Somos consumidores «volubles, fragmentados, desregulados», pero no tanto en Navidad. Hay que estar algo desestructurado para llegar hasta Belén y sentir ansiedad cuando los coros cantan «Adeste fideles». Hay que estar profundamente enajenado por los arcaísmos ideológicos como para —según ha hecho Izquierda Unida en Morón de la Frontera— enviar felicitaciones navideñas en las que se compara la muerte del Che Guevara con la muerte del Jesucristo nacido en un portal de Belén. Característicamente, la Navidad es algo para compartir todas las gentes de buena voluntad. Compartimos júbilo y costumbres, una emoción sin nombre y la celebración de un antiquísimo misterio. ¿Qué hay de intrínsecamente malo en celebrar la Navidad también comprando? No es paradoja que al mismo tiempo sea una gran ocasión para la caridad y el altruismo. Deseamos agradar al prójimo, agasajar excepcionalmente, dar a los nuestros lo que les gratifica, compartir el beneficio de un esfuerzo mientras nos apresuramos para llegar al almacén de las videoconsolas, a la gran superficie que vende árboles de Navidad, a la tienda esa de fiambres.
En la noche de Belén, el estruendo originario de la creación llegaba a su segunda fase con un «big bang» humilde y rústico, a la espera de unos Reyes de Oriente que llegarían como séquito de una estrella indiciaria. Acudían al aparecer de la verdad en lo más oscuro de la noche. El niño Jesús iba a recibir a todos, llegado para redimir a los hombres, puesto en el mundo para celebrar la gloria. Estos días algo del amor de Belén está en los sms que entrelazan presencias en la distancia, en las canciones que hablan de Navidades blancas, en las viejas películas que relatan fiestas navideñas bajo la nieve, cruzadas por el largo convoy de los sueños y de las esperanzas.
Un parpadeo de pequeñas luces trepa por el árbol de Navidad y traza sobre el cielo del belén doméstico el vigor astronómico de lo que uno cree desde que era niño. Ahí la ansiedad se desintegra en mil pedazos y una bendición elemental confirma nuestro destino de cada año, pasajeros del gran Montgolfier que va a anclar en las ariscas tierras de Belén de Judá. Luego se escribieron los cuatro evangelios y la vida de aquel recién nacido resulta ser el nacer más decisivo del planeta, hasta ese día de hoy que celebramos como sabemos, con la tarjeta de crédito en una mano y parte del corazón en la otra.
Cuando se niega la posibilidad de grandes relatos, ahí está el mayor de todos. Cada año nos coge metiendo en el ascensor un oso de peluche o una caja de vino tinto. Son formas quizá triviales de celebrarlo, pero no todo es la impaciencia de comprar y consumir, no todo es la consumación instantánea del deseo. Andamos en busca de seguridad, de certidumbre. Sabemos que la hubo y la hay en aquel portal de Belén. Tan frágiles como somos, tan etiquetados con nuestra fecha de caducidad, la llegada de la Navidad nos alerta de aquella memoria de la eternidad que tanto se olvida pasando el año en los dominios del todo a cien.
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Fuente ABC
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