Santo Tomás analiza el tema de los distintos objetos en los que la gente pone, equivocadamente, la felicidad. Pero muestra también en qué radica la verdadera bienaventuranza
Freud rechaza los principios evangélicos que fundamentan la cultura cristiana, y por eso quiere imponer un cambio radical en ella. El centro del problema es la felicidad que, para el fundador del psicoanálisis, consiste en el principio del placer por el que debe regirse toda la conducta humana. Santo Tomás analiza el tema de los distintos objetos en los que la gente pone, equivocadamente, la felicidad. Pero muestra también en qué radica la verdadera bienaventuranza. La enfermedad del hombre es la infelicidad, a la que llega por ignorancia o por rechazo de su verdadero bien, el fin último al que debe dirigir sus conductas, y en el cual consiste la beatitud.
1. El concepto de felicidad en Freud
Sigmund Freud trata especialmente el tema de la felicidad en su obra titulada "El malestar de la cultura", en el marco de una fuerte crítica a la cultura cristiana. Asume el pensamiento de F. Nietzsche, y se hace cargo de su proyecto de transvaloración a través del psicoanálisis.(1)
Leyó desde muy joven con gran entusiasmo a este filósofo, y además, se conoce la existencia de una relación más directa a través de Lou-Andreas-Salomé, quien fuera amiga íntima de Nietzsche, y la primera mujer y lega, que entró en los círculos de los miércoles de Freud (en 1912), donde se estudiaban las obras de Nietzsche.
Para Freud, la cultura (de raíz cristiana) pone restricciones a la sexualidad y coarta la agresividad propia del hombre. Por un lado promoviendo la familia heterosexual y monogámica, y por otro postulando el precepto irrealizable del amor al prójimo, el cual pone barreras a la búsqueda de satisfacción de las tendencias agresivas. Define al hombre con la célebre frase: homo homini lupus (2). Dice en un agrio pasaje: “¿A qué entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir? (...) Este ser extraño [el prójimo] no sólo es en general indigno de amor, sino que –para confesarlo sinceramente– merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio.”(3)
Esta cultura cristiana apela a los sentimientos de culpabilidad para reprimir las tendencias que –según Freud– le son antagónicas (sexualidad y agresividad), y así domina estas inclinaciones haciendo que los individuos se sientan culpables y “en pecado”, cuando consideran que han cometido algo “malo”. Esto produce angustia y, según el fundador de la Escuela Psicoanalítica, se genera así un proceso de represión que derivará en la enfermeda llamada neurosis y otras patologías psíquicas graves. Este es el ‘malestar’ que ha producido la cultura forjada por el cristianismo, y a tal punto, que puede hablarse de una antítesis y enfrentamiento entre la felicidad y la cultura. Nos dice este conocido psicoanalista: “Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar la felicidad.”(4). Debido a esto, se propone imponer un cambio que vaya a las raíces mismas de esta cultura y sus valores más fundamentales.
Reconoce Freud que la religión plantea el interrogante sobre la finalidad de la vida.
Sin embargo, nadie puede equivocar la respuesta: los hombres aspiran a la felicidad, quieren ser felices y no quieren dejar de serlo. Esta común aspiración tiene dos facetas: una positiva, le de experimentar intensas sensaciones placenteras, y otra negativa, la de evitar el displacer y el dolor. Sin embargo, el término ‘felicidad’ se aplica al principio del placer, que es el que rige todas las operaciones del “aparato psíquico”. Pero esta felicidad es irrealizable, pues añade Freud: “todo el orden del universo se le opone, y aun estaríamos por afirmar que el plan de la “Creación” no incluye el propósito de que el hombre sea “feliz”.(5)
Como podemos ver, la concepción freudiana de felicidad está relacionada y depende
fundamentalmente del pensamiento de Kant, para quien la felicidad es sensible y por eso – para el filósofo de Königsberg– es inmoral buscarla y obrar por este fin.
De esta manera las posibilidades de felicidad ya están limitadas desde el principio por nuestra propia constitución, por eso –nos dice Freud– es más fácil experimentar la desgracia.
Analiza entonces las posibilidades de sufrimiento que amenazan al hombre, y encuentra que son tres: el cuerpo, condenado a la decadencia y a la aniquilación; el mundo exterior, capaz de encarnizarse contra nosotros con sus fuerzas destructoras omnipotentes, y las relaciones con los otros seres humanos, la sociedad.
Prosigue Freud: “No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suele rebajar sus pretensiones de felicidad (...); no nos asombra que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento relegue a segundo plano la de lograr el placer.”(6).
De esta manera, la felicidad consistirá principalmente, para Freud, en la evitación del dolor y el sufrimiento. Para esto propone diversos métodos de protección: contra los seres humanos, contra el temible mundo exterior y contra el sufrimiento de nuestro organismo.
El primero que analiza por considerarlo sumamente efectivo, es el químico, la
intoxicación por drogas.(7) Éste “nos proporciona directamente sensaciones placenteras, modificando además las condiciones de nuestra sensibilidad, de manera tal que nos impiden percibir estímulos desagradables. (...) Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de los estupefacientes en la lucha por la felicidad y en la prevención de la miseria, que tanto los individuos como los pueblos les han reservado un lugar permanente en su economía libidinal.”(8)
Este maravilloso “quitapenas” libera al hombre del peso de la realidad, refugiándolo en un mundo propio. Porque, nos dice este psicoanalista, “La satisfacción de los
instintos, precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en causa de intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva de ella, negándonos la satisfacción de nuestras necesidades.”(9)
También la vida instintiva sometida a “instancias psíquicas superiores” logra una
cierta protección contra el sufrimiento. La técnica de la sublimación reorienta los fines instintivos, eludiéndose, de alguna manera, la frustración que viene del mundo exterior. El artista, el investigador, el que busca descubrir la verdad, están entre los que son capaces de utilizar su intelecto como coraza contra el sufrimiento. Sin embargo, aun así no lograrán escapar, en algún momento, del dolor. Por otro lado, aclara Freud que las mujeres están escasamente dotadas para este mecanismo de defensa (el uso de la inteligencia), por eso la obra cultural es una tarea masculina.
Otro método de independizarse de la realidad y del mundo exterior siempre hostil y
doloroso, buscando satisfacciones en los procesos internos psíquicos, es el refugio en las ilusiones. Entonces, analiza ahora el que considera más enérgico procedimiento para romper con la enemiga e intolerable realidad: la vida del ermitaño o de los que viven en comunidades, refiriéndose sin duda a los monjes y a la vida religiosa. El que busca la felicidad de este modo se convertirá en un loco. Sobre todo cuando pretende una “transformación delirante de la realidad.”(10)
Por último, se refiere a lo que llama ‘amor’ como método para alejar el sufrimiento y
que, en el fondo no es más que el “amor sexual”. Luego concluye: “El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable, mas no por ello se debe –ni se puede– abandonar los esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización. (...) Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos.”(11)
La frustración a la que se ve sometido el individuo, por la imposibilidad de encontrar la felicidad (donde, sin duda, no se encuentra), lo lleva –como pudimos ver– a un alejamiento de la realidad que podría decirse que es como un idealismo práctico. Esta situación frustrante causa angustia, tristeza y un “torturante malestar”. El psicoanalizado se convierte –por miedoa esta realidad que considera siempre hostil y amenazante– en un “pequeño idealista”(12) y, de esta manera, puede cumplir sus deseos e imponer su voluntad con una construcción ficticia, irreal.
2. Refutación de Santo Tomás de Aquino
El Angélico, tomando la autoridad de San Agustín, dice que todos los hombres
apetecen el fin último que es la felicidad. En cuanto a la noción general, todos concuerdan en desear este fin, que es el cumplimiento de su perfección, el bien que sacia y satisface plenamente su voluntad. Pero en la situación concreta de cada persona, no todos están de acuerdo: unos desean las riquezas, otros los placeres y otros, otras cosas. Porque algunos ignoran en que cosa consiste la beatitud. Luego los diversos modos de vida se explican por el objeto en que cada uno pone su felicidad, pues el fin estructura toda la personalidad y domina los afectos, instaurando las normas para la propia vida. Y así afirma el Aquinate: “No es preciso que uno piense en el último fin siempre que algo desea o ejecuta, pues la eficacia de la primera intención, que es respecto del fin último, continúa en el deseo de cualquier otra cosaaun cuando no se piense actualmente el fin último;”(13)
Así, Santo Tomás recorre los diversos bienes que puede apetecer el hombre y en los cuales no puede radicar la felicidad o bienaventuranza: las riquezas, la fama, los honores, el poder, los bienes del cuerpo, el placer, los bienes del alma, los bienes creados. Porque la felicidad debe tener carácter de fin último y supremo bien, al cual se ordena el hombre por principios interiores, sin sombra de mal, plenamente saciativo por lo cual una vez logrado, no se desee nada más, porque aquieta todo apetito. En fin, la felicidad debe ser “el bien perfecto y suficiente” del hombre.(14) De esto se deduce que en esta vida no pueda alcanzarse la perfecta beatitud, pero puede tenerse una participación, que es la felicidad imperfecta.
En relación a la posición freudiana que hemos analizado, hay que aclarar primeramente que, si bien la delectación es un accidente propio de la felicidad, es consecuencia de ella o de alguna parte, pero no su esencia. El deleite, que es apetecible por ser reposo en el bien deseado, se da por un bien conveniente. Dice Santo Tomás: “En el mismo grado en que todos apetecen los deleites, desean el bien; pero los deleites se apetecen por el bien y no a la inversa,”(15).
El placer corporal ni siquiera puede ser consecuencia de la felicidad, porque sigue a un bien que persigue el sentido, que es potencia del alma que usa del cuerpo. Y si el placer es causado porque los sentidos perciben un bien conveniente al cuerpo, el placer corporal no sólo no es la felicidad, sino tampoco un accidente de ella; porque el bien del cuerpo no puede ser el bien perfecto del hombre, pues es mínimo en comparación con el alma.(16)
A diferencia de la verdadera felicidad que sacia y no se desea nada más, los bienes
creados muestran su propia insuficiencia e imperfección; por eso cuando se pone en ellos el fin último, dejan una profunda insatisfacción por la cual se busca desordenadamente siempre más, a la vez que se los deteriora, porque se les exige lo que ellos mismos no pueden dar. “Y es que sólo merece ser llamado fin último el bien perfecto que llena por entero todo apetito.”(17)
Sólo Dios puede colmar la voluntad humana, de manera que no puede desearse nada más;
sólo en Dios, en la visión de Dios, está la felicidad. “En conclusión, para la perfecta beatitud se requiere que el entendimiento alcance la misma esencia de la causa primera. De esta suerte logrará la perfección por la unión con Dios, como su objeto, en el cual únicamente está la bienaventuranza del hombre,”(18)
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, dice que los deleites extraños impiden ciertas
operaciones. Se refiere aquí a las delectaciones propias del acto de la razón (cuando
contemplamos o razonamos), y a los deleites corporales que impiden el uso de la misma. El
Angélico menciona tres razones:
1) por la distracción, pues si el placer es grande “privará por completo del uso de la razón”, dirigiendo hacia sí toda la atención, o al menos la entorpecerá considerablemente;
2) por la contrariedad, porque ciertos placeres excesivos son contrarios al orden racional; y
3) por una cierta sujeción, pues al deleite corporal se siguen perturbaciones
corporales que impiden el uso de la razón.(19)
Vemos claramente cómo aquellos que –siguiendo los principios psicoanalíticos– buscan vehementemente el placer, no sólo frustran sus expectativas porque no encuentran la felicidad ansiada, sino que obnubilan su razón, haciéndose incapaces de buscarla correctamente, lo cual acarrea nuevas frustraciones y angustias. Por otro lado, dice Santo Tomás, que el dolor debilita o impide toda operación, de manera que la persona apesadumbrada se inmoviliza, se paraliza en su despliegue personal.
El dolor y la tristeza (por el mal que –según Freud– vivimos de la realidad hostil) son –según el Aquinate– contrarios al deleite. La delectación agranda el alma, dilata el afecto, mientras que la tristeza y angustia, la angosta. Afirma Santo Tomás: “Y el temor y la ira causan gravísimo daño corporal por su unión con la tristeza a causa de la ausencia del objeto que se desea. Y aun la tristeza misma priva en ocasiones de la razón, como se ve en aquellos que por causa del dolor se vuelven melancólicos o maniáticos.”(20) Se refiere no sólo a las enfermedades corporales sino, principalmente, a las psíquicas graves (con privación del uso de la razón y hasta organicidad), porque en las pasiones del alma, la alteración corporal que es lo material, guarda proporción al apetito, que es lo formal.(21)
Podemos concluir entonces, que el psicoanálisis (que se propone un objetivo práctico:
una psicoterapia que cambie el fin y el operar de las personas) con los principios que sustenta, sumerge a sus seguidores en la enfermedad mental. Equivocar el objeto de la felicidad, no ‘dar en el blanco’ con el fin último del hombre, es condenarlo al eterno error y a todos los sufrimientos que esto conlleva.
3. Más allá del Psicoanálisis, un problema moderno
Reconocidos filósofos modernos y contemporáneos –que Freud había estudiado profundamente en sus cursos con Brentano– se enfrentaron al catolicismo y a los valores vividos en la Europa medieval, en la cual nuestro santo Doctor alcanzó el más alto grado de perfección.
Si bien desde el punto de vista filosófico el pensamiento psicoanalítico es muy elemental, no podemos desconocer el desproporcionado éxito que ha alcanzado en la cultura contemporánea; y, en parte, gracias a la difusión dada por los mismos cristianos con su enseñanza en los ámbitos académicos, sobre todo en aquellos a los que se les reconoce autoridad por ser católicos.
Pero más allá de sus graves errores y de su inexplicable triunfo en gran parte del
mundo occidental y cristiano, no podemos dejar de considerarlo un paradigma en cuanto a la gran ignorancia del hombre actual sobre su fin último y el objeto de la felicidad.
Explica Santo Tomás que el concepto de fin tiene dos sentidos: uno, el objeto mismo que deseamos alcanzar, que es Dios, y otro que se refiere a la posesión, uso o fruición de lo que se desea.(22) La bienaventuranza es la perfección última del hombre, una operación por la que se une la mente con Dios, y es una, contínua y sempiterna. Como arriba dijimos, en la vida presente no se puede alcanzar la beatitud perfecta, pero existe una felicidad participada en mayor medida en cuanto sea más continuada y una. Por eso en la vida contemplativa, la cual versa sobre la contemplación de la verdad, hay más participación de la felicidad que en la activa que es más dispersa.(23)
La esencia de la felicidad consiste en un acto del intelecto, y a la voluntad le pertenece el deleite consiguiente, por eso dice San Agustín que es el “gozo de la verdad” (gaudium de veritate). Concluye el Angélico: “la última y perfecta bienaventuranza que esperamos en la vida futura consiste toda principalmente en la contemplación. Mas la beatitud imperfecta, cual en esta vida puede alcanzarse, consiste principalmente en la contemplación, secundariamente en la actividad del entendimiento práctico, que impone el orden en las acciones y pasiones humanas, como dice el Filósofo.”(24)
Sin lugar a dudas existe también la delectación en la beatitud, causada por el apetito que reposa en el bien alcanzado, pero la operación intelectiva es más importante. Porque el entendimiento percibe la noción universal de bien, de cuya posesión sigue el deleite; por eso se propone de modo principal el bien más que la delectación.(25)
Para la bienaventuranza se requiere la rectitud de la voluntad; no se puede alcanzar el fin, si no se ordena a él. Justamente, la ley evangélica ordenó esta voluntad: en sus actos exteriores que son los preceptos morales que pertenecen a la esencia de la virtud; pero principalmente ordenó los movimientos interiores que se refieren a sí mismo y al amor al prójimo.(26) Por eso también en la felicidad imperfecta (la que se da en esta tierra) hay paz interior y exterior, porque se va ordenando toda la personalidad y las relaciones sociales, alejando los obstáculos que perturban el camino al fin último. Pero además, la ley nueva propone consejos –para los que tienen aptitud– que “versan acerca de aquellas cosas mediante las cuales el hombre puede mejor y más fácilmente conseguir ese fin.”(27)
Hemos visto cómo Freud ataca y rechaza especialmente los preceptos que ordenan la vida interior y su relación con los demás, y que son absolutamente necesarios para dirigirse al fin.
Pero no sólo existen los hombres que equivocan el camino por ignorancia, también vemos a muchos que –conservando vestigios de la cultura cristiana– conocen el fin último del hombre, saben que reside en la contemplación de Dios, pero viven “como si” no lo supieran.
Ponen sus afanes en cosas terrenales, y buscan con enmascarada vehemencia la felicidad en bienes creados. Se dispersan en el activismo de la vida moderna o se concentran para lograr sus fines aparentes.
Las consecuencias son tanto o más graves que las que acontecen en los ignorantes, porque escinden profundamente su personalidad (que es causa de patologías psíquicas) y, como dice Santo Tomás, el hombre se entristece por no tener unidad, porque “el bien de cada ser consiste en cierta unidad, por lo mismo que cada ser tiene en sí unidos los elementos constitutivos de su perfección. (...) De ahí que todos naturalmente apetezcan la unidad,”.(28)
Y es así como nos encontramos con cristianos apesadumbrados, tristes, frustrados, sumidos en ‘incomprensibles’ angustias, atemorizados por la posible pérdida de bienes terrenos en los que han puesto sus esperanzas.
Los bienes mundanos no deben impedir el orden a la felicidad perfecta. Dice e Angélico que “no es lícito esperar bien alguno como último fin, fuera de la bienaventuranza eterna, sino sólo como ordenado a este fin de la beatitud,”(29) Porque entonces surge el temor mundano, que es malo, pues nace del amor mundano, el cual teme perder lo temporal que ama, y que realmente –al no poder durar para siempre– algún día perderá.
Es entonces necesario el desapego de las cosas creadas, la pobreza de espíritu y la
virtud de la esperanza por la cual no sólo esperamos el bien de la vida eterna, sino que nos apoyamos en el auxilio de Dios para conseguirlo.(30) Para vencer la ignorancia y mover los corazones vino Cristo, y la cultura europea –que niega sus raíces– ha tenido un papel muy importante en la historia de la Evangelización.
Ahora, nuestra cultura está enferma (bien llamada “cultura de la muerte”); los hombres están enfermos, y no sólo de un leve ‘malestar’, han perdido el uso de la razón. Y vemos que la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios (31), pues sólo la fe es la fuerza purificadora de la razón(32).
Decía S.S. Juan Pablo II que el hombre “es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura
a la que pertenece.”(33) Por eso frente a la infelicidad, la enfermedad que aqueja a gran cantidad de personas de nuestra época, tenemos una grave responsabilidad. Hay que “hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: “Nos apremia el amor de Cristo” (2 Co 5,14)”.(34)
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Notas
1 Nietzsche confió el cumplimiento de su proyecto de transformación de la moral a un médico-filósofo.
Cfr. Friedrich NIETZSCHE La gaya ciencia, Madrid 1984, 24.
2 Freud cita la frase de Hobbes, pero no dice a quien pertenece.
3 Sigmund FREUD El malestar de la cultura, en Obras completas, traducción directa del alemán Luis
López-Ballesteros y de Torres, tomo III, Madrid 19814, 3045.
4 Ibidem, 3048.
5 Ibidem, 3025.
6 Ibidem, 3025.
7 El mismo Freud consumía cocaína.
8 Ibidem, 3026.
9 Ibidem, 3026.
10 Ibidem, 3028.
11 Ibidem, 3029.
12 Esta expresión es de Ignacio ANDEREGGEN en Teoría del conocimiento moral. Lecciones de
Gnoseología, Buenos Aires 2006, 331. Dice explícitamente, Ibidem 328: “el psicoanálisis es una
forma popular de idealismo.”
13 S. Th. I-II q. 1 a. 6 ad 3.
14 S. Th. I-II q. 5 a. 2 arg 3 y a.4 corpus.
15 S. Th. I-II q. 2 a. 7 ad 3.
16 S. Th. I-II q. 2 a. 6: Si la bienaventuranza del hombre consiste en el placer.
17 S. Th. I-II q. 2 a. 7 corpus.
18 S. Th. I-II q. 3 a. 8 corpus.
19 Cfr. S. Th. I-II q. 33 a. 3 corpus.
20 S. Th. I-II q. 37 a. 4 ad 3.
21 Cfr. S. Th. I-II q. 37 a. 4 corpus.
22 Cfr. S. Th. I-II q 3 a. 1 corpus.
23 S. Th. I-II q. 3 a. 3 corpus.
24 S. Th. I-II q 3 a. 5 corpus.
25 Cfr. S. Th. I-II q 4 a. 2 ad 2.
26 Cfr. S.Th. I-II q. 108 a. Cfr. S.Th. I-II q. 108 a. 3 corpus.
27 S.Th. I-II q. 108 a. 4 corpus.
28 S. Th. I-II q. 36 a. 3 corpus.
29 S. Th. II-II q. 17 a. 4 corpus.
30Cfr. S. Th. II-II q. 17 a. 2 corpus.
31 Cfr. S.S. Benedicto XVI Carta Encíclica Deus caritas est, Roma 2005, n° 31.
32 Cfr. S.S. Benedicto XVI Carta Encíclica Deus caritas est, Roma 2005, n° 28.
33 Cfr. S.S. Juan Pablo II Carta Encíclica Fides et ratio, Roma 1998, n° 71.
34 S.S. Benedicto XVI Carta Encíclica Deus caritas est, Roma 2005, n° 35.
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Fuente: Sociedad Tomista Argentina
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