Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle:
"¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?".
Jesús les respondió: "Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres.
¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo!".
Mienntras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: "¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?
¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes.
¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta.
Él es aquel de quien está escrito:
Yo envío a mi mensajero delante de ti,
para prepararte el camino.
Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.
Mt 11, 2-11
Ante las noticias de la televisión, muchas veces tenemos que apartar la vista, porque nuestra sensibilidad no es capaz de asumir tantas imágenes de horror y de desgracias que nos transmiten los medios de comunicación de esta aldea global en que se está convirtiendo el mundo. Y no solamente las noticias que nos afectan de fuera, sino las noticias de dentro; las divisiones familiares, los disgustos, los fracasos. Vivimos unos momentos en los cuales la pena, la depresión, la inestabilidad emocional, esos “bajones” que a todos nos dan, nos amenazan con uno de los peligros más grandes que puede afectar al alma humana, que es la enfermedad de la tristeza, esa parálisis espiritual que me lleva a perder la esperanza, la ilusión, a no tener ya casi ganas de vivir la vida porque creo que todo lo he visto y todo lo conozco.
Frente a todo este mundo de desolación y de tristeza, la Iglesia se atreve a gritar: “! Alegraos!” en este domingo de Adviento. Porque los hombres sí tenemos un motivo verdadero de alegría, que no es la risa fatua ni la diversión que dura unos momentos a modo de anestesia para olvidar los problemas. No se trata de evadirse de los problemas ni de huir de ellos para encontrar la verdadera alegría, sino que la fuente de donde brota la alegría del cristiano, es la de un Dios que se apiada de nosotros y nos visita, que quiere hacerse solidario de nuestras penas para llenarnos de esperanza.
El grito de alegría de la Iglesia, hoy tiene que llegar a todos nuestros corazones. Pero ¿Yo puedo estar alegre en mis circunstancias, con mis problemas, con mi tragedión familiar, con mi fracaso personal, con mi limitación, con mi enfermedad, con mi esperanza de vida? ¿Tengo yo derecho a la alegría? ¿Por qué Señor me embarga tantas veces esa tristeza y no soy capaz de superarla? Sin embargo, es un momento oportuno para que distingamos entre lo que es la tristeza y lo que es el dolor. Es verdad que muchos acontecimientos de la vida nos provocan un intensísimo dolor, sobre todo ése dolor que nace del amor de las personas queridas, pero el dolor es diferente a la tristeza, porque el dolor nace del amor, y la tristeza nace de la falta de confianza en Dios. De un Dios que puede transformar, que puede salvar, que no me va a arreglar a lo mejor una situación concreta en la vida pero que me acompaña en ella, y me dice: “A pesar de todo, descubre la belleza que puede haber en ése dolor. Descubre que yo estoy incondicionalmente a tu lado, tanta hermosura que yo he dejado en las personas que te acompañan en tu propio dolor o en tu misma soledad, que es muy sonora cuando la sabes rellenar conmigo”. Por eso, sabemos que en el fondo de todas las tristezas, está la soledad de un hombre que no es capaz de descubrir a Dios en ese mundo del dolor en el cual Él ha querido encarnarse y ha querido nacer, en el que ha querido hacerse un niño frágil y pequeño.
El salmista afirma: “Que se alegren los que buscan al Señor”, y así nosotros también, deberíamos saber que en todo podemos buscar al Señor y no a nosotros mismos, porque en el fondo, muchas de nuestras tristezas, de nuestras penas, vienen cuando buscamos nuestros propios planes, cuando perseguimos sólo nuestros propios sueños, nuestros propios intereses, nuestros propios deseos aunque sean buenos, y a lo mejor el Señor ha decidido cambiar tu historia, y tú no aceptas que el Señor pueda cambiar tu historia.
Sólo cuando se busca la voluntad de Dios y se acepta, sólo cuando uno se abraza a esa voluntad de Dios, es capaz de tener el dolor con paz, y por tanto engendrar la alegría.
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