ro 7:17-20), porque se torna una y otra vez hacia falsos dioses y no ama a Dios con ese amor íntegro que debería profesar a su Creador (Dt 6:5 y Mt 22:36-40). Esta oposición a Dios es en sí un verdadero pecado pero su poder avasallador se quebranta por mérito de Cristo y ya no domina al cristiano porque es dominado por Cristo a quien el justificado está unido por la fe. En esta vida, entonces, el cristiano puede llevar una existencia medianamente justa. A pesar del pecado, el cristiano ya no está separado de Dios porque renace en el diario retorno al bautismo, y a quien ha renacido por el bautismo y el Espíritu Santo, se le perdona ese pecado. De ahí que el pecado ya no conduzca a la condenación y la muerte eterna.[15] Por lo tanto, cuando los luteranos dicen que el justificado es también pecador y que su oposición a Dios es un pecado en sí, no niegan que, a pesar de ese pecado, no sean separados de Dios y que dicho pecado sea un pecado «dominado». En estas afirmaciones coinciden con los católicos romanos, a pesar de la diferencia de la interpretación del pecado en el justificado.

Los católicos mantienen que la gracia impartida por Jesucristo en el bautismo lava de todo aquello que es pecado «propiamente dicho» y que es pasible de «condenación» (Ro 8:1). Pero de todos modos, en el ser humano queda una propensión (concupiscencia) que proviene del pecado y compele al pecado. Dado que según la convicción católica, el pecado siempre entraña un elemento personal y dado que este elemento no interviene en dicha propensión, los católicos no la consideran pecado propiamente dicho. Por lo tanto, no niegan que esta propensión no corresponda al designio inicial de Dios para la humanidad ni que esté en contradicción con Él y sea un enemigo que hay que combatir a lo largo de toda la vida. Agradecidos por la redención en Cristo, subrayan que esta propensión que se opone a Dios no merece el castigo de la muerte eterna ni aparta de Dios al justificado. Ahora bien, una vez que el ser humano se aparta de Dios por voluntad propia, no basta con que vuelva a observar los mandamientos ya que debe recibir perdón y paz en el Sacramento de la Reconciliación mediante la palabra de perdón que le es dado en virtud de la labor reconciliadora de Dios en Cristo.

Ley y evangelio

Juntos confesamos que el ser humano es justificado por la fe en el evangelio «sin las obras de la Ley» (Ro 3:28). Cristo cumplió con ella y, por su muerte y resurrección, la superó en cuanto medio de salvación. Asimismo, confesamos que los mandamientos de Dios conservan toda su validez para el justificado y que Cristo, mediante su magisterio y ejemplo, expresó la voluntad de Dios que también es norma de conducta para el justificado.

Los luteranos declaran que para comprender la justificación es preciso hacer una distinción y establecer un orden entre ley y evangelio. En teología, ley significa demanda y acusación. Por ser pecadores, a lo largo de la vida de todos los seres humanos, cristianos incluidos, pesa esta acusación que revela su pecado para que mediante la fe en el evangelio se encomienden sin reservas a la misericordia de Dios en Cristo que es la única que los justifica.

Puesto que la ley en cuanto medio de salvación fue cumplida y superada a través del evangelio, los católicos pueden decir que Cristo no es un «legislador» como lo fue Moisés. Cuando los católicos hacen hincapié en que el justo está obligado a observar los mandamientos de Dios, no por ello niegan que mediante Jesucristo, Dios ha prometido misericordiosamente a sus hijos, la gracia de la vida eterna.

Certeza de salvación

Juntos confesamos que el creyente puede confiar en la misericordia y las promesas de Dios. A pesar de su propia flaqueza y de las múltiples amenazas que acechan su fe, en virtud de la muerte y resurrección de Cristo puede edificar a partir de la promesa efectiva de la gracia de Dios en la Palabra y el Sacramento y estar seguros de esa gracia.

Los reformadores pusieron un énfasis particular en ello: En medio de la tentación, el creyente no debería mirarse a sí mismo sino contemplar únicamente a Cristo y confiar tan solo en él. Al confiar en la promesa de Dios tiene la certeza de su salvación que nunca tendrá mirándose a sí mismo.

Los católicos pueden compartir la preocupación de los reformadores por arraigar la fe en la realidad objetiva de la promesa de Cristo, prescindiendo de la propia experiencia y confiando solo en la palabra de perdón de Cristo (cf. Mt 16:19 y 18:18). Con el Concilio Vaticano II, los católicos declaran: Tener fe es encomendarse plenamente a Dios que nos libera de la oscuridad del pecado y la muerte y nos despierta a la vida eterna. Al respecto, cabe señalar que no se puede creer en Dios y, a la vez, considerar que la divina promesa es indigna de confianza. Nadie puede dudar de la misericordia de Dios ni del mérito de Cristo. No obstante, todo ser humano puede interrogarse acerca de su salvación, al constatar sus flaquezas e imperfecciones. Ahora bien, reconociendo sus propios defectos, puede tener la certeza de que Dios ha previsto su salvación.

Las buenas obras del justificado

Juntos confesamos que las buenas obras, una vida cristiana de fe, esperanza y amor, surgen después de la justificación y son fruto de ella. Cuando el justificado vive en Cristo y actúa en la gracia que le fue concedida, en términos bíblicos, produce buen fruto. Dado que el cristiano lucha contra el pecado toda su vida, esta consecuencia de la justificación también es para él un deber que debe cumplir. Por consiguiente, tanto Jesús como los escritos apostólicos amonestan al cristiano a producir las obras del amor.

Según la interpretación católica, las buenas obras, posibilitadas por obra y gracia del Espíritu Santo, contribuyen a crecer en gracia para que la justicia de Dios sea preservada y se ahonde la comunión en Cristo. Cuando los católicos afirman el carácter «meritorio» de las buenas obras, por ello entienden que, conforme al testimonio bíblico, se les promete una recompensa en el cielo. Su intención no es cuestionar la índole de esas obras en cuanto don, ni mucho menos negar que la justificación siempre es un don inmerecido de la gracia, sino poner el énfasis en la responsabilidad del ser humanos por sus actos.

Los luteranos también sustentan el concepto de preservar la gracia y de crecer en gracia y fe, haciendo hincapié en que la justicia en cuanto ser aceptado por Dios y compartir la justicia de Cristo es siempre completa. Asimismo, declaran que puede haber crecimiento por su incidencia en la vida cristiana. Cuando consideran que las buenas obras del cristiano son frutos y señales de la justificación y no de los propios «méritos", también entienden por ello que, conforme al Nuevo Testamento, la vida eterna es una «recompensa» inmerecida en el sentido del cumplimiento de la promesa de Dios al creyente.

Testimonio vocacional del P. Juan Pablo Álvarez L.C.: Yo quiero ser como él, quiero ser sacerdote

Podría decir que mi vocación comenzó desde el día de mi bautismo. “Se llamará Pablo” –decía mi papá. “No, Juan es su nombre” –respondía mi mamá. Al final la reconciliación llegó y me pusieron Juan Pablo. Esto sucedió tres años antes de que un Papa se llamara Juan Pablo. Nací en el seno de una familia numerosa y católica. Soy el tercero de nueve hijos y el primero de cinco hermanos que le hemos consagrado nuestra vida a Dios.

Toda vocación tiene una historia detrás, y la historia de mi vocación Dios quiso unirla a un santo de nuestro tiempo. Todo aconteció en enero de 1979. Seis meses antes, en Roma, había sido elegido como sucesor de Pedro, Juan Pablo II. Era el primer viaje de su pontificado, y precisamente a México. Yo aún no tenía uso de razón, pues contaba apenas con tres años y medio de edad. Mi vocación se la debo al Papa

No recuerdo la fecha exacta. Tampoco recuerdo en qué calle de Guadalajara nos encontrábamos, ni siquiera si había mucha gente alrededor o poca, o si era un día de sol o nublado. De aquel día quedaron registrados en mi memoria sólo unos segundos. Segundos que determinarían la ruta del resto de mi vida. Fueron instantes, primero un grito: “¡Ahí viene!”; poco después apareció un camión adaptado como papamóvil y, de pie sobre él, un hombre vestido de blanco que, sonriente, miraba y bendecía a todos. Su mirada se cruzó con la mía, su sonrisa me cautivó. Un instante después el camión se alejaba, llevando consigo al Papa, pero comenzaba a crecer en mí una semillita que, con su mirada y su sonrisa, había plantado en mi corazón: “yo quiero ser como él, quiero ser sacerdote”. Es el primer recuerdo que Dios quiso que tuviera de toda mi vida. Era el inicio de una vocación a ser sacerdote para toda la eternidad.

Esa semilla que Dios puso en mi alma a los tres años, cayó en tierra muy fértil, pues también Dios había pensado en la familia en la que la semilla se iba a cultivar. Éramos muchos hermanos, con todo lo que ello significa: sus respectivas peleas diarias, regaños y castigos; con las travesuras, las escapadas de casa y del colegio. Pero también cada noche, en el seno del hogar, todos reunidos en torno al papá y a la mamá, rezábamos una a una las avemarías del rosario a nuestra Madre del Cielo. Y cada domingo, después de prepararnos como para una fiesta, en familia, nos dirigíamos a la iglesia para asistir a la misa dominical. Ahí, aquel “yo quiero ser como él, quiero ser sacerdote” fue madurando año tras año hasta el día en que Dios pasó nuevamente por mi vida y me invitó a dejar mi familia para seguirlo a Él.

Yo tenía entonces 11 años. Durante aquel curso habían pasado varios sacerdotes por mi colegio, invitándonos cada uno a conocer su congregación. Un día se presentó un padre español muy alegre y muy dinámico, era un legionario de Cristo, y me invitó al centro vocacional. En mí volvían a resonar aquellas palabras “yo quiero ser como él, quiero ser sacerdote”, y casi estaba seguro de que como legionario lo lograría.

A partir de ese momento tuve la oportunidad de encontrarme varias veces, como aquella primera vez, con esa mirada profunda y esa sonrisa cautivadora de Juan Pablo II. Nuestras miradas se cruzaron nuevamente en la Basílica de Guadalupe cuando pisó por segunda vez México en 1990. Yo ya estaba en el centro vocacional y aquel momento fue como una confirmación de que iba por el recto camino. Tres años después volví a encontrarme con esa mirada en España, en Madrid. También nos cruzamos en diversas partes de Roma. Y siempre de mi alma ha brotado un sentimiento de gratitud hacia aquél que fue el instrumento del que Dios quiso valerse para llamarme al sacerdocio.

Apenas una semana después de llegar al centro vocacional, tuve la gracia de conocer a otro gran hombre que ha marcado desde entonces todo mi camino hacia el sacerdocio, el P. Marcial Maciel. Igual que con Juan Pablo II, uno tiene la sensación de estar delante de un hombre santo. Le agradezco mucho a Nuestro Padre Fundador todo su testimonio de entrega a Dios y a los demás.

El llamado de Dios en mi familia

Dios también quiso fijarse en aquella tierra en que creció la semilla de mi vocación pues, sin darme cuenta, a mi lado crecían otras semillas. Tres años después de que yo decidí dejarlo todo para seguir a Cristo, mi hermana Genoveva, un año menor que yo, también lo dejaba todo para seguirlo a Él como consagrada en el Movimiento Regnum Christi. Unos años más tarde, Claudia, la segunda de las mujeres, igualmente abandonaba todo y se decidía a seguir a Cristo como consagrada. Después hicieron lo mismo otras dos de mis hermanas, Gaby y Carolina. Para mí ha sido un motivo de fortaleza en los momentos difíciles de mi vocación, saber que mis hermanas participan junto conmigo de esta llamada de Dios a dejarlo todo y seguirlo en el Movimiento Regnum Christi.

Es confortante saber que mis papás –a quienes debo todo su apoyo y el haber hecho fructífera esta tierra en que Dios plantó mi vocación– participan también como miembros del Movimiento junto con mi hermana menor que el año pasado decidió dar un año de su vida como colaboradora.

25 años después de aquel primer encuentro en aquella calle incógnita de Guadalajara, Dios quiso hacerme un regalo inimaginable: Era el 10 de abril del 2004, yo me encontraba en Roma estudiando la filosofía. Jamás hubiera pensado que aquel año acolitaría la misa de Pascua al Papa Juan Pablo II. Era la última misa de Vigilia de Pascua que presidiría él. Para mí fue un momento muy conmovedor y de un inmenso significado, no sólo por estar delante de este gran hombre, delante de este gigante de la fe, de este santo, sino porque providencialmente en ese año se estaban cumpliendo 25 años de la llamada que Dios me había hecho a seguirlo en la vida sacerdotal. Llamada en la que Dios había usado como instrumento al Papa Juan Pablo II.

Jamás me hubiera imaginado que contemplaría de cerca la pureza de sus ojos, escucharía su voz directamente y recibiría, a un paso de distancia, su bendición. Al final de aquella misa, de rodillas delante de él, estreché y besé agradecido aquella mano por la que Dios me concedió este don tan maravilloso de la vocación sacerdotal. Nuevamente se cruzaron nuestras miradas, nuevamente su sonrisa me cautivó.

Ahora, como sacerdote, yo sé que él “desde la ventana del cielo” se asoma, me mira y me bendice y me acompaña en este ministerio al que Dios me llamó por medio de él.

El P. Juan Pablo Álvarez nació en Guadalajara (México) el 26 de junio de 1975. Ingresó en el centro vocacional de los Legionarios de Cristo en la Ciudad de México en julio de 1987. En 1990 fue a Valencia, España a terminar la preparatoria. De 1992 a 1996 estuvo en Salamanca (España) haciendo el noviciado y cursando los estudios humanísticos. En septiembre de 1996 llegó a Roma para comenzar la filosofía. De 1997 a 2001 ayudó en la pastoral juvenil y la promoción vocacional en Monterrey (México) y en Santiago de Chile, y fue también formador en el centro vocacional de Medellín, Colombia. Desde septiembre de 2001 se encuentra en Roma, en donde ha conseguido la licencia en filosofía por el Pontificio Ateneo Regina Apostolorum y cursa ahora la licencia en teología moral.

Ama a tu prójimo: comparte tu maiz / Autor: José H. Prado Flores

Sabemos que debemos amar, pero muchas veces no encontramos el camino para empezar a hacerlo. Conocemos el objetivo, pero no siempre está en nuestra mano la estrategia.

La respuesta la hallamos en el Nuevo Testamento:


Jesús dice: Ama a tu prójimo... Es decir, al más cercano, al que está a tu alcance atender.
San Pablo, por su parte, expresa: Ama a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe (Gal 6, 10).

San Pedro: Cuando el pescador de Cafarnaúm logró aquella pesca tan abundante que casi las redes se rompían, no acaparó todos los peces para él solo, sino que compartió su éxito con sus compañeros que estaban en la otra orilla. El milagro consiste en que la barca de los otros pescadores se llenó hasta arriba, sin que por eso la de Pedro tuviera menos pescados (Lc 5, 1-7).

En cierta ocasión, un joven reportero le preguntó a un agricultor de Argentina si podía revelar el secreto de por qué año tras año ganaba el concurso nacional al mejor productor de maíz.
El agricultor, con toda sencillez, confesó:
- Es que yo comparto mi semilla con los vecinos.
- Pero, ¿por qué comparte su semilla con sus vecinos, si ellos también entran al mismo concurso?, reprochó el reportero.
- Verá usted, joven, dijo el agricultor mirando aquellos inmensos campos. El viento, que va de aquí para allá y luego regresa de allá para acá, lleva el polen del maíz maduro de un sembradío a otro. Si mis vecinos cultivaran un maíz de calidad inferior, la polinización cruzada degradaría la calidad del mío. Si voy a sembrar buen maíz, debo ayudar a que mi vecino también lo haga.

El amor comienza con los que están más cerca de nosotros mismos, es con ellos con quienes hemos de empezar a compartir nuestro maíz para formar un tejido del cuerpo, donde se vive el Reino de Dios.
El buen samaritano no estaba llamado a salvar a todos los moribundos; sólo a aquél que se encontró en el camino (Lc 10, 33-35).

Quienes pretendan vivir bien, deben apoyar a los que están cerca de ellos. Y quienes optan por ser felices, han de contribuir a que sus hermanos y amigos encuentren la felicidad, porque la fortuna de cada uno está hipotecada al bienestar de quienes lo rodean. Los países que quieran lograr el progreso, deben promover que sus vecinos también se superen.

No es construyendo bardas o muros en las fronteras como progresaremos, sino compartiendo el maíz de nuestra alegría, paz y desarrollo con los más cercanos. De esta manera vamos a crecer nosotros y vamos a crecer juntos, con mayor fuerza.

Señor Jesús, tú participaste tu divinidad con nosotros, para enseñarnos a vivir como hijos de Dios.
Enséñanos a compartir nuestra humanidad con los demás; nuestros dones y carismas, nuestros bienes materiales, espirituales e intelectuales.
Quiero aprender a compartir el maíz de mi tiempo, de mi capacidad de escuchar, de mi solidaridad, y también los secretos de mis éxitos y triunfos con los más cercanos a mí.
No permitas, Señor, que construya bardas para defenderme, porque ellas me apartan de mis hermanos, que también son hijos tuyos.
Que el viento impetuoso de tu Santo Espíritu lleve de aquí para allá y de allá para acá la riqueza de lo mejor de nosotros mismos, comenzando con los que están más cerca de nosotros mismos.

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Fuente: Escuelas de Evangelización San Andrés

¿Tristeza en Navidad? / Autor: P. Silvio Andrei

Debemos proclamar que la Navidad es de Jesús!

"Os ha nacido hoy un Salvador" (Lc 2, 11)

Estamos celebrando el tiempo litúrgico del Adviento, preparando nuestras comunidades, nuestra familia, y, sobretodo, nuestro corazón para este momento marcado por la ternura de Dios, que, lleno de misericordia, decidió venir a nuestro encuentro y vivir entre nosotros. Este tiempo es un ciclo litúrgico, compuesto de tres etapas: Adviento, Navidad y tiempo de Navidad. En cada uno de estos momentos, por la Palabra de Dios y por los encuentros sacramentales de la confesión y la Eucaristía, nos sentimos de un modo particular, el verdadero y profundo significado de EMMANUEL, es decir, Dios con nosotros. ¡Él está entre nosotros! El Señor, no sólo pasa por nuestra vida, sino que, levanta su "tienda" en medio de nuestra historia, dentro de nuestro corazón.

En este tiempo, podemos reflexionar también sobre la condescendencia de Dios para con nosotros. Esta palabra es fuerte, pues es más que una palabra, es una actitud, es la actitud de Dios en relación a la humanidad entera. Creemos en un Dios que baja hasta nosotros y camina a nuestro lado. Él se transforma en un "Cirineo", nos ayuda a cargar los fardos pesados y la cruz de cada día. Si el Señor no nos ayudase, no soportaríamos las pruebas de esta vida. No seríamos capaces de enfrentar y superar los obstáculos, que, a veces, se multiplican en nuestra vida y crean un sin fin de desafíos en nuestra historia. Sin embargo, Él está con nosotros. Vino para quedarse cerca de nosotros. Dios es un Padre atento a las lágrimas y sonrisas de sus hijos muy queridos y amados. Si Él sale a nuestro encuentro, es preciso que deseemos caminar en dirección a Él. Es necesario optar por quedarnos con Él. Nos fortalecemos en la medida en que lo buscamos en todas las circunstancias de nuestra vida.

Es muy común encontrarnos con personas que están tristes en esta época de fiestas y celebración de la Natividad de Jesús. Algunos, inclusive, caen en depresión, sin siquiera saber cuales son los motivos reales de esta angustia. Otros recuerdan a sus seres queridos difuntos, y no sienten que sean capaces de alegrarse con todo lo que envuelve a la Navidad. Hay personas que se aíslan en su cuarto, en su pequeño "mundo". Muchos no pueden abrirse, desahogarse, compartir, hablar sobre sus dramas interiores. Y es en este contexto que la Palabra de Dios se convierte en Palabra de Esperanza de Sanación y Liberación. La Palabra de Dios, abre nuestros ojos y calienta nuestro corazón. La fiesta de la Natividad del Señor, tiene la fuerza y el poder de "hacer nuevas todas las cosas" y de renovar toda nuestra historia. Es necesario que - confiando en la Palabra de Dios – demos pasos firmes y seguros en la búsqueda de la verdadera alegría que Jesús tiene para ofrecernos. Ante el nacimiento del Niño Jesús, entendemos al salmista cuando nos enseña a rezar y esperar: "Los que van sembrando con lágrimas cosechan entre gritos de júbilo" (Sal 125, 5)

¡La Navidad es de Jesús! Él es el centro de esta fiesta. No es posible que tengamos una feliz Navidad si no es por el Señor. ¡La fiesta es Suya! Nosotros somos los invitados a acercarnos a Él con el corazón abierto, para ser iluminados por la luz del amor de Dios. Es con Jesús que podremos unirnos al coro de ángeles y cantar: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad". Vamos a llenar nuestro corazón de la presencia de Jesús, vamos a adornar nuestra vida con Él. Caminemos con el Señor, en la seguridad de que Él está caminando con nosotros.

El mundo necesita de personas que testimonien, sin temor, el nombre de Jesús, el amor de Dios, la presencia del Señor entre nosotros y en nuestra vida. El mundo está sediento del Dios vivo y verdadero, capaz de transformar todo y a todos. La humanidad "gime y espera" por la gracia de Dios. Entonces, que cada cristiano sea una señal de Dios en el mundo, en medio de la humanidad. Que el mundo pueda ver la gracia de Dios por medio de la alegría de aquellos que se encontraron con el Señor y que vivan por la fuerza de Su misericordia.

Debemos proclamar que la Navidad es de Jesús. Esta verdad no puede ser sofocada por el consumismo, por la indiferencia, no por cualquier otra cosa que pretenda esconder a Dios de nuestros ojos y nuestro corazón. Vamos a unirnos por medio de la fe y de la creatividad, sembrando esta buena idea y divulgando esta Buena Nueva:Jesús vino para quedarse entre nosotros. Hagamos uso de todos los medios de comunicación a los que tenemos acceso para hacernos eco de este mensaje: "¡Navidad con Jesús!" y así, el mundo será más feliz con cada persona que testimonie esto, pues se sentirá más realizada, vencerá toda prueba y verá toda tiniebla disiparse.

Desde ya, que tengamos todos una ¡feliz Navidad con Jesús!

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Fuente: Comunidad Canción Nueva

Una Navidad diferente, totalmente diferente / Autor: Monseñor Jonas Abib, Fundador de la Comunidad Canción Nueva

Momento privilegiado para vivir la salvación

En el tiempo de Navidad, recordamos, de manera muy poética que Jesús nació
en una cueva en Belén y que Maria Lo colocó en un recipiente donde los animales comían. ¡Es todo
poético!

Nosotros también cantamos lindos versos con suaves melodías que exaltan
esa realidad.

Lo que las personas no saben es que Jesús estaba naciendo en un lugar no
solamente antihigiénico, y también impuro. La ley de Dios dada por Moisés
prohibía terminantemente que un niño viniera a nacer en un lugar así. Aquel lugar era "impuro" y el niño que allí naciera también sería "impuro".

¿Por qué tendría que Dios preocuparse en establecer una ley así? Porque Él
quería un pueblo. Un pueblo enteramente suyo. Él necesitaba, además de
esto, que ese pueblo se perpetuara. Esa era una de las leyes preventivas para que su pueblo fuera saludable y fuerte y así continuara de generación en generación.

Pero hay otra pregunta más seria y más importante: ¿Por qué permitiría
el Padre que su Hijo naciera en un lugar así? Más aún: ¿naciera "impuro"?
¿Cómo podría el Puro por excelencia nacer en un lugar impuro? La respuesta
nos revela un maravilloso misterio. Nuestra salvación comienza ya en el
nacimiento de Jesús. En aquel momento en que el Verbo de Dios, hecho carne, viene a habitar entre nosotros.

Por eso es que a los treinta años, Él recibe el bautismo de Juan, que era un bautismo de penitencia: porque Él había asumido, desde su nacimiento, toda la impureza de la humanidad. Por
eso es que Juan Bautista, Lo apunta como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Es porque Él había asumido sobre sí todo el pecado del mundo.

Por eso es que Él se aproxima de los pecadores y convive con ellos. Es
porque Él se hace pecado esde su nacimiento. Por eso es que Él se aproxima y recibe a los leprosos, que eran los impuros por excelencia de su época, los toca y los cura. Por eso es que Él escoge la casa de Lázaro, que era leproso, como lugar de su reposo en Betania, una aldea de leprosos.

Nuestra salvación ocurre en plenitud en el Calvario donde Jesús, crucificado en la cruz enclavó los pecados de toda la humanidad, en todos los tiempos. Eso es real. Pero es muy importante asumirlo de manera bien personal: Jesús asumió sobre sí mis y tus pecados y los llevó sobre sí a la cruz y allí los enclavó definitivamente.

Hay aún otra pregunta mucho más seria que las anteriores: si es así, ¿por qué el mundo continúa como está y por qué es que las personas continúan como son? Es porque nuestra
salvación, que ya se realizó, necesita ser asumida por cada uno de nosotros. Es sólo asumir.

Es sólo recordar lo que sucedió con aquellos ladrones que fueron crucificados con Jesús. Este se volvió hacia el Señor y dijo: "Jesús, acuérdate de mí cuando comiences a reinar. "Él le respondió: "En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso". La salvación estaba sucediendo. Él inmediatamente la asumió. ¿Qué merecimiento él tenía? Ninguno. ¿Qué de bueno hizo? Nada. Él sólo creyó y asumió; recibiendo de Jesús la garantía: "Hoy estarás conmigo en el
Paraíso".

La Navidad es fiesta y es necesario festejarla con todo lo que podamos. Pero, recordándo de que la Navidad es el inicio de nuestra salvación y ella es el momento privilegiado para que cada uno de nosotros asumamos personalmente la salvación que ya se realizó. Yo y tú necesitamos asumir de corazón lo que aquel ladrón asumió en lo alto de la cruz. Hagamos de todo para que nuestros familiares y aquellos que nos son más próximos también asuman la propia salvación, que ya sucedió. Esta es la mejor manera de vivir esta Navidad.

Por eso yo sólo tengo para decir: ¡Una santa y feliz Navidad para ti y tu familia y un bendecido año 2008!

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Fuente: Comunidad Canción Nueva

La espera, el precio de la felicidad / Autor: Renan Félix

En la expectativa de la llegada del Señor

Mi madre suele decir que aprovechamos más la espera, el preparativo para la fiesta que la fiesta en sí. La felicidad está en aguardar, en prepararse, en estar en la expectativa de ese momento de felicidad. Esperar nos da vida, nos “desinstala” y nos alegra. La felicidad tiene el precio de la espera.

Pregunte a una novia cuánto es bueno esperar al novio llegar. Pregunte a una madre como es buena la expectativa del parto. Pregunte a un enfermo como la certeza de una visita lo rehace. La espera es un precio que pagamos por la felicidad del momento. Es como un viaje en que es necesario pasar horas, tal vez días, para llegar al destino, al lugar tan soñado.

El tiempo del Adviento es eso: la expectativa de la llegada del Señor, que vino hace más de dos mil años, pero que volverá en breve. Por eso es que aún vestida de morado, el sentimiento que la Iglesia vive es diferente. No es el del dolor del desierto de la Cuaresma, sino el de la espera de la vuelta gloriosa del Hijo de Dios. La Iglesia vive en este tiempo un mezcla de alegría y dolor. Alegría de la certeza de la vuelta del Señor y el dolor de la espera. Esperamos la vuelta de Aquel que es El amado, de Aquel que da sentido a nuestras vidas.

Para mí, una de las mejores descripciones de la expectativa de la llegada de la persona amada es la utilizada por el autor francés Saint-Exupéry – en su célebre obra “El pequeño príncipe” – en la declaración de amor del zorro para el amigo príncipe: “Si tú vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres yo comenzaré a ser feliz. Mientras más la hora esté llegando, más yo me sentiré feliz. A las cuatro horas, entonces, estaré inquieta y agitada: descubriré el precio de la felicidad”

Así debe estar nuestra alma en el tiempo del Adviento: inquieta y agitada por la expectativa de la venida del Señor. Inquieta para ser mejor, para estar en santidad y preparada para la vuelta de Jesús. Y agitada por llevar tantas otras almas a que esperen ansiosas la manifestación del Señor.

Al contrario del zorro, nosotros no sabemos la hora exacta en que el Señor vendrá; por eso necesitamos comenzar a ser felices ahora. La gran certeza, que tenemos, es que la hora está llegando, y como el cerro, cada día estamos más felices. La alegría nos invade porque el Señor está volviendo.

La gran diferencia en la expectativa de la venida del Señor es que cuando Él llegue la alegría va a ser mucho mayor. No podemos imaginar cuánto seremos felices, cuanto nuestros corazón estará en fiesta por que aprendió a esperar. Será felicidad sin límite.

“Enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni grito, ni dolor, porque pasó la primera condición”. (Ap 21,4)

Esa felicidad eterna nos da la esperanza para aguardar, para sufrir las demoras y las dificultades en el camino. La espera tiene sentido porque la felicidad tiene nombre: Jesucristo. Aprendí con el zorro el precio de la felicidad. Aprendí con La Iglesia a esperar al Señor y a clamar “Maranathá: ¡Ven, Señor Jesus!” (Ap 22,21).

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Fuente: Comunidad Canción Nueva

Testimonio vocacional del P. Francisco Javier Aguilera L.C.: Si te entregas a Él, te hace el hombre más feliz del mundo

Estábamos en clase, en la preparatoria, cuando llegaron a decirnos que teníamos la visita de un sacerdote que iba a hablar con nosotros. Así que para pasar mejor el rato, le tomé prestado su desayuno a una de mis compañeras sin que ella se diera cuenta; se trataba de un envase con deliciosa sandía que su mamá había preparado, seguramente con mucho cariño.

Las palabras del sacerdote describían situaciones actuales como la del aborto, la unión libre, las relaciones prematrimoniales. Como yo estaba en desacuerdo total con lo que decía, comencé a interesarme. Luego, pude exponer mi punto de vista delante de la clase y de nuestro visitante, y al poco tiempo ya dialogábamos como dos amigos que intercambian sus ideas. Al final hasta compartimos un poco de la sandía que quedaba…

Tenía horror a ser mediocre. Después de este hecho mi vida iba a cambiar drásticamente sin que yo me diera cuenta. Fue como la primera ficha de dominó que cae y desencadena la caída de las demás. A pesar de mis ideas yo no era un chico malo, pero sí era bastante “libre” para hacer, siempre y en todo lugar, lo que quería. Aunque, eso sí, siempre avisaba a mis padres cuando iba a salir. Ellos tenían el dinero y, por lo tanto, era necesario mantener una relación muy diplomática, pensaba yo.

Era un joven libre y feliz, verdaderamente feliz y también tenía una decisión muy firme de hacer algo importante con mi vida. Quería encontrar un ideal que me llenara y exigiera todo de mí, el mejor esfuerzo en cada momento. Tenía horror a ser mediocre.

Quizá por ello no me resignaba a terminar cada fin de semana ahogado en el alcohol, como sucedía a muchos de mis amigos. Iba con ellos al bar pero en vez de pedir cerveza pedía limonadas y refrescos, y los acompañaba gustosamente comiendo botana. Al día siguiente, mientras ellos se enfrentaban con la cruda realidad, yo me encontraba en las mejores condiciones para salir a dar la vuelta o jugar un partido de tenis o irme a nadar. Era sano, estaba en forma y me sentía bien conmigo mismo.

Del ping-pong al retiro

El sacerdote que hacía tiempo ya había conocido en clase, se presentó de nuevo en mi ciudad y me llamó por teléfono. Hablamos de muchas cosas en aquella ocasión: de mi familia, de mis costumbres, de fútbol… Me dije a mí mismo: “este padre me cae bien”.

En estos momentos no me percataba de lo que Dios iba haciendo. Él ataba poco a poco todos los hilos aunque aparentemente yo seguía con mi vida normal. Pronto se daría lo que yo llamo un milagro.

Un día de principios de noviembre, mi amigo el sacerdote pasó por mi ciudad, me llamó y me pidió que lo fuera a ver para conversar y jugar un partidito de ping-pong. Al llegar al lugar, me recibió, platicamos, jugamos un rato. Al final me invitó a un retiro-convivencia, en la Ciudad de México. Acepté.

Fue ahí, donde yo percibí el llamado de Dios. No se me apareció un ángel, ni tuve una visión, pero en un instante yo sabía que mi vida estaba ahí dentro, que iba a ser legionario de Cristo, sacerdote. Era una idea que no dejaba lugar a dudas, simplemente una certeza.

¿Qué pasó luego? Pues que ya había encontrado el Ideal por el que iba a gastar cada uno de los minutos de mi vida: Dios. ¿Alguno mejor? Regresé a Celaya y seguí mi vida. Tenía que terminar la preparatoria sin materias reprobadas para poder entrar en la Legión de Cristo, así que me vi en la necesidad de estudiar un poco más para evitar cualquier tropiezo.

A mis amigos les tenía y les tengo mucho aprecio y ellos también me lo han tenido siempre, por lo que su apoyo en esta decisión estaba garantizado. Con respecto a mis papás, sabía que contaba con su apoyo. La verdad, todo estaba hecho, sólo tenía que esperar a que llegara el tiempo para ya partir a lo que era mi nueva vida.

A quince años de esa fecha me encuentro cada día más feliz y con un deseo creciente de dar a conocer a todos los hombres lo hermoso que es seguir a Cristo. Yo les puedo decir que cada vez me convenzo más de que Cristo no sabe defraudar: si te entregas a Él, te hace el hombre más feliz del mundo.

El P. Francisco Javier Aguilera nació en Celaya, Gto. (México) el 28 de enero de 1974. Al terminar la preparatoria ingresó en la Legión de Cristo. Estudió filosofía y teología en el Ateneo Regina Apostolorum, en Roma. Ha trabajado en España, Italia y México como orientador de jóvenes y adolescentes. Actualmente es capellán de un colegio en la Ciudad de México y orientador de jóvenes.

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Fuente: Regnum Christi

La felicidad en Freud y en Santo Tomás de Aquino / Autor: Seligmann

Santo Tomás analiza el tema de los distintos objetos en los que la gente pone, equivocadamente, la felicidad. Pero muestra también en qué radica la verdadera bienaventuranza

Freud rechaza los principios evangélicos que fundamentan la cultura cristiana, y por eso quiere imponer un cambio radical en ella. El centro del problema es la felicidad que, para el fundador del psicoanálisis, consiste en el principio del placer por el que debe regirse toda la conducta humana. Santo Tomás analiza el tema de los distintos objetos en los que la gente pone, equivocadamente, la felicidad. Pero muestra también en qué radica la verdadera bienaventuranza. La enfermedad del hombre es la infelicidad, a la que llega por ignorancia o por rechazo de su verdadero bien, el fin último al que debe dirigir sus conductas, y en el cual consiste la beatitud.

1. El concepto de felicidad en Freud

Sigmund Freud trata especialmente el tema de la felicidad en su obra titulada "El malestar de la cultura", en el marco de una fuerte crítica a la cultura cristiana. Asume el pensamiento de F. Nietzsche, y se hace cargo de su proyecto de transvaloración a través del psicoanálisis.(1)

Leyó desde muy joven con gran entusiasmo a este filósofo, y además, se conoce la existencia de una relación más directa a través de Lou-Andreas-Salomé, quien fuera amiga íntima de Nietzsche, y la primera mujer y lega, que entró en los círculos de los miércoles de Freud (en 1912), donde se estudiaban las obras de Nietzsche.

Para Freud, la cultura (de raíz cristiana) pone restricciones a la sexualidad y coarta la agresividad propia del hombre. Por un lado promoviendo la familia heterosexual y monogámica, y por otro postulando el precepto irrealizable del amor al prójimo, el cual pone barreras a la búsqueda de satisfacción de las tendencias agresivas. Define al hombre con la célebre frase: homo homini lupus (2). Dice en un agrio pasaje: “¿A qué entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir? (...) Este ser extraño [el prójimo] no sólo es en general indigno de amor, sino que –para confesarlo sinceramente– merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio.”(3)

Esta cultura cristiana apela a los sentimientos de culpabilidad para reprimir las tendencias que –según Freud– le son antagónicas (sexualidad y agresividad), y así domina estas inclinaciones haciendo que los individuos se sientan culpables y “en pecado”, cuando consideran que han cometido algo “malo”. Esto produce angustia y, según el fundador de la Escuela Psicoanalítica, se genera así un proceso de represión que derivará en la enfermeda llamada neurosis y otras patologías psíquicas graves. Este es el ‘malestar’ que ha producido la cultura forjada por el cristianismo, y a tal punto, que puede hablarse de una antítesis y enfrentamiento entre la felicidad y la cultura. Nos dice este conocido psicoanalista: “Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar la felicidad.”(4). Debido a esto, se propone imponer un cambio que vaya a las raíces mismas de esta cultura y sus valores más fundamentales.

Reconoce Freud que la religión plantea el interrogante sobre la finalidad de la vida.
Sin embargo, nadie puede equivocar la respuesta: los hombres aspiran a la felicidad, quieren ser felices y no quieren dejar de serlo. Esta común aspiración tiene dos facetas: una positiva, le de experimentar intensas sensaciones placenteras, y otra negativa, la de evitar el displacer y el dolor. Sin embargo, el término ‘felicidad’ se aplica al principio del placer, que es el que rige todas las operaciones del “aparato psíquico”. Pero esta felicidad es irrealizable, pues añade Freud: “todo el orden del universo se le opone, y aun estaríamos por afirmar que el plan de la “Creación” no incluye el propósito de que el hombre sea “feliz”.(5)

Como podemos ver, la concepción freudiana de felicidad está relacionada y depende
fundamentalmente del pensamiento de Kant, para quien la felicidad es sensible y por eso – para el filósofo de Königsberg– es inmoral buscarla y obrar por este fin.

De esta manera las posibilidades de felicidad ya están limitadas desde el principio por nuestra propia constitución, por eso –nos dice Freud– es más fácil experimentar la desgracia.

Analiza entonces las posibilidades de sufrimiento que amenazan al hombre, y encuentra que son tres: el cuerpo, condenado a la decadencia y a la aniquilación; el mundo exterior, capaz de encarnizarse contra nosotros con sus fuerzas destructoras omnipotentes, y las relaciones con los otros seres humanos, la sociedad.

Prosigue Freud: “No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suele rebajar sus pretensiones de felicidad (...); no nos asombra que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento relegue a segundo plano la de lograr el placer.”(6).

De esta manera, la felicidad consistirá principalmente, para Freud, en la evitación del dolor y el sufrimiento. Para esto propone diversos métodos de protección: contra los seres humanos, contra el temible mundo exterior y contra el sufrimiento de nuestro organismo.

El primero que analiza por considerarlo sumamente efectivo, es el químico, la
intoxicación por drogas.(7) Éste “nos proporciona directamente sensaciones placenteras, modificando además las condiciones de nuestra sensibilidad, de manera tal que nos impiden percibir estímulos desagradables. (...) Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de los estupefacientes en la lucha por la felicidad y en la prevención de la miseria, que tanto los individuos como los pueblos les han reservado un lugar permanente en su economía libidinal.”(8)

Este maravilloso “quitapenas” libera al hombre del peso de la realidad, refugiándolo en un mundo propio. Porque, nos dice este psicoanalista, “La satisfacción de los
instintos, precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en causa de intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva de ella, negándonos la satisfacción de nuestras necesidades.”(9)

También la vida instintiva sometida a “instancias psíquicas superiores” logra una
cierta protección contra el sufrimiento. La técnica de la sublimación reorienta los fines instintivos, eludiéndose, de alguna manera, la frustración que viene del mundo exterior. El artista, el investigador, el que busca descubrir la verdad, están entre los que son capaces de utilizar su intelecto como coraza contra el sufrimiento. Sin embargo, aun así no lograrán escapar, en algún momento, del dolor. Por otro lado, aclara Freud que las mujeres están escasamente dotadas para este mecanismo de defensa (el uso de la inteligencia), por eso la obra cultural es una tarea masculina.

Otro método de independizarse de la realidad y del mundo exterior siempre hostil y
doloroso, buscando satisfacciones en los procesos internos psíquicos, es el refugio en las ilusiones. Entonces, analiza ahora el que considera más enérgico procedimiento para romper con la enemiga e intolerable realidad: la vida del ermitaño o de los que viven en comunidades, refiriéndose sin duda a los monjes y a la vida religiosa. El que busca la felicidad de este modo se convertirá en un loco. Sobre todo cuando pretende una “transformación delirante de la realidad.”(10)

Por último, se refiere a lo que llama ‘amor’ como método para alejar el sufrimiento y
que, en el fondo no es más que el “amor sexual”. Luego concluye: “El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable, mas no por ello se debe –ni se puede– abandonar los esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización. (...) Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos.”(11)

La frustración a la que se ve sometido el individuo, por la imposibilidad de encontrar la felicidad (donde, sin duda, no se encuentra), lo lleva –como pudimos ver– a un alejamiento de la realidad que podría decirse que es como un idealismo práctico. Esta situación frustrante causa angustia, tristeza y un “torturante malestar”. El psicoanalizado se convierte –por miedoa esta realidad que considera siempre hostil y amenazante– en un “pequeño idealista”(12) y, de esta manera, puede cumplir sus deseos e imponer su voluntad con una construcción ficticia, irreal.

2. Refutación de Santo Tomás de Aquino

El Angélico, tomando la autoridad de San Agustín, dice que todos los hombres
apetecen el fin último que es la felicidad. En cuanto a la noción general, todos concuerdan en desear este fin, que es el cumplimiento de su perfección, el bien que sacia y satisface plenamente su voluntad. Pero en la situación concreta de cada persona, no todos están de acuerdo: unos desean las riquezas, otros los placeres y otros, otras cosas. Porque algunos ignoran en que cosa consiste la beatitud. Luego los diversos modos de vida se explican por el objeto en que cada uno pone su felicidad, pues el fin estructura toda la personalidad y domina los afectos, instaurando las normas para la propia vida. Y así afirma el Aquinate: “No es preciso que uno piense en el último fin siempre que algo desea o ejecuta, pues la eficacia de la primera intención, que es respecto del fin último, continúa en el deseo de cualquier otra cosaaun cuando no se piense actualmente el fin último;”(13)

Así, Santo Tomás recorre los diversos bienes que puede apetecer el hombre y en los cuales no puede radicar la felicidad o bienaventuranza: las riquezas, la fama, los honores, el poder, los bienes del cuerpo, el placer, los bienes del alma, los bienes creados. Porque la felicidad debe tener carácter de fin último y supremo bien, al cual se ordena el hombre por principios interiores, sin sombra de mal, plenamente saciativo por lo cual una vez logrado, no se desee nada más, porque aquieta todo apetito. En fin, la felicidad debe ser “el bien perfecto y suficiente” del hombre.(14) De esto se deduce que en esta vida no pueda alcanzarse la perfecta beatitud, pero puede tenerse una participación, que es la felicidad imperfecta.

En relación a la posición freudiana que hemos analizado, hay que aclarar primeramente que, si bien la delectación es un accidente propio de la felicidad, es consecuencia de ella o de alguna parte, pero no su esencia. El deleite, que es apetecible por ser reposo en el bien deseado, se da por un bien conveniente. Dice Santo Tomás: “En el mismo grado en que todos apetecen los deleites, desean el bien; pero los deleites se apetecen por el bien y no a la inversa,”(15).

El placer corporal ni siquiera puede ser consecuencia de la felicidad, porque sigue a un bien que persigue el sentido, que es potencia del alma que usa del cuerpo. Y si el placer es causado porque los sentidos perciben un bien conveniente al cuerpo, el placer corporal no sólo no es la felicidad, sino tampoco un accidente de ella; porque el bien del cuerpo no puede ser el bien perfecto del hombre, pues es mínimo en comparación con el alma.(16)

A diferencia de la verdadera felicidad que sacia y no se desea nada más, los bienes
creados muestran su propia insuficiencia e imperfección; por eso cuando se pone en ellos el fin último, dejan una profunda insatisfacción por la cual se busca desordenadamente siempre más, a la vez que se los deteriora, porque se les exige lo que ellos mismos no pueden dar. “Y es que sólo merece ser llamado fin último el bien perfecto que llena por entero todo apetito.”(17)

Sólo Dios puede colmar la voluntad humana, de manera que no puede desearse nada más;
sólo en Dios, en la visión de Dios, está la felicidad. “En conclusión, para la perfecta beatitud se requiere que el entendimiento alcance la misma esencia de la causa primera. De esta suerte logrará la perfección por la unión con Dios, como su objeto, en el cual únicamente está la bienaventuranza del hombre,”(18)
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, dice que los deleites extraños impiden ciertas
operaciones. Se refiere aquí a las delectaciones propias del acto de la razón (cuando
contemplamos o razonamos), y a los deleites corporales que impiden el uso de la misma. El

Angélico menciona tres razones:

1) por la distracción, pues si el placer es grande “privará por completo del uso de la razón”, dirigiendo hacia sí toda la atención, o al menos la entorpecerá considerablemente;

2) por la contrariedad, porque ciertos placeres excesivos son contrarios al orden racional; y

3) por una cierta sujeción, pues al deleite corporal se siguen perturbaciones
corporales que impiden el uso de la razón.(19)

Vemos claramente cómo aquellos que –siguiendo los principios psicoanalíticos– buscan vehementemente el placer, no sólo frustran sus expectativas porque no encuentran la felicidad ansiada, sino que obnubilan su razón, haciéndose incapaces de buscarla correctamente, lo cual acarrea nuevas frustraciones y angustias. Por otro lado, dice Santo Tomás, que el dolor debilita o impide toda operación, de manera que la persona apesadumbrada se inmoviliza, se paraliza en su despliegue personal.

El dolor y la tristeza (por el mal que –según Freud– vivimos de la realidad hostil) son –según el Aquinate– contrarios al deleite. La delectación agranda el alma, dilata el afecto, mientras que la tristeza y angustia, la angosta. Afirma Santo Tomás: “Y el temor y la ira causan gravísimo daño corporal por su unión con la tristeza a causa de la ausencia del objeto que se desea. Y aun la tristeza misma priva en ocasiones de la razón, como se ve en aquellos que por causa del dolor se vuelven melancólicos o maniáticos.”(20) Se refiere no sólo a las enfermedades corporales sino, principalmente, a las psíquicas graves (con privación del uso de la razón y hasta organicidad), porque en las pasiones del alma, la alteración corporal que es lo material, guarda proporción al apetito, que es lo formal.(21)

Podemos concluir entonces, que el psicoanálisis (que se propone un objetivo práctico:
una psicoterapia que cambie el fin y el operar de las personas) con los principios que sustenta, sumerge a sus seguidores en la enfermedad mental. Equivocar el objeto de la felicidad, no ‘dar en el blanco’ con el fin último del hombre, es condenarlo al eterno error y a todos los sufrimientos que esto conlleva.


3. Más allá del Psicoanálisis, un problema moderno

Reconocidos filósofos modernos y contemporáneos –que Freud había estudiado profundamente en sus cursos con Brentano– se enfrentaron al catolicismo y a los valores vividos en la Europa medieval, en la cual nuestro santo Doctor alcanzó el más alto grado de perfección.

Si bien desde el punto de vista filosófico el pensamiento psicoanalítico es muy elemental, no podemos desconocer el desproporcionado éxito que ha alcanzado en la cultura contemporánea; y, en parte, gracias a la difusión dada por los mismos cristianos con su enseñanza en los ámbitos académicos, sobre todo en aquellos a los que se les reconoce autoridad por ser católicos.

Pero más allá de sus graves errores y de su inexplicable triunfo en gran parte del
mundo occidental y cristiano, no podemos dejar de considerarlo un paradigma en cuanto a la gran ignorancia del hombre actual sobre su fin último y el objeto de la felicidad.

Explica Santo Tomás que el concepto de fin tiene dos sentidos: uno, el objeto mismo que deseamos alcanzar, que es Dios, y otro que se refiere a la posesión, uso o fruición de lo que se desea.(22) La bienaventuranza es la perfección última del hombre, una operación por la que se une la mente con Dios, y es una, contínua y sempiterna. Como arriba dijimos, en la vida presente no se puede alcanzar la beatitud perfecta, pero existe una felicidad participada en mayor medida en cuanto sea más continuada y una. Por eso en la vida contemplativa, la cual versa sobre la contemplación de la verdad, hay más participación de la felicidad que en la activa que es más dispersa.(23)

La esencia de la felicidad consiste en un acto del intelecto, y a la voluntad le pertenece el deleite consiguiente, por eso dice San Agustín que es el “gozo de la verdad” (gaudium de veritate). Concluye el Angélico: “la última y perfecta bienaventuranza que esperamos en la vida futura consiste toda principalmente en la contemplación. Mas la beatitud imperfecta, cual en esta vida puede alcanzarse, consiste principalmente en la contemplación, secundariamente en la actividad del entendimiento práctico, que impone el orden en las acciones y pasiones humanas, como dice el Filósofo.”(24)

Sin lugar a dudas existe también la delectación en la beatitud, causada por el apetito que reposa en el bien alcanzado, pero la operación intelectiva es más importante. Porque el entendimiento percibe la noción universal de bien, de cuya posesión sigue el deleite; por eso se propone de modo principal el bien más que la delectación.(25)

Para la bienaventuranza se requiere la rectitud de la voluntad; no se puede alcanzar el fin, si no se ordena a él. Justamente, la ley evangélica ordenó esta voluntad: en sus actos exteriores que son los preceptos morales que pertenecen a la esencia de la virtud; pero principalmente ordenó los movimientos interiores que se refieren a sí mismo y al amor al prójimo.(26) Por eso también en la felicidad imperfecta (la que se da en esta tierra) hay paz interior y exterior, porque se va ordenando toda la personalidad y las relaciones sociales, alejando los obstáculos que perturban el camino al fin último. Pero además, la ley nueva propone consejos –para los que tienen aptitud– que “versan acerca de aquellas cosas mediante las cuales el hombre puede mejor y más fácilmente conseguir ese fin.”(27)

Hemos visto cómo Freud ataca y rechaza especialmente los preceptos que ordenan la vida interior y su relación con los demás, y que son absolutamente necesarios para dirigirse al fin.

Pero no sólo existen los hombres que equivocan el camino por ignorancia, también vemos a muchos que –conservando vestigios de la cultura cristiana– conocen el fin último del hombre, saben que reside en la contemplación de Dios, pero viven “como si” no lo supieran.

Ponen sus afanes en cosas terrenales, y buscan con enmascarada vehemencia la felicidad en bienes creados. Se dispersan en el activismo de la vida moderna o se concentran para lograr sus fines aparentes.

Las consecuencias son tanto o más graves que las que acontecen en los ignorantes, porque escinden profundamente su personalidad (que es causa de patologías psíquicas) y, como dice Santo Tomás, el hombre se entristece por no tener unidad, porque “el bien de cada ser consiste en cierta unidad, por lo mismo que cada ser tiene en sí unidos los elementos constitutivos de su perfección. (...) De ahí que todos naturalmente apetezcan la unidad,”.(28)

Y es así como nos encontramos con cristianos apesadumbrados, tristes, frustrados, sumidos en ‘incomprensibles’ angustias, atemorizados por la posible pérdida de bienes terrenos en los que han puesto sus esperanzas.

Los bienes mundanos no deben impedir el orden a la felicidad perfecta. Dice e Angélico que “no es lícito esperar bien alguno como último fin, fuera de la bienaventuranza eterna, sino sólo como ordenado a este fin de la beatitud,”(29) Porque entonces surge el temor mundano, que es malo, pues nace del amor mundano, el cual teme perder lo temporal que ama, y que realmente –al no poder durar para siempre– algún día perderá.

Es entonces necesario el desapego de las cosas creadas, la pobreza de espíritu y la
virtud de la esperanza por la cual no sólo esperamos el bien de la vida eterna, sino que nos apoyamos en el auxilio de Dios para conseguirlo.(30) Para vencer la ignorancia y mover los corazones vino Cristo, y la cultura europea –que niega sus raíces– ha tenido un papel muy importante en la historia de la Evangelización.

Ahora, nuestra cultura está enferma (bien llamada “cultura de la muerte”); los hombres están enfermos, y no sólo de un leve ‘malestar’, han perdido el uso de la razón. Y vemos que la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios (31), pues sólo la fe es la fuerza purificadora de la razón(32).

Decía S.S. Juan Pablo II que el hombre “es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura
a la que pertenece.”(33) Por eso frente a la infelicidad, la enfermedad que aqueja a gran cantidad de personas de nuestra época, tenemos una grave responsabilidad. Hay que “hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: “Nos apremia el amor de Cristo” (2 Co 5,14)”.(34)

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Notas

1 Nietzsche confió el cumplimiento de su proyecto de transformación de la moral a un médico-filósofo.
Cfr. Friedrich NIETZSCHE La gaya ciencia, Madrid 1984, 24.
2 Freud cita la frase de Hobbes, pero no dice a quien pertenece.
3 Sigmund FREUD El malestar de la cultura, en Obras completas, traducción directa del alemán Luis
López-Ballesteros y de Torres, tomo III, Madrid 19814, 3045.
4 Ibidem, 3048.
5 Ibidem, 3025.
6 Ibidem, 3025.
7 El mismo Freud consumía cocaína.
8 Ibidem, 3026.
9 Ibidem, 3026.
10 Ibidem, 3028.
11 Ibidem, 3029.
12 Esta expresión es de Ignacio ANDEREGGEN en Teoría del conocimiento moral. Lecciones de
Gnoseología, Buenos Aires 2006, 331. Dice explícitamente, Ibidem 328: “el psicoanálisis es una
forma popular de idealismo.”
13 S. Th. I-II q. 1 a. 6 ad 3.
14 S. Th. I-II q. 5 a. 2 arg 3 y a.4 corpus.
15 S. Th. I-II q. 2 a. 7 ad 3.
16 S. Th. I-II q. 2 a. 6: Si la bienaventuranza del hombre consiste en el placer.
17 S. Th. I-II q. 2 a. 7 corpus.
18 S. Th. I-II q. 3 a. 8 corpus.
19 Cfr. S. Th. I-II q. 33 a. 3 corpus.
20 S. Th. I-II q. 37 a. 4 ad 3.
21 Cfr. S. Th. I-II q. 37 a. 4 corpus.
22 Cfr. S. Th. I-II q 3 a. 1 corpus.
23 S. Th. I-II q. 3 a. 3 corpus.
24 S. Th. I-II q 3 a. 5 corpus.
25 Cfr. S. Th. I-II q 4 a. 2 ad 2.
26 Cfr. S.Th. I-II q. 108 a. Cfr. S.Th. I-II q. 108 a. 3 corpus.
27 S.Th. I-II q. 108 a. 4 corpus.
28 S. Th. I-II q. 36 a. 3 corpus.
29 S. Th. II-II q. 17 a. 4 corpus.
30Cfr. S. Th. II-II q. 17 a. 2 corpus.
31 Cfr. S.S. Benedicto XVI Carta Encíclica Deus caritas est, Roma 2005, n° 31.
32 Cfr. S.S. Benedicto XVI Carta Encíclica Deus caritas est, Roma 2005, n° 28.
33 Cfr. S.S. Juan Pablo II Carta Encíclica Fides et ratio, Roma 1998, n° 71.
34 S.S. Benedicto XVI Carta Encíclica Deus caritas est, Roma 2005, n° 35.


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Fuente: Sociedad Tomista Argentina

La justificación (Rm 3-5) / Autor: Hº Jaime Ruiz Castro CM

El mensaje bíblico de la justificación

Nuestra escucha común de la palabra de Dios en las Escrituras ha dado lugar a nuevos enfoques. Juntos oímos lo que dice el evangelio: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda sino que tenga vida eterna» (San Juan 3:16). Esta buena nueva se plantea de diversas maneras en las Sagradas Escrituras. En el Antiguo Testamento escuchamos la palabra de Dios acerca del pecado (Sal 51:1-5; Dn 9:5 y ss; Ec 8:9 y ss; Esd 9:6 y ss.) y la desobediencia humanos (Gn 3:1-19 y Neh 9:16-26), así como la «justicia» (Is 46:13; 51:5-8; 56:1; cf. 53:11; Jer 9:24) y el «juicio» de Dios (Ec 12:14; Sal 9:5 y ss; y 76:7-9).

En el Nuevo testamento se alude de diversas maneras a la «justicia» y la «justificación» en los escritos de San Mateo (5:10; 6:33 y 21:32), San Juan (16:8-11); Hebreos (5:1-3 y 10:37-38), y Santiago (2:14-26). En las epístolas de San Pablo también se describe de varias maneras el don de la salvación, entre ellas: «Estad pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres» (Gá 5:1-13, cf. Ro 6:7); «Y todo esto proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo» (2 Co 5:18-21, cf. Ro 5:11); «tenemos paz para con Dios» (Ro 5:1); «nueva criatura es» (2 Co 5:17); «vivos para Dios en Cristo Jesús» (Ro 6:11-23) y «santificados en Cristo Jesús» (1 Co 1:2 y 1:31; 2 Co 1:1) A la cabeza de todas ellas está la «justificación» del pecado de los seres humanos por la gracia de Dios por medio de la fe (Ro 3:23-25), que cobró singular relevancia en el período de la Reforma.

San Pablo asevera que el evangelio es poder de Dios para la salvación de quien ha sucumbido al pecado; mensaje que proclama que «la justicia de Dios se revela por fe y para fe» (Ro 1:16-17) y ello concede la «justificación» (Ro 3:21-31). Proclama a Jesucristo «nuestra justificación» (1 Co 1:30) atribuyendo al Señor resucitado lo que Jeremías proclama de Dios mismo (23:6). En la muerte y resurrección de Cristo están arraigadas todas las dimensiones de su labor redentora por que él es «Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación» (Ro 4:25). Todo ser humano tiene necesidad de la justicia de Dios «por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Ro 1:18; 2:23 3:22; 11:32 y Gá 3:22). En Gálatas 3:6 y Romanos 4:3-9, San Pablo entiende que la fe de Abraham (Gn 15:6) es fe en un Dios que justifica al pecador y recurre al testimonio del Antiguo Testamento para apuntalar su prédica de que la justicia le será reconocida a todo aquel que, como Abraham, crea en la promesa de Dios. «Mas el justo por la fe vivirá» (Ro 1:17 y Hab 2:4, cf. Gá 3:11). En las epístolas de San Pablo, la justicia de Dios es también poder para aquellos que tienen fe (Ro 1:17 y 2 Co 5:21). Él hace de Cristo justicia de Dios para el creyente (2 Co 5:21). La justificación nos llega a través de Cristo Jesús «a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre» (Ro 3:2; véase 3:21-28). «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras...» (Ef 2:8-9).

La justificación es perdón de los pecados (cf. Ro 3:23-25; Hechos 13:39 y San Lucas 18:14), liberación del dominio del pecado y la muerte (Ro 5:12-21) y de la maldición de la ley (Gá 3:10-14) y aceptación de la comunión con Dios: ya pero no todavía plenamente en el reino de Dios a venir (Ro 5:12). Ella nos une a Cristo, a su muerte y resurrección (Ro 6: 5). Se opera cuando acogemos al Espíritu Santo en el bautismo, incorporándonos al cuerpo que es uno (Ro 8:1-2 y 9-11; y 1 Co 12:12-13). Todo ello proviene solo de Dios, por la gloria de Cristo y por gracia mediante la fe en «el evangelio del Hijo de Dios» (Ro 1:1-3).

Los justos viven por la fe que dimana de la palabra de Cristo (Ro 10:17) y que obra por el amor (Gá 5:6), que es fruto del Espíritu (Gá 5:22) pero como los justos son asediados desde dentro y desde fuera por poderes y deseos (Ro 8:35-39 y Gá 5:16-21) y sucumben al pecado (1 Jn 1:8 y 10) deben escuchar una y otra vez las promesas de Dios y confesar sus pecados (1 Jn 1:9), participar en el cuerpo y la sangre de Cristo y ser exhortados a vivir con justicia, conforme a la voluntad de Dios. De ahí que el Apóstol diga a los justos: «...ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Flp 2:12-13). Pero ello no invalida la buena nueva: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro 8:1) y en quienes Cristo vive (Gá 2:20). Por la justicia de Cristo «vino a todos los hombres la justificación que produce vida» (Ro 5:18).

En la fe, juntos tenemos la convicción de que la justificación es obra del Dios trino. El Padre envió a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores. Fundamento y postulado de la justificación es la encarnación, muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto, la justificación significa que Cristo es justicia nuestra, en la cual compartimos mediante el Espíritu Santo, conforme con la voluntad del Padre. Juntos confesamos: «Solo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito nuestro, somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones, capacitándonos y llamándonos a buenas obras».

Todos los seres humanos somos llamados por Dios a la salvación en Cristo. Solo a través de Él somos justificados cuando recibimos esta salvación en fe. La fe es en sí don de Dios mediante el Espíritu Santo que opera en palabra y sacramento en la comunidad de creyente y que, a la vez, les conduce a la renovación de su vida que Dios habrá de consumar en la vida eterna.

También compartimos la convicción de que el mensaje de la justificación nos orienta sobre todo hacia el corazón del testimonio del Nuevo Testamento sobre la acción redentora de Dios en Cristo: Nos dice que en cuanto pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y la misericordia renovadora que de Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio cualquiera que este sea.

Por consiguiente, la doctrina de la justificación que recoge y explica este mensaje es algo más que un elemento de la doctrina cristiana y establece un vínculo esencial entre todos los postulados de la fe que han de considerarse internamente relacionados entre sí. Constituye un criterio indispensable que sirve constantemente para orientar hacia Cristo el magisterio y la práctica de nuestras iglesias. Cuando los luteranos resaltan el significado sin parangón de este criterio, no niegan la interrelación y el significado de todos los postulados de la fe. Cuando los católicos se ven ligados por varios criterios, tampoco niegan la función peculiar del mensaje de la justificación. Luteranos y católicos compartimos la meta de confesar a Cristo en quien debemos creer primordialmente por ser el solo mediador (1 Ti 2:5-6) a través de quien Dios se da a sí mismo en el Espíritu Santo y prodiga sus dones renovadores.